Capítulo XVII
El miércoles
siguiente a la boda, muy de mañana, desayunaba a solas el Rey en su
habitación, ensimismado en sus pensamientos. “Hoy mismo me largo de
aquí. Me da igual si las relaciones con Francia se
deterioran.
Ellos son los primeros que han incumplido con lo pactado. ¡Esos Franceses!... ¡Tratándose de dinero!... ¡Y la mercancía me la han mandado averiada y sin arreglo posible!..De Doña Blanca, nada. Más bien, Doña Manchada”.
— Adelante –unos golpes que venían del exterior, del pasillo, le habían apartado de sus pensamientos, y otorgaba permiso a quien los daba para que entrase. Se abrió la puerta.
—
Majestad, si nos permitís, si tenéis un momento, quisiéramos hablar
con vos.
Eran las dos reinas, Doña María y Doña Leonor, su
madre y su tía, que con cara de circunstancia, en dos pasos, se
habían plantado en medio de la cámara reclamando su atención. El
Rey se incorporó de su asiento y se fue hacia ellas, con el último
bocado de comida dándole vueltas aún en la boca. Habló primero la
madre.
—
Nos llegan rumores de que os pensáis marchar, más pronto que tarde,
con Doña María de Padilla, dejando aquí a vuestra mujer sola,
cuando todavía resuenan en el aire las bendiciones del obispo que
os acaba de casar. Eso no os cumple ni a vos ni a Castilla. ¿Qué
pensará el Rey de Francia, qué pensarán todos los Señores y
Prelados que están en Valladolid todavía, convocados por vos para
asistir a vuestro enlace?
—
Por Don Juan Alfonso, que es el que organizó la boda –alcanzó a
decir Don Pedro, que apenas podía hablar, ocupado como estaba en
masticar la comida.
—
Sobrino, si hacéis eso, el Rey de Francia se lo tomará muy mal,
romperá las relaciones con vos y perderéis un aliado que os puede
ser muy útil en el futuro.
Don
Pedro tragó, por fin, el bolo alimenticio que se había ido formando
en su boca mientras las dos damas hablaban, y después
habló.
—
Señoras, ¿de dónde habéis sacado eso? Que me parta un rayo si es
verdad lo que decís. En ningún momento he pensado en marcharme con
esa María de Padilla dejando a mi esposa sola. Yo sé cuáles son mis
obligaciones.
—
¿No nos mentís? –preguntó Doña Leonor.
—
Lo juro por Dios.
Una
vez que se hubieron retirado las dos señoras, no muy convencidas
con lo que acababan de oír, Don Pedro, sin prisa pero sin pausa,
terminó su desayuno. Acto seguido, pidió un caballo y, con algunos
de los suyos, tomó camino de la Puebla de Montalbán, donde, desde
el día anterior, le esperaba Doña María de Padilla.
Don
Pedro no seguía una conducta muy distinta a la llevada a cabo por
otros reyes antes que él, ni de la seguida por otros después. Todos
tuvieron amantes y favoritas, y dejaron fruto de su simiente allí
por donde pasaron; ahí están todos los bastardos reales como
testigos. ¿Qué fue, pues, lo que lo distinguió de los demás? Que él
lo hacía por las bravas, sin cuidarse mínimamente de las formas.
Ningún rey antes que él –ni los que le sucedieron–, dejó plantada
nunca a su mujer de aquella manera, saltando por encima de
invitados, de ceremonias y de tratados internacionales, sin pensar
en las consecuencias que su acto podía tener tanto para él como
para su Reino. ¿Y qué decir de esa joven princesa de dieciocho
años, seducida por uno, abandonada por otro, usada después como
bandera y excusa por muchos, olvidada, luego, por todos y, por
último, ejecutada?
¿Por qué dejaba el Rey a Doña Blanca y se
marchaba con la Padilla? ¿Era más bella, más graciosa, más
inteligente, más cariñosa, la segunda que la primera?
Objetivamente, no. Ambas eran jóvenes, bellas, graciosas, dulces,
amables. ¿Pero existe eso que llamamos “objetividad”? ¿Existe un
juez supremo, un ente superdotado en cuestiones estéticas y morales
a quien acudir en caso de conflicto o de duda? Don Pedro había
decidido que el único juez que decidiría en aquella causa era él, y
sin apelación posible.
El
amor es ciego. Ciego para los demás, porque el amante lo ve muy
claro. Tiene clarísimo a quién ama y a quién desea, y esto es algo
irracional, como los gustos culinarios. ¿Por qué nos gustan unos
platos y otros no? ¿Por qué a unos les vuelve loco el arroz con
leche o los callos y a otros les resultan indiferentes? No hay
explicación.
Entonces aún se podía acudir a un Dios que
mediara en cuestiones morales y a los clásicos para las cuestiones
estéticas (aunque Don Pedro, en concreto, no acudiera a ninguno de
ellos). Hoy nada de eso nos queda.
Parece que hombres de acción como los que aquí se
describen, no debieran necesitar tanto como los hombres grises que
pueblan las historias de hoy de una aventura amorosa que, a fin de
cuentas, al lado de aquellas grandes aventuras por ellos vividas,
era cosa menor. Pero la experiencia desmiente esta primera
apreciación. Quizá sea porque aquellos hombres, cansados de
arrostrar tantos peligros, de apechugar con tantas fatigas,
necesitaban del amor como el que más, de la ternura que algunas
mujeres, no todas, saben dar.
El
Rey volvería a los pocos días –siguiendo el consejo de los
parientes de Doña María de Padilla–, al lado de su esposa. Pero la
estancia duró poco. Al día siguiente de su llegada partió de nuevo,
no volviendo a ver nunca más a la que, “a los ojos de Dios”, era su
mujer.