Capítulo 16

—Vengo a pedirle ayuda —dijo Westhaven, mirando a su padre a los ojos.

El duque, que estaba tomando tranquilamente el té en el jardín trasero de su mansión, miró a su hijo como un hombre completamente sano.

—Parece que es buen momento —se quejó el duque—. Tu querida madre no me deja ni comerme la carne sin ayuda. Será mejor que te sientes, hombre, a menos que quieras que me vea levantando el cuello para mirarte.

—Su intención es buena —comentó él con una sonrisa al oírlo.

Su padre puso los ojos en blanco.

—¿Y cuántas veces ha intentado aplacar tu irritación conmigo utilizando esas mismas palabras? ¿Té?

—Unas cuantas, sí —concedió Westhaven—. No quiere perderle, así que tendrá que ser paciente con ella. Y sí, una taza de té no me irá mal.

—¡Paciente! —resopló su excelencia, sirviéndole una taza a su hijo, a la que añadió una cucharada de azúcar—. Esa mujer sabe perfectamente hasta dónde puede presionar, con su Percy esto y, querido, lo de más allá. Pero no has venido aquí para oírme quejarme de tu madre y sus buenas intenciones. ¿Qué clase de ayuda necesitas?

—No estoy seguro —contestó él, aceptando la taza—, pero tiene que ver con una mujer, o mejor dicho, dos.

—Gracias a Dios por los pequeños favores —exclamó el duque con una sonrisa—. Continúa, muchacho. Nunca nada es tan grave como uno cree y son muy pocos los aprietos en los que podrías verte y en los que no haya estado yo ya.

Al oír esas palabras, Westhaven sintió que se quitaba un enorme peso de encima y volvía a respirar. Hasta se sentía deseoso de contárselo. Le explicó brevemente la situación de Anna y Morgan y su deseo de ocultar el paradero de esta última.

—Pues claro que es bienvenida —le dijo su padre con el cejo fruncido—. ¿La nieta de Helmsley? Creo que se casó con aquella... ah, sí, la hermana o la tía o la prima de Bellefonte. Tu madre lo sabrá. Tráela. Tus hermanas la llevarán en palmitas. Lo pasará bien aquí con ellas.

—No puede salir de la mansión —le advirtió Westhaven—. A menos que sea para ir a Moreland y en un coche cerrado.

—Yo no puedo abandonar la ciudad hasta que me den permiso tus médicos —le informó el duque—. Estos viejos huesos no podrán regresar al campo de momento.

—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó Westhaven con un tono de algún modo distinto al de veces anteriores.

—La mortalidad amedranta al principio —contestó su padre—. Crees que morir será horrible, perderte lo que el futuro depara a tus seres queridos, a tus proyectos parlamentarios. Sin embargo, ahora veo que llegará un tiempo en que la muerte será un alivio, y así debió de ser para tu hermano Victor. En determinadas circunstancias no es tanto el hecho de morir, como el de encontrar la paz.

Atónito ante la sinceridad y la hondura de su respuesta, Westhaven lo escuchó como hacía años que no lo escuchaba.

—Estoy recuperando las fuerzas —continuó el duque—, y seguiré acosándote unos cuantos años más, espero, pero cuando estaba tan débil y seguro de que mis días habían llegado a su fin, me di cuenta de que hay cosas peores que la muerte. Cosas peores que no asegurar la dichosa sucesión, peores que no conseguir que los lores voten una condenada ley que quiero que se apruebe.

—¿Qué clase de cosas?

—Podría no haber conocido nunca a tu madre —respondió sin más—. Podría haberme quedado inválido durante años, como le ocurrió a Victor. Podría habernos condenado a todos a la ruina y haber dejado las cuentas en peor estado de lo que ya hice. Supongo —añadió con una leve sonrisa— que me estoy dando cuenta de todas las cosas que tengo que agradecer. No te preocupes... —La leve sonrisa se convirtió en una enorme sonrisa—. Esta actitud de humildad no durará mucho y no hace falta que me mires como si hubiera tenido una charla cara a cara con san Pedro. Pero cuando a uno le prohíben todo menos descansar en la cama todo el día, te da por pensar.

—Supongo —admitió él reclinándose en el asiento, casi deseando que su padre hubiera sufrido un ataque al corazón mucho antes.

—Y ahora, hablemos de la señora Seaton —continuó el duque—. Tienes razón. Los acuerdos matrimoniales son algo muy serio, pero también lo es el cumplimiento de las condiciones sobre tutela estipuladas en el testamento de un hombre. Otra posibilidad es que existiera un documento aparte con los detalles sobre la tutela, en el que se especifique la administración fiduciaria del dinero de la joven. En ese caso, tendrías que conseguirlo también.

—No es muy probable —señaló Westhaven—. Lo más seguro es que se redactara en York y esté en manos de Helmsley.

—Pero tendrá que traer al menos los documentos de la tutela si es que viene a recoger a sus hermanas. Dices que las dos tienen más de dieciocho años, pero es posible que el convenio de fideicomiso le permitiera controlar su dinero hasta que se casen, o hasta que cumplan los veinticinco, incluso los treinta.

—Puedo preguntarle a Anna, pero antes quiero hacerle otra pregunta.

El duque esperó, removiendo el té mientras su hijo consideraba cómo planteárselo.

—Hazlit me dijo que una forma de proteger a Anna es casarme con ella. ¿La acogerían la duquesa y usted en el seno de nuestra familia?

Con una exhibición de tacto que habría enorgullecido a la mismísima duquesa y que a Westhaven impresionó sinceramente, el duque se inclinó hacia adelante y rellenó ambas tazas.

—Le hice esta misma pregunta a tu madre —admitió—, puesto que, según mis hijos, no siempre se puede confiar en mi juicio. Te voy a decir lo mismo que me contestó ella, porque creo que es la respuesta más adecuada: confiamos en tu sabia elección, y si Anna Seaton lo es, estaremos encantados de darle la bienvenida en nuestra familia. Al fin y al cabo, a tu madre no la eligió mi padre, y no procedía de cuna más alta que tu Anna.

—Entonces, ¿la aceptarían?

—Sí, pero Gayle...

Su padre no lo llamaba por su nombre de pila desde la muerte de Bart, y Westhaven tuvo que desviar la vista.

—Eres un hombre decente —continuó el anciano aristócrata—, demasiado, a veces, creo yo. Lo sé, lo sé —dijo, agitando una mano—. Soy propenso a buscar los atajos para cualquier cosa, a optar por prácticas dudosas en ocasiones, a utilizar mi posición a la primera oportunidad, pero tú eres todo lo contrario. Tú no incumplirías tus obligaciones ni aunque el Señor Todopoderoso te diera permiso para hacerlo. Así pues, lo diré yo ya que el Señor Todopoderoso no está aquí para hacerlo: no te cases con ella por lástima o por obligación, o porque creas equivocadamente que quieres que una mujer se sienta en deuda contigo antes de contraer matrimonio. Cásate con ella porque no imaginas el resto de tu vida sin su presencia y sabiendo que por su parte siente lo mismo.

