Capítulo XLII

Después de lo de Alfaro, partió Don Pedro de Sevilla en dirección a Almazán, donde había convocado a una reunión a Don Fernando de Castro, a García Álvarez de Toledo, a Diego García de Padilla, a Martín López de Córdoba y a otros caballeros que estaban por fronteros en Aragón. La junta iba a tener lugar en la casa donde Don Pedro se hospedaba. Llegó primero el Rey y después fueron llegando todos los demás. El motivo de la convocatoria era desconocido por todos, excepto por el convocante. La reunión comenzó temprano. El ambiente era, en apariencia, tranquilo.

Aunque sólo en apariencia, pues todos habían sabían de lo ocurrido a Pérez de Guzmán y a Gutier Fernández, y desconfiaban los unos de los otros y todos del Rey. Es lo que ocurre cuando un lugar está dominado por la adulación, la hipocresía, la sospecha, la delación y el crimen, cuando no hay cabida para una dosis mínima de camaradería y confianza mutua. Un adolescente recién salido del cascaron, un funcionario que acabara de tomar posesión de su primer puesto de trabajo después de aprobar la oposición, un meritorio que acabara de estrenar empleo, que hubiera entrado en aquel momento en la estancia, habría llegado a la conclusión de que los allí reunidos eran todos amigos, que nada soterrado había capaz de alterar la calma que reinaba en la superficie. Pero un observador más sagaz, más avezado, se hubiera dado cuenta en seguida de que debajo de aquella calma aparente, en las
profundidades, se movían monstruos, basiliscos, con las bocas abiertas y los dientes afilados, prestos a lanzarse a la yugular del vecino. 
Cuando Don Pedro decía una gracieta, todos la aplaudían con carcajadas y risas. El que más las festejaba era Martín López de Córdoba, que se mostraba excesivamente solícito y hasta cargante, como un vendedor de coches ante un potencial cliente en tiempos de vacas flacas. Terminados los prolegómenos, Don Pedro tomó la palabra.
— Señores, todos sabréis, unos porque fueron testigos y otros porque lo habrán escuchado, lo ocurrido a Gutier Fernández. En Alfaro le cortaron, no hace muchos días, la cabeza por orden mía. Los que han tomado el partido del Conde Trastamara me tachan de cruel por ésta y otras ejecuciones. Pero en éste, como en los demás casos, lo hice porque se lo tenía merecido. Al dicho Gutier lo envié a la villa de Tudela a participar en los tratos de paz que estaban teniendo lugar con gentes del Rey de Aragón. Y en lugar de atenerse a lo que se le había mandado, se entrevistó con Diego Pérez Sarmiento, un hombre del Conde Don Enrique. A saber lo que tramarían contra mí en esa entrevista. Seguramente alguna traición, alguna felonía. La mujer del César no sólo debe ser honrada, sino parecerlo... Pues bien, en este caso, apariencia y realidad coinciden. Gutier ni era honrado ni lo parecía. Estaba en tratos con gente del Conde para dejar de estar a mi servicio y pasarse a su partido.
— Eso es lo que parece –dijo Diego García de Padilla.
— A veces las apariencias engañan, pero en este caso, todo apunta a que Gutier quería traicionar a Vuestra Majestad –apuntó Don Fernando de Castro.
— Él se busco lo que le ha ocurrido –dijo Martín López de Córdoba. Y así, uno tras otro fueron justificando y apoyando con sus palabras la ejecución de Gutier. Todos dijeron que lo que había hecho el Rey estaba muy bien.
Nadie se atrevió a decir nada en contra. La unanimidad de pareceres fue absoluta. También fueron casi unánimes la opiniones vertidas por los asistentes a los corrillos que se formaron en la calle una vez terminada la reunión, ya sin la presencia del monarca. La mayoría sostenía que la verdad del asunto no era la oficial, sino que, muy al contrario, lo que había intentado Gutier con Pérez Sarmiento era atraérselo a la causa del Rey y que dejara al Conde, añadiendo: “¡ Y vaya pago que ha recibido por ello!”.
— Digamos la verdad, seamos sinceros. El delito de Gutier fue haberse atrevido a decirle al Rey las verdades del barquero: su crueldad gratuita, su imprevisibilidad, sus excesivos recelos... Es un loco. Se cree el centro del universo. Es lo que tiene haber sido hijo único; se ha convertido en un niño mimado. Espera que todos tengamos con él las mismas atenciones que debió de tener cuando era pequeño. Y si no las recibe, coge una rabieta. Y ya estamos viendo cómo son las rabietas del Rey... ¡Dios nos coja confesados! Lo que le ha ocurrido a Gutier nos puede pasar a cualquiera de nosotros el día menos pensado –dijo un incauto. Terminado el consistorio y sus secuelas, se fue cada uno por donde había venido, mirando hacía atrás y a los lados, no fuera a ser que viniera un sicario del Rey a cortarle la cabeza.
