Capítulo 03

—Disculpe, señora —dijo John, el lacayo—. Su señoría quiere verla, y yo que usted no lo haría esperar.

—¿Está en la biblioteca? —preguntó Anna con un suspiro. Se había pasado tres de las últimas cuatro mañanas en la biblioteca con su señoría, menos ese día, gracias a Dios.

—En sus habitaciones, señora —respondió John, sonrojándose, con la mirada clavada en los agujeros de la moldura. Anna hizo una mueca, consciente de que el conde había pedido que le preparasen el baño en su habitación después de la comida, algo bastante fuera de lo común.

—Será mejor que vayamos a ver qué quiere. —Se levantó de la mesa de la cocina, ante la mirada de lástima de la cocinera, y se dirigió al piso de arriba.

—¿Milord? —Llamó dos veces y, al oír una especie de gruñido al otro lado, entró en la alcoba del conde.

Para su alivio, éste estaba vestido, aunque no del todo. Tenía la camisa sin abrochar, así como los puños de la misma; estaba descalzo y no llevaba los tirantes que le sujetaban los pantalones ajustados hasta las rodillas.

Sin levantar la mirada cuando ella entró en la habitación, siguió buscando algo entre los artículos de aseo de su cómoda.

—El pelo me llega por detrás al cuello de la camisa —comentó, señalándose detrás de la oreja derecha con impaciencia—. En vista de que mi ayuda de cámara sigue con su excelencia, tendrá que ocuparse usted.

—¿Quiere que le corte el pelo? —preguntó Anna, debatiéndose entre la indignación y la diversión.

—Si no le importa... —contestó el conde, encontrando por fin las tijeras, que le entregó del revés, colocándose acto seguido de espaldas a ella, lo que la obligó a rodearlo para mirarlo a la cara.

—Será más fácil si se sienta, milord. El cuello de la camisa me queda alto.

—Muy bien —dijo él, arrastrando un escabel al centro de la estancia, en el que depositó sus aristócratas posaderas.

—Y en vista de que no queremos que le caigan pelos en esa preciosa camisa de lino blanca, yo, en su lugar, me la quitaría —añadió.

—Siempre es un placer quitarse la ropa a petición de una mujer —bromeó, desprendiéndose de la camisa.

—¿Quiere que le corte el pelo o no, milord? —inquirió Anna, comprobando con el pulgar lo afiladas que estaban las tijeras.

—Sí, córtemelo —respondió el conde, observándola detenidamente—. A juzgar por su irritación, entiendo que debo pedirle disculpas por algo. Reconozco que estoy algo agitado y resentido.

—Cuando alguien te hace un favor desinteresadamente, no se le responde con sarcasmo e insinuaciones, milord —repuso ella, peinándole el pelo húmedo. Tuvo especial cuidado con la parte de atrás de la cabeza, donde tenía la herida del golpe que le había dado con el atizador.

—Es usted muy hábil. Y mucho más considerada que mi ayuda de cámara.

—Su ayuda de cámara es un hombrecillo arrogante y pomposo —afirmó Anna, empezando por el lateral—, y eso no es ninguna justificación.

—Vaya, lo siento —se disculpó él, sujetándole la mano por la muñeca—. Tengo una cita en Carlton House este mediodía, y le aseguro que me pone de muy mal humor tener que ir, porque no me apetece en absoluto.

—¿En Carlton House? —Ella bajó la mano, pero el conde no le soltó la muñeca—. Debe de ser un hombre muy importante si tiene asuntos que despachar con el mismísimo regente.

Él le giró la mano y le escrutó las líneas de la palma durante unos segundos. Entonces se la acarició con el pulgar.

—Lo más probable es que se limite a asomar brevemente la cabeza y a decirnos lo mucho que aprecia nuestra contribución a este gran país, antes de retomar su actividad ociosa.

—Pero no puede negarse a asistir, puesto que es un gran honor y todo eso —aventuró Anna.

—Es un soberano aburrimiento —se quejó el conde—. No lleva usted anillo de casada, señora Seaton, ni tampoco veo la marca de haberlo llevado.

—Dado que no tengo esposo en estos momentos, es comprensible que no lleve anillo —contestó ella, retirando la mano.

—¿Quién era ese abuelo que la enseñó a hacer el trabajo de Tolliver, pero oliendo mucho mejor que Tolliver? —preguntó él a continuación.

—Mi abuelo paterno me crió desde pequeña —contestó Anna, consciente de que la verdad le serviría hasta cierto punto—. Era florista y perfumista, y un gran hombre.

—De ahí las flores que adornan mi humilde hogar. No rebaje demasiado —le indicó—. No me gusta que parezca que me lo acabo de cortar.

—No tenemos tiempo para eso —dijo ella, recortando cuidadosamente los rizos que se le formaban en la nuca. Un corte, otro corte y luego limpió con un cepillo el pelo que le quedaba en los hombros desnudos. Continuó con la misma rutina de corte, corte y cepillado hasta que, finalmente, se inclinó y le sopló suavemente la coronilla antes de seguir.

Cuando se inclinó nuevamente, captó el aroma amaderado y especiado de la colonia del conde. La fragancia, junto con el hecho de tener la boca a escasos centímetros de su nuca descubierta, le provocó una extraña agitación interior. Aguardó unos segundos más detrás de él, confiando en que le desapareciera el rubor mientras terminaba.

—Ya está. —Esta vez le sacudió los pelillos que se le habían quedado pegados al cuello con los dedos—. Creo que está usted presentable, o al menos su cabello lo está.

—El resto de mi persona está a medio vestir —dijo el conde, tendiendo la mano para que le devolviera las tijeras—. ¿Dónde está la condenada camisa?