—Me está diciendo que me case por amor —concluyó Westhaven, aturdido y emocionado.

—Eso hago, sí, y estaría bien que se lo dijeras a tu madre, porque últimamente ando muy necesitado de sus bendiciones y es posible que éste haya sido el único consejo bueno que te he dado en la vida.

—¿El único consejo bueno? —repitió Westhaven—. ¿No fue usted quien me dijo que dejara que Dev me eligiera los caballos? ¿No fue usted quien dijo que Val no debería alistarse para poder vigilar a Bart? ¿No fue usted quien sugirió el proyecto del canal?

—Incluso un cerdo ciego encuentra una bellota de vez en cuando —bromeó el duque—. O eso me recuerda mi hermano Tony.

—Conseguiré esos contratos —afirmó Westhaven, levantándose—. Y también los convenios de tutela y fideicomiso si ustedes cuidan de Morgan.

—No dudes que lo haremos —le garantizó su padre, levantándose también—. Ve a saludar a tu madre antes de irte.

—Lo haré —asintió él acercándose para darle un breve abrazo. Para su sorpresa, el duque le devolvió el gesto.

—Dale recuerdos a St. Just —dijo luego, con una sonrisa encantadora—. Dile que no se haga tanto de rogar.

—Vendrá con Val esta noche —le informó Westhaven—, pero le daré los recuerdos igualmente.

Su padre lo vio entrar en la casa y no le sorprendió que, al cabo de unos minutos, la duquesa saliera al jardín a reunirse con él.

—Deberías estar durmiendo la siesta —lo regañó su esposa—. Westhaven se ha comportado de un modo extraño.

—¿Y eso? —preguntó el duque, rodeándole la cintura con un brazo.

—Ha entrado en casa, me ha dado un beso en la mejilla y me ha dicho: «Su excelencia me ha aconsejado que me case por amor», y se ha marchado. No es propio de él. —La duquesa frunció el cejo—. ¿Te encuentras bien, Percy?

—Ese chico siempre cumple su palabra —comentó su marido, sonriendo—. Me siento mucho mejor, Esther. Hicimos un buen trabajo con Westhaven. Conoce sus obligaciones, de verdad que sí. Será un buen duque.

Besó a su mujer en la mejilla.

—Pero lo más importante, es que es un buen hijo, y será todavía mejor padre.

—A partir de ahora, serás mi invitada. Eres nieta y hermana de un conde, y toda una dama —dijo Westhaven.

—Una dama no dormiría bajo tu techo sin una carabina.

—Claro que no, pero tus circunstancias permiten que nos tomemos algunas licencias. Morgan está a salvo en la mansión y tú estarás a salvo conmigo.

Anna se levantó del sofá de la biblioteca.

—¿Y si no puedes protegerme? ¿Y si el contrato matrimonial es auténtico? ¿Y si al incumplirlo yo, el maldito barón adquiere el derecho a casarse con Morgan?

—Puedo decirte ahora mismo, sin ningún género de dudas, que el contrato de tu hermana no es válido —la tranquilizó él—. Está firmado por ella que, como menor, no puede formalizar contratos vinculantes excepto para cuestiones indispensables de la vida. Aunque un esposo pueda considerarse algo indispensable, está en su derecho de renunciar al alcanzar la mayoría de edad. En estos mismos momentos, los abogados de la familia están redactando el repudio, aunque nos sería de gran ayuda ver el contrato que ella firmó.

—¿Estás absolutamente seguro de eso?

—Estoy absolutamente seguro —afirmó él con rotundidad—. Me paso horas y horas cada día leyendo contratos de todo tipo, Anna, y estudié leyes en la universidad, profesión adecuada para los hijos menores. No pueden obligar a Morgan a casarse con Stull.

—Gracias —dijo ella, reclinándose en el asiento, como sin fuerzas—. Te lo agradezco mucho.

—De nada.

Al menos, no le estaba diciendo que quería darle una buena azotaina y tampoco la estaba sacando de la casa por una oreja, de momento. Pero ahora se había enterado de la clase de mujer que era, una mujer capaz de firmar un contrato que no tenía intención de cumplir; una mujer que huía de casa para escapar a sus obligaciones; capaz de mentir, ocultarse y volver a huir con tal de evitar la seguridad y la respetabilidad para su hermana y para ella.

Westhaven se sentó en la mecedora frente al sofá.

—Tenemos que hablar de otro asunto.

Anna recordó que tenían una conversación pendiente. Él le había advertido que debían hablar largo rato, y qué mejor momento que aquél.

—Te escucho.

—Esto no te va a sonar bien —comenzó Westhaven con un suspiro—, pero creo que es hora de que te rindas y te cases conmigo.

—¿Que me rinda y me case contigo? —repitió Anna con un hilo de voz. Eso no se lo esperaba y, en cierta forma, era peor que las otras alternativas que sí había barajado—. ¿Y eso qué quiere decir?

—Si me caso contigo —continuó él con tono razonable—, lo peor que podrá hacerte Stull es denunciarte por incumplimiento de una promesa. En vista de que estaba dispuesto a pagar por el privilegio de casarse contigo, no estoy muy seguro de que pueda reclamar daños y perjuicios siquiera. Es la única forma de impedirle a él o a cualquier otro que intente casarse contigo bajo circunstancias extrañas pergeñadas por tu hermano.

—Pero si me denuncia, significa que te verás envuelto en un escándalo.

—La familia Windham tiene una posición lo bastante elevada como para que las acusaciones de Stull se queden en simple flor de un día. Cásate conmigo, Anna, y se terminarán todos tus problemas.

Anna observó al hombre que se mecía tranquilamente frente a ella, mordiéndose una uña. Casarse con él y poner fin a todos sus problemas...

Casarse con él, pensó con amargura, y sus problemas no harían más que empezar. Westhaven no le había dicho que la amara, no había pedido que su hermano y su desagradable amigo se rebajaran a hacer lo que habían hecho. A ella no la habían criado para ser duquesa y la alta sociedad se encargaría de recordarle una y otra vez que se había casado con alguien que estaba muy por encima de su posición.

—Me siento halagada —confesó, mirándose las manos entrelazadas encima del regazo—, pero ¿no podemos esperar a ver cómo se resuelve el asunto?

—Vuelves a rechazarme —dijo él—. Qué testaruda eres. —Se levantó y sonrió—. Claro que, si no fuera por tu testarudez, ahora estarías casada con Stull, y no quiero considerar la posibilidad ni en un caso hipotético. Te he asignado la habitación más grande. Deja que te acompañe. Estás que te caes de sueño.

Anna no se había dado cuenta de que Westhaven había hecho que cambiaran sus cosas de sitio. Aceptó su brazo, aturdida. Estaba cansada, física y emocionalmente. Había sido un día lleno de acontecimientos, un día de alegrías, alivio y pérdida.

—Eres mi invitada —reiteró él cuando terminó de encender las velas del dormitorio—. Que duermas bien. Te prometo que voy a ocuparme de resolver este asunto. Piensa en mi proposición. Tal vez puedas darme una respuesta mañana por la mañana.

