Capítulo XLVI

No por estar volcado en los asuntos del presente se olvidaba Don Pedro de las cosas del mañana. Y el mañana, para un rey, pasa, más que para cualquier otro hombre, por la necesidad de un heredero, un heredero que le sobreviva, que conserve su patrimonio, su reino y, a ser posible, que lo incremente; un heredero varón, pues, como hombre que es, aspira a la eternidad, y se ve mucho más proyectado en el hijo que en la hija; y un heredero legítimo –no un bastardo o un mestizo–, portador de las esencias de la raza, sin mezcla de otras impuras.

Por otro lado, el fantasma de Pero Gil le perseguía. Un sueño recurrente le asaltaba todas las noches: un buitre negro, con su cabeza pelada y su nariz aguileña, montaba por la fuerza a una paloma blanca, que hacía vanos intentos por desasirse del abrazo. Del ayuntamiento de esa pareja dispar, nacía al poco tiempo un retoño extraño, una especie de pajarraco negro con manchas blancas, como si hubiera sido salpicado con lejía, a la manera de un perro dálmata o de una vaca suiza, o uno de esos caballos que montaban a pelo los indios en la películas del Oeste.

Alguien había sembrado la duda en su corazón y no podía librarse de ella. Otros –el Rey de Inglaterra, el Rey de Francia, el Rey de Navarra– no tenían ese problema, poseían un árbol genealógico limpio, sin contaminar, del que podían presumir. A él, por el contrario, le habían colgado el San Benito de ser hijo de un judío, un baldón del que no podía desprenderse y que, de cuajar, terminarían heredando sus hijos.

El de 1363 hubiera sido un año triunfal si no hubiera sido por eso (el buitre negro que sobrevolaba su cielo todo lo ensombrecía). La campaña de Aragón estaba resultando todo un éxito. Había tomado muchos lugares: Calatayud, Tarazona, Borja, Magallón, Cariñena.... Unos mediante pleitesía y otros por la fuerza. Pero la propaganda trastamarista no descansaba. Había que terminar con aquello, había que darle estabilidad al Reino. Con aquel propósito reunió a sus privados para pedirles consejo, en el mismo lugar que había sido testigo de sus recientes éxitos, en las afueras de una villa de la comarca de Borja a la que llamaban Abuberca. Allí, en la tienda real, situada en medio del campamento, los convocó a primera hora de la mañana. En el centro de la mesa en la que se fueron sentando a medida que llegaban, se habían dispuesto algunas viandas para el que quisiera desayunar.

