Capítulo 02
Tres reglas, se recordó Anna en la intimidad de su saloncito. Había que seguir tres reglas si uno quería engañar con éxito, y el viejo señor Glickmann se las había inculcado a conciencia.
Vestirse adecuadamente.
Creerse sus propias mentiras.
Tener algo en la recámara, incluido un plan alternativo.
En lo que iba de día, había incumplido las tres. Una ama de llaves se ponía cofia, por el amor de Dios. Cofias cómodas, y también guantes para salir de la casa; pero a ella se le ocurría entrar en la biblioteca con la cabeza y las manos descubiertas, para que el conde y su hermano pudieran verla bien.
Creerse sus propias mentiras. Eso significaba vivir el engaño como si fuera real y no quebrantar nunca el papel interpretado, y con su patrón no había dejado de hacerlo desde que le golpeó la cabeza con el atizador. Sangrando en el suelo, seguro que la había visto abrazar a Morgan. Y después, por culpa de aquella arrogante boca que tenía, no se le ocurría otra cosa que decirle que no era una iletrada, sino que hablaba con fluidez tres idiomas. ¡Dios bendito! Las amas de llaves leían únicamente la Biblia, y aun ésta a duras penas.
Guardar algo en la recámara, incluidos uno o dos planes de emergencia. En ese aspecto era un completo desastre. Disponía de unos pequeños ahorros, gracias en parte al sueldo que le pagaba el conde y en parte a la generosidad del señor Glickmann, pero tener ahorros no era ningún plan. Los ahorros no te garantizaban una nueva identidad ni un salvoconducto para pasar a tierras extranjeras si al final se veía obligada a ello.
—¿Qué te preocupa? —le preguntó nana Fran entrando con paso achacoso en la cocina con los ojillos brillantes de curiosidad.
—Vamos a tener compañía —respondió Anna, obligándose a sentarse y sostener la mirada de la anciana—. El hermano de su señoría se va a quedar unos días con nosotros. Es la primera visita que recibe desde que trabajo aquí y estoy un poco agitada.
—Ya —dijo nana Fran con una sonrisa de complicidad—. Lord Val es un buen hombre, más fácil de tratar que Westhaven. —Negó con la cabeza—. Pero esos dos no fueron los que me dieron más trabajo. Lord Bart era un sinvergüenza malcriado, aunque no tenía maldad, y lord Vic era igual, pero el único que siempre se daba cuenta de que su hermano estaba tramando alguna trastada era Westhaven.
—Ya vale de cuentos, nana. —Anna se levantó, reacia a quedarse allí sentada mientras la anciana comenzaba a chismorrear—. Voy a avisar a la cocinera de que tenemos un invitado y que sus señorías cenarán de manera informal en casa hasta próximo aviso. ¿Has visto a Morgan?
—Está en la despensa —respondió nana, apretando el paso para acercarse a ella—. Hoy huele a limón y a lima.
Anna encontró a la joven doncella en la despensa, anteriormente una parte del enorme lavadero, que ocupaba casi todo el piso inferior de la casa. La chica tarareaba sin ritmo, mientras molía algo en el mortero.
—¿Morgan? —Anna la tocó en el hombro, contenta al ver que no la había asustado—. ¿Qué haces? Nana me ha dicho que olía a limón y lima.
La chica le mostró un cuenco grande de cerámica lleno de una colorida mezcla de flores secas molidas. Anna bajó la cabeza, inhaló la esencia cerrando los ojos y sonrió.
—Huele muy bien. ¿Qué lleva?
Morgan alineó varias botellas y fue señalándolas una por una. Después se sacó un lápiz y un trozo de papel del bolsillo del delantal y escribió: «Falta algo. Demasiado anodino».
Anna ladeó la cabeza considerando su observación. La chica tenía un olfato sofisticado, pero poco convencional.
—¿Para qué habitación es?
Morgan hizo un gesto de desdén y enarcó una ceja con altanería.
—La del conde —concluyó Anna—. Necesita algo, algo sutilmente exótico, incluso decadente.
La joven sonrió ampliamente y asintió. Alcanzó un frasquito y se lo enseñó a Anna.
—¿Mouget du bois? —Enarcó una ceja—. Es un aroma femenino, Morgan.
Ésta negó con la cabeza, segura de su decisión. Acto seguido, añadió unas cuantas gotas, removió el contenido del recipiente suavemente con un dedo y luego lo cubrió con la tapa de cerámica.
—Me alegra que hayas terminado —dijo Anna—. El hermano de su señoría se va a quedar unos días y hay que prepararle una habitación de las de atrás. ¿Puedes hacerlo tú?
Morgan asintió y se dio unos toquecitos en el lado izquierdo de la clavícula, donde una dama llevaría el reloj prendido de un alfiler.
—Tienes tiempo, porque los caballeros cenarán aquí esta noche. Ponle gran cantidad de agua perfumada para que se lave y hielo en un recipiente para esta noche. También le harán falta flores, por supuesto, y habría que cambiar las sábanas, porque, a estas alturas, las que están puestas habrán perdido el olor. Airea la habitación y yo dejaría las ventanas de arriba abiertas para que le entre el aire.