Le hizo una inclinación de cabeza y se dio media vuelta, dejándola sentada en la cama, mirando a la chimenea sin verla realmente.

Desde que se enteró de que estaba prometida a otro hombre, no la había tocado como amante. Le había ofrecido el brazo, su hospitalidad y su nombre al pedirle matrimonio, pero no había sido capaz de tocarla como lo haría un enamorado.

Estaba claro, pensó Anna mientras se quedaba dormida. Westhaven era un hombre que cumplía sus obligaciones, y necesitaba un heredero. Ella lo atraía sexualmente lo suficiente. A pesar del engaño, podría darle uno o dos hijos. Sin embargo, Anna sabía que le debía mucho más que eso. Se quedó dormida dándole vueltas a cómo podría evitarle lo que él más detestaba: tener que casarse por obligación.

Varias puertas más allá, en el mismo pasillo, Westhaven yacía desnudo en su cama, maldiciendo su soledad, a su invitada y su poca propia delicadeza. ¿Es hora de que te rindas y te cases conmigo? ¿Era ésa manera de pedirle matrimonio a una mujer? Se sintió tentado de levantarse, salir al pasillo y llevarla a rastras a su habitación, pero que él lo deseara no era que ella capitulara.

—Ya ves, papá, no puedo pasar el resto de mi vida sin su presencia, pero estoy seguro de que por su parte no siente lo mismo.

En ese momento, llamaron muy suavemente a la puerta y el corazón se le desbocó preguntándose si sería Anna. Se echó la bata por encima y abrió, pero en el corredor estaba Dev, con una tenue sonrisa.

—He visto la luz por debajo de la puerta y he pensado que tal vez te gustaría saber que Stull está de nuevo en libertad.

—Creía que tendríamos un par de días.

—El magistrado ha tenido que salir de la ciudad y adelantar las vistas orales —explicó su hermanastro—. Alguien ha pagado la fianza de nuestro querido barón.

—Entra. —Se hizo a un lado y encendió unas cuantas velas más—. ¿Sabemos quién ha sido?

—Un tal Riley Whitford —contestó Dev—. Más conocido como viejo Whit, domiciliado hasta hace poco en Seven Dials y demás barrios bajos, en los que la delincuencia está a la orden del día.

—¿Lo conoces? —preguntó Westhaven, sentándose en el sofá de su salón.

—Estuvo involucrado en un asunto de carreras amañadas cuando me fui a la guerra de España —respondió Devlin entrando en el salón—. Un tipo listo. Siempre encuentra a alguien que cargue con las consecuencias de sus actos.

—Era el que vigilaba mi casa —comentó él, frunciendo el cejo—. Deja de andar de un lado para otro, por favor, y siéntate como el caballero que su excelencia, la duquesa, cree que eres.

—¿Cómo puede estar tan engañada? —Dev puso los ojos en blanco, con un gesto que lo convertía en una versión más morena del duque. Pero se sentó en un sillón y se volvió para mirar a su hermanastro a la cara—. ¿Qué vas a hacer con Anna?

—Le he pedido mil veces que se case conmigo —respondió con un suspiro, sorprendiéndose a sí mismo y aparentemente a Dev con su franqueza—. No quiere ni oír hablar de ello, aunque la última vez me ha dado largas en vez de rechazarme de plano.

—Las aguas están un poco revueltas —señaló el otro con sequedad.

—Y casarnos las devolverían a su cauce —auguró Westhaven—. Si se casara conmigo, pondría fin a los tejemanejes de su hermano, su abuela estaría a salvo y Stull no sería más que un recuerdo desagradable.

—Un hombre así le daría escalofríos a cualquier mujer, pero tal vez Anna tenga razón.

—¿Qué demonios quieres decir? —Se levantó y se acercó a la puerta.

—Vuestras circunstancias son bastante inusuales —comenzó Devlin—. Te muestras protector con ella y probablemente no estás viendo las cosas con claridad. Anna no es hija de un duque, con quien se espera que te cases, ni siquiera hermana de un marqués. Está por debajo de ti en la escala social y carece de dote suficiente. Además, no es tan joven como debería serlo la esposa que necesitas.

—¿Joven? —repitió él—. ¿Te refieres a que sólo podrá darme cinco hijos en vez de diez retoños?

—Tú tienes la obligación de asegurar la sucesión —prosiguió su hermanastro, cuyas palabras tuvieron mayor impacto sobre él, porque las pronunció en voz baja—. Y Anna lo comprende.

—A la mierda la dichosa sucesión —soltó Westhaven—. El duque me ha dado permiso para que me case por amor, es más, me ha exigido que me case sólo por amor.

—¿Estás diciendo que la amas? —preguntó Dev en voz más baja aún.

—Pues claro que la amo —repuso él casi gritando—. ¿Por qué si no iba a tomarme tantas molestias por su seguridad? ¿Por qué si no iba a pedirle que se casara conmigo más veces de las que recuerdo? ¿Por qué si no iba a ir a pedirle ayuda a nuestro padre? ¿Por qué si no estaría discutiendo a estas horas aquí contigo cuando la mayoría de la gente duerme o disfruta de otras actividades de alcoba más agradables?

Devlin se levantó y le dirigió una mirada de compasión.

—Si la amas, está claro lo que tienes que hacer.

—Conque está claro, ¿eh? —dijo él, mirándolo con cara de pocos amigos.

—Si la amas, dale lo que quiere de ti —continuó Dev—. No importa lo difícil o irracional que pueda parecerte. Tú no te comportas como el duque, que cree que el amor le da derecho a saber mejor que sus propios hijos, ya adultos, lo que los hace felices o lo que está bien para ellos.

Westhaven se sentó bruscamente, desalentado.

—Insinúas que podría intimidarla.

—Sabes que podrías, Gayle. Ella te está agradecida, está sola, sin nadie en quien apoyarse y bastante enamorada de ti.

—Eres mezquino, Devlin St. Just —espetó Westhaven con un suspiro—. Cruel, de hecho.

—No me gustaría que Anna o tú lamentarais la unión. Y mereces la verdad.

—Eso es lo que ella me dice. Me has dado mucho en que pensar y no muy alentador.

—Piénsalo de esta manera —le aconsejó su hermanastro, dirigiéndose a la puerta con una sonrisa—: Si no te casas con ella ahora, puedes quedarte sentado, lamentándolo hasta que no lo aguantes más, y casarte con ella después.

—Entendido. Buenas noches, St. Just. ¿Saldrás a montar por la mañana?

—No me lo perdería por nada del mundo —contestó el otro con una sonrisa, marchándose a continuación.

Él se quedó allí plantado, con el cejo fruncido, maldiciendo a Dev porque tenía razón. Si estuviera en su lugar, el duque se habría casado con Anna, discutido con ella hasta agotar su paciencia, seducido y discutido un poco más, hasta que se hubiera avenido a sus deseos. Resultaba tentador: hacerle el amor a Anna hasta hacerle perder el sentido, dejarla embarazada incluso, colmarla de atenciones y mimos, y mandar a Stull a su casa con viento fresco.

Pero el hermano de Anna ya había tratado de tomar decisiones en su nombre y el duque había hecho lo mismo no pocas veces con él. No era forma de tratar a alguien a quien se ama.

