Capítulo XII
Al parecer, una de las ocasiones más grandes que vieron los siglos, la batalla de Nájera, habría juntado a dos caracteres muy distintos e incompatibles, según la visión de ellos que ha llegado hasta nosotros, procedente, en gran medida, de los historiadores ingleses y españoles de finales del XIX y primeros del XX.
Según los primeros –hijos de una Gran Bretaña victoriosa y orgullosa de sí misma, que vivía los momentos álgidos de su gloria–, el Príncipe Negro sería el prototipo del “gentleman” inglés, modelo de caballero y príncipe cristiano, una figura plana, monolítica, sin claroscuros ni sombras (olvidando hechos como el de que empleara a tropas mercenarias que cometían toda clase de tropelías entre la población civil allí por donde pasaban; o que, entre octubre y noviembre de 1355, hubiera cruzado el sur de Francia, desde Gascuña hasta el Mediterráneo, saqueando campos y ciudades, reuniendo un botín nada desdeñable antes de volver a casa).
— Me ha de perdonar su Alteza Real que le diga que en lo que me pide no le asiste razón. Estos caballeros son mis protegidos. Faltaría a mi honor y a las obligaciones que todo caballero cristiano tiene para con los prisioneros que comparten su misma fe, si os hago entrega de ellos. Ni por todos los dineros del mundo lo haría, pues temo que si lo hago los matéis. Sólo os puedo entregar a aquéllos sobre los que pese sentencia condenatoria vuestra anterior a la batalla.
Se opuso el Príncipe a la petición con formas solemnes y voz engolada y como ofendido en su honor, haciendo ascos y visiones con la cara, cuando en realidad velaba por su negocio, por el jugoso rescate que pensaba pedir a las familias de los caballeros a cambio de su libertad. Como las cien mil libras que tenía pensado exigir a la familia de Don Alfonso de Aragón, Conde de Denia, dejándola hipotecada, en caso de que aceptase, para varias generaciones; o las treinta mil a la de Don Pedro López de Ayala. Para él, aquello nunca fue una vendetta, sino una simple operación mercantil, de la que se podían obtener unas jugosas ganancias.
— Siendo así, he de hacerme a la idea de que tengo más perdido el reino de lo que lo tenía al principio, antes de la batalla. La mayoría de esos caballeros han conspirado contra mi persona para quitarme el trono. Si quedan en vuestro poder, todo el dinero que he gastado en esta campaña ha sido en balde –le contestó Don Pedro rojo de ira.
— Señor pariente, a mí no me parece que tengáis más perdido el reino que antes. Más bien al contrario, lo tendréis más seguro si cambiáis de conducta, dejáis las muertes y las venganzas a un lado e intentáis ganaros la voluntad de vuestros súbditos con otros métodos. Si no lo hacéis así, corréis el peligro de perder vuestro reino para siempre, y ni yo, ni mi padre y Señor, el Rey de Inglaterra, podremos hacer nada para ayudaros aunque queramos –le contestó el Príncipe de Gales, utilizando como argumento, para echar por tierra los de Don Pedro, la información que le había hecho llegar Don Enrique en su carta sobre la supuesta tiranía de Don Pedro para con su pueblo.
Por supuesto, todas aquellas razones cayeron en saco roto, a Don Pedro le entraron por un oído y le salieron por el otro. En ningún momento se le pasó por la cabeza, ni antes de esta conversación, ni después, qué él estuviera utilizando métodos excesivamente expeditivos o crueles. Él lo único que estaba haciendo era impartir justicia.
— Señor Príncipe, a mí me persigue una leyenda negra, levantada y alimentada por mis enemigos, por hacer las mismas cosas que a otros le reportan gloria y fama. El primero que tendría que callarse seriáis vos, en lugar de andar por ahí impartiendo lecciones de prudencia, pues todo el mundo sabe hasta qué punto fuisteis cruel y despiadado con los naturales de vuestros dominios de Guyana y Aquitania.
— Don Pedro –le interrumpió el de Gales, que por un momento se vio acorralado entre las cuerdas y tuvo que echar mano de todas sus dotes dialécticas para zafarse del abrazo–, no comparéis hechos que tuvieron lugar con ocasión de acciones bélicas contra un enemigo externo, pues eso es lo que eran Guyana y Aquitania cuando ocurrieron los sucesos de los que me acusáis, con la tiranía y rigor que vos habéis mostrado, según dicen, con vuestro propio pueblo.