Anna le entregó la condenada camisa y se habría ido ya de no ser porque al pañuelo de cuello, al parecer, le habían salido piernas y había terminado inesperadamente en una mesilla al lado del armario, junto con los gemelos, el alfiler y demás accesorios. Cuando él comenzó a mascullar que los pañuelos para cuello eran una estupidez con aquel calor sofocante, apartó los dedos suavemente y, poniéndole las manos en los hombros, dijo, mirándolo a los ojos:

—Tranquilícese. No es más que una recepción sin importancia. Después, lo único que le quedará por hacer será ir al banco a extender una orden de pago y ya está, se terminaron las obligaciones por hoy. ¿No le parece bien?

—Me gustaría parecer todo lo llano y sencillo que me sea posible sin ser un cuáquero —dijo el conde—. A mi padre le encantan estas cosas, las palmaditas en la espalda, las charlas y discutir de política.

Anna terminó de hacerle el nudo del pañuelo, sencillo pero elegante, y le cogió el alfiler que él tenía en la mano.

—Una vez más, se encuentra con que tiene que hacer algo que no le gusta, porque es su obligación. ¿Monóculo?

—No. Gafas de bolsillo, en el chaleco.

—¿Cuántas cadenas tiene? ¿Lleva también reloj? —Encontró las gafas en el escritorio y aguardó a que el conde eligiera la cadena, una sencilla, de oro.

—A Carlton House no llevo reloj —explicó—, porque sólo me sirve para ver las horas que se malgastan con el regente.

Anna se inclinó para meter la cadena por el ojal del chaleco y luego le guardó las gafas en el bolsillito destinado al reloj, tras lo cual, le dio unas palmaditas al conde en el estómago, por encima de la cadena, que colgaba formando un arco hacia la mitad de su torso.

—¿Estoy bien? —preguntó él, sonriendo ante lo posesivo del gesto.

—Le falta la levita, aunque, con este calor, nadie criticará que no se la ponga hasta llegar a su destino.

—Levita —repitió el conde, frunciendo el cejo con gesto perplejo.

—En el armario ropero —señaló ella, negando con la cabeza con expresión divertida.

—Cómo no —dijo él asintiendo, pero sin dejar de mirarla—. Parece que me ha dejado impecable, Anna Seaton. Gracias.

Y, tras decirlo, se inclinó y le dio un beso en la mejilla, un gesto tan sorprendente por lo espontáneo y afectuoso, que ella se quedó sin habla, mientras el conde salía de la habitación con la levita doblada sobre el brazo, cerraba la puerta tras de sí y le gritaba a lord Valentine que se reuniera con él de inmediato en el establo, so pena de que quisiera ir andando, bajo el sofocante calor de la tarde.

Muda de asombro, Anna se sentó en el escabel ocupado hasta hacía poco por él. Westhaven poseía una suerte de discreto encanto, pensó, llevándose los dedos a la mejilla. Cuatro días impartiéndole órdenes a gritos, instrucciones atropelladas y notas en trozos de papel que empleaba para garabatear cosas que esperaba de ella mientras Tolliver estuviera ausente, y ahora iba y le daba las gracias con un beso.

Debería haberlo reconvenido, tal vez lo hubiese hecho si se hubiera demorado más en el beso. Pero la había pillado desprevenida, igual que cuando se le había quedado mirando la mano con el cejo fruncido, consciente de que no llevaba anillo de casada.

Se miró la mano izquierda, conforme se iba evaporando el placer del beso del conde. ¡Cómo no se le había ocurrido pensar en ese detalle, por el amor de Dios! Vestirse adecuadamente, se recordó.

Colgó las prendas de ropa que él había descartado ponerse, y ordenó el escritorio y la cómoda, por los que parecía haber pasado un huracán. Al abrir la puerta del ropero, metió la cabeza desvergonzadamente y aspiró una profunda bocanada de la cara fragancia masculina que el conde utilizaba, al tiempo que acariciaba la manga de una chaqueta de montar de color verde oscuro de exquisita factura.

Era un hombre guapo y también era astuto. Como siguiera fijándose en detalles, pronto completaría el rompecabezas y se daría cuenta de sus engaños y sus mentiras. Pero para entonces, ella ya se habría ido.

Cuando por fin regresó a su casa al caer la tarde, Westhaven le entregó al lacayo el sombrero, los guantes y el bastón, y se dirigió hacia la cocina por el oscuro corredor, sin otra idea en mente que tomarse un vaso grande de limonada helada y dulce. Podría haber pedido que se lo sirvieran, pero estaba demasiado agitado y nervioso como para esperar.

—¿Milord? —La señora Seaton estaba sentada a la gran mesa de madera de la cocina, pelando guisantes en un recipiente de madera, pero se levantó al verlo entrar.

—No se levante. Sólo he venido por un vaso de limonada.

—Lord Valentine ha mandado avisarnos de que no vendría a cenar. —Se dirigió a la alacena y sacó una jarra.

Él buscó los vasos en los armarios y dejó dos encima de la mesa. Anna lo miró con curiosidad, pero los llenó y después fue a buscar el azucarero.

Westhaven la observó verter una gran cantidad de azúcar en su vaso y removerla a continuación, y enarcó las cejas consternado.

—¿Tanto azúcar tomo?

Ella tapó el azucarero.

—Si no, empieza a maldecir y a hacer muecas de asco, y frunce el cejo a todo lo que se mueve —contestó Anna, empujando el vaso hacia él, para beber un sorbo del suyo propio a continuación.

—¿Y usted no le echa? —preguntó él, dando un satisfactorio trago. Dios santo, cuántas ganas tenía de beber un buen vaso de limonada fría y dulce exactamente como aquélla.

—He aprendido a no tomar demasiado —respondió ella, dando otro sorbo—. El azúcar es un bien escaso.

—Tome —dijo él, tendiéndole su vaso—. Si le gusta así, debería tomarlo.

Anna se reclinó contra el fregadero, mirándolo fijamente.

—¿Y por qué no se aplica el consejo a usted mismo?

Westhaven pestañeó y ladeó la cabeza.

—Es demasiado tarde para digresiones filosóficas.

—¿Ha comido al menos, milord?

—Parece que no.

—Ojalá fueran ésas todas las injusticias del mundo, porque tendrían remedio —comentó ella, mientras enjuagaba los vasos—. Si quiere, puede ir a cambiarse de ropa. Yo le subiré una bandeja en unos minutos.