Morgan sonrió de nuevo y salió, pasando junto a Anna, que abandonó seguidamente la despensa, pero se detuvo en la cocina a hablar con la cocinera.
—Esta noche tendrás que cocinar para dos caballeros —dijo con una sonrisa.
—¿Su señoría tiene compañía? —preguntó la mujer, levantando la vista del pan que estaba amasando sobre una superficie de madera enharinada.
—Lord Valentine, su hermano. Es uno o dos años menor que Westhaven, pero parece tan saludable y atareado como el conde.
—Entonces tendrá buen apetito. —La cocinera asintió complacida—. El interés del conde por la comida ha aumentado en los últimos meses, te lo aseguro. ¿Hay que preparar algo especial para esta noche?
—No, creo que no. —Anna se detuvo a pensar en ello con el cejo fruncido—. Hace demasiado calor para preparar algo muy pesado, y es posible que también haga calor en el comedor. ¿Qué te parece una comida que se pueda servir en la terraza trasera, algo más parecido a un picnic, pero lo bastante consistente como para satisfacer el apetito de dos hombres?
—A base de alimentos fríos, tal vez. —La cocinera dejó ceñuda la masa del pan en un recipiente y lo cubrió con un paño limpio—. Pollo con esa albahaca que plantaste, y tenemos tomates tempranos. Puedo partir algunas frutas en trozos y servirlas encima de una base de hielo... —Dejó la enumeración en el aire, mientras ideaba mentalmente un menú con los ingredientes de que disponía.
Anna fue entonces a ver al lacayo que se encargaba de servir la cena, para informarle de que tendría que preparar la mesa en la terraza. Ella empezó a preparar las velas perfumadas, la mantelería de hilo y la cubertería apropiada para una cena al aire libre, e hizo un ramo para poner en el centro de la mesa.
—¿Señora Seaton?
Se volvió al oír allí una voz de hombre.
—¿Lord Valentine? —dijo, girándose hacia él, que estaba justo detrás de ella.
—Discúlpeme —dijo el joven con una sonrisa absolutamente encantadora—. He llamado, pero seguro que no me ha oído con el ruido propio de la cocina. ¿Sería posible que me preparasen un baño en algún momento de la tarde?
—Por supuesto. Su hermano casi todas las noches se baña antes de retirarse a dormir, a menos que llegue tarde a casa. Hay tiempo antes de la cena, pero su habitación no está lista todavía. Podríamos prepararle el baño en la habitación de invitados de la parte delantera, si quiere.
—Eso sería maravilloso. —No se movió de la enorme despensa, pero su sonrisa desapareció—. Cuida usted muy bien de él, señora Seaton, y se nota. Tuvo que darle un buen golpe para conseguir magullarle esa dura cabeza, aunque fuera sólo un poco.
Anna frunció el cejo mientras lo veía salir, consciente de que Westhaven le había contado lo ocurrido con el atizador. Maldito fuera.
Lo que le recordó que su señoría había salido de casa por la mañana sin que le hiciera la cura. Si seguía así, se le podía infectar y eso prolongaría la convalecencia. Cogió el botiquín y fue a buscarlo, confiando en que lo encontraría donde solía estar a tan agradable hora de la tarde, en la terraza de su habitación.
En efecto, estaba descansando en su tumbona de mimbre en todo su esplendor señorial, el chaleco colgando del respaldo de la tumbona, el pañuelo del cuello primorosamente doblado encima, la camisa abierta a la altura de la garganta y las mangas remangadas.
—¿Señoría? —Anna esperó a que le diera permiso para salir a la terraza, sintiéndose ridícula y súbitamente tímida.
—Señora Seaton —dijo él, arrastrando las palabras al tiempo que levantaba la vista hacia ella—. Ha venido a hurgar en mi magullada persona. ¿Es que nada le impide nunca llevar a cabo concienzudamente sus obligaciones?
—Cobarde huida —replicó ella, saliendo a la terraza—. Igual que cuando mi paciente desaparece al alba para no volver hasta la hora del té, cosa que hace acompañado por su protector hermano pequeño.
—¿Val es protector conmigo? —Frunció el cejo, al tiempo que se echaba hacia adelante en la tumbona, se quitaba la camisa y le ofrecía la espalda—. Supongo que lo es, aunque sabe que me enfadaría mucho que insinuara que necesito protección. Dios, cómo escuece todavía.
—Todos necesitamos que nos protejan de vez en cuando —repuso ella, extendiéndole árnica suavemente por la espalda—. Los moretones tienen un aspecto estupendo, milord. Se le terminarán de curar rápidamente si no se escapa por las mañanas sin desayunar.
—Más tarde hace demasiado calor, al menos al ritmo que me gusta cabalgar a mí. —Dio un nuevo respingo cuando Anna procedió con la segunda laceración.
—No debería salir a cabalgar con tanto ímpetu, señoría. Eso no beneficia a sus heridas. Se ve por dónde se le ha reabierto esta de aquí —lo riñó, siguiendo el contorno de la herida con el dedo—. ¿Y si se hubiera sentido mal, sin nadie cerca a tan temprana hora?
