Capítulo 18
Dev miró a su hermano.
—No sabía que ahora fuese cosa de las mujeres pedirles a los hombres que se casen con ellas. Creía que nos tocaba a nosotros, muchachotes aguerridos, preguntarles y arriesgarnos a que nos rechacen.
—Podemos hacer el primer intento —aclaró su hermanastro, resiguiendo con el dedo el borde del vaso—, pero yo ya he pasado por cinco intentos. Así que ahora le toca a ella.
—Estoy seguro de que me vas a explicar ese misterio, igual que confío poner fin a mi funesta existencia de soltero en algún momento —murmuró Devlin, dando un buen sorbo.
Westhaven lo miró casi con ternura.
—Le propuse matrimonio a Anna explicándole que debería casarse conmigo porque soy rico y tengo título y todo eso.
—Eso tal vez sirva para convencer a la mayoría de las damas que conozco, excepto a la que tú quieres.
—Exacto. Así que pasé a expresarle que debería casarse conmigo porque, y quizá te sonrojes cuando te lo diga, soy lujurioso y sabré complacerla.
—Yo me casaría contigo por esa razón —convino Dev—, o lo haría si, bueno... Que me parece un argumento sólido.
—Lo es cuando eres un hombre, pero Anna no le encontró la lógica. Así que volví a proponérselo, aludiendo esta vez a sus problemas. Le dije que conmigo desaparecerían, y después no pude cumplir con mi palabra.
—Fue mala suerte —dijo Dev, bebiendo un sorbo—. Pero sus problemas han desaparecido ahora.
—Y ya no tiene ni hermano ni residencia familiar que la recompense por la pérdida —agregó él con ternura—, aunque si no te he dado las gracias por haber apretado el gatillo, Devlin, te las doy ahora. Helmsley era una desgracia para todos.
—Le estaba apuntando a la mano. Cogí tu pistola, pero no había disparado nunca con ella. Les he pedido disculpas a Anna y también a Morgan, pero las dos quisieron quitarle importancia al asunto y trataron de hacer que me sintiera mejor.
—Yo te ordeno que lo hagas. Anna me dijo que algo se había quebrado dentro de Helmsley en el sentido moral o racional. ¿Te imaginas venderle a alguna de nuestras hermanas a Stull?
—No —contestó Dev—, y la perspectiva me hace ver lo que he hecho desde un ángulo mucho más razonable. Pero volvamos al tema de tus proposiciones matrimoniales. El asunto se está poniendo interesante.
—Pues seguí metiendo la pata —prosiguió él—. Decidí que se casaría conmigo aunque sólo fuera por motivos legales, para impedir que pudieran presentar cargos por secuestro, en vista de que yo no había podido evitar su intento de secuestro. Se casaría conmigo para provocar a Stull y eso. La determinación de mis proposiciones impresiona, sobre todo cuando ves que se yuxtapone a la constante capacidad de impresionar.
—«Yuxtaponer» —musitó Dev—. Una palabra muy ducal. Vamos, que te caíste de culo.
—Me caí de culo y encima de la espada. ¿Nos tomamos otra?
—Una más y se acabó —le advirtió su hermanastro. Él mismo hizo los honores, incluso se acordó de endulzar primero la limonada—. Una bebida veraniega deliciosa, pero le iría bien un poco de menta o algo.
—Lo que me vendría bien es un vaso más grande.
—Entonces, te has hartado de pedirle que se case contigo —concluyó, bebiendo un sorbo.
—Así es. Olvidé pedírselo por el único motivo que me habría podido dar la victoria..
—¿Que es?
—Que ella me quiere —respondió Westhaven con una sonrisa melancólica—. No imagina el resto de su vida sin mí.
—Ah, ese motivo —dijo Dev, asintiendo con conocimiento de causa—. A mí tampoco se me habría ocurrido. ¿Crees que se le ocurrirá a Anna?
—Confío en que sí —confesó Westhaven, tomando un buen sorbo—. No puedo hacer ningún movimiento a menos que ella me invite a hacerlo.