—¿Le importaría quitarme este dichoso pañuelo de cuello? —dijo él, acercándose al fregadero. Esperó a que se secara las manos y entonces levantó el mentón.

—Está inmaculado —observó ella, forcejeando un poco con el cierre del alfiler—, aunque su preciosa camisa está un poco arrugada y sucia de polvo. No se mueva. —Forcejeó un poco más, pero el condenado cierre se negaba a ceder—. Será mejor que se siente otra vez, milord.

Él obedeció y tomó asiento en el largo banco de madera, con el mentón levantado.

—Ya está —dijo Anna, abriendo por fin el cierre del alfiler, que miró atentamente—. Debería llevarlo a un joyero para que lo revise —añadió, depositándolo en la mesa para deshacerle a continuación el nudo—. Listo.

Dejó que los dos extremos del pañuelo colgaran a ambos lados del cuello del conde que, de repente, notó el cansancio, quedándose inmóvil de puro agotamiento. Entonces se inclinó hacia adelante y apoyó la sien contra la cintura de ella, una postura similar a la que adoptaba cuando le curaba la herida de la cabeza.

—¿Lord Westhaven? —Anna le posó la mano en la nuca, luego la apartó y, finalmente, volvió a posarla sobre él.

Westhaven sabía que debería irse, pero no lo hizo hasta que ella le acarició la nuca. Dios bendito, ¿qué estaba haciendo? Y con su ama de llaves. Se puso en pie y la miró a los ojos.

—Le ruego que me disculpe, señora Seaton. Le agradeceré que me suba una bandeja.

Anna lo vio alejarse, pensando que nunca lo había visto tan extenuado y ojeroso. Al parecer, había tenido un día agotador, pero le daba la impresión de que, más que el hecho de estar presente en la recepción de Carlton House, lo que lo atribulaba en realidad eran las muchas obligaciones similares que tenía por delante.

Al no recibir respuesta inmediata cuando llamó con los nudillos a la puerta, llamó una segunda vez y entonces oyó el permiso para que entrara, si bien algo amortiguado. Sujetando la bandeja con una mano, abrió con la otra, pero el conde no estaba en la alcoba.

—Estoy aquí dentro —dijo él desde el dormitorio. Estaba de pie ante las cristaleras que daban a la terraza, con una bata de seda y una especie de pantalones de pijama sueltos.

—¿Se lo sirvo fuera?

—Por favor —contestó él, abriendo la puerta y retrocediendo un paso, lo justo para dejarla pasar por su lado—. ¿Se quedará conmigo? —preguntó, siguiéndola fuera y cerrando la puerta tras de sí.

—Puedo quedarme unos minutos —respondió ella, mirando las puertas cerradas de un modo muy significativo.

Si el conde se percató de su incomodidad, no dio muestras de ello. Anna sospechaba que estaba demasiado ocupado pensando en la comida como para reparar en la preocupación de su ama de llaves, de modo que trató de no darle importancia.

Lo único que quería era un poco de compañía al final de un día duro.

Él cogió la bandeja, la colocó en una mesita y le acercó una tumbona.

—¿Cómo sabe siempre qué poner en la bandeja y cómo disponerlo todo de manera que uno tenga la sensación de apetito perfectamente saciado?

—Cuando te crías con un hombre que adora las flores —respondió Anna—, desarrollas un sexto sentido que te dice si algo le resulta agradable y cómo complacerlo.

—¿Su abuelo era muy autoritario? —preguntó el conde preparándose un sándwich.

—En absoluto —contestó ella, sentándose en la otra tumbona de mimbre—. Era el hombre más elegante, cariñoso y feliz que jamás tendré el placer de conocer.

—No imagino que nadie pudiera describirme a mí como elegante, cariñoso y feliz —dijo él, frunciendo el cejo con perplejidad.

—Sí que es cariñoso —aseguró Anna con firmeza, aunque su intención no era que esas palabras salieran de su boca.

—Esto sí que es una sorpresa. —El conde la miró a la mortecina luz exterior—. ¿Qué le hace suponer tal cosa, señora Seaton?

—Tiene una paciencia infinita con su familia, milord —comenzó ella—. Acompaña a sus hermanas a todas partes y se desvive por ellas y sus amigas en todas las reuniones sociales a las que asisten. Controla al duque para que no termine arruinando el ducado con sus ocurrencias. Se obliga a sí mismo a ocuparse de infinidad de asuntos con los que no disfruta, para que su familia pueda seguir llevando la misma vida segura.

—Eso forma parte de mi trabajo —contestó él, confuso al comprobar que ya había dado cuenta del primer sándwich, cuando ella le pasó un segundo—. El cabeza de familia se ocupa de esas cosas.

—¿Se ocupó su santo hermano Bart alguna vez? —preguntó Anna, removiendo el azúcar que se había posado en el fondo de la bebida del conde.

—Mi santo hermano Bart, como usted lo llama, no pasó de los veintinueve años —señaló él—, y a esa edad, se supone que el heredero de un duque sólo se dedica a la jarana, a jugar, hacer correr a sus purasangres y disfrutar de la vida.

—¿Y cuántos años tiene usted, señoría?

El conde se reclinó y bebió un sorbo de limonada.

—Si fuera usted hombre, le diría que se fuera al infierno, ¿lo sabe?

—Si yo fuera un hombre —respondió Anna—, ya lo habría mandado a usted al mismo sitio.

—¿Y eso? —sonrió, pero no con dulzura—. ¿En qué momento exactamente?

—Cuando es incapaz de saludar educadamente al ver a alguien a primera hora del día. Cuando no se le ocurre mirar a una persona a los ojos cuando le da las gracias o le hace un cumplido por algo, cosa inusual. Cuando paga su mal humor y su frustración con los que lo rodean, como un niño que no sabe comportarse.

—Por Dios —dijo él, levantando una mano para pedirle que parase—. ¡Me rindo! Parezco la encarnación de mi padre.