—¿Me acompañaría usted para protegerme? —la retó él con tono perezoso.
—Alguien debería —masculló ella, concentrándose en la paleta de morados, verdes y amarillos que le cubrían la piel alrededor de los dos cortes más profundos de la espalda.
El conde frunció el cejo, pensativo.
—La verdad es que yo sí necesito a alguien a quien proteger. Hoy he despedido a mi amante.
—¡Milord! —Anna lo miró en silencio, con toda la desaprobación en el semblante que se atrevió a mostrar, reacia a poner en peligro su puesto.
—Los chismorreos corren entre el servicio —replicó él con ironía, citando las palabras que ella misma había empleado en otro momento.
Anna frunció los labios.
—Los chismorreos son una cosa y una admisión abierta otra bien distinta. Aunque, con este calor, ¿por qué nadie querría...?
—Nada de eso, señora Seaton —contestó el conde con una sonrisa diabólica—. ¿Con este calor?
—No importa, milord —respondió ella, humedeciendo de nuevo el paño con árnica mientras lo instaba a apoyar la cabeza en su cintura—. La herida de la cabeza tiene un aspecto sorprendentemente bueno.
—Tengo la cabeza muy dura —contestó él apoyado en ella. Ahora que había terminado con las heridas de la espalda, venía la parte que menos lo molestaba. Anna hundió los dedos en su pelo y descubrió la coronilla para poder curarlo más cómodamente.
¿Qué culpa tenía el conde si su pelo era lo más suave que había tenido el placer de acariciar?
Debería haberse ocupado de satisfacer sus necesidades personalmente tras no haber podido hacerlo en casa de Elise. ¿Qué otra razón había si no para dedicarse a atormentar a su ama de llaves, una mujer virtuosa y sumamente competente? Ahora, ella había terminado de aplicarle la árnica y estaba revisando la zona que rodeaba la herida con todo el cuidado del mundo.
—No comprendo por qué no se le ha inflamado más esta parte —comentó, apartándole suavemente el pelo—. Las heridas en la cabeza suelen ser extremadamente delicadas, pero parece que usted se está curando sin problema.
—Entonces, ¿podemos prescindir ya de todo esto? —El conde se sentó con reticencia e hizo un gesto con la mano hacia los paños de lino y el alcohol.
—Creo que seguiremos con las curas un par de días más —contestó ella, tapando la botella—. ¿Por qué le resulta tan difícil someterse a unos cuidados básicos, milord? ¿Le gusta estar dolorido y lleno de cicatrices?
—No me importa especialmente el aspecto que pueda tener mi espalda, señora Seaton. Desde que mi hermano pasó años enfermo, consumiéndose hasta la muerte, aborrezco todo lo que tenga que ver con la medicina.
—Lo lamento —se disculpó ella, horrorizada—. No tenía ni idea, milord.
—Casi nadie lo sabe —contestó Westhaven—. Uno no comprende el horror hasta que no ha perdido a un ser querido de esa forma. Y mientras mi hermano agonizaba, los buitres de los médicos pululaban a su alrededor, sangrándolo, hurgando en su cuerpo, prescribiéndole remedios inútiles. Él lo toleraba porque eso creaba una ilusión de esperanza que reconfortaba a mis padres, aunque fuera una tortura para él.
Guardó silencio y se dirigió a la barandilla de la terraza, para contemplar cómo se ponía el sol sobre el jardín trasero de su casa.
—Y este invierno, a mi testarudo padre se le metió en la cabeza salir a montar a caballo en mitad de un temporal que duraba ya una semana. Volvió a casa con una pulmonía de mil demonios. Sus médicos personales lo sangraron con las dichosas sanguijuelas mientras se bebían su brandy. Eché a esos idiotas al ver que estaba tan débil que no podía ni discutir conmigo, pero estuvo a punto de morir por su culpa.
—Lo lamento —repitió la mujer, y se le acercó poniéndole una mano en la espalda. Westhaven la oyó inspirar aire bruscamente al darse cuenta del error cometido, pues estaba sin camisa. Sin embargo, él no se movió, esperó a ver qué hacía ella. Su mano le resultaba reconfortante y, sin quererlo, le deslizó la suya alrededor de la cintura y la estrechó contra sí.
Ella permaneció de cara al jardín, con expresión impasible, respirando acompasadamente con la mano en la espalda de él, como si sintiera una completa indiferencia por su persona. Westhaven se relajó, percibiendo que la innata decencia de su ama de llaves había traicionado momentáneamente sus ideales de decoro, distinción de clases y rectitud personal.
Se dio cuenta de que su cercanía lo reconfortaba, después de haber sacado a colación un momento tan aciago de su vida, de haber mostrado la frustración y la impotencia que aún sentía.
Pero ¿qué era aquello para ella?
Le volvió la cabeza para que lo mirara. A continuación, la estrechó lentamente contra su cuerpo y apoyó la mejilla en su sien.
No fue más que eso, pero la situación cambió por completo. El reconfortante contacto se convirtió en el abrazo entre un hombre y una mujer. Pese a ordenarse mentalmente que no debía seguir o su ama de llaves tendría motivos reales para creer que era aficionado a acosar a las mujeres que trabajaban para él, Westhaven le estrechó los hombros con los brazos mientras ella le rodeaba la cintura desnuda con los suyos.