Peor aun lo tenía Don Pedro, pues no desconfiaba de una persona sola o de varias, sino de todas. Cuando terminó la reunión y el último de los convocados hubo salido de la cámara, cerró la puerta por dentro con cerrojos y cadenas, mandó que montaran guardia por fuera dos soldados para que la vigilasen, y si hubieran existido cámaras de seguridad, las hubiese mandado montar alrededor de todo el edificio.
De los recelos del Rey no se libraba nadie, aunque el delito de la víctima fuera, como en el caso que sigue, ser pariente de un sospechoso. 
Don Vasco era Arzobispo de Toledo, primado de las Españas. Pero su condición no le iba a librar de las iras del monarca. Su pecado: ser hermano de Gutier Fernández de Toledo. Para comunicarle la decisión que había tomado respecto de él, envió a Toledo un mensajero, Mateos Fernández, Canciller del Sello de la Poridad. 
Mateos llegó a Toledo desde Guadalajara –donde se encontraba entonces la Corte– muy de mañana. Lo primero que hizo nada más llegar fue buscar a Don Pedro López de Ayala, Alguacil Mayor de la ciudad, para que le acompañara al palacio del Arzobispo.
— ¿Qué ocurre? Algo muy grave ha de ser para que tengamos que visitar al Arzobispo tan temprano, sin pedir audiencia, ni tan siquiera anunciarnos –dijo López de Ayala, sorprendido por las premuras del Canciller y por lo desusado de la hora.
— Traigo un encargo del Rey. Vamos yendo al palacio arzobispal y os lo voy contando por el camino.
Salieron el Canciller y el Alguacil del Alcázar con alguna compañía de soldados, y dejándose caer cuesta abajo en dirección a Zocodover, cruzaron la plaza y se dirigieron a la iglesia de Santa María, cerca de la cual tenía el Arzobispo su casa.
Por el camino, López de Ayala fue tomando buena nota de lo que el Canciller le contaba, datos que más tarde Don Pedro transcribiría, pero no como Alguacil, sino como cronista, en su Crónica del Rey Don Pedro I de Castilla, narrándolo a la manera de la época, sin perderse en detalles psicológicos o ambientales, sino contando sólo los hechos de los que fue testigo (por lo menos, eso es lo que nos dice él), al estilo del atestado que levanta un guardia civil que tiene que dar cuenta de un accidente de tráfico. Seremos nosotros los que tendremos que suplir las lagunas, que imaginar qué sintió Don Vasco ante la noticia de la muerte de su hermano, qué impresión le causaron las disposiciones que respecto de él había tomado el monarca castellano, etcétera.
A Don Vasco aquella noche le había costado conciliar el sueño. Harto de dar vueltas en la cama, se había levantado y se había asomado al balcón de su casa a respirar un poco de aire fresco. Y hubiera salido a patear la ciudad para cansar el cuerpo y fatigar el espíritu, si no hubiese sido por lo inaudito que le hubiera resultado a cualquiera que se cruzase con él ver al Arzobispo de Toledo andando solo a esas horas.
El cielo estaba negro, sin luminarias. Cuando miró hacia arriba, el espectáculo que vio le produjo vértigo, como si estuviera sobrevolando una sima sin límites, sin paredes ni fondo.
Su razón quedó suspendida. Y de la misma manera que el náufrago abandonado en medio del océano, zarandeado por las olas y preso del pánico, se agarra a lo primero que flota para no hundirse, Don Vasco se agarró a la mano que le tendió su Dios, último asidero que encuentran la mayoría de los hombres –hasta los más valientes– cuando el miedo a la muerte les invade. Ya por la mañana, al despertar, con la frente, el cuello y el pecho bañados en sudor, de tanto batallar con sus miedos, como un San Jorge con el dragón, lo primero que hizo fue vestirse e irse a la capilla a escuchar misa y a tomar la comunión. Y allí lo encontraron López de Ayala y Mateos. Cuando terminó el oficio, el Canciller se dirigió a él.
— Eminencia, soy Mateos Fernández, Canciller del Rey, y os traigo un recado suyo.
Lo primero que escuchó el Arzobispo de boca del Canciller fue que su hermano Gutier había sido ejecutado por orden de Don Pedro.
— ¿Mi hermano ejecutado por orden del Rey? ¿Por qué delito? –preguntó Don Vasco, no dando crédito a lo que oía.
— Traición. Quiso dejar el servicio del Rey para pasarse al bando del Conde Don Enrique.
— Eso no puede ser. El Rey ha debido perder la cabeza.