—Si le vale el delicado zapatito de cristal, milord... —replicó Anna, contenta de que no pudieran verse bien por la falta de luz.

—No le teme usted a nada —comentó el conde casi con humor.

—No es mi intención reñirlo —se justificó ella, negando con la cabeza algo titubeante—, porque la verdad es que es usted un hombre decente, pero últimamente, milord...

—¿Últimamente?

—Está usted muy irritable. Ya se lo he dicho antes.

—¿Y cómo sabe usted, Anna Seaton, que no soy siempre como un oso con una herida en la pata? Hay gente que no puede evitar comportarse de un modo desagradable, porque eso está en su naturaleza.

Ella negó de nuevo.

—No es su caso. Usted es un hombre serio, pero no severo, orgulloso, pero no arrogante; le importan sus seres queridos, pero no es excesivamente expresivo en sus demostraciones de afecto.

—Veo que me ha estudiado con detenimiento —comentó él con un tono que parecía aliviado, al comprobar las conclusiones a las que ella había llegado, halagüeñas, aunque no demasiado precisas—. Y dentro de la letanía de virtudes que poseo, ¿en qué lugar sitúa mi reticencia a casarme?

Anna se encogió de hombros.

—Puede que todavía no esté dispuesto a limitar sus atenciones a una sola mujer.

—¿Cree que la fidelidad es lo común en los matrimonios de la aristocracia, señora Seaton? —El conde resopló y bebió un sorbo de limonada.

«Así que vuelvo a ser la señora Seaton», pensó Anna, consciente de que habían entrado en terreno delicado.

—¿Usted desea lo que sus padres tienen, milord? —le preguntó, levantándose.

—¿Hijos que se niegan a casarse? —le espetó él.

—Sus padres se aman —contestó Anna, contemplando el jardín bañado por la hermosa luz plateada de la luna—. Se quieren como amigos, amantes, compañeros y padres. —Se volvió y se lo encontró casi pegado a ella—. Por eso no quiere casarse con alguna palomita boba elegida por su excelencia con toda su buena intención.

Él avanzó un paso más.

—¿Y si lo que me hace falta no es ese gran amor que usted supone que existe entre ellos, sino una aventura apasionada y sin complicaciones entre dos adultos dispuestos, Anna Seaton?

Y acabó de cubrir la distancia que los separaba. Anna sintió como si la parte central de su cuerpo se desvaneciera. Donde normalmente estaban sus órganos vitales, no había nada más que un enorme vacío, una agitación indefinible que aumentó y se volvió más asombrosa cuando el conde le puso delicadamente las manos en los hombros. A continuación, las deslizó a lo largo de los brazos, le cogió las manos y tiró de ella hacia él.

—¿Una aventura apasionada entre dos adultos dispuestos? —repitió Anna con un hilo de voz. No precisamente la respuesta de incredulidad que había pretendido darle.

El conde respondió poniéndose los brazos de ella alrededor de la cintura y estrechándola contra sí.

Anna pensó distraídamente que ya había estado allí antes, entre sus brazos, mecidos por la brisa de la noche, que agitaba las ramas de los árboles, envueltos en el embriagador aroma de las flores. Y al igual que entonces, él le acarició la espalda trazando círculos lentos y tranquilizadores que la instaban a fundirse aún más con su cuerpo.

—No debo permitir que esto ocurra —dijo ella, aspirando su aroma, con la mejilla apoyada en la seda fría de la bata.

Entonces él se movió, cambiando suavemente de postura, con lo que la bata se le abrió, permitiendo que la mejilla de Anna tocara directamente la piel de su torso. Ella no intentó siquiera resistirse al placer de sentir la limpia piel masculina contra la suya.

—No debes —le susurró el conde, pero por su tono no parecía estar de acuerdo con sus palabras—. No deberías —aclaró—, pero tal vez sí puedas dejar que te roben un beso en una cálida noche de verano, Anna Seaton.

Dios bendito, pensó ella, deseando ocultar el rostro de nuevo contra la cálida piel del torso de él. Estaba pensando en besarla. Lo estaba pensando no, lo estaba haciendo. Delicados mordisquitos que se dirigían sin tregua desde su sien hasta su mandíbula. Y además sabía lo que hacía porque sus labios eran tersos, cálidos y convincentes, labios que la instaban a volver la cabeza y alzar levemente el mentón para poder...

Posó la boca en la suya con un suspiro. La unión de sus labios hizo que Anna cobrara aún más conciencia de los detalles que rodeaban aquel instante, el canto de los grillos, el distante golpeteo de cascos de caballo en la calle, el suave murmullo de la brisa fragante y el martilleo de su corazón contra las costillas.

—Sólo un beso, Anna... —le recordó él.

Oírlo pronunciar su nombre fue como una caricia en el alma. Se le derritieron los recios huesos de muchacha de campo, obligándola a apoyar todo su peso contra él con desvergonzada admiración. Cuando sintió su lengua entre los labios, le flaquearon las rodillas y dejó escapar un gemido de placer. La lengua con sabor a limón del conde penetró en su boca, suave, dulce, seductora, dándole tiempo a registrar cada una de las caricias de sus labios, su lengua, su aliento.

Y entonces, como si eso no fuera pecado suficiente, sus manos comenzaron a recorrerle el cuerpo, manos cálidas. Ahuecó las palmas contra su trasero y la estrechó apasionadamente contra sí, contra la turgente carne de su sexo excitado que se erguía entre los dos. Anna no se apartó. Se puso de puntillas y se pegó todavía más a él, metiéndole las manos por debajo de la bata para acariciarle los músculos de la espalda.

Se le abrazó con absoluto abandono, mientras su lengua aprendía poco a poco de sus gestos. Su conciencia de las cosas y su sensibilidad aumentaron. Paladeó su sabor, se aprendió los contornos de su boca y sus labios y le recorrió tentativamente el torso con curiosidad con la mano.

«Dios mío...»