La señora Seaton no lo impidió ni le puso fin, sino que permaneció dentro del acogedor círculo de sus brazos y le permitió deleitarse con su suave olor a limpio. Sus suaves curvas femeninas se adaptaban a la perfección a su cuerpo. Acariciándole suavemente la espalda, Westhaven la instó a que dejara descansar su peso en él. Se dio cuenta de que ni siquiera estaba excitado. Era más bien consuelo lo que sentía.
Cuando finalmente retrocedió y se separó de ella, le puso un dedo en los labios para evitar el sermón de reprobación y arrepentimiento que sin duda bullía en su conciencia.
—Ni se le ocurra —dijo, negando con la cabeza con expresión solemne—. Tampoco era mi intención, Anna Seaton.
Ella no se quedó para ver si tenía algo más que decir. Se limitó a mover la cabeza con consternación; ni inclinación, ni bofetada, ni nada de presentar su dimisión. Se fue de la terraza dejándolo allí a medio vestir, magullado y solo, heredero de su ducado.
—Su señoría solicita su presencia, señora —la informó John Lacayo. Anna sabía que su verdadero nombre era John a secas, igual que su padre y su abuelo, que también habían sido lacayos en la residencia ducal.
—¿Está en la biblioteca? —preguntó Anna, dejando a un lado la labor de zurcido con un suspiro.
—Así es —respondió John—. Y parecía algo impaciente.
—Será mejor que vaya de inmediato. —Le sonrió al joven, que parecía preocupado por ella. Cuadró los hombros y echó a andar con aire serio y profesional, sin manifestar nerviosismo. Había pasado más de una semana desde el incidente del atizador y unos pocos días desde la incómoda escena que tuvo lugar en la terraza. Le había hecho la última cura esa misma mañana, y el conde se había mostrado cáustico y dictatorial, como siempre.
Sin embargo, no pudo evitar que la invadiera cierta inquietud al llamar a la puerta con los nudillos.
—Adelante —gritó él desde el interior—. Señora Seaton —la saludó e, indicándole que se acercara a la mesa, añadió—: Siéntese. Necesito su ayuda.
Ella tomó asiento, y vio que el lacayo tenía razón: su señoría estaba impaciente o nervioso por algo. Su habitual expresión suavemente ceñuda era más grave, y sus movimientos, perentorios hasta el punto de resultar groseros.
—Mi secretario no está disponible y mi correspondencia no puede esperar. Aquí tiene papel, pluma y tinta. —Señaló con la cabeza el extremo de la mesa—. Siéntese en mi sillón, yo le dictaré. La primera carta, dirigida a los señores Meechum y Holly, es como sigue...
«Buenos días a usted también», pensó Anna, mojando la pluma en el tintero. Una hora y media y seis largas cartas más tarde, sentía calambres en los dedos.
—La siguiente, que podría ser un memorándum, va a dirigida a Moreland. Un mensajero vendrá de la finca a última hora de hoy o ya mañana, pero el asunto no es urgente. —Se detuvo para respirar y Anna aprovechó la oportunidad para levantarse.
—Milord —dijo, imitando el cejo fruncido del conde—. A mi mano le vendría bien un descanso y seguro que a su voz no le iría mal un poco de limonada. ¿Hacemos un receso?
Él miró la hora, dispuesto a rebatírselo, pero debió de sorprenderlo comprobar lo tarde que era.
—Pero breve —concedió.
—Iré a por su bebida —dijo Anna. Cuando salió a la galería, sacudió su pobre mano vigorosamente. Ya no era que el conde le supusiese la capacidad de tomar nota de sus dictados a la velocidad del rayo, sino que no parecía tener que descansar nunca. Le daba tiempo suficiente para que anotara todas y cada una de sus palabras, pero ni un segundo más.
Se dirigió hacia la cocina con un suspiro, colocó todo lo necesario en una bandeja, incluido un vaso de limonada para ella, y regresó a la biblioteca. Habría tardado unos doce minutos, pero se encontró al conde leyendo una nota manuscrita con aire más circunspecto que enfadado.
—Una carta más antes de la limonada, señora Seaton —dijo, revolviendo entre los cajones del escritorio.
Sacó un trozo de papel del fondo y lo miró con expresión triunfal.
—Sabía que estaba aquí.
Como él había retomado el sitio que le correspondía tras el escritorio, Anna se llevó el secante, el papel, la pluma y el tintero al otro lado de la mesa y se sentó.
—Para los doctores Hamilton, Pugh y Garner. Ruego atiendan a la señorita Sue-Sue Tolliver lo antes posible, por requerimiento de su padre, Marion Tolliver. Envíen la factura por los servicios prestados al abajo firmante. Westhaven, etcétera, etcétera.
Perpleja, Anna escribió obedientemente sus palabras, enjugó la carta con el papel secante y la dejó a un lado para que terminara de secarse.
—Veo que ha modificado su interpretación de las normas del decoro en deferencia a este calor —comentó el conde, cogiendo un vaso de limonada—. ¡Por todos los santos! —exclamó, apartando el vaso después de un solo sorbo—. No tiene azúcar.