—¿Por qué no? ¿Por qué no te presentas allí, licencia especial en mano, e impones tu criterio? Tampoco has probado ese planteamiento. Le puedes poner mi nombre, proposición de matrimonio Devlin St. Just, opción número siete.
—Dev, me temo que estás un poco borracho.
—Un poco, y ni siquiera intento ahogar las penas. ¿No te parece que soy el mejor hermano del mundo?
—El mejor —convino Westhaven con sonrisa afectuosa—. Pero no puedo llevar a cabo la opción número siete por lo que hizo el difunto hermano de la dama. Anna no toleraría que me presentara imponiendo mi criterio.
—Está muerto —observó Dev—. No es un planeamiento muy atractivo. Entonces, ¿qué?
—Esperar. Tarde o temprano, ella será consciente de su estado y confío en que se acuerde de quién la dejó embarazada.
Devlin levantó el vaso.
—Otro buen motivo para mantener la esperanza cuando tratas de convencer a alguien de que quieres tenerlo a tu lado. Creo que nuestro hermanito pequeño sacaría mucho provecho de tu inmensa sabiduría. ¿Dónde demonios está?
Como por arte de magia, Val entró por la puerta en ese mismo instante, con expresión lóbrega, y se fijó instantáneamente en el decantador.
—Tenemos una noticia buena y otra mala —anunció Dev, dándole un vaso—. La buena es que vamos a ser tíos de nuevo, si Dios quiere. La mala es que hasta el momento, el primogénito de Westhaven se parecerá a mí en lo que a legitimidad se refiere.
—¿Y eso es una mala noticia? —preguntó Val.
Dev sonrió de oreja a oreja.
—¿No es el mejor hermano pequeño del mundo?
—El mejor —convino el conde, sirviendo una ronda para todos.
Afortunadamente para Westhaven, la nota de Anna tardó un par de días en llegar. Para entonces, Dev, Val y él habían jurado no volver a emborracharse en los siguientes veinte años y soportado las correspondientes resacas.
Westhaven:
Te prometí que te pediría ayuda si me viera en dificultades. No es un asunto urgente, pero me gustaría que vinieras a Willow Bend cuando te fuera posible. Recuerdos a tu familia, especialmente a St. Just y a lord Valentine.
Anna James
P. S. Dentro de poco se te va a terminar el mazapán. La confitería del señor Detlow espera que le hagas el nuevo pedido el próximo lunes.
Hombre disciplinado, el conde pidió que le ensillaran a Pericles, le gritó a la cocinera que se ocupara del mazapán, cogió el paquete que tenía preparado para Anna y veinte minutos después de recibir la nota, salía de la ciudad a buen trote. Mil y una posibilidades, a cuál más sombría, se le pasaban por la cabeza a medida que iban dejando atrás Londres.
Que Anna hubiera perdido el bebé que esperaba, que tuviera problemas económicos, que al final hubiera decidido no comprarle la casa, pero sobre todo, que hubiera decidido regresar al norte. Que hubiera decidido casarse con algún cerdo miserable, que los vecinos no la estuvieran tratando bien, que hubieran salido humedades u hongos en la casa, o que los establos hubieran ardido de nuevo.
Cuando ya estaba a punto de llegar, se dio cuenta de que se estaba poniendo nervioso sin motivo. Anna lo había llamado por un asunto que no era urgente, y él estaba respondiendo a su llamada. Ni más, ni menos. Puso a Pericles al paso, pero, por alguna razón, su corazón seguía desbocado.
—¿Westhaven? —lo saludó ella desde el sendero de entrada, donde estaba ocupada con las flores. Ya no llevaba un vestido marrón ni gris, sino uno muy bonito de muselina de colores, blanco, verde y lavanda de cintura alta. Llevaba también unos guantes manchados de la honrada tierra de Surrey y un sombrero de paja que había conocido tiempos mejores, pero estaba guapa de todos modos—. Sí que te has dado prisa —añadió con una sonrisa.
Él le entregó el caballo a un mozo y le devolvió la sonrisa, aunque con cautela. Anna estaba más delgada, pero le habían salido unas pequitas en la nariz y sonrió de forma comedida.