— Comed. No quiero que lo que os voy a decir os coja con el estómago vacío –dijo el Rey cuando todos estuvieron sentados.
— Majestad. Todos sabemos que sois gran madrugador, pero la hora de hoy es inusual hasta para vos. Muy importante ha de ser lo que os traéis entre manos –dijo Martín López de Córdoba, su repostero mayor, mientras oteaba el paisaje de naturalezas muertas formado por frutas, carnes, fiambres y dulces, para elegir algo con la vista antes de cogerlo.
— Lo es. Desde que mi hijo Alfonso murió, el reino se ha quedado sin heredero legítimo. Si me ocurriera algo, el Infante Don Fernando de Aragón o el Conde de Trastamara, o ambos a la vez, harían valer sus derechos al trono. Si éste cayera en manos del primero, Castilla quedaría bajo el yugo de Aragón; y si cayera en manos del segundo, el reino iría a parar a un bastardo, y todos los reyes de Castilla que le sucedieran serían tan bastardos como él. Tengo que solucionar, más pronto que tarde, el problema de mi sucesión.
— La tradición de Castilla, así como las leyes que promulgara vuestro tatarabuelo, el Rey Sabio, coinciden en este punto. Que muerto el primogénito del Rey sin descendientes, como en este caso, le suceda el siguiente hijo varón del Rey que le sobreviva y, de no existir, la hija. Como vos no tenéis más hijos varones, deberán ser vuestras hijas por orden de edad las que os sucedan –dijo el Maestre de Santiago, Garci Álvarez de Toledo.
— En el bien entendido de que, antes de morir, al Rey no le nazca otro hijo varón, pues de ser así, sería éste el que le sucediera –añadió Suero Martínez, su Canciller Mayor.
A todo esto, el Maestre de Calatrava, Don Diego García de Padilla, hermano de la difunta Doña María, presente también en la reunión, callaba y comía, sin atreverse a decir nada. Desde la muerte de su hermana la relación con el Rey se había enfriado, ya no ocupaba en su corazón el mismo lugar que antaño, o, quizá, no lo había ocupado nunca y todo se debió a la influencia que sobre Don Pedro ejercía aquélla. Eso sí, seguía ocupando su puesto de Maestre de Calatrava, aunque, como se ha dicho, sin ninguna influencia. Pero hasta esto se le podía acabar, teniendo en cuenta el carácter tornadizo del Rey. Por eso, Don Diego callaba y comía, tratando de pasar desapercibido, de no llamar la atención, no fuera a ser que al monarca le diese una ventolera de las suyas por algo que él dijera o insinuara, y le despojase del maestrazgo.
— Deberíais convocar cuanto antes a todos vuestros vasallos para que las juren como herederas vuestras –dijo Suero.
— Y para que quede constancia y nadie diga después que no dijo lo que dijo, que no juró lo que juró, se debería registrar todo en un libro –añadió Martín.
— Así se hará. Aquí mismo. Para qué ir más lejos. Don Suero, encargaos de que se envíen cartas a señores, caballeros, prelados y procuradores convocándoles al juramento –dijo el Rey.
— ¿Qué fecha les digo?
— Dejadme pensarlo. Os la diré mañana.
El día señalado, la explanada cerca del campamento donde iba a tener lugar el acto, fijado para la hora sexta, aparecía abarrotada. Habían ido llegando desde muy temprano, a cuenta gotas. Pero a la hora prevista, allí estaban todos, unos voluntariamente y otros obligados, pero todos movidos por el interés personal; el cual no iba mucho más allá de su señorío, de su obispado, de su negocio (sólo el Rey, si lo es de verdad, mira por el interés de todos, y, si no es así, arrójese como si fuera un pañuelo usado).
El frío se hacía sentir. A más de uno las narices les moqueaban y los pies empezaban a quedárseles helados, a unos más el izquierdo que el derecho, y a otros al contrario, y a muchos, puede que por solidaridad entre ellos, ambos a un tiempo. Para impedirlo, saltaban sobre el sitio o pateaban el suelo, como hacen los caballos cuando quieren espantar los tábanos que se le adhieren a la piel para succionarles la sangre.
Pero todo llega, y a la hora señalada, minuto arriba, minuto abajo, Don Pedro, solemnemente, se dirigió a los congregados en estos términos: “Señores, Caballeros, Prelados, Procuradores y demás vasallos que estáis aquí reunidos. Como bien sabéis, nuestro hijo Alfonso, el príncipe heredero, al que todos jurasteis como tal en Sevilla, murió no hace mucho dejando un vacío, no sólo en nuestro corazón, sino también en el Reino. El primero es imposible de llenar, pues para un padre no hay consuelo posible por la muerte de un hijo. Pero el segundo hay que colmarlo como sea, por el interés de todos. Y ése es el motivo de esta convocatoria. Quiero que lo mismo que hicisteis con él en su día, lo hagáis ahora con mis hijas Doña Beatriz, Doña Constanza y Doña Isabel, aquí presentes. Quiero que las juréis como herederas de los reinos de Castilla y de León, cada una en sucesión de la otra, según su edad. De tal manera que Doña Beatriz sea la primera, y que a ésta, si no tuviera heredero varón, le suceda Doña Constanza, y lo mismo respecto de Doña Isabel. Siempre, en el bien entendido, de que no tengamos otro hijo varón legítimo antes de morir”.