—Es que ha bebido de mi limonada —dijo ella, reprimiendo la sonrisa. Le entregó el otro vaso y el conde dio un sorbo con cautela. Tendría que beber del vaso del que él había bebido, si no quería bajar a la cocina a por uno limpio.
Levantó la vista y vio que la estaba mirando con una especie de confusa curiosidad, como si comprendiera el dilema que se le planteaba. Finalmente, Anna dio un largo trago, sí tenía azúcar, pero sólo un poco, y dejó el vaso sobre el secante.
—Tolliver es su secretario, ¿verdad? —le preguntó, cobrando súbita conciencia de ello.
—Así es. Han venido a decirme que le era imposible venir esta mañana, algo inusual en él. Entonces he mandado a uno de los lacayos a averiguar por qué: la hija pequeña de Tolliver ha cogido la varicela.
—¿Y le envía no uno sino tres médicos por una varicela? —preguntó ella, atónita.
—Esos tres médicos —contestó el conde con toda seriedad—, me los recomendó un conocido que también es médico. Su excelencia el duque no murió este invierno en parte gracias a la contribución de Garner y Pugh.
—Entonces, ¿confía en ellos?
—Todo lo que puedo confiar en un médico —respondió él—, que es como decir que podría echarlos de casa aunque tuviera los dos hombros heridos.
—Así pues, si hubiera que llamar a un médico para que lo atendiera, ¿a quién deberíamos llamar, a Garner, a Pugh o a Hamilton?
—Mi primera opción sería David Worthington, el vizconde Fairly, que fue quien me recomendó a los otros tres. Pero sería mejor dejar que muriera de la dolencia que sufriera, porque me tomo muy mal la charlatanería, señora Seaton —contestó, mirándola fijamente con una ferocidad que sustentaba sus palabras.
—¿Puedo preguntarle algo que no tiene nada que ver con los médicos, milord? —preguntó Anna, bebiendo en vez de fulminarlo con la mirada en respuesta. Esa mañana, el conde estaba de un humor que acabaría con la paciencia de un santo.
—Pregunte. —Dejó el vaso vacío en la bandeja y se reclinó en su sillón.
—¿Es así como trabaja con el señor Tolliver? —preguntó—. ¿Le dicta la correspondencia palabra por palabra?
—A veces —contestó él, frunciendo el cejo—. Lleva varios años conmigo, y la mayoría de las veces le entrego unas cuantas ideas garabateadas en un trozo de papel y Tolliver redacta la carta completa a falta tan sólo de mi firma.
—¿Podríamos hacerlo así? Se parece más a la forma que tenía mi abuelo de hacer las cosas, y hasta el momento no ha habido ningún caso que se salga de lo rutinario en su correspondencia.
—Podemos probar. Eso me recuerda que había otro asunto que quería tratar con usted, y le advierto de antemano que no pienso permitir que se haga la indignada conmigo.
—¿Que me haga la indignada?
Él asintió una vez, con decisión.
—Eso mismo. La otra noche, le dije que me había separado de mi actual chere amie. Le informé de eso, señora Seaton, no porque quisiera ofender su sensibilidad, sino porque sospecho que el próximo objetivo del duque será el personal de servicio de mi propia casa.
—¿Qué tiene que ver su excelencia con sus... relaciones personales?
—Eso digo yo —dijo el conde, para explicarle a continuación, con un lenguaje seco y desprovisto de adornos, cómo el duque, su padre, había manipulado a su amante, y cómo ésta había alterado significativamente algunos detalles del plan—. Mi padre intentará encontrar entre mi personal de servicio a alguien que espíe para él y le informe de cuándo y con quién establezco mi próxima relación íntima. Sé que frustrará mis planes si está al corriente de ellos.
—Milord, si quiere eludir el escrutinio de su padre, ¿cómo es que la mitad de los lacayos que ha contratado para esta casa servían en la residencia del duque y le ha permitido acceso exclusivo a su ayuda de cámara durante semanas?
Él la miró con perplejidad, considerando la lógica de su observación.
—Accedí a ese arreglo antes de comprender hasta dónde estaba dispuesto a llegar mi padre. Y, desde luego, lo hice sin saber que ya había dispuesto espías en la casa de Elise.
Sin decir nada, Anna tomó nuevamente asiento frente al escritorio. El conde hojeó el montón de cartas y apartó dos. A continuación, le entregó pluma y papel.
—Para Barstow —comenzó—, nota de desinterés en este momento, tal vez en el futuro, etcétera. A Williams y Williams, recordatorio de que los pagos han de efectuarse el día uno, según nuestro acuerdo, advirtiéndoles de que se emprenderán acciones legales al respecto. —Continuó de ese modo tras las primeras dos cartas, hasta concluir una docena—. Y en vista de lo bien que se le da redactar, le daré los detalles para la próxima provisión para su excelencia.
Pasaron así la hora siguiente, trabajando en agradable silencio. A Anna le resultaba sorprendentemente fácil llevar a cabo la tarea encomendada, puesto que había pasado muchas horas haciendo lo mismo con su abuelo, y ya entonces había disfrutado mucho con la sensación de camaradería y confianza.