— ¡Eminencia! ¿Estáis llamando loco al Rey?
— No. Estoy diciendo que ha debido perder la memoria, pues, por lo visto, no se acuerda de que, tanto mi madre, Doña Teresa Vázquez, que fue su aya, como mi padre, mis hermanos y yo mismo, todos hemos estado siempre a su servicio desde que nació.
Mateos, como si no hubiera escuchado nada de lo que acababa de decir el prelado, como si éste no hubiese abierto su boca, continuó soltando su letanía de manera monótona, como recita la beata sus oraciones a la caída de la tarde. — El Rey sabe que vuestro hermano no hacía nada sin que vos lo supierais, que no daba un paso sin escuchar antes vuestro consejo. — ¿A dónde queréis llegar a parar?
— Quiero decir que, si ambos estabais tan unidos, si él no hacía nada sin saberlo vos, resulta que, siendo él un traidor, también lo sois vos. Así al menos lo ve Don Pedro. Y, en consecuencia, quiere que dejéis inmediatamente la sede arzobispal, que, por otra parte, se la debéis a él... — A él y a mis méritos.
— ... que salgáis de Toledo y os marchéis de su reino, a Portugal, por ejemplo... ¡Don Pedro López de Ayala! –dijo entonces el Canciller dirigiéndose al Alguacil Mayor– Quiero que de ahora en adelante no perdáis de vista a su Eminencia ni un sólo momento, hasta que no lleve a buen término lo que se le manda. Si hace falta, lo acompañáis hasta el mismísimo puente de San Martín, para que desde allí coja el camino de Portugal. — Así se hará –dijo López de Ayala.
— Antes de la hora de comer debéis estar fuera de la ciudad –dijo de nuevo el Canciller, dirigiéndose otra vez a Don Vasco.
— ¡No me dais tiempo ni para recoger una parte de mi ajuar, mis vestidos, mis libros!
— Un hombre de Dios no debe tener tanto apego a las cosas mundanas. Saldréis de Toledo como vinisteis al mundo, dejando a salvo lo que manda el pudor y la decencia.
Cuando se hubieron marchado el Canciller y el Alguacil Mayor, Don Vasco
reunió a toda la servidumbre de su casa para informarles de lo sucedido. — Hijos míos, ha venido a visitarme un mensajero del Rey para trasladarme un recado de su parte. Don Pedro me manda desalojar la sede arzobispal, abandonar Toledo y hasta el mismo reino, y que lo lleve a cabo todo hoy, antes de la hora de comer. El Rey llega esta tarde, y espera que cuando él entre yo esté ya fuera de la ciudad.
Todos apreciaban a Don Vasco y la noticia cayó como un jarro de agua fría.
Pero había también, como suele suceder en estos casos, razones más prosaicas para la preocupación. La mayoría perdería su trabajo y los que confiaban en conservarlo se preguntaban quién vendría en su lugar. Un panorama de incertidumbre se abría ante sus ojos. Pero ninguno se podía imaginar en aquel momento lo que el destino les deparaba.
— ¿Y qué pensáis hacer? –se atrevió a preguntar uno de ellos. — Obedecer. Todos sabemos cómo se las gasta el Rey. Además me manda abandonar la ciudad con lo puesto, no deja que me lleve nada. Lo que me hace pensar que, aparte de expulsarme de mi cargo, tiene pensado quedarse también con mis bienes, embargar mis rentas, dejarme, efectivamente, como mi madre me trajo al mundo.
A la hora de comer, con un poco de retraso, ya estaba Don Vasco al otro lado del puente de San Martín, con una mínima escolta, un par de mulas, y algo de comer y beber para el camino. Aquello era lo nunca visto: el Primado de las Españas reducido, por las suspicacias reales, a ser una especie de buhonero, de
cómico de la legua, camino de otro reino en busca de mejor fortuna. Los temores del Arzobispo se cumplieron. Una vez que hubo llegado a Toledo, el Rey mandó requisar todos sus bienes, embargar sus rentas y, no contento con ello, por si hubiera algo oculto que él no supiera, ordenó apresar a todo el
servicio, tanto clérigos como legos, y que se le sometiera a tortura, para saber de ellos sin Don Vasco tenía más bienes de los hallados.
¿Qué pensó el prelado cuando escuchó por primera vez las disposiciones del monarca sobre su persona? Puede ser que en un primer momento dudara sobre si obedecer o no. Al fin y al cabo, no era un hombre cualquiera. Era nada menos que el Arzobispo de Toledo, Primado de las Españas, un representante muy cualificado de Dios en la Tierra, quizá, el segundo en la jerarquía, después del Papa, en todo el orbe cristiano. Y, al mismo tiempo, un gran Señor terrenal, con ejército, armas y dineros con que pagarlos. Pero, en un segundo momento, obedeció sin rechistar.