Terminada la alocución, se postraron todos de hinojos en señal de fidelidad a las infantas. Después, uno a uno, fueron pasando ante un libro abierto que reposaba encima de un atril, para estampar en él sus nombres. A algunos, al hacerlo, no dejó de temblarles el pulso, conscientes de que si en el futuro, por una razón u otra, cambiaban de opinión y tomaban otro partido, aquel documento podía ser usado en su contra.
Finalizado el acto, la asamblea se fue dispersando, unos en dirección a su posada, otros de regreso a su lugar de origen. De vuelta a palacio, el Rey comentaba la jugada con los suyos.
— Ya está todo atado y bien atado –dijo Martín López de Córdoba. — Casi –dijo Don Pedro.
— ¿Qué queréis decir, Majestad?
— Quiero decir que aún quedan algunos flecos sueltos. Mientras vivan el Infante Don Fernando de Aragón y el Conde Don Enrique no podré dormir tranquilo. Lo último que sabemos es que el Infante, el Conde, Don Tello y Don Sancho, están ya de vuelta de Francia para unirse al Rey de Aragón en contra mía. Traen con ellos a tres mil jinetes. Tenemos que hacer algo.
— Es una coalición frágil, que se vendrá abajo a poco que se la zarandee. El Infante Don Fernando tiene intereses contrarios tanto al Rey de Aragón como al Conde Don Enrique. Por un lado, tiene derechos al trono de Castilla, ya que es hijo de Doña Juana de Aragón, vuestra tía, la hermana de vuestro padre, lo que le hace enemigo del Conde, que también los tiene, aunque bastardos. Y, por otro, también los ostenta al trono de Aragón, por ese mismo hecho, por ser hijo de Doña Juana, con la que casó en segunda nupcias el difunto rey de aquel reino, siendo, por tanto, hermanastro del actual, fruto del primer matrimonio. Tanto éste como el Conde no verían con malos ojos la muerte del Infante –dijo Don Suero.
— Al parecer, últimamente, tanto el Rey como el Conde andan más molestos con él que nunca, pues se ha ganado la voluntad de todos los caballeros castellanos que están en aquel reino, que son hasta mil, todos muy buenos, a los que se quiere llevar con él de vuelta a Francia porque no acaba de estar contento en aquella Corte –añadió Garci Álvarez de Toledo.
— ¿Y qué podemos hacer? –preguntó Don Pedro.
— Muy fácil –respondió Don Martín–. Decidle al Rey de Aragón que queréis firmar la paz con él, que ya estáis cansado de tanto derramamiento de sangre. Y, como garantía, proponedle vuestro matrimonio con su hija, la Infanta Doña Juana. Todo con la condición de que dé muerte al Infante Don Fernando. Del Conde, ya nos encargaremos más adelante.
— ¿Y tendré que casarme con ella? Dicen que es feísima.
— Majestad, una vez muerto el Infante, Dios dirá. A buen seguro que, en su bondad, no consentirá que os caséis con mujer tan fea.
— De acuerdo. Vos mismo iréis a transmitirle al Rey de Aragón lo que aquí se ha acordado. Y si notáis que se muestra receloso por ofrecerle la paz ahora que voy ganando, le decís que vuestro Señor, el Rey de Castilla y de León, no hubiera iniciado nunca esta guerra si no le hubiesen provocado. Pero que, llegados a este punto, después de haberle ganado algunos castillos y villas, se da ya por reparado de la ofensa que se le hizo en Sanlúcar de Barrameda, y que aún estaría dispuesto a devolver alguna si con ello se consigue la paz.
Don Martín dio traslado cumplidamente al otro de lo acordado, el cual estrechó, de momento, la mano que le tendían, más por debilidad que por otra cosa (la debilidad crea amistades forzosas, compromisos de temporada, que se rompen en cuanto una de las partes comienza a sentirse fuerte). Y, de acuerdo con lo pactado, dio muerte al Infante, más por interés propio que por el ajeno.
Pero el castellano no se casó con la hija, ni devolvió las plazas que dijo que devolvería. Lo que nos enseña que no hay que pagar nunca una factura sin haber recibido antes la mercancía y haber comprobado que está en óptimas condiciones. Porque una vez abonada, el pájaro ahueca el ala y no le ves más el pelo, y, después, las reclamaciones, al maestro armero
La torre de la estrella
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