De modo que lo único que podía hacer era resolver sus problemas, proporcionarle protección y dejar que se marchara si eso era lo que quería.

Pero detestaba que el honor —y el amor— lo obligaran a comportarse de ese modo.

—Confío en que hayas dormido bien —le dijo Westhaven educadamente durante el desayuno.

—Muy bien —mintió Anna con la misma buena educación—. ¿Y tú?

—Yo no —contestó él, limpiándose los labios con la servilleta—. Aunque después de salir a montar esta mañana, me encuentro mucho mejor. Lamento que no puedas salir hoy de casa.

—¿No puedo salir? —Ella parpadeó, sorprendida, por encima de la taza de té. Westhaven se estaba comportando como el conde que era. No había ni pizca de humor o cariño en sus ojos ni en su voz.

—Stull ha salido bajo fianza —le explicó—. Yo no descartaría que intentara raptarte de nuevo.

—Entiendo. —Anna dejó la taza en la mesa y sintió que se le revolvía el estómago.

Él le puso una mano en el brazo y ella cerró los ojos, deleitándose en el consuelo que le ofrecía aquella sencilla caricia.

—Aquí estás a salvo. Y, en cualquier caso, ese hombre no puede obligarte a hacer nada. Prométeme que no saldrás del jardín.

—Te lo prometo —accedió—. Y después, ¿qué? No puedo quedarme aquí encerrada hasta que se dé por vencido. No lo hará. Han pasado dos años y ha invertido una considerable suma de dinero en seguirme la pista.

—He hecho que lo arresten por incendio premeditado —le recordó él—. No creo que le permitan abandonar Londres so pena de violar la libertad condicional, por muy barón que sea. Tú lo has acusado de agresión, aunque no creo que los cargos prosperen si es cierto que posee ese contrato matrimonial que dice.

—Lo tiene —confirmó Anna—. Anoche estuve intentando recordar los detalles, pero lo firmé hace más de dos años y mi hermano no quiso que leyera el documento.

—Estoy impaciente por conocer a ese hermano tuyo. Mis hermanas y mi madre saben que no tienen que firmar nada, sin haberlo leído bien antes.

—Tú eres un buen hermano. Y ellas son buenas hermanas.

Westhaven levantó la vista de la tostada que estaba untando con mantequilla.

—¿Y tú habrías sido una buena hermana dejando que Stull se casara con Morgan?

—No, pero no he sido una buena hermana para Helmsley al negarme a casarme con el barón —respondió ella.

Él dejó la tostada y el cuchillo en el plato.

—Tenías dos opciones, Anna, casarte con Stull, y en ese caso ese hombre habría podido obtener placer de ti o de Morgan indistintamente, o utilizar a tu hermana para controlarte. Y la otra opción era casarte con Stull y dejar a Morgan al cuidado de tu hermano, que la habría vendido al mejor postor a espaldas de Stull. Ambas alternativas son impensables.

Cogió la tostada de nuevo y, con voz fría y calmada, añadió:

—Tú ideaste una tercera opción; lo mejor que podías hacer, dadas las circunstancias.

—Sí —afirmó, agradecida por el resumen, aunque no podía dejar de preguntarse por qué se mostraba tan distante.

—Hasta que me conociste —continuó el conde—. Porque entonces surgió una cuarta alternativa.

—Podría haber roto la promesa que le hice a mi abuela —dijo ella, levantándose—. Y haber corrido el riesgo de que no te rieras de mí y me devolvieras a los amorosos brazos de Stull, como la persona artera que soy. Enfrentarte al prometido de alguien por un contrato matrimonial no es algo que todos los condes estén dispuestos a hacer así como así.

Él no se levantó.

—Merezco algo más que eso.

—Sí —continuó Anna casi llorando—, mereces mucho más. Y si nos casamos...

Se dio media vuelta y salió de la habitación sin terminar la frase, dejándolo a él pensando en ello, incapaz de descifrar su significado. Si se casaban, ¿qué?

—Veo que empezamos el día bien —comentó Dev, entrando en el salón.

—Cállate —le espetó Westhaven, pasándole la tetera—. Y no se te ocurra darme otro consejo por la mañana temprano. No me gusta ver a Anna tan disgustada.

—Ni a mí —repuso su hermanastro, sirviéndose una taza de té con el cejo fruncido—. Y tampoco me gusta verte a ti disgustado. ¿Cuál es el plan para hoy?

—Tengo que ver a Tolliver, y también le he pedido a Hazlit que se pase por aquí. Quiero que una modista venga a ver a Anna y espero que, de ese modo, no nos crucemos en todo el día. ¿Y tú?

—Yo voy a ir a hacerles una visita a mis amigos del ejército —contestó Dev, atacando la montaña de huevos revueltos que se había servido—. Creo que estaré de vuelta al mediodía y tengo intención de comer con Anna.

—Te lo agradezco —dijo él, levantándose, no muy contento ante la perspectiva del día que se le presentaba—. Dile que...

Dev negó con la cabeza.

—Díselo tú.

La mañana se le hizo interminable, sin que Anna apareciera por allí para llevarle un vaso de limonada o un trozo de mazapán, o para añadir agua a las flores. Sólo trabajo y más trabajo. Se despidió de Tolliver bastante antes de la hora de la comida, y fue un alivio que Benjamin Hazlit eligiera precisamente esa hora para ir a verlo.

—¿Le apetece quedarse a comer? —sugirió el conde—. Mi cocina no es muy elaborada, y menos con este calor, pero sabemos combatir bien el hambre.

—Acepto su generosa invitación —contestó el investigador—. Hace una eternidad que he desayunado y no ha sido una comida muy opípara.

Westhaven pidió que les subieran una bandeja, dando gracias al cielo por tener una excusa para no comer con Dev y con Anna en la terraza. Cuando llegó la comida, quedó patente que ésta no se estaba comportando como lo haría una invitada: había una margarita en un búcaro en sendas bandejas y mazapán envuelto en una servilleta de lino, atada con un ramillete de violetas.

—Su cocina no será elaborada —señaló Hazlit—, pero alguien adora a su conde.

—O que las bandejas de la comida estén bien presentadas —dijo él. A continuación, le resumió las alegaciones del barón Stull referentes al contrato matrimonial firmado por Anna y le dijo que Morgan estaba escondida en la mansión de los duques.

—Un movimiento muy inteligente —comentó Hazlit—. Divide y vencerás, por así decir. Cuando recibí su nota, hice algunas pesquisas sobre el barón.

—¿Y? —preguntó Westhaven, deteniéndose a medio morder un sándwich de pollo.

—Es muy mal actor —contestó el investigador—. Ha estado dando la lata por todos los burdeles de tres al cuarto, tratando de conseguir chicas jóvenes y empleando a jóvenes delincuentes para que espiaran su casa.

«Mi pobre Anna.»

El investigador le informó también de que habían identificado a Stull como el hombre que compró una gran cantidad de aceite de lámpara, «hasta la última mancha de grasa de su pañuelo de cuello». El caballero que lo acompañaba, más alto que él, se había mantenido en un discreto segundo plano. Hazlit le dijo que no descartaba que volvieran a intentar secuestrar a Anna.