—Vaya, vaya, mira a quiénes tenemos aquí —dijo lord Valentine al entrar en la biblioteca, con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Interrumpo vuestra sesión de planificación de menús de alto nivel?
—En absoluto —respondió Westhaven con una sonrisa para su hermano—. La ausencia de Tolliver me ha llevado a abusar de la habilidad de la señora Seaton en asuntos administrativos. ¿Qué te trae por aquí tan temprano?
—Son las once de la mañana —replicó Val—. No creo que sea temprano cuando uno pretende pasar cuatro horas practicando en su piano —añadió. Tras lo cual guardó silencio e hizo una mueca—. Si no te importa, claro está. Si no, siempre puedo regresar a la Casa del Placer.
—Valentine —dijo el conde, advirtiéndolo con una mirada en dirección a la señora Seaton.
—Ya puse al corriente a tu ama de llaves de mi afecto por los pianos castos. —Se volvió hacia Anna y le sonrió—. Se mostró indiferente, claro.
—No hice tal cosa, señoría.
—A uno le está permitido tomarse alguna licencia poética —contestó Val, probándose las gafas de Westhaven—. Si me disculpáis, me voy a trabajar en los viñedos, tarea para la que estoy más capacitado.
Se produjo un breve silencio tras su partida, durante el cual, el conde frunció el cejo con actitud pensativa. Anna retomó la última de las cartas que tenía que redactar y, al cabo de unos minutos, una música procedente del piso de abajo llegó a sus oídos.
—¿De verdad pretende pasarse cuatro horas practicando? —preguntó.
—Toca el piano siempre —contestó él—, y, sí, practicará durante cuatro horas diarias al menos. A los veinticinco años, llevaba ya más horas delante del teclado de las que podría acumular un maestro artesano de cualquier disciplina en toda su vida.
—Está completamente embebido —comentó Anna, sonriendo—. ¿De verdad a usted le molesta el ruido?
—Es el sonido de la felicidad del único hermano que me queda —contestó el conde, dejando la pluma en la mesa para acercarse a las cristaleras—. Jamás podría considerarlo ruido —añadió, mirándola por encima del hombro—. ¿Qué? Veo que quiere preguntarme algo. Es lo menos que merece, después de lo mucho que la he hecho trabajar.
—¿Qué lo hace feliz a usted? —preguntó, haciendo un pulcro montoncito con todas las cartas redactadas, sin mirarlo a los ojos.
—Al heredero de un ducado no le hace falta ser feliz. Lo único que tiene que hacer es cumplir con sus obligaciones y tener una adecuada salud para poder procrear.
—Es obvio que usted cumple con sus obligaciones, pero eso no responde a la pregunta. Su padre es duque y feliz, la mayor parte del tiempo al menos. Entonces, ¿qué es lo que lo hace a usted feliz, futuro duque de Moreland?
—Un sueño reparador —contestó él, sorprendiéndolos a ambos—. Los trozos de mazapán que me encuentro en los momentos más improbables, a lo largo del día. Terminar con una pila de correspondencia antes de comer, gracias a Dios.
—Aún tiene que leer lo que he escrito —le recordó ella, complacida sin embargo con el cumplido, aunque indirecto, pero preocupada en cierto modo porque una noche de sueño reparador fuera el culmen de la felicidad para el conde.
—Pues pásemelas. Encontraré al menos tres faltas de ortografía, para que no se le suban los humos —dijo él, señalándola con el dedo.
—No encontrará ninguna falta de ortografía, de puntuación o de gramática —contestó ella, entregándole las cartas—. Si me disculpa, iré a ver cómo va la comida. ¿Quiere que la sirvan en la terraza, milord? ¿Comerá también lord Valentine?
—Sí, me apetece comer en la terraza —contestó él—, y dudo que mi hermano se aparte del piano, justo cuando acaba de empezar con los ejercicios de dedos. Llévele una bandeja cuando pase a tocar estudios y repertorio.
—Sí, milord —contestó Anna con una reverencia, pero su señoría ya se había sumido en la revisión de la correspondencia, con aquel cejo fruncido tan habitual en él.
—¿Señora Seaton? —dijo sin levantar la vista.
—¿Milord?
—¿Qué puede calmar a una niña que sufre varicela y ayudar a que se recupere?
—Hielo —respondió, procediendo a enumerar otros remedios.
—¿Se puede ocupar de ello? —le pidió el conde, levantando la vista para mirar el jardín—. Del hielo y lo demás. Haga que se lo lleven a Tolliver.
—Lo haré —accedió ella, ladeando la cabeza para observar con detenimiento a su patrón—. Me ocuparé de que lo reciba regularmente hasta que la niña esté totalmente recuperada.
—¿Cuánto tiempo tardará en suceder eso?
—Los primeros días son los peores, pero la fiebre suele remitir al quinto. Sin embargo, el picor puede alargarse más. No envidio a esa pobre niña, ni a sus padres, con este calor que hace.
