Capítulo XXII

Suele suceder que enemigos naturales, individuos que en cualquier otra circunstancia estarían mal avenidos y terminarían, más tarde o más temprano, por tirarse los trastos a la cabeza, cuando se encuentran con un enemigo común, se unan en “estrecha” amistad. De la misma manera, entonces, grandes y no tan grandes se fueron uniendo y formando “apretada” piña en contra del Rey Don Pedro. Piñones de ella eran, por distintas razones, el Conde de Trastamara, su hermano, el Maestre de Santiago, Don Juan Alfonso de Alburquerque, Don Fernando de Castro, los Infantes de Aragón, Don Fernando y Don Juan, y algunos más. Y como casi siempre ocurre, también, que estos amigos circunstanciales suelen ser conscientes de que lo que les une no es ninguna causa noble por encima del móvil egoísta que realmente anima a cada uno, escogiendo entonces una cualquiera que pueda pasar por aquélla y que se venda bien entre el pueblo, siempre dado a la lágrima fácil y a la sangre; de la misma manera, en este caso, los conspiradores escogieron como bandera común la causa de la ofendida Doña Blanca, y exigieron al Rey que volviera con su mujer o, de lo contrario, se las tendría que ver con ellos.

El fermento de este mosto nuevo que, poco a poco, iba convirtiéndose en vino, era el Conde de Trastamara, el cual removiendo las heces ya casi secas para que volvieran a oler, agitando los agravios recibidos por cada uno, prometiendo dádivas para el caso de victoria, iba creando aquel caldo que iba cogiendo grados y que terminaría por subírseles a todos a la cabeza. A todos, excepto a él, el único que sabía beber, que sabía darle coba al vaso para evitar la embriaguez y la pérdida del control de sus actos.

Junta una pila de leña –taramas, ramas y gruesos troncos– si quieres hacer una hoguera. Pero si al final no le arrimas la tea ardiendo que prenda el fuego no habrás conseguido nada. Ambos, leña y fuego, son imprescindibles, pero hay una jerarquía entre esos elementos, que tiene su origen en la mayor o menor abundancia de ellos en la naturaleza. Si caminamos por el campo en invierno y queremos hacer una hoguera para quitarnos el frío, encontraremos sin demasiada dificultad aquellas ramas y aquellos troncos; pero nos será algo más difícil encontrar fuego, de ahí que lo valoremos más. Lo mismo ocurre con el oro en relación con otros metales. ¿Por qué redoblan las campanas? Porque el campanero, desde abajo, ha tirado de la cuerda haciendo que el badajo choque con las paredes de metal. En este caso, Enrique de Trastamara fue el campanero, el oro precioso, la tea ardiendo que prendió aquella hoguera hecha de pequeñas y grandes ambiciones.

La meta inmediata era destronar al tirano y sustituirlo por otro cualquiera cuya legitimidad no se basara sólo en ser hijo legítimo del difunto Rey Alfonso. Pero el fin último aún no se había dibujado de forma clara en su cabeza; permanecía difuso, sin concretar, envuelto en la niebla espesa de su gran ambición, lo único que veía claro. Poco a poco, las luces del día iban a ir deshaciendo las brumas y mostrando con nitidez los contornos de la imagen poderosa que realmente le impulsaba: el hijo preferido de su madre sentado en el trono de Castilla. Una voz interior empezaba a susurrársela, pero él aún no se atrevía a escucharla. En el cónclave laico que les reunió para escoger cabecilla y acordar la estrategia a seguir, entre los discursos oficiales, entre tanta col, de cuando en cuando, se colaba la lechuga.

En Évora se había reunido una gran representación de la flor y nata de todos los reinos peninsulares con motivo de las bodas del Infante Don Fernando de Aragón con la Infanta Doña María, hija del Infante Don Pedro de Portugal y nieta del Rey Don Alfonso de Portugal. Allí se juntaron, entre otros, los novios, por supuesto, el Infante Don Juan de Aragón, hermano del novio, el padre y los abuelos de la novia, la amante del padre, Doña Inés de Castro, Don Fernando de Castro (hermanastros ambos de aquella Doña Juana de Castro a la que había abandonado Don Pedro) y Don Juan Alfonso de Alburquerque.