—Despacio —indicó él, despegando la boca de la suya, pero sin separarse de ella, la barbilla junto a su sien.

Anna se obligó a detener las manos, pero no fue capaz de retroceder.

—Te entregaré mi dimisión a primera hora de la mañana —dijo confusa, con el rostro apretado contra el esternón del conde.

—No la aceptaré —replicó éste, acariciándole la espalda lentamente.

—Me iré de todos modos. —Sabía que él notaba que se había sonrojado.

—Te encontraré —le aseguró, besándole el pelo.

—Esto es intolerable.

—Anna —la riñó él—, es sólo un beso y ha sido culpa mía. Últimamente no me comporto como siempre, tal como tú has dicho. Debes perdonarme y creerme cuando te digo que jamás forzaría a una mujer a hacer nada que no quisiera.

Ella permaneció en sus brazos, tratando de comprender de qué hablaba. Dios santo, qué agradable era que la abrazaran a una, que la tocaran con aquella consideración, con aquella deliberación. Era una mujer indecente, desvergonzada, una perdida, y cada vez se sentía más desorientada.

—Dime que me perdonas —susurró el conde, deteniendo las caricias—. A los hombres hay que perdonarlos constantemente, Anna. Todo el mundo lo sabe.

—No pareces demasiado arrepentido —masculló ella, pegada aún a su pecho.

—Un gran pecado propio del sexo masculino. —Estaba segura de que hablaba en broma.

—No estás verdaderamente arrepentido —insistió, encontrando la fuerza para apartarse, pero se volvió a mirar la noche en vez de mirarlo a él—. Sin embargo, lamentas lo ocurrido.

—Lamento que pueda haberte ofendido —le contestó al oído—. Lamento que no estemos retirando la ropa con olor a lavanda de la cama para celebrar esa pasión consentida entre dos adultos de la que hablaba antes.

—No volveremos a tocar este tema —dijo ella, tomando aire bruscamente—. No volveremos a hablar de esto, ni a besarnos, ni a mencionar las sábanas y qué sé yo.

—Como desees —contestó él, que todavía seguía demasiado cerca.

Tenía cuidado de no tocarla, pero Anna estaba segura de que inhalaba su aroma, porque ella estaba haciendo lo mismo con él.

—Lo que yo desee no tiene tanta importancia como la felicidad de un futuro duque. Ninguna importancia.

El conde retrocedió al oír eso, para gran alivio de Anna.

—¿Has aceptado entonces mis disculpas? —preguntó él, con voz mucho más calmada.

—Las he aceptado.

—¿Y no dimitirás ni desaparecerás sin avisar?

—No lo haré.

—¿Me das tu palabra, Anna? —insistió, retomando su tono autoritario.

—Le doy mi palabra, señoría.

Él dio un respingo al oír el tratamiento, aunque a ella de poco consuelo le servía.

Se produjo entonces un silencio, triste para Anna; a saber cómo sería para el conde.

—Si desaparecieras, me preocuparía, ¿sabes? —confesó éste finalmente, con voz suave. Sus dedos descendieron por la muñeca de ella hasta entrelazarse con los suyos, que apretó brevemente.

Anna asintió porque no había nada que decir ante semejante disparate. Nada en absoluto.

Había contemplado el perfil de su rostro a la luz de la luna, los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás. El último comentario que le había hecho parecía haberla golpeado con la misma intensidad que a él el hecho de que lo hubiera llamado por su título, porque se había puesto rígida como si le hubieran clavado una flecha en la espalda, antes de bajar la mano y salir corriendo.

Cuando se hubo asegurado de que Anna había abandonado sus aposentos, Westhaven entró en la habitación y cerró con llave la puerta, para regresar acto seguido a la oscuridad de la terraza. Se quitó los pantalones, cogió la servilleta de la bandeja, la desdobló y se tendió en la tumbona. Cerró entonces los ojos, se abrió la bata y dejó que el recuerdo de Anna Seaton se colara en su mente.

Se proporcionó placer en la suave y dulce oscuridad, recordando cada instante de aquel beso, el gozo. Su aroma limpio y fresco, la tersura de sus labios, la forma en que se había sobresaltado ligeramente cuando le puso las manos en los hombros. Al culminar, sus sensaciones fueron más gratificantes e intensas que cualquiera de sus momentos con Elise.

Era suficiente, se dijo. Por una noche, se alegraba de haberla besado y de haberse complacido a sí mismo tan satisfactoriamente. Si Anna insistía de verdad en que guardara las distancias con ella, la respetaría, pero se aseguraría de erosionar su decisión con la intensa labor de persuasión a que pensaba someterla.

A medida que la noche penetraba apaciblemente en él, cerró los ojos y comenzó a hacer una lista.

Anna se levantó temprano a la mañana siguiente para escribir una nota, una que redactaba puntualmente el primer día de cada mes, lloviera, nevara, hiciera sol o calor. Se sentó con un papel en blanco, pluma y tinta y redactó con la caligrafía más anodina que le fue posible; escribió las mismas tres palabras de los últimos casi dos años: «Todo va bien». Le aplicó el secante y a continuación escribió la dirección de una recóndita casa de postas de Yorkshire en el sobre. Estaba metiendo la carta en el mismo cuando el eco de unas pisadas de botas la alertó de que alguien se aproximaba a la cocina.

—Ha madrugado mucho, ¿no, señora Seaton? —la saludó el conde.

—Igual que usted, milord —respondió ella como si tal cosa, guardándose la carta en el ridículo.

—Me llevo a Pericles para que estire un poco las patas, pero tengo un poco de hambre.

—¿Le apetece un bollo, milord? Puedo prepararle algo más sustancioso si lo desea, o puede llevarse el bollo e ir comiéndoselo por el camino.

—Un bollo, tal vez dos —contestó él, mirándola con los ojos entornados—. No le dará vergüenza hablar conmigo, ¿verdad, señora Seaton?

—¿Vergüenza? —Y sin mediar más palabra, se sonrojó; y lo maldijo por ello—. ¿Por qué habría de...? Oh, entiendo. Claro que no. Una pequeña, insignificante y disculpable indiscreción por parte del patrón no es motivo para mostrarse turbada.