—Un pensamiento deprimente —convino él—. En comparación, algo tan nimio como redactar mis cartas no resulta una tarea tan terrible, ¿no? ¿Tendré mazapán con la comida?
—Si su hermano no ha agotado la provisión —indicó Anna, saliendo de la biblioteca.
No vio la sonrisa del conde, ni que ésta no se borró hasta que se obligó a retomar el trabajo de revisar las cartas redactadas por ella. Él pensó que escribía bien. Sabía expresar las ideas con más elegancia y sutileza que el viejo Tolliver. La tarea de contestar la correspondencia, que en algún momento había amenazado con llevarle prácticamente todo el día, estaba ya terminada, por lo que le dejaba libertad para... reflexionar sobre lo que le producía placer.
«Mandaría a John a poner la mesa —reflexionó la cocinera—, pero ha ido a buscar un poco más de hielo al almacén y Morgan ha salido por huevos, dado que su señoría no ha ido a montar a caballo esta mañana y McCutcheon aún no ha podido ocuparse de las gallinas.
»Así que yo —pensó Anna— voy a tener que pasar la próxima media hora poniendo una mesa en la que su señoría no va a estar más de veinte minutos, comiendo en solitario esplendor unos alimentos que ni siquiera saborea, porque tiene que leer el Times entero mientras almuerza.»
Se le había pegado el mal humor del conde, se dijo, mientras extendía el mantel de lino sobre la mesa de hierro forjado. Pero eso no era justificación. Comenzó a confeccionar mentalmente la lista de cosas que tenía que preparar para la hija pequeña de Tolliver, Sue-Sue.
—Parece absorta en sus pensamientos —comentó el conde.
Anna dio un respingo del susto y a punto estuvo de caérsele la cesta con la cubertería, que tenía en las manos.
—Lo estaba —contestó ella, sonrojándose sin motivo—. Todavía tengo que ocuparme de su encargo de enviarle a Tolliver los remedios para su hija y estaba pensando precisamente en ello.
—¿Cómo es que sabe usted qué hay que hacer en un caso de varicela? —Cogió el mantel por los extremos opuestos y lo colocó perfectamente recto.
—Es una enfermedad muy habitual entre los niños —contestó Anna, dejando la cesta de los cubiertos sobre la mesa—. Yo misma la pasé cuando tenía seis años. —El conde metió la mano en la cesta y sacó lo necesario para una persona. Anna observaba consternada cómo se colocaba sus propios cubiertos, disponiendo cada uno a dos centímetros y medio del borde de la mesa.
—¿No quiere un mantel individual para colocar debajo del plato? —le preguntó ella, sacando uno de la cesta y entregándoselo.
—Claro que sí. La comida siempre sabe mejor cuando se come sobre un mantel, con un mantel individual encima.
—No hace falta ser tan impertinente, milord —repuso Anna, enarcando una ceja—. Podemos servirle la comida en un plato de madera si así lo prefiere.
—Discúlpeme. —Él le dirigió una fulminante mirada mientras recogía los cubiertos y esperaba a que extendiera el mantelito individual—. No estoy de muy buen humor esta mañana porque no he salido a montar.
Colocaba los cubiertos con la misma precisión de antes, bajo la atenta mirada de Anna. Habría sido un criado excelente, pensó ésta. Cuidadoso, concienzudo e incapaz de sonreír.
—No quería que mi caballo acabara extenuado con este calor —prosiguió él, rebuscando en la cesta la sal y la pimienta. Finalmente, dio con ellos, los colocó y estudió especulativamente la mesa.
—Tal vez esto le dé alguna idea —dijo Anna, colocando un pequeño recipiente con margaritas y violetas.
—Resulta tremendamente fácil caer en asimetrías cuando se pone la mesa para uno.
—Un efecto terrible para el paladar —replicó ella, poniendo los ojos en blanco—. ¿Y dónde esconderemos el mazapán de su señoría, me pregunto?
—Tenga cuidado, señora Seaton. Si el conde apareciera por aquí y la oyera hablar con tan poco respeto, no duraría aquí ni dos días.
—Si tan impaciente y malhumorado está, será mejor que se busque a otra persona que le lleve dulces a la terraza en pleno verano.
La mirada del conde se enfrió frente a la réplica, y Anna se preguntó de dónde salía esa costumbre de excederse en sus comentarios que parecía sufrir últimamente. Pero es que el hombre no había dejado de importunarla desde que la había obligado a trabajar para él en la biblioteca. No era de extrañar que Tolliver hubiera preferido quedarse en casa con su hija enferma a trabajar con su señoría.
—¿Tan malo soy? —preguntó él con expresión distraída. Dejó la pimienta, pero se quedó con el salero en la mano.
—Usted... —Anna levantó la vista cuando terminó de doblar la servilleta que había sacado también de la cesta.
El conde la miró a los ojos y esperó.
—Creo que está preocupado —dijo finalmente—. Y que lo manifiesta dando órdenes.
—Preocupado —repitió él, resoplando—. Eso abarca todo un mundo de posibilidades —añadió, metiendo la mano en la cesta para sacar un plato grande esmaltado, que colocó justo en el centro del mantel individual—. Esta mañana, mientras usted trabajaba con empeño en mi correspondencia «rutinaria», he intentado escribirle una carta a mi padre y, por algún motivo, señora Seaton, no he sido capaz de dar con las palabras adecuadas para exponerle hasta qué punto deseo que me deje en paz de una vez.