En medio de los festejos llegó, para entrevistarse con ellos, fray Diego López de Ribadeneiro, fraile franciscano, maestro en teología y, sobre todo, para lo que hace al caso, confesor del Conde Don Enrique. Llevaba el siguiente mensaje de su señor: “El que esto firma, Don Enrique, Conde de Trastamara, y su hermano Don Fadrique, Maestre de Santiago, hijos ambos del difunto Rey Don Alfonso de Castilla y de Doña Leonor de Guzmán, no pueden sufrir más y permanecer quietos, sin hacer nada, ante el espectáculo al que estamos asistiendo en estos reinos de Castilla y de León. El Rey Don Pedro, que subió al trono con toda la legitimidad requerida al ser el único hijo legítimo del Rey Don Alfonso, la está perdiendo a pasos agigantados, día por día, debido a su conducta procaz e irresponsable. No se conforma sólo con abandonar a su esposa legítima, la Reina Doña Blanca de Borbón, para irse a vivir en concubinato con esa advenediza de Doña María de Padilla, poniendo en peligro no sólo su alma, sino la alianza con el Rey de Francia, el tío de aquélla; sino que, no contento con esto, se vuelve a casar, esta vez con Doña Juana de Castro, para abandonarla también a los pocos días, poniendo en peligro la paz interior de nuestros reinos al haber deshonrado a los Castro de Galicia. Le exige al pueblo que los diezmos que debe pagar a la Iglesia se los paguen a él, para sufragar no se qué gastos, pues la guerra contra el infiel la tiene abandonada, enemistándose, de paso, con aquélla. Pero no ofende solamente a la Iglesia en lo económico, sino también en lo espiritual, al nombrar como hombres de confianza a judíos enemigos de la fe cristiana, como ese hebreo llamado Samuel Leví, al que ha nombrado almojarife real y tesorero mayor, personaje que exprime y oprime al pueblo con impuestos sin cuento.

Por todo ello, creemos que es llegada la hora de que dejemos atrás las diferencias que pueda haber entre nosotros, de que nos hagamos amigos, y como primer paso de esa amistad que os proponemos, os pedimos que nos reunamos en el lugar que decidáis para tratar de este asunto y, si lo consideramos oportuno y conveniente, proceder a elegir un caudillo que nos dirija y nos guíe en esta empresa, que no es otra que derrocar al tirano y nombrar un pretendiente al trono de Castilla, pues el que ahora lo ocupa se ha revelado incapaz”. El franciscano y teólogo hermenéutico no tardó en volver con la respuesta.