—Me alegro de que no sea usted de las que se incomodan fácilmente, pero yo jamás la abordaría en un lugar en el que pudieran vernos —le aseguró el conde, sirviéndose un vaso de limonada.

—Milord, no me abordará en ningún sitio —repuso ella.

—Si insiste... ¿Un poco de limonada antes de que se vaya?

—Intenta usted ser encantador —lo acusó Anna—. Seguramente debido a su remordimiento por su indebido comportamiento de anoche.

—Será eso —replicó él, asintiendo—. Tómese un vaso de limonada de todos modos. Va a ir corriendo a hacer cosas con este calor y estará deshidratada en menos que canta un gallo.

—Aún no hace calor —respondió ella, aceptando el vaso—. Y una dama no va corriendo a hacer nada.

—Por las damas que no van corriendo a hacer nada —dijo el conde, levantando su vaso para brindar—. ¿Dónde están esos bollos? Pericles aguarda.

—Y no debemos incomodar al querido Pericles —masculló Anna, lo bastante alto como para que él la oyera, pero su actitud despótica no hizo que esta vez se sonrojara. Estaba progresando. Destapó la cesta del pan, donde cualquiera habría supuesto que se encontrarían los bollos y cogió los dos más grandes. El conde estaba sentado sobre la mesa de madera y dejó que Anna se acercara a darle los dulces.

—Ésta es mi chica —dijo, sonriéndole—. ¿Lo ve? No muerdo, aunque por ahí se dice que mordisqueo. Y dígame, ¿de qué son esta vez?

—De canela y nuez moscada con un glaseado de caramelo —reveló ella—. Debe de haber dormido usted muy bien.

Ahora que la escasa distancia entre los dos le permitía observarlo detenidamente, Anna vio que el conde parecía haber recuperado las energías perdidas. Tenía mucho mejor aspecto que la víspera y, Dios bendito, ¡le estaba sonriendo!

—He dormido bien —contestó, dando un mordisco al bollo—. Y sí que es querido, Pericles, digo. Y este bollo está riquísimo —añadió, mirándola a los ojos.

—Gracias, milord —contestó ella, sin poder evitar sonreírle al ver el tremendo esfuerzo que estaba haciendo para no enfadarla.

—¿Quiere probarlo tal vez? —Partió un trozo y se lo tendió, enfadándola de nuevo.

—Sacaré un bollo para mí.

—Están muy buenos, ¿verdad? —insistió él, metiéndose en la boca el trozo partido—. ¿Y adónde va tan temprano, señora Seaton?

—Tengo unos recados que hacer —respondió ella, poniéndose un guante de verano hecho de ganchillo en la mano izquierda.

—Ah —asintió el conde sabiamente—. Tengo una madre y cinco hermanas, además de montones de primas. He oído hablar de esos recados. Pertenecen al área femenina y parecen implicar una cantidad asombrosa de cosas en poco tiempo o pasar horas con una única tarea.

—Puede ser —admitió ella, contemplando cómo dos bollos de gran tamaño desaparecían en cuestión de minutos. Luego, él se levantó y le dedicó otra de sus altivas sonrisas.

—La dejaré con sus recados. Creo que tendré fuerzas suficientes hasta el desayuno. Buenos días, señora Seaton.

—Buenos días, milord. —Anna cogió su ridículo de la mesa y se dirigió hacia el vestíbulo, con gran alivio por haber concluido el primer encuentro del día con su señoría.

—¿Señora Seaton? —El conde seguía sentado en la mesa, el cejo fruncido ahora, pero levantó la vista y la miró inexpresivo, a excepción de la picardía que se reflejaba en sus ojos.

—¿Milord? —Ella ladeó la cabeza con ganas de patalear. El conde era más molesto cuando estaba de buen humor que cuando estaba enfurruñado, pero por lo menos no la estaba besando.

Levantó la mano y le mostró el guante derecho, que Anna se había olvidado, y lo hizo girar en un dedo. Ella sabía que no se lo devolvería a menos que se acercara a recogerlo.

—Gracias —dijo con los dientes apretados. Se acercó y tendió la mano, pero el conde la pilló desprevenida al cogerla entre las suyas y llevársela a los labios, antes de depositar el guante con suavidad en su palma.

—De nada —respondió él, cogiendo de la cesta un tercer bollo.

Acto seguido, salió por la puerta trasera, silbando una complicada melodía de Mozart que lord Valentine había estado practicando sin cesar en el piano. La dejó mirando el guante —o tal vez podría decirse el guantelete— que acababa de depositar en su mano.

—¡Buenos días, hermano!

Westhaven se volvió en la silla y vio a Valentine, que acicateaba a su montura para ponerse al mismo paso que Pericles.

—¿Es posible que, como yo, llegues a casa ahora después de pasar la noche en la ciudad? —preguntó Val.

—No —contestó el conde, sonriéndole mientras entraban en el callejón que conducía a los establos—. He salido a que mi amigo hiciera un poco de ejercicio y a tomar el aire. Me he encontrado con Dev. Tiene mucho mejor aspecto.

—Nuestro hermano lleva una vida muy sana —respondió Val sonriendo de oreja a oreja—. Vive con esa estupenda y fornida «cocinera/ama de llaves». Mantiene su apetito saciado, o eso dice. Pero antes de que entremos, creo que debes saber que el viejo Quimbey estuvo anoche en la Casa del Placer y dice que su excelencia va a hacerte una visita. Quiere hablarte de que ayer vieron tu carruaje en las proximidades del burdel de Fairly.

—Así podrás importunarlo pidiéndole que te dé su piano —indicó Westhaven, frunciendo profundamente el cejo. Val sonrió y negó con la cabeza, y su hermano sintió cómo la brisa cálida de la mañana se llevaba la alegría del día—. Entonces, ¿cuál será nuestra coartada?

—Te has separado de Elise, como todo el mundo sabe, así que no creo que tengamos que inventar una coartada, ¿no te parece?