—¿Por qué no coge sus gruesas posaderas y se vuelve a casa?

El otro hombre se quedó pensativo.

—Hasta el momento, las pruebas de que fuera el causante del incendio son sólo circunstanciales. No se puede hacer una acusación formal. Dice que posee un contrato matrimonial que considera válido y tiene a Helmsley con el agua al cuello, económicamente hablando. Está deseando echarle el guante a Anna. No parece un hombre lo bastante inteligente como para cortar por lo sano y buscarse a alguna boba que le dé hijos y consienta sus indiscreciones.

—Sí que tendría que ser boba, sí —masculló Westhaven—. Odio estar aquí sentado, esperando el siguiente movimiento de esos idiotas.

—Y ellos odian estar sentados sin hacer nada —dijo Hazlit, cogiendo un trozo de mazapán—. Creo que será mejor que se prepare para una maniobra de tipo legal.

—¿Qué clase de maniobra?

—Cargos por intento de secuestro o enajenación de afecto, quebrantamiento de promesa contra Anna, exigencias de matrimonio por parte de Helmsley.

—¿Cree que va a exigirme que me case con ella? —Frunció el cejo con cara de muy pocos amigos—. En nombre de Dios, ¿por qué?

—Si Helmsley se da cuenta de que es usted un pez mucho más gordo que Stull, probará suerte.

—Dios bendito. —Se levantó y se acercó a la ventana. Anna y Dev estaban en la terraza. Ella sonreía por algo que él acababa de decirle. Su hermanastro sonreía coqueto, melancólico incluso, encantador. Qué sabandija.

—Esperemos que sea sólo una hipótesis —dijo Hazlit, levantándose—. Si Stull trata de sacarla de su propiedad, entonces usted podría presentar cargos contra él por intento de secuestro, y ahí acabaría todo el asunto. A menos que esté casada con él, Anna puede testificar en su contra ante cualquier tribunal.

—¿A cuánto ascendía el patrimonio del anciano conde? —preguntó Westhaven, mirando por la ventana.

Hazlit le dio una cifra realmente impresionante.

Él siguió observando a Dev y Anna, que comían entre risas.

—Si Helmsley lo ha dilapidado todo, ¿no se le puede acusar de negligencia? —inquirió.

—Desde luego que sí —respondió Hazlit, colocándose junto a él delante de la ventana.

—Entonces, tengo que demostrar que Helmsley es culpable de negligencia —prosiguió Westhaven—, y frustrar cualquier intento de secuestro por parte del barón. Anna estaría entonces a salvo, aunque sin un penique.

—No tanto. Hay unos fondos que ni el mismísimo Todopoderoso o el arcángel Gabriel podrían desvalijar, una cantidad para uso exclusivo de ella. Su abuela se ha encargado de invertirlo de la forma más inteligente.

—Una buena noticia —observó él, dándose finalmente la vuelta cuando Dev acompañó a Anna al interior de la casa—. ¿Sabe a cuánto asciende la suma?

Hazlit se lo dijo. Con ese dinero, una dama podría vivir cómodamente durante bastante tiempo.

Observó a Hazlit recoger sus cosas y comentó:

—Aunque sólo sea por eso, haber tenido la oportunidad de vislumbrar las circunstancias de Anna me ha servido para apreciar aún más a mi familia, mis hermanos y mis padres.

—Es usted un hombre afortunado —dijo Hazlit—. Con su familia al menos. Pasaré la tarde en The Happy Pig, a ver qué más averiguo. Lo mantendré informado.

—Estaré a la espera —declaró Westhaven, acompañando a su invitado hasta la puerta—. Pero la paciencia no es mi fuerte.

No había hecho más que regresar a la biblioteca cuando apareció Dev, seguido por Anna.

—¿Quién era ése? —preguntó su hermanastro.

—¿Quién era quién?

—Ese atractivo caballero que nos observaba desde la ventana, el que estaba a tu lado —le respondió Dev.

—Benjamin Hazlit. Nuestro investigador privado. —Se volvió para mirar a Anna—. Cree que deberías casarte conmigo.

—Que se case él contigo. Yo creo que debería entrar en un convento.

—Eso sí que sería una gran pérdida —comentó Dev.

—Estoy de acuerdo —convino él con una tenue sonrisa—. Hazlit dice que esperemos a que el barón intente raptarte de nuevo o a que tu hermano presente cargos contra mí por secuestro.

Anna se dejó caer en un sofá.

—Como no se puede acusar a ningún hombre de secuestrar a su esposa, ya tenemos otro motivo más para que me case contigo.

—A mí me suena razonable —comentó Westhaven—. Pero veo que no estás muy impresionada.

—No lo estoy, no —admitió ella, levantándose bruscamente—. ¿Y qué es lo que te propones llamando a una modista para que venga a verme?

—Me proponía que te hicieran unos vestidos —contestó él—. Vestidos que no sean de color gris o marrón o gris amarronado o marrón grisáceo. Me proponía que disfrutaras de la moda de Londres y pasaras un rato haciendo lo que hacen las damas de buena cuna. Me proponía que te distrajeras. ¿Qué creías que me proponía?

—Oh —exclamó ella, sentándose de nuevo.

—Creo que voy a ir a ver cómo están mis caballos y tal vez salga a dar una vuelta con alguno —intervino Dev, dirigiéndose a la puerta.

—¿Con este calor? —le preguntó Westhaven, incrédulo. Su hermanastro estaba volcado con sus caballos.

—Un paseo muy corto —se explicó Dev por encima del hombro, dejándolos a solas en la biblioteca.

«¿Por qué me ignora?», se dijo Anna. Pero en realidad sabía por qué: Westhaven la estaba tratando como si fuera una huésped, pero no una mujer de la que estuviera enamorado.

Anna se dio cuenta de que su relación con el conde había sido una preocupación constante por él. Preocupación por decepcionarlo; preocupación por que su relación con ella pudiera afectar de algún modo a su posición social; preocupación por no ser lo que necesitaba de una duquesa. Mirándolo con perspectiva, veía que debería haberse preocupado un poco por sí misma, por que pudieran romperle el corazón y que después tuviera que recoger ella sola los pedazos sin saber cómo.

Westhaven la miraba con el cejo fruncido.

—Anna, quizá te venga bien dormir una pequeña siesta.

—¿Como si fuera un niño enfurruñado? Sí, supongo que sí. ¿Y tú?

Él le sonrió, una sonrisa perezosa, traviesa y tentadora que la alentó de forma inconmensurable.

«Te eché mucho de menos anoche», pensó, pero no lo dijo en voz alta. No pudo cuando vio que un cejo fruncido reemplazaba a su sonrisa.

—¿Sabías que eres una mujer rica? —le preguntó.

—¿Que soy qué? —le espetó ella, levantándose—. No tiene gracia, Westhaven.

—Estás cansada —le dijo, sentándose en su mecedora—. Siéntate, Anna, para que podamos hablar de ello.