¿Por qué? Por miedo.
Lo que sintió Don Vasco aquel día fue miedo. Miedo al poder absoluto, al poder en su máxima expresión, al poder que no atiende a razones, ni a leyes, ya sean divinas o humanas, sino sólo a satisfacer su deseo, su apetito, sin ningún freno que lo sujete, un miedo sólo comparable al que había sentido la noche anterior
cuando se enfrentó a la inmensidad del cielo.
A los pocos días, la noticia del trato recibido por Don Vasco de manos del Rey corrió por todo el reino. A partir de entonces, Don Pedro iba a ser tachado no sólo de cruel, sino también de impío. Impiedad que no se iba a parar en los representantes de Cristo, sino que iba a alcanzar también a un miembro eminente de la comunidad judía.
La guerra de Castilla con Aragón continuaba. Y las guerras para llevarlas a cabo, no digo ya para ganarlas, necesitan, fundamentalmente, dos cosas. En primer lugar, una idea que las anime, que las impulse, que dé fuerza y motive a los contendientes, lo que se viene llamando “una causa”. Y, en segundo lugar, dinero, mucho dinero. Dinero para la soldada, dinero para víveres, dinero para la intendencia, dinero para armas e ingenios de toda especie. Y de ninguna de las dos cosas estaba sobrado el rey castellano.
En cuanto a la primera, se puede decir que no existía, como no fuera una difusa, vaga e inconsciente intención de recuperar la unidad perdida. La causa, o se tiene o no se tiene, y si no se tiene, no se puede ir a buscarla a ninguna parte, ni pedirla prestada. En cambio, la segunda sí se puede buscar si falta o hay escasez de ella, aunque haya que remover Roma con Santiago o cortar alguna cabeza, que es, precisamente, lo que hizo el Rey Don Pedro en este caso.
Éste hacia ya tiempo que sospechaba que su tesorero mayor, Samuel Leví, le sisaba, que no toda la recaudación de los impuestos y rentas reales que recaudaba para él, una vez descontada su parte, llegaba a las arcas del reino, sino que algo o
mucho se quedaba por el camino. Éstas prácticas, en tiempos de bonanza, se suelen consentir, porque sirven, siempre que no sobrepasen ciertos límites, para pagar
“fidelidades” de corruptos y trepadores, que siempre los hay –como gallinas alrededor de las heces– cerca de los hombres que gobiernan Estados. Pero en tiempos de crisis, de guerras o calamidades, no suelen dejarse pasar. 
Samuel Leví, ducho como era en leer el porvenir en las estrellas, debió verlo venir. Sobre todo, después de enterarse de lo ocurrido a Pérez de Guzmán y a Gutier Fernández, y de saber, como debía saberlo, que el Rey andaba escaso de dinero, que sus arcas estaban casi vacías después de varios años de guerra,
y que, en consecuencia, era bastante probable que fuera a buscarlo allí donde únicamente lo había, en las suyas. Pero, por lo visto, el judío era experto sólo en prever lo que el destino le tenía reservado a los demás, siendo romo para predecir el suyo propio.
A los pocos días de haber adoptado las medidas contra Don Vasco, el Rey ordenó apresar al confiado tesorero y a toda su parentela y registrar sus casas, encontrando en la del primero ciento sesenta mil doblas de oro, cuatro mil marcos de plata, veinte arcas de paños de oro, seda y otras joyas, y ochenta moros; y en las de los segundos, trescientas mil doblas. Dinero y joyas que fueron a aliviar las mermadas arcas de la Corona.
Después, a Sevilla fue llevado (donde todo termina o empieza), y en las atarazanas torturado y después muerto, entre terribles dolores, el otrora mimado y protegido del Rey, el promotor de la sinagoga toledana del Tránsito, la mayor del reino, en una de cuyas paredes puede leerse todavía la siguiente inscripción laudatoria: “Al gran monarca, nuestro señor y nuestro dueño, el Rey Don Pedro. ¡Sea Dios en su ayuda y acreciente su fuerza y su gloria y guárdela cual pastor su rebaño!”
Hay quien sostiene que la intención del Rey no fue matarle, sino darle un escarmiento, que al verdugo se le fue la mano. Sea como fuere, sirva de enseñanza lo ocurrido al almojarife real a aquéllos que tensan demasiado la cuerda, a los que se olvidan de que la Fortuna es mudable, que no se casa con nadie, que igual que hoy te sonríe, mañana se cansa de ti y te vuelve la espalda.
Dictadas estas diligencias, pasó Don Pedro en Sevilla lo que quedaba del año.
La torre de la estrella
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