—Valentine —dijo él, frunciendo el cejo—. Sabes a qué conclusión llegará nuestro padre.

—Sí, lo hará —admitió el joven mientras desmontaba—. Y cuanto más lo niegue, más firmemente lo creerá.

Westhaven desmontó también y le dio unas palmaditas a Pericles en el cuello.

—La próxima vez, irás andando a tu cita en el burdel.

Guardaron silencio hasta que entraron en la cocina por la puerta de atrás. Val fue directamente a la cesta del pan y cogió un bollo.

—¿Quieres uno?

—Ya me he comido tres. ¿Limonada o té?

—Pon un poco de cada —contestó Val, sacando la mantequilla de la fresquera—. Hay té helado en la alacena.

—Mi hermanito siempre tan excéntrico. ¿Desayunamos juntos? —Westhaven le preparó la bebida y sirvió limonada en un vaso para él.

—Estoy demasiado cansado —respondió el joven, negando con la cabeza—. He estado vigilando atentamente cómo iban las cosas en la Casa del Placer hasta la madrugada y entonces me he quedado fascinado con un tema que muestra un sorprendente parecido con la obertura de la sinfonía de Mozart en sol menor. Cuando venga su excelencia, estaré en la cama descansando de mi noche de pecado con Mozart. Házselo saber a papá y no te rías cuando lo hagas.

El duque se presentó a su debido tiempo, con la pompa y el boato que correspondía a su rango, mientras Val dormía en placentera ignorancia. El lacayo que abrió la puerta, primo de John, tuvo la sensatez de anunciar la llegada de tan importante visita, y lo hizo interrumpiendo al conde y a Tolliver, que daban por concluida una mañana de productivo trabajo.

—Hazlo entrar —ordenó el aristócrata, excusándose con su secretario. Decidió que sería mejor hablar con su padre en la biblioteca en vez de en un salón, pues era una habitación más fresca y las ventanas no daban a la calle. El volumen funcionaba tan bien como la inteligencia cuando había que negociar algo con su padre, pero lo que mejor funcionaba era la crueldad absoluta.

—Excelencia. —El conde se levantó y le hizo una reverencia en actitud de deferencia—. Como siempre, es un placer, si bien inesperado. Espero que se encuentre usted bien.

—Inesperado —resopló el hombre, pero estaba de buen humor, pues sus ojos azules brillaban—. Te diré lo que es inesperado: encontrarte en un burdel. Un poco indigno de ti, ¿no te parece? ¡Y a las dos de la tarde, con este calor! Ah, la juventud.

—¿Y cómo está su excelencia, la duquesa? —preguntó él, dirigiéndose hacia el aparador—. ¿Brandy? ¿Whisky?

—No me importa tomar un poco —contestó su padre—. Hace un calor espantoso, eso seguro. Tu madre está estupendamente, como siempre, gracias a mis excelentes y devotos cuidados. Tus queridas hermanas están en Moreland con ella. Esperaba encontrar a tu hermano aquí para poder mandarlo hacia allí a él también.

Westhaven le dio la bebida, pero él optó por no tomar alcohol a tan temprana hora.

El duque bebió con gesto regio.

—Supongo que si Valentine estuviera por aquí, estaría oyendo el infernal ruido que arma. No está mal. —Levantó el vaso—. Nada mal.

Las palabras de la señora Seaton resonaron en la cabeza del conde, que observaba a su padre beber despreocupadamente uno de los mejores whiskys que se destilaban: «Es incapaz de saludar educadamente al ver a alguien a primera hora del día... No se le ocurre mirar a una persona a los ojos cuando le da las gracias o le hace un cumplido por algo, cosa inusual».

Y fue como si le dieran un golpe en el pecho. Por mucho que no deseara convertirse en el siguiente duque de Moreland, aún deseaba menos convertirse en una versión del actual duque de Moreland.

—Si veo a Val —dijo—, le diré que las damas requieren su compañía en Moreland.

—Ja —respondió su padre, dejando a un lado el vaso vacío—. Su madre y sus hermanas, querrás decir. Son las únicas mujeres con las que tiene trato últimamente.

—No será para tanto —contestó él—. Está muy solicitado como acompañante y muchas lo consideran un excelente compañero.

El duque soltó un suspiro de víctima.

—Tu hermano es un relamido petimetre, pero por ahí se dice que tú lo controlaste en el burdel de Fairly. Tengo que preguntártelo: ¿cómo lo hiciste?

Que su padre le hiciera una pregunta en busca de respuesta sí que era una sorpresa. Westhaven consideró cuidadosamente qué decir.

—Había oído que Fairly tenía un excelente Broadwood nuevo en su establecimiento y es cierto. —Todo verdad hasta el momento.

—¿De modo que lo único que tengo que hacer para encadenarlo —planteó el duque en un súbito acceso de inspiración— es encontrar a una chica de buena cuna con sensibilidad para la música?

—Tal vez haya que pensar un poco más en el tema, pero yo lo haría con sutileza. Por ejemplo, le pediría que acompañara a su excelencia, la duquesa, a veladas musicales. No se acercará a la brida voluntariamente si ve lo que se trae entre manos.

—Maldito cabezota —exclamó el hombre—. Igual que su madre. Un poco más de ese whisky para remojarme la garganta, por favor.

Westhaven llevó la decantadora hasta donde estaba su padre, sentado en un sillón de cuero, y le sirvió un poco más. Al mirarlo más de cerca, notó que el calor se estaba dejando notar en él. Exhibía una tez más rubicunda de lo habitual y parecía que le costase respirar.

—Hablando de cabezonería —dijo el conde, tras devolver la botella al aparador—. He terminado mi relación con Elise.

—¿Qué? —preguntó su padre, frunciendo el cejo—. ¿Es que ha dejado de gustarte?

—Yo no diría que haya dejado de gustarme ella. Lo que no me gusta es que invadan mi intimidad, ni tampoco me hace gracia que pueda recibir el título de Moreland alguien que no tiene una gota de sangre Windham en sus venas.