—¿Hablar de ello? —Ella tomó asiento, pero no le gustó nada la seriedad de su mirada.

—Eres rica —repitió. Le habló a continuación de los fondos que su abuela había estado administrando en su nombre—. Puedes hacer lo que te plazca, Anna James y, en términos económicos, no tienes que casarte con nadie.

—Pero ¿por qué no se me ha permitido utilizar mi dinero? —se quejó ella—. ¿Llevo dos años viviendo de calderilla y ahora vienes tú y me dices que tengo miles de libras a mi nombre?

—Están ahí, esperando a que las reclames.

—¿Por qué no me lo ha dicho mi abuela?

—Puede que no supiera a qué estaba destinada cada parte del dinero cuando tuvisteis que abandonar York —sugirió él con suavidad—. Ella no se encontraba muy bien cuando vinisteis a Londres y algunos abogados son famosos por no soltar prenda de los asuntos que tratan. O tal vez no quisiera arriesgarse a que Helmsley se enterase, en el caso de que tratara de contactar contigo. Tendrás que preguntárselo directamente.

—Sabía que teníamos una dote cada una —reveló Anna, negando con la cabeza—. Aunque es evidente que mi hermano nunca me diría que era dueña de mi propio dinero. Maldito sea.

—Sí —convino Westhaven, poniéndose en pie—. Ojalá se pudra en el círculo más gélido del infierno y el barón Tocinete con él. Creo que te hace falta dormir un poco.

—Sí que me hace falta —suspiró Anna, mirando sus manos entrelazadas. Había algo que le hacía mucha más falta que una siesta, pero no parecía que él pensara lo mismo. Lo maldijo también—. Me voy, entonces —añadió, levantando la barbilla, con las lágrimas a punto de asomar a sus ojos.

—Nos veremos a la hora de la cena —le dijo Westhaven—. También estarán Dev y Val.

Ella asintió.

¿Por qué demonios lloraba una mujer en su sano juicio al enterarse de que tenía las cuentas perfectamente saneadas?, se preguntó él.

En su caso sí que era motivo de lágrimas. Si no había querido casarse con él cuando creía que no tenía un penique y que tendría que hacer frente a varias demandas legales, ¿qué posibilidades tenía de que quisiera hacerlo ahora que disponía de dinero para no tener que depender de nadie?

Anna apareció a la hora de la cena, fresca y despejada después de haberse pasado casi toda la tarde durmiendo. Nunca había comido con los tres hermanos hasta entonces y le parecieron encantadores, aunque el conde no se mostraba tan abierto como Dev y Val.

—Entonces, ¿qué vas a hacer con tanto dinero? —quiso saber Dev—. La única respuesta razonable es: comprar un caballo.

—Podría comprarse su propio potrero —señaló Val—, y más.

—Cuidaré de mi abuela y de mi hermana —contestó ella—. Lo único que quiero es vivir en algún sitio donde podamos cultivar flores.

—¿Volverás al norte? —le preguntó Val con una sonrisa titubeante.

—No lo sé. Todos los amigos de mi abuela están allí. Y mis mejores recuerdos también.

—Pero también algunos no tan buenos —insinuó Westhaven, rellenándole la copa de vino.

—También. Siempre he creído que tenía más sentido cultivar flores en un clima más benigno, pero puede que sean más necesarias en el norte.

—¿Las cultivarás para comercializarlas? —inquirió Dev.

—No lo sé —respondió Anna, cuya mirada se encontró con la del conde—. Hasta que las cosas se resuelvan, y hasta que tenga la oportunidad de arreglar algunas cuestiones con la abuela y con Morgan, no sirve de mucho especular. ¿Queréis que os deje solos con el oporto y los puros?

—Nunca me ha gustado fumar —dijo Westhaven y sus hermanos le dieron la razón—. ¿Te apetece venir con nosotros a tomar una copa antes de irte a dormir, Anna?

—Gracias, pero no —contestó ella, levantándose, con lo que los tres hermanos la imitaron—. Sois una maravillosa compañía, pero se me cierran los ojos de sueño.

—Te acompañaré para encenderte las velas —se ofreció Westhaven, tendiéndole el brazo. Anna lo aceptó y se deleitó en secreto con el contacto. Cuando nadie los oía, él se detuvo y la miró con el cejo fruncido—. ¿Estás enferma o algo?

—Sólo estoy cansada.

—Tienes todo el derecho a estarlo —convino él, dándole unas palmaditas en la mano.

Anna sintió ganas de gritar de rabia, pero se contuvo hasta que llegó a su habitación.

—¿Es así como tiene que ser, Westhaven? —Se cruzó de brazos y lo miró mientras él encendía las velas.

—¿Cómo dices? —preguntó, encendiendo las velas del candelabro que había sobre la repisa de la chimenea.

—¿De repente soy como una hermana para ti? —Anna comenzó a ir de un lado para otro—. ¿Una desconocida? ¿Una invitada con quien has de mostrarte cordial?

—No eres una hermana para mí —contestó él, volviéndose para mirarla. Los planos de su rostro se marcaron de forma agresiva a la tenue luz de la habitación—. Pero estás bajo mi protección en calidad de invitada de esta casa. También eres una mujer que ha rechazado repetidamente mis honestas intenciones. No te haré proposiciones deshonestas.

—¿Por qué no? —le espetó, deseando, por una cuestión de dignidad, poder mantener la boca cerrada—. Antes bien dispuesto que estabas.

—Antes te estaba cortejando —puntualizó él— y fueron deslices, lo admito. Pero las circunstancias han cambiado para los dos.

—¿Porque mi abuelo era conde?

—Eso marca una diferencia —asintió, mirándola impávido—. O debería. Pero lo más importante es que eres la víctima en potencia de un segundo intento de secuestro, y tu hermano es culpable de negligencia, como poco.

—No puedes demostrarlo —dijo Anna. Más que fatiga, lo que sentía era el peso de la retirada de sus atenciones.

Él se le acercó, pero vaciló antes de alargar la mano para ponerle un mechón detrás de la oreja.

—Estás cansada, tu vida es un verdadero caos y, aunque podría abordarte con fines sexuales ahora mismo, no sería digno de un caballero. Ya me he sobrepasado bastante. No quiero agravar mis errores.

—¿Y sería indigno de un caballero simplemente abrazarme? —preguntó ella, volviéndole la espalda.

Él le dio la vuelta para mirarla de frente con ojos insondables.

—Ponte el camisón —le ordenó—. Iré a prepararte una manzanilla.

Anna se quedó de pie en mitad de la habitación durante un buen rato después de que Westhaven se marchara, con el corazón roto al comprender que tan sólo estaba recibiendo mimos de alguien que ya no la deseaba. Pero ella sí lo deseaba a él, eso seguro. Sin embargo, deseo y voluntad de destruir el futuro de un buen hombre eran dos cosas bien distintas.

Aun así, le dolía mucho ver que ella lo echaba de menos con un palpitante dolor sordo que le recorría todo el cuerpo, mientras que él no. Lo había decepcionado y había rechazado repetidas veces sus honestas proposiciones, y ahora Westhaven ya no quería saber nada de ella, había puesto punto final.