La última frase la pronunció apretando mucho los dientes. A Anna le llamó la atención la animosidad de su tono de voz, pero no había terminado.
—He llegado a un punto en que comprendo por qué mis hermanos mayores consideraban preferible la guerra de la independencia española a la idiotez diaria que comporta ser el heredero de Percival Windham. Sinceramente, creo que, si pudiera, mi padre me metería desnudo en una habitación con la mujer de su elección y no me dejaría salir de ella hasta que la dejara embarazada de gemelos. No sólo me siento frustrado —prosiguió, con un tono que iba adquiriendo cada vez más mordacidad—, sino que incluso estoy dispuesto a hacerle daño, porque no se me ocurre ninguna otra cosa para conseguir que se dé cuenta. Dos personas van a acabar casándose en contra de su voluntad y teniendo un hijo, por culpa de las triquiñuelas de mi padre.
—El duque no puede obligar a dos personas a estar juntas, ellas serían conscientes de lo que ocurría. Pero ¿por qué no acude a su madre, milord? A juzgar por su reputación, es la única que puede controlar al duque.
Él negó con la cabeza.
—Su excelencia está muy afectada por la pérdida de mi hermano Victor. No quiero importunarla. Además, creerá que las intenciones de su esposo son buenas.
Anna sonrió con tristeza.
—Y ella también quiere tener nietos, claro.
—Claro —convino el conde gesticulando con impaciencia—. Ella tuvo ocho hijos y todavía le quedan seis. Tendrá nietos y si, por alguna razón, los seis fuéramos incapaces de proporcionárselos, tenemos dos hermanastros. Estoy seguro de que a los hijos de éstos los malcriaría como si fueran los nuestros.
—Por todos los santos —murmuró Anna—. ¿Su padre ha engendrado diez hijos y sigue martirizándolo?
—Así es. Exceptuando a Victor, que tuvo una niña, ninguno de nosotros ha tenido hijos. Corría el rumor de que Bart nos había dejado un recuerdo para la posteridad, pero probablemente lo hiciera correr él mismo para exasperar a mi padre.
—Pues entonces búsquese una esposa —sugirió ella—. O una prometida al menos, para tranquilizar al duque; así se lo quitará de encima. La mujer puede retirarse cuando usted se lo pida, sobre todo si es sincero respecto a sus intenciones desde el principio.
—¿Lo ve? —dijo él, elevando ligeramente la voz—. Que sea sincero respecto a mis intenciones. ¿Se da cuenta de lo mucho que hacer algo así haría que me pareciera a mi padre?
—¿Y es eso lo único que lo aflige, milord? No cabe duda de que el duque ha sido una molestia para usted desde que es su heredero, o incluso desde antes.
Él levantó bruscamente la mirada y, de repente, le temblaron los labios, primero se le curvaron hacia abajo y, al final, lentamente hacia arriba.
—¿Está sonriendo? —preguntó Anna. Ver una sonrisa en la cara del conde era tan inusual como ver una gallina con dientes.
—Me he encontrado a su pequeña protegida en el establo —reveló el conde cambiando de tema y colocando el vaso de agua y la copa de vino a dos centímetros y medio del plato exactamente—. Acababa de descubrir el escondite de la nueva camada de nuestra cazadora de ratones. Parecía encantada con los ronroneos de la gata. Era como si pudiera sentirlo, como si comprendiera que el animal estaba feliz.
—Seguro —corroboró Anna, preguntándose qué tendría que ver aquello con darle nietos al duque—. Adora los animales, pero aquí, en la ciudad, no tiene mucho trato con ellos.
—¿Conoce bien a Morgan? —preguntó él como si tal cosa.
—Somos familia —respondió ella, diciéndose que no mentía. Sólo era una verdad a medias.
—Entonces, se apiadó de ella y la contrató como doncella para mi casa —dedujo el conde—. ¿Es sorda de nacimiento?
—Desconozco los detalles de su dolencia, milord —contestó Anna apoyándose la cesta en la cadera—. Lo único que me importa es que está dispuesta a trabajar honradamente por un salario honrado. ¿Prefiere té o limonada con la comida?
—Limonada —respondió él—. Pero no se le olvide el azúcar, por favor.
Ella se inclinó exageradamente en una burlona reverencia.
—Lo que sea con tal de endulzar su temperamento, milord.
Westhaven se quedó mirándola mientras salía y una nueva sonrisa, si bien leve, asomó a sus labios. A su ama de llaves le gustaba decir siempre la última palabra, y a él generalmente no le importaba. Pero se había ido por las ramas para eludir hablar de sus relaciones personales. Lo había dejado patente en la mirada y en la leve postura defensiva.
Cualquier persona, aun estando al servicio de un conde, tenía derecho a su intimidad. Sin embargo, un duque sin escrúpulos podría aprovecharse de alguien con secretos. Y sólo por eso, estaba decidido a no perder de vista a Anna Seaton.