—Hace muy buen día para dar un paseo a caballo por el campo —respondió Westhaven—, y aunque decías en tu nota que no se trataba de nada urgente, no por retrasarlo dejará de ser una dificultad que te ha surgido.
—Agradezco que hayas venido. ¿Te apetece beber algo? ¿Limonada? ¿Sidra?
—Limonada —contestó él, echando un vistazo a su alrededor—. No has perdido el tiempo. Este sitio ya parece un hogar.
—Soy muy afortunada —reconoció ella, siguiendo su mirada—. Aunque hace calor, al final ha llovido un poco y he podido empezar a sembrar. Heathgate me ha enviado unos esquejes, y también Amery y Greymoor.
«Los muy sinvergüenzas.»
—Yo también te he traído algunos —le hizo saber él—. Estarán en los establos.
—¿Me has traído plantas? —Los ojos se le iluminaron al decirlo, como si en vez de plantas acabara de entregarle el mundo entero.
—Hice que tu abuela las mandase traer desde Rosecroft. Sólo las que pudieran soportar bien el viaje: bulbos holandeses, lirios, ese tipo de cosas.
—¿Me has traído las flores de mi abuelo? —Anna se detuvo y le puso la mano en la manga—. Oh, Westhaven.
Él se quedó mirando su mano, deseando que se le ocurriera algo ingenioso, ducal y perfecto.
—Pensé que te sentirías más como en casa si tuvieras algunas de sus flores cerca. —Fue lo único que se le ocurrió.
—Cómo eres, Westhaven —exclamó ella, abrazándolo. Fue un abrazo sincero, amistoso, pero él sintió el primer atisbo de esperanza. Anna no le soltó el brazo y se le acercó tanto que podía captar su maravilloso aroma a flores.
—Y dime, ¿cuál es el problema? —le preguntó, acompañándola a la terraza delantera.
—Ahora hablaremos de eso. Primero nos ocuparemos de tu limonada y quiero que me cuentes cómo está tu familia.
Westhaven se detuvo al llegar a la puerta y darse cuenta de que la abuela y la hermana de Anna estarían dentro de la casa.
—Ven conmigo —le indicó, cogiéndola de la mano. La condujo hacia el arroyo, el lugar donde comenzaron a intimar. Anna había hecho instalar un banco a la sombra de los sauces, de modo que la invitó a sentarse y a continuación se sentó a su lado.
»Me he dicho que esperaría educadamente a que me dijeras lo que tenías que decirme —comenzó—, pero, Anna, estoy muy preocupado por ti y, ahora, después de varias semanas de silencio, me envías una nota diciéndome que tienes no sé qué clase de problema. Me temo que no me queda ya paciencia: ¿qué ocurre y cómo puedo ayudarte?
Se produjo una breve pausa en la que los dos se miraron las manos entrelazadas.
—Estoy embarazada —anunció, con un hilo de voz—. Es hijo tuyo. Voy... voy a tener un bebé. —Lo miró un poco de reojo, pero se encontró con que él la estaba mirando de frente, tratando de asimilar la realidad que había tras sus palabras.
Iba a ser padre, el papá de alguien, y ella iba a ser la madre de su hijo.
Sus hijos, plural, si Dios quería.
—Me doy cuenta de que es una situación incómoda —continuó Anna—, pero no podía no decírtelo, y he sentido que debía darte la oportunidad de decidir si quieres que este niño sea legítimo o no.
—Entiendo.
—Creo que no lo entiendes —dijo ella—. Westhaven, yo preferiría que no fuera un hijo bastardo, así que te estoy pidiendo que te cases conmigo. Hacemos buena pareja en ciertos aspectos, pero comprenderé que elijas a otra como duquesa. De hecho, es lo que te he animado a hacer en más de una ocasión. Lo comprenderé.
Se produjo otra pausa. Anna se quedó mirando las manos unidas de ambos, mientras Westhaven, por su parte, hacía acopio de toda la fuerza de voluntad ducal para no empezar a dar gritos de alegría.
—Debo rechazar tu proposición —dijo lentamente—, aunque comprendo que es un gran honor y que yo tampoco quisiera que hubiera bastardos entre nuestra progenie.