—¿Lista para acostarte? —le preguntó él, entrando en la habitación con la infusión—. Todavía llevas el pelo recogido. ¿Quieres que te haga una trenza?

Ella dejó que la peinara, se dejó apaciguar por su amabilidad y sus conocidas caricias, por su preciosa voz de barítono mientras le describía la conversación que había tenido con su padre y otros detalles del día. Después se tumbó a su lado en la cama y le frotó suavemente la espalda. Anna se durmió tranquila sintiendo su mano en su dorso y su aliento en el cuello.

Se despertó a la mañana siguiente, más tarde que nunca, y no había ni rastro de la visita de Westhaven.

Anna durmió mucho en los días siguientes. Perdió el apetito y lloraba con facilidad, lo que obligaba a los tres hombres con los que vivía a comportarse especialmente bien. Lloraba con la música de Val, con las cartas que le enviaba Morgan, con el gato de extraño pelaje que se sentaba en la ventana de la sala de música a escuchar a Beethoven. Lloraba cuando no le salían bien los arreglos florales y cuando Westhaven la abrazaba por las noches.

Lloraba tanto que el conde se lo comentó a su padre.

—Probablemente esté en estado —aventuró éste, encogiéndose de hombros—. Si no era muy llorona antes y ahora no para, será mejor que te prepares. ¿Sabes si tiene el período?

—No lo tiene —contestó él—, pero no come mucho, al menos en las comidas.

—¿Le duelen cuando la tocas? —El duque se llevó la mano al pecho—. ¿Utiliza el orinal cada cinco minutos?

—No lo sé —contestó Westhaven, sonrojándose, aunque no le resultaría difícil averiguarlo.

—Tu madre era muy llorona. Nunca ha sido una mujer muy sentimental a pesar de su buen corazón, pero yo siempre sabía cuándo iba a tener lugar un feliz acontecimiento para la familia cuando empezaba a llorar y a dormir a todas horas.

—Entiendo —reconoció su hijo con una sonrisa. Había detalles íntimos de la vida de sus padres que desconocía. Un profundo cariño y sentido del humor.

El duque dejó de sonreír antes de añadir:

—Tu madre se mostraba muy cariñosa cuando estaba en estado. No es que no lo sea siempre, pero tenía más ganas de que la abrazara y le hiciera mimos; para mi deleite. Si esa mujer lleva a tu hijo en su seno, Westhaven, eso proporciona una perspectiva muy diferente.

—Cierto.

—No estoy orgulloso de ser el padre de dos hijos bastardos —continuó su padre frunciendo el cejo—, aunque en mis tiempos se consideraba algo natural. La época no es ahora tan tolerante.

—No lo es —convino Westhaven. Se sentó, mientras el peso de una posible paternidad iba calándole poco a poco—. No me gustaría traer al mundo hijos bastardos.

—Me alegro —dijo el duque con una tenue sonrisa—. Pero es a la madre del bebé a quien vas a tener que convencer. Será mejor que no te preocupes por ello ahora. A veces, las cosas se solucionan solas, independientemente de nuestros esfuerzos.

Él no oía casi lo que le decía su padre, encantado con la idea de tener un hijo con Anna. Tenía la sensación de que así debía ser, era un buen presentimiento. Ella sería una madre maravillosa y haría de él un padre tolerable.

«Papá.»

La palabra cobró un significado más profundo para él, que se volvió para mirar al duque.

—¿Nunca sintió miedo? —preguntó—. ¿Diez hijos, de tres mujeres diferentes y siendo duque?

—No me comportaba como tal —contestó el hombre con un resoplido—. Al menos al principio. Pero los niños tienen la capacidad de llevarlo a uno por el buen camino aun antes de haberlo encontrado. Los niños y sus madres. En respuesta a tu pregunta: al principio no me daba cuenta, pero entonces nació Devlin y después Maggie, y ahí empecé a sentir que mi niñez estaba tocando a su fin. No me sentía muy optimista ante la perspectiva, Westhaven. Muchos hombres de nuestra posición consideran la niñez perpetua un derecho divino. Afortunadamente, conocí a tu madre y ella me enseñó lo mucho que tenía que temer.

—Pero siguió teniendo hijos. No debió de amedrentarle mucho cuando decidió abrazar la paternidad con tanta frecuencia.

—Qué bobo eres, hijo —exclamó el duque con una resplandeciente sonrisa—. Era a tu madre a quien me gustaba abrazar. Lo sigue haciendo, aunque probablemente te espante oírlo.

—Tiene razón. No quiero oírlo —convino él con una sonrisa.

La del duque se atenuó.

—Lo importante es que, con los hijos, no se tiene elección, Westhaven. Una vez que los traes a este mundo, tu obligación es hacerlo lo mejor que puedas. Si tienes suerte, siempre hay otro progenitor cerca para echar una mano cuando te comportas como un tonto y, si no, haces las cosas al buen tuntún. Mira a Gwen Hollister, o Gwen Allen, mejor dicho. Ella lo hizo al buen tuntún y Rose es una niña maravillosa.

—Sí que lo es. Mucho. Debería decírselo a su madre alguna vez.

Cambió entonces el tema de conversación para entretener a su padre con los detalles de la última visita que le había hecho a su sobrina. Cualquiera diría que habían pasado siglos desde que su excelencia se presentó en Welbourne dando voces, pero cuando oía a su padre contar historias de Victor y sus hermanos, Westhaven tenía la intensa sensación de que se estaba recuperando, y no sólo del ataque al corazón que había sufrido.

Se despidió de él tan sumido en sus pensamientos que no recordaba haber vuelto a casa. Menos mal que Pericles se sabía el camino, porque Westhaven iba más concentrado en la perspectiva de la paternidad que en esquivar obstáculos por las calles. Cuando llegó a la biblioteca, se sentó con un calendario y empezó a contar los días.

Había llevado a nana Fran de vuelta de la mansión y decidió encargarle que controlara discretamente el estado de salud de Anna. Según sus cálculos, no habían tenido relaciones íntimas durante sus días más fértiles, pero el cuerpo de las mujeres era un misterio, y tampoco había tomado precauciones para evitar la concepción.

Entonces, cayó en la cuenta, y la realidad lo golpeó como si hubiera chocado contra un coche de caballos, de que con, ese simple hecho, probablemente había reducido las opciones de Anna de una forma tan drástica como su propio hermano y Stull juntos, y que en ningún momento se le había pasado por la cabeza comportarse de otro modo. Se quedó allí sentado un buen rato, pensando en ella y en lo que significaba amarla si era cierto que llevaba a su hijo en su seno.

En el mismo momento, Anna estaba sentada en la camita de la habitación que había ocupado cuando era ama de llaves del conde, pensando en la extraña sensación de pérdida al saber que ya no era ni siquiera eso para él. Le había parecido alentador ser capaz de ganarse su propio sustento. Cuidar de Westhaven y de sus hermanos había sido un trabajo especialmente placentero, porque eran hombres que agradecían los cuidados.