— Decidme, ¿qué opinan esos señores de nuestra propuesta? ¿Han estado receptivos?
— Yo diría que sí, Don Enrique. Les di vuestra carta a todos los que me dijisteis, a Don Juan Alfonso, a los Infantes de Aragón, a Don Fernando de Castro, y todos, sin excepción, me dijeron que les placía y que os esperan el treinta de junio a la hora tercia en Extremoz, ciudad frontera con Castilla, no muy lejos de aquí.
El treinta de junio, puntualmente, se reunieron en aquel lugar. Habían llegado, unos de Évora y otros de Badajoz. Allí estaban todos los convocados y algún otro que se les había unido a última hora, como el Infante Don Pedro de Portugal. Sentaron sus reales en las afueras, y después de almorzar, se juntaron en la tienda del Infante. El Conde fue el primero en tomar la palabra.
— Alteza, señores. Ya os adelanté en mi carta el motivo de esta reunión. Es necesario que dejemos a un lado nuestras diferencias en aras de una causa que a todos interesa y que a todos afecta. Muchos de los que estamos aquí, a excepción de su alteza el Infante Don Pedro y de los Infantes de Aragón, somos vasallos del Rey Don Pedro y le hemos jurado fidelidad. Pero esa fidelidad ha de tener su contrapartida: un obrar justo, una conducta ejemplar, en fin, el comportamiento que todos esperan de un rey; y nada de eso estamos recibiendo de Don Pedro.
— Yo ya me he desnaturalizado de él, y ante notario, para que no haya dudas ni marcha atrás; que si es cierto, como dicen, que el tiempo todo lo cura, de esta herida yo no quiero curar. Al abandonar a mi hermana, nos ha ofendido a todos los Castro. Si Doña Blanca está sola en un país extranjero, sin nadie que la defienda, Doña Juana tiene a toda una familia detrás y a Galicia entera– dijo Don Fernando de Castro, interrumpiendo el discurso del Conde.
— Doña Blanca no está sola, nos tiene a nosotros –continuó Don Enrique–. Nosotros la devolveremos al lugar que le corresponde. Eso, o... Bueno... Eso es lo que hemos venido a tratar aquí. Algunos de los presentes pensará que me mueve sólo la venganza por la muerte de mi madre. Pero si eso fuera así, sería sólo una ofensa a mi persona y a mis hermanos y no intentaría embarcar a nadie más en esta aventura. Lo que está en juego es nuestra libertad, nuestras vidas y nuestras haciendas. ¿Quién dice que lo que le pasó ayer a Garcilaso, no nos pueda pasar a nosotros mañana? Estábamos casi todos en Sevilla cuando lo de su enfermedad, y a sus ojos somos todos unos traidores, cuando el traidor es él, traidor a su palabra, a su fe. Ya sé, Don Juan Alfonso, que ese judío al que llaman Samuel el Leví fue almojarife vuestro antes de serlo del Rey. Pero éste no se ha conformado sólo con darle el almojarifazgo del reino, sino que lo ha hecho su consejero, su tesorero mayor, su estrellero y no sé cuantas cosas más; hasta dicen que el tal Leví quiere construir una sinagoga en Toledo, la mayor de Castilla, y que el Rey se lo piensa consentir, a pesar de estar prohibida la construcción de ese tipo de templos en todo el reino desde que se estableciera así en las Partidas; una sinagoga que dejará pequeñas a todas las iglesias de la ciudad, exceptuando la catedral. Exprimen al pueblo con impuestos, impuestos que no van a parar a las arcas reales, sino que se quedan por el camino, y encima les deja que construyan una sinagoga. Estuvieron con los romanos, estuvieron con los visigodos, estuvieron con los árabes y ahora están con nosotros, y siempre, como las garrapatas, chupándole la sangre a los que les acogieron y le dieron su hospitalidad. Pasad la mano a contrapelo sobre el lomo de un perro y las veréis ahí, negras, orondas, repulsivas, succionando sin cesar el líquido vital. De la misma manera, sólo hace falta escarbar un poco en cualquier Corte europea, en cualquier Señorío, y encontraréis a un judío, o a varios, conspirando, husmeando, enterándose de todo lo que se cuece allí, para utilizarlo luego en provecho propio, haciéndose cada vez más ricos a costa del esfuerzo de los demás; siempre a la sombra del poder.
— Por alusiones –dijo Don Juan Alfonso levantándose y tomando la palabra–. Es verdad que a ese judío se le han dado demasiadas atribuciones, muchas más de las que tenía cuando estaba a mi servicio. Pero no hay que echarle a él la culpa de todos los males. Además de eso, el Rey ha dado los oficios de su casa y del reino a advenedizos, a hidalgos de medio pelo, a todos esos familiares de su favorita, a Don Juan Fernández de Hinestrosa, su tío, a Don Diego de Padilla, su hermano, y a un tal Don Juan Tenorio, un amigo de la familia. Ha echado de su lado a todos los que desinteresadamente servimos, primero a su padre, y luego a él, para poner en nuestro lugar a unos recién llegados, que también chupan todo lo que pueden de las ubres del Estado. No es hora ya de andar con paños calientes. La enfermedad que padece Castilla requiere de una amputación, la de su miembro principal. El Rey no va a volver con Doña Blanca, no va a atender a nuestros requerimientos. Así que propongo entrar en Castilla con el mayor ejército que podamos reunir y poner en el lugar del tirano al Infante Don Pedro de Portugal, aquí presente. Portugal y Castilla otra vez juntas, guiadas por un rey justo y capaz.