— Señor Príncipe, si un rey prudente tiene que cuidarse de los enemigos externos, mucho más tiene que hacerlo de los internos. En Castilla hay muchos que no miran por la salud de su país. Más bien al contrario, lo prefieren débil y enfermizo para así medrar mejor y acrecentar su patrimonio. Contra ésos es contra los que yo he sido duro y cruel. Lo único que he hecho es impartir justicia, intentar sanar, como hace el físico, el cuerpo que se considera enfermo y, a veces, para conseguirlo, no hay más remedio que practicar una sangría.
Después de esto, un lunes, partieron de Nájera y emprendieron el camino hacia Burgos, donde llegaron al cabo de un par de días. Allí, Don Pedro, a pesar de todo lo ocurrido, trato muy bien al inglés. Le dio habitación en el monasterio de Las Huelgas, un monasterio muy noble, mitad convento, mitad fortaleza, situado en las afueras de la ciudad, no muy lejos del río Arlanzón. Lugar que era prueba y testigo de la vinculación antigua que unía a las dos Coronas, la de Inglaterra y la de Castilla, y de que el tratamiento de “pariente” que el Príncipe de Gales le daba a Don Pedro no era mera retórica, sino que obedecía a una verdadera consanguinidad.
En su nave central están enterrados Don Alfonso VIII de Castilla, el de la gloriosa jornada de las Navas, y su esposa Doña Leonor, una Plantagenet, cuyos sepulcros, apoyados sobre cuatro leones de piedra cada uno, aparecen adornados, uno con el castillo del escudo heráldico de Castilla, y el otro con los tres leones del escudo de Inglaterra. Don Pedro cuando los vio juntos hizo su lectura particular: uno por tres, un castillo por tres leones, lo mismo que vale un castellano en relación con un inglés.
Al Duque de Lancaster, hermano del Príncipe, ordenó que lo hospedaran en el monasterio de San Pablo, y a los demás caballeros ingleses y gascones, en distintas casas de la ciudad y de los alrededores.
De lo que hicieron allí estos personajes, que de caballeros, la mayoría, no tenían nada más que el nombre, poco ha trascendido a los papeles, poco o nada dicen las crónicas. Pero por lo que solían hacer en ocasiones similares, abusando de una hospitalidad que, además, era obligada, no hay que descartar violaciones, saqueos y vejaciones de toda índole. Alguno de estos capitanes llegó a lucir en su coraza la siguiente leyenda: “Enemigo de Dios, enemigo de la piedad, enemigo de la compasión”. Y del hecho de que ese lema era una verdadera consigna de vida y no una simple brabuconada, fueron testigos, entre otros muchos, los vecinos de Barbastro, cuando los mercenarios pasaron por allí camino de Castilla, esta vez al servicio de Don Enrique.
Hacía ya tiempo que los aragoneses y navarros tenían noticia de su próxima llegada, pues se sabía que tendrían que cruzar Navarra y Aragón en su camino hacia Castilla. De hecho, Carlos el Malo y Pedro el Ceremonioso habían dado órdenes a merinos, alcaldes y castellanos para que hicieran entrar en los castillos y villas mejor fortificadas a los habitantes de las peor guarnecidas, e, incluso, que se destruyeran las casas de los arrabales que quedaban extramuros si era necesario. Pero, a los vecinos de Barbastro, no se sabe por qué, los pillaron desprevenidos y no les dio tiempo de huir. Una mañana del día 2 de febrero de 1366, alguien dio la voz de alarma.
Todos –hombres, mujeres, niños y algún animal–, corrieron hacia la iglesia del pueblo, pensando, santa simplícitas, que el lugar les infundiría respeto a los que llegaban. Entraron empujándose unos a otros, apartando a codazos a los de al lado y a empujones al de delante, hasta llenar la nave y luego la torre hasta el mismísimo campanario, quedando apretujados, como arenques ahumados, unos contra otros. Cuando llegó el capitán de los routiers (mercenarios) y se percató de la situación, decidió asarlos a fuego lento, como se asan en el jardín, sobre las brasas de un brasero, unas chuletas de cordero o una lonchas de panceta.
Éstos, excitados, como adolescentes en su primera noche de farra y alcohol, cogieron antorchas y las arrimaron a puertas y ventanas, a todo lo que prendiera, hasta que la iglesia ardió por los cuatro costados, como el Judas en el Domingo de Resurrección. Más de trescientas personas, entre hombres, mujeres y niños, murieron en Barbastro aquel día. El olor a carne quemada se pudo sentir en varios kilómetros a la redonda. Los pocos que sobrevivieron se preguntaban, desnortados, ¿dónde se habría metido Dios aquella mañana?.