Mientras que ella no llevaba muy bien que la cuidaran. Últimamente al menos. El conde había hecho las veces de doncella las últimas noches. La había peinado, le había subido una manzanilla y había pasado el final del día charlando plácidamente con ella. Sin embargo, Anna había percibido cómo se iba alejando emocionalmente más y más cada noche, a pesar de acariciarle la espalda y abrazarla en la cama.

No diría que se mostraba nervioso ante el contacto físico, pero sí cauteloso. Quería pensar que era una demostración de cariño, pero sus caricias no evidenciaban ninguna clase de deseo sexual. Y la abrazaba con tanta fuerza que, de haber estado excitado, no habría podido ocultárselo. Anna se aferraba a los momentos en que le ofrecía consuelo, pero también era plenamente consciente de la clase de consuelo que ya no tenía interés en ofrecer.

Lo estaba perdiendo, lo que dejaba bien claro que su decisión de marcharse —todas las veces que lo había decidido— era lo mejor para los dos.

Puede que fuera lo mejor, pero eso no quería decir que fuera lo más fácil.

—Me están siguiendo —dijo Helmsley, dando un buen trago de cerveza, la bebida de los campesinos—, por el amor de Dios.

—Eres un caballero bien vestido que pasea por calles casi desiertas —replicó Stull—. Es normal que llames la atención, igual que yo. Quiero saber por qué has vuelto a Londres, lugar donde no encajas y donde dependes de mi dinero.

Helmsley puso los ojos en blanco.

—Porque me están siguiendo. Un tipo corpulento, moreno, de rasgos duros, como un boyero que regresa al norte con su ganado.

—¿Y qué pinta un boyero en las mejores casas de postas, cuando hay establecimientos para ellos? —planteó el barón, apurando su jarra de cerveza.

—Ahí quiero ir a parar —reveló Helmsley, asintiendo con la cabeza, contento de no tener que explicarlo todo—. Creí que tú lo sabrías.

—Creíste que yo lo sabría —repitió Stull frunciendo el cejo—. Llevabas casi una semana de viaje, lo que quiere decir que estarías ya a mitad de camino de York, cuando decidiste dar media vuelta para venir a contármelo.

El otro se quedó mirando su cerveza.

—Me retrasé al salir de la ciudad. Mi caballo perdió una herradura y, cuando se la repusieron, era ya demasiado tarde para partir. Al día siguiente cojeaba y, en vez de comprar otro caballo, tuve que esperar a que se recuperase.

—¿Y cuánto tardaste en darte cuenta de que tenías compañía?

—Unos pocos días —improvisó él—. Avanzaba despacio para que el estado de mi caballo no empeorase.

—Claro —dijo Stull con el cejo fruncido—. Tú tramas algo, Helmsley. Pero te lo advierto, será mejor que no me enfades.

—No estoy tramando nada —negó el otro con un dramático suspiro—. Aparte de abusar un poco más de tu hospitalidad. ¿Y cómo es que no tienes a mis hermanas aún?

El barón golpeó con la jarra en la mesa, exigiendo que les llevaran más cerveza y se lanzó a contar un enrevesado cuento de arrestos, acusaciones y demás humillaciones. A tenor de sus divagaciones, Helmsley concluyó que seguía sin saber dónde se encontraba Morgan, pero que había intentado arrancar a Anna, al menos una vez, literalmente de los brazos del conde Westhaven.

—Entonces, ¿cuál es la situación? —preguntó.

Lo habían seguido, sí, pero también se le había ocurrido una idea: Anna le serviría más muerta que viva. La dificultad estribaba en que tenía que morir —o al menos parecer que estaba muerta— antes de casarse con Stull o, de lo contrario, todo su dinero iría a parar a manos del barón. La idea de que éste consiguiera hacerse con una licencia especial y diera comienzo su felicidad conyugal con Anna antes de que él la hubiera visto siquiera había sido el motivo de que volviera a Londres.

Sabía que debería ofrecerle a Anna la alternativa de fingir su muerte y desaparecer con una buena suma, pero haber colaborado con Stull durante los últimos dos años le había dejado un mal sabor de boca. Los cómplices de un delito son tediosos y una responsabilidad.

Una vez se hubiera ocupado de Anna, utilizaría a Morgan para aplacar a Stull. Después, sería fácil tramar un accidente para el barón —darle a beber veneno se le antojaba el método perfecto— y después, como viuda de Stull, Morgan heredaría una buena parte de la riqueza del barón.

Helmsley se congratuló por haber trazado un plan tan pulcro y limpio, pero para llevarlo a cabo era necesaria su presencia en Londres, donde había más posibilidades de juego, más criminales para contratar y donde podría vigilar a Stull más de cerca.

—Entonces, ¿cómo propones que recuperemos a nuestra querida Anna? —preguntó—. Supongo que el plan de llevártela mientras compraba en el mercado no salió como tú esperabas.

—Ja —resopló Stull, haciendo una pausa para mirar con ojos libidinosos a la joven camarera que les estaba sirviendo—. Ese maldito Westhaven aprovechó su posición para hacer que me arrestaran por incendio intencionado. Retiraron los cargos, por supuesto, lo que me da la excusa perfecta para seguir en la ciudad, fingiendo que estoy enfermo. El plan sigue siendo el mismo: raptar a la chica. Cuando sale a coger flores, está indefensa, y sé de buena tinta que sale al jardín trasero varias veces al día. Esperaremos el momento oportuno.

—¿Así de simple?

—Así de simple —repitió el barón, asintiendo con la cabeza—. Intentar secuestrarla en el mercado fue una mala idea, lo admito. Había demasiada gente. Pero esta vez estaré preparado.

—¿Qué significa eso? —inquirió Helmsley fingiendo un tono despreocupado.

—Que como a ese maldito conde se le ocurra montar alguna escena —Stull se limpió los labios con el pañuelo—, le sacudiré con el contrato matrimonial. Y para asegurarme de que no pueda hacer nada, esgrimiré también los documentos de tutela.

—No se me había ocurrido —dijo él muy despacio, aunque estaba mintiendo—. ¿Por qué no encargamos a un abogado que vaya a verlo con los documentos? Si es un caballero, como dices que es, debería dejar marchar a Anna, y a Morgan con ella, suponiendo que esté por aquí cerca.

—No entiendes la forma de actuar de tus pares, Helmsley. —Stull se inclinó hacia adelante—. Voy a enseñarle el documento, pero no pienso dejarlo en manos de los abogados del conde para que puedan hacer con él lo que quieran. La clase alta no se dedica al comercio y en cuanto se encuentran con algo que huele mínimamente a negocio se arman tal jaleo que tienen que llamar a sus abogados. Eso llevaría semanas, como poco, y estoy harto de esperar.

—Estoy seguro de ello —dijo Helmsley, porque también él estaba cansado de esperar a que Stull pagara todas sus deudas. Pero también era consciente de que cualquier abogado digno de servir a un futuro duque encontraría errores de forma del tamaño de un elefante en aquellos documentos—. Me parece un plan sólido. ¿A qué estamos esperando?

El barón sonrió, una mueca desagradable más que una sonrisa.

—Esperamos a que Anna salga a recoger sus malditas flores.