—¿De qué demonios estás hablando, Westhaven? A mí me gustaba tu Elise. Me parecía una mujer práctica, ya sabes a lo que me refiero.

—Se refiere a lo de aceptar su soborno o su desafío —respondió él— y luego darse media vuelta y ofrecer sus favores a otro, al menos uno, un caballero joven, alto, de ojos verdes que conozco, y puede que también a otros.

—Es un poco ligera de cascos, Westhaven, pero pasablemente discreta. ¿Qué esperabas? —El duque se terminó el whisky y demostró su satisfacción lamiéndose los labios.

—Es la amante de Renfrew, y gracias a su treta se ha quedado embarazada, excelencia —reveló Westhaven—. Fue idea suya que intentara quedarse encinta y lo único que a ella se le ocurrió fue intentar hacer pasar por hijo mío el que ya esperaba.

—Dios bendito —se lamentó el duque, levantándose con esfuerzo—. ¿Me estás diciendo que no puedes acostarte con una dichosa mujer? ¿Es eso?

—Si ése fuera el caso, no se lo diría, puesto que son asuntos de índole privada. Lo que le estoy diciendo es que si vuelve a intentar manipular a una mujer para que se acueste conmigo, no me casaré. Abandone, excelencia, o deseará haberlo hecho.

—¿Estás amenazando a tu padre, Westhaven? —vociferó el duque, dejando el vaso en la mesa con un sonoro golpe.

—Le estoy diciendo que si vuelve a intentar invadir mi intimidad, haré que lo lamente el resto de sus días —respondió él con voz suave.

—¿Invadir tu...? Oh, por el amor de Dios, hijo. —Se dio media vuelta para irse y, ya estaba con la mano en el pomo, cuando añadió—: Por una vez, no venía a discutir contigo. Venía a decirte que habías hecho bien al llevar a tu hermano al burdel de Fairly y recordarle que... No importa. Venía con buenas intenciones y me encuentro con tus amenazas. ¿Qué pensará tu querida madre de semejante falta de respeto? Claro que estoy preocupado. Tienes más de treinta años y no tienes mujer, ni heredero, ni perspectivas de tenerlo. Crees que vas a vivir eternamente, pero tu hermano y tú sois la prueba de que, incluso cuando un hombre tiene por delante décadas para criar a sus hijos, a veces no lo haces bien y la tarea queda incompleta. No eres tonto, Westhaven, y al menos tú muestras cierto interés por el legado Moreland. Lo único que quiero es ver tu descendencia antes de morir y que tu madre tenga nietos a los que malcriar y amar. Buenos días.

Se fue dando un portazo y lo dejó a él mirando la decantadora con deseo. Cuando, unos minutos más tarde, llamaron a la puerta, seguía tan absorto en sus pensamientos que apenas lo oyó.

—Adelante.

—¿Milord? —La señora Seaton, con su aspecto frío, remilgado y diligente, entró en la estancia y le hizo su breve inclinación de costumbre.

—Se acerca la hora de la comida. ¿La servimos en la terraza, en el comedor o prefiere que le traigamos una bandeja aquí?

—Creo que he perdido el apetito, señora Seaton —contestó él, saliendo de detrás del escritorio y deteniéndose delante—. Su excelencia ha venido y la visita ha degenerado en las discusiones y los gritos de siempre.

—Ya los hemos oído —corroboró ella con expresión comprensiva—. Al menos por parte de su excelencia.

—Me ha felicitado por llevar a mi hermano menor a un burdel, por el amor de Dios. Mi padre habría encajado a la perfección en otros tiempos, cuando se esperaba que las parejas consumaran su unión delante de espectadores, que los animaban con sus gritos.

—Milord, su excelencia tiene buena intención.

—Eso es lo que él dice —convino Westhaven—. Que no es más que un administrador concienzudo de la descendencia de los Moreland. Pero la verdad es que es la importancia de su propio nombre lo que quiere proteger. Si mi descendencia no lo complace, se sentirá humillado, así de simple. No le basta con haber engendrado cinco hijos varones de los cuales viven tres, él quiere ver a toda una dinastía a sus pies antes de abandonar este mundo.

La señora Seaton guardó silencio y él recordó que no era la primera vez que se lamentaba de su situación delante de ella.

—¿Está durmiendo mi hermano?

—Sí, pero me pidió que lo despertara no más tarde de las dos. Quiere practicar sus cuatro horas antes de regresar al establecimiento del vizconde Fairly.

—Creo que mi hermano está estudiando para convertirse en madame.

De nuevo, su ama de llaves no consideró oportuno responder.

—Comeré en una bandeja en el jardín de atrás —dijo finalmente—, pero no hace falta que se tome las molestias habituales, poner la mesa, arreglar las flores y todo eso. Bastará con una bandeja, siempre y cuando haya abundante limonada dulce para acompañar la comida.

—Por supuesto, milord —convino ella con una inclinación, pero el conde alargó la mano y la cogió por la muñeca antes de que le diera tiempo a darse la vuelta.

—¿Está usted descontenta conmigo? —preguntó, mirándola de cerca—. Bastante tengo ya con que su excelencia encuentre defectos en todo lo que hago, señora Seaton. Intento denodadamente no enfadar al personal de mi casa, por mucho que mi padre me enfade a mí.

—Ni en el peor de sus días es usted la mitad de desagradable con nosotros de lo que es ese hombre con usted. Es usted admirado por su paciencia.

—¿Quién me admira?

—El personal de servicio de su casa —respondió ella—. Y su ama de llaves.

—La admiración de mi ama de llaves es un logro fervientemente deseado —puntualizó él, llevándose la muñeca a los labios. Le besó delicadamente la base del pulgar, demorándose lo suficiente como para sentir el firme latido de su pulso.

Anna lo miró con el cejo fruncido; se dio la vuelta y salió de la habitación sin hacerle reverencia.

Eso por agradecer la admiración de su ama de llaves, pensó él observándola marchar.