—¿Que debes rechazar mi proposición? —repitió ella con decepción en su tono de voz, en sus ojos. Decepción y dolor, y, pese a la tremenda felicidad del momento, Westhaven lamentó ser el causante de ello. Lo que no vio fue sorpresa, y también lamentó eso.
—Debo rechazar tu proposición —repitió él, más de prisa de lo que habría sido su intención—, porque sé de buena tinta que sólo se debe aceptar una proposición de matrimonio cuando no se imagina la vida sin la otra persona, y cuando se está seguro de que esa otra persona te ama y siente lo mismo que tú.
Anna frunció el cejo.
—Yo te amo, Westhaven —le recordó—. Ya te lo dije.
—Me lo dijiste una vez.
Ella levantó una mano.
—Ya entiendo. Tú no me amas a mí. Supongo que es honrado por tu parte rechazarme.
—No he sido sincero ni honrado —se apresuró a corregirla, tratando de impedir que se levantara y lo obligara a detenerla usando la fuerza.
»Aun a riesgo de disentir con una dama, debo mostrarme firme a este respecto, pero sí puedo subsanar el error. —Se levantó del banco e hincó una rodilla en tierra—. Te amo —confesó, mirándola a los ojos—. Te amo, no puedo imaginar el resto de mi vida sin ti y confío en que tú sientas lo mismo. Porque sólo así aceptaré tu proposición de matrimonio o permitiré que tú aceptes la mía.
—¿Me amas?
—¡Por el amor de Dios! —exclamó él, levantándose al instante y sacudiéndose el polvo de los pantalones—. ¿Por qué si no tuve que contenerme para no echarte la zarpa encima cuando dormías a escasos metros de mi habitación? ¿Por qué si no iba a pedirle consejo a mi padre, el mismísimo Moreland el Entrometido? ¿Por qué si no estaría dispuesto a dejarte escapar, por amor de Dios, si no fuera porque te amo hasta la locura? Dios santo, claro que te amo.
—Westhaven —dijo ella, acariciándole el pelo—. Estás gritando, así que debes hablar en serio.
—No suelo mentirle a la mujer a quien en el futuro confío en convertir en mi duquesa.
Vio que eso le llegaba al alma. Siempre había sido sincero y honrado con ella, desde el día en que lo golpeó en la cabeza con el atizador. Exigente, gruñón y malhumorado a veces, pero siempre sincero. Y seguía siéndolo.
—Te amo, Anna —insistió y la voz se le quebró—. Te amo. Quiero que seas mi esposa, mi duquesa y la madre de todos mis hijos.
Ella ahuecó la mano contra su mejilla. Westhaven vio reflejada en sus ojos la felicidad que él mismo sentía, la incredulidad al ver que la vida les estaba haciendo el asombroso regalo de un amor como el suyo y su determinación infinita de aceptarlo y no soltarlo jamás.
Anna se inclinó, como si no pudiera con el peso de su sinceridad.
—Eres un hombre horrible. Pues claro que me casaré contigo, claro que te amo, claro que quiero pasar el resto de mi vida contigo. Pero me has hecho llorar y ahora necesito un pañuelo.
—Lo que necesitas es que te abrace —contestó él, estrechándola contra su pecho. Apoyó la frente en la de ella y la empujó juguetonamente—. Dilo, Anna. Dilo o no te doy el pañuelo.
Le estaba sonriendo de oreja a oreja, como un niño travieso.
—Te amo —dijo, y después lo repitió más alto, con una gran sonrisa—. Te amo, te amo, te amo, Gayle Windham, y será un honor ser tu duquesa.
—¿Y mi esposa? —le preguntó, haciéndola girar, estrechándola contra sí—. ¿Serás mi esposa, mi duquesa y la madre de mis hijos?
—Con toda la alegría de mi corazón, seré tu esposa, tu duquesa y la madre de tus hijos. Y ahora, por favor, bájame y bésame hasta quitarme el sentido. Te he echado mucho de menos.
—Mi pañuelo —pidió él, dejándolo sobre el banco con una floritura—. Y mi corazón, no en ese orden.
Entonces, bajó la cabeza y la besó hasta quitarle el sentido.