Capítulo XVI

Que la vida es breve y pasa pronto y lo único que queda es la fama”. Un hombre como Beltrán Du Guesclín, un guerrero, no racionalizaba mucho lo que sentía. Se podría decir que la duda no formaba parte, habitualmente, de su método de trabajo. El suyo era más bien inductivo. Había visto muchos hombres muertos en los campos de batalla, con las cabezas o las entrañas abiertas, sin que de las mismas viera salir otra cosa sino los sesos o las tripas. Por ello, no creía demasiado en la gloria divina. La Fama era la única diosa que en su fuero interno adoraba.

Otro que creía en la Fama a pie juntillas era el Rey Don Pedro. Hay quien sostiene que siempre quiso pasar a la historia como el rey que consiguió unificar definitivamente a las dos Coronas más importante de la Península Ibérica, Aragón y Castilla, aunque para ello hubiera tenido que acudir a la ayuda de los sarracenos. Y en ésas estaba, precisamente, mientras acaecían los sucesos de Burdeos que acabamos de narrar.

Estando otra vez en su amada Sevilla, le llegó la noticia de que Toledo había sido cercada por su hermanastro. Y como ya no le quedaban muchos partidarios dentro, pensó en conseguirlos fuera, empezando por los moros de Granada, emulando con ello al Conde Don Julián, sin pararse a pensar en el precio tan alto que tuvo que pagar entonces España a cambio de aquella ayuda, precio que, en parte, aún estamos pagando.

Desesperado le envió una carta al Rey Mohamed. “Señor Rey de Granada. A buen seguro tendréis conocimiento de la situación tan delicada en la que nos encontramos, en un tris de perder el Reino si no hacemos algo pronto para evitarlo. Mi hermanastro, el Conde Don Enrique de Trastamara –que últimamente se hace llamar Rey de Castilla, olvidando que nos somos el único rey legítimo y él sólo un bastardo–, ha conquistado recientemente León, Burgos, y amenaza con conquistar Toledo, a la que ahora mismo, mientras dicto estas letras, mantiene cercada. No tenemos fuerzas suficientes para impedirlo. Os recordamos que nos debéis el Reino que ahora ocupáis. Ha llegado el momento de que paguéis el favor que os hicimos...”.

Pero el Rey Mohamed no se iba a considerar pagado con lo que ya tenía, sino que, por el contrario, se iba a cobrar la ayuda con creces. Logró juntar siete mil jinetes, ocho mil peones y doce mil ballesteros, y con ellos inició la campaña. Entró en Castilla y reconquistó muchos castillos que había perdido Granada en anteriores guerras con ella. Destruyó Jaén, Úbeda, derribando e incendiando a su paso, iglesias, casas y campos de cultivo; y capturó hasta once mil cautivos, entre hombres, mujeres y niños, que serían vendidos luego como esclavos en los mercados del norte de África.

Córdoba, en cambio, no la pudo tomar. Pero en la antigua ciudad de los Califas se iban a vivir las mayores escenas de pánico. Unas compañías de moros lograron tomar el Alcázar viejo, que quedaba extramuros, y hacer ondear allí sus pendones. Los habitantes, al ver esto, pensaron que los moros habían entrado en la ciudad, y las mujeres, tanto doncellas como dueñas, corrieron despavoridas por las calles, con los cabellos sueltos y a medio vestir, arrojándose a los pies de los cristianos que la defendían, rogándoles que, por Dios, impidieran que aquellos enemigos de la fe de Cristo las hicieran cautivas. Como dice el cronista: “Los cristianos recibieron en esta guerra muy gran daño, por la división que había en Castilla entre los dos reyes”, división que, como ocurre siempre en estos casos, aprovechaban sus enemigos.

Pero lo que más daño sufrió fue la imagen del Rey Don Pedro. A partir de entonces los cristianos empezaron a verlo como al mismísimo diablo, un verdadero anticristo, ya que sus aliados, los moros, los enemigos de su fe, habían destrozado sus casas, sus templos y dado muerte a sus familiares y amigos. La imagen de Don Pedro cayó por los suelos, mientras que la de Don Enrique emergió aun más sólida que antes. Es lo que tiene seguir una política errática, cambiante, que muda de bando y de alianzas según la dirección en que sople el viento, frente a una política recta, que sigue siempre la misma dirección, venga el viento de donde venga.

PARTE III
La torre de la estrella
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