El portugués no había llamado por su nombre al hebreo, a pesar de conocerlo bien, para despersonalizarlo, porque se barruntaba que venían malos tiempos para esa grey y había que empezar a nadar a favor de esa corriente. Hay muchas personas así, como Don Juan Alfonso. Llegan a un lugar por primera vez e, inmediatamente, como por instinto, empiezan a tantear el ambiente, a olisquear por los rincones –léase, por los despachos y pasillos–, para saber cuáles son las relaciones de fuerza que allí imperan y, en último término, quién manda. Y una vez sabido, se ponen del lado de esa persona alabando y celebrando todo lo que dice y hace. Y así siguen mientras el estado de las cosas no cambie. Pero en cuanto empiezan a sospechar que el juego de fuerzas sufre alguna modificación y que el poder empieza a cambiar de manos, poco a poco, sin que se note demasiado, empiezan a ponerse de perfil respecto del anterior mandatario y a acercarse al que despunta, pero sin abandonar del todo al otro, no vaya a ser que el avance del nuevo sufra algún retroceso y haya que volver al punto de partida.
El Infante Don Pedro de Portugal estaba, por supuesto, en el ajo, pues lo habían hablado previamente Don Juan Alfonso y él –por eso estaba allí–, pero al escuchar la proposición en público, hecha de manera formal y en medio de lo más granado de la nobleza castellana, y aun de la aragonesa, la boca se le hizo agua y un hilillo de baba le empezó a salir por una de las comisuras de los labios que a punto estuvo de caérsele sobre su ropa, si antes, disimuladamente, no lo hubiese limpiado con la manga.
No sintieron lo mismo ni el Infante Don Fernando de Aragón, ni el Conde de Trastamara, pues ambos abrigaban la esperaza, uno de una manera más consciente que el otro, de ocupar algún día aquel lugar que, según sus planes, quedaría vacante pronto. Pero, provisionalmente, asintieron con la cabeza primero y dieron luego sus razones.
— Todo el mundo sabe –dijo Don Fernando de Aragón tomando la palabra– el derecho que me asiste a optar al trono de Castilla, pues soy hijo primogénito de la Reina Doña Juana de Aragón, hermana del difunto Rey Alfonso y, por lo tanto, su sobrino, y que me postulé para sucederle cuando enfermó el Rey Don Pedro en Sevilla. Pero no es el momento ahora de discusiones ni de intrigas. Si la mayoría considera que el Infante Don Pedro es el más indicado para tomar las riendas de Castilla –y entonces puso cara de circunstancia, la del que renuncia a un deseo largamente perseguido en aras del bien común– yo me pliego a la voluntad general.
— Lo mismo pienso yo –dijo el Conde–. Votemos a mano alzada si queremos o no como sustituto del Rey Don Pedro de Castilla al Infante Don Pedro de Portugal. Además, yo propongo que se nombre como caudillo de esta noble empresa que vamos a emprender a Don Juan Alfonso de Alburquerque.
Se votó primero la candidatura a la Corona y después al caudillaje, resultando elegidos los propuestos por unanimidad, entre otras cosas, porque no se postuló nadie más. El recién nombrado caudillo quiso estrenar el cargo –y clausurar al mismo tiempo la reunión–, exponiendo una última idea.
— Propongo mandar una carta a todas las ciudades de Castilla, exponiendo brevemente todo lo que aquí se ha tratado y pidiéndoles que se sumen a la causa común. Pero antes creo que deberíamos darle una última oportunidad al Rey, mandarle una carta diciendo que los aquí reunidos le pedimos que tenga a bien dejar a Doña María de Padilla y que vuelva con su mujer. Por último, propongo mandar también una carta a Doña Blanca, que está en Toledo, diciéndole que estamos de su lado y a su servicio, y que es nuestra intención hacer recapacitar al Rey, hacer que entre en razones, y reponerla a ella en el lugar que le corresponde.
Todos los presentes aplaudieron estas primeras disposiciones de Don Juan Alfonso, incluso la de mandar un último aviso al monarca, aún a sabiendas de que el Rey, en cuanto la leyera, los iba a mandar a todos a paseo, pasándose el requerimiento por el Arco de la Sangre.
La torre de la estrella
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