TODO FLUYE

Capítulo I

Hubo un tiempo ya lejano en el que la vida de los hombres pendía constantemente de un hilo, en el que la línea que separaba la vida de la muerte era tan frágil como el himen de una doncella o la hebra doradacon la que construye pacientemente su capullo el gusano de seda. Guerras, enfermedades, inundaciones, sequías, hambrunas –“los malos años”–, hacían que conservarla se convirtiera en un auténtico milagro. Razón por la cual los contemporáneos daban gracias a su Dios todos los días por haber permitido que pasara de largo, una vez más, el ángel de la muerte. Era ésta una presencia constante. Aquél caía muerto en la guerra, aquél de resultas de una refriega, aquél de la peste negra, aquella de los dolores del parto. Una prole numerosa quedaba reducida, por inclemencias de toda índole, a una mísera progenie. Un ejército mercenario o reclutado mediante leva forzosa entraba a saco en una ciudad, después de haberla sometido a prolongado asedio (en el que sus moradores habían llegado a practicar con sus vecinos el canibalismo), y después de asesinar a hombres, mujeres y niños, destruían casas y edificios sin dejar piedra sobre piedra, sin reparar en si eran profanos o religiosos –ya levantarían ellos sobre las ruinas sus nuevos templos–. Y todo ello, sin temblarles el pulso, sin escrúpulos de conciencia, conscientes de ser igualmente capaces de crear que de destruir, de sembrar que de segar. En la tienda, en la posada, en el castillo, les esperaba la jofaina llena de agua donde poder lavarse las manos manchadas de sangre antes de sentarse a la mesa a saciar el apetito provocado por el ejercicio... En aquel pasado remoto, en aquellas duras edades, olvidadas por casi todos los que vivimos en éstas mucho más blandas, sentó Castilla en su trono a dos reyes al mismo tiempo.

Eran hijos del mismo padre pero de distinta madre, legítimo el uno y bastardo el otro. Aunque con el tiempo, llegarían a levantarse voces denunciado vicio de nacimiento también en el primero. Por lo que, de ser esto cierto, ilegítimos ambos para ceñir la corona.

Era el uno Pedro I, llamado “El Cruel” por unos y por otros “El Justiciero”. El otro, Enrique II, llamado “El Bastardo” o “El de las Mercedes”.
La duplicidad era consecuencia de ciertas conductas licenciosas de unos progenitores libertinos. Según se rumoreaba, el Rey Don Pedro era fruto, no de los que pasaban por ser sus padres, el Rey Don. Alfonso XI y la Reina Doña María de Portugal, sino de los amores de esta última con su primo y favorito, Don Juan Alfonso de Alburquerque. Al tiempo que Don Enrique lo era de los amores adúlteros de aquel mismo Rey –lo que los convertía en hermanastros– con su amante y favorita Doña Leonor de Guzmán.
Pero había otro rumor –levantado o avivado por su hermanastro– aún más infamante para el buen nombre de Don Pedro. Y era que la Reina, Doña María de Portugal, ante la imposibilidad de darle un heredero varón al Rey Don Alfonso, su marido, al dar a luz a una niña, la hizo cambiar en la misma cuna y a sus espaldas, por un niño –hijo de un judío llamado Pero Gil– que andando el tiempo llegaría a ser el Rey Don Pedro. De ahí que Don Enrique le motejara en vida e, incluso, hasta más allá de su muerte –para mancillar su memoria– con el nombre de Pero Gil, el mismo del que se suponía era su verdadero padre. Según la propaganda trastamarista, ese supuesto origen semítico vendría a explicar la inclinación, el supuesto trato de favor que el Rey Don Pedro había dispensado siempre a toda clase de herejes, tanto moros como judíos.
Mientras que la bastardía de Don Enrique era tenida por todos por cierta y probada, los orígenes oscuros de Don Pedro no pasaban de la categoría de rumor. Pero es probable, al menos cabe la posibilidad, de que la sospecha sobre lo incierto de sus orígenes hubiera ido penetrando en su alma, como el gusano en la manzana, desde la más temprana infancia, haciendo de él un hombre excesivo, hasta el punto de que fue tenido por cruel en unos tiempos, ya de por sí, bastante crueles. Y es que no hay nada mejor que unos inciertos orígenes para provocar una inestabilidad en el alma, una crisis de identidad; identidad que al estar en constante entredicho, trata de afirmarse con actos desmedidos. Porque al igual que una casa necesita de unos buenos cimientos para estar bien apuntalada, el alma necesita para lo mismo de unos ancestros seguros.
El final de aquella dualidad es de todos conocido. Una lucha cuerpo a cuerpo entre ambos hermanos en las afueras de Montiel, el último episodio en la guerra fratricida que mantenían desde hacía tiempo, y en cuyo desenlace mortal para una de las partes tuvo no poca influencia, según dicen algunos, la intervención de un tercero. Cuando Don Pedro estaba en la tienda de Du Guesclín (el tercero), donde había sido citado por éste bajo la promesa de una ayuda segura en la huída del cerco que le había montado su hermano, entró Enrique, espada en mano, y preguntó:
— ¿Dónde está ese judío hideputa?
— El hideputa seréis vos. Yo soy hijo legítimo del Rey Alfonso –contestó Pedro.
Después de aquello, los dos hermanastros se enzarzaron en una lucha sin cuartel en el interior de la tienda de Du Guesclín, y éste, según cuentan, viendo que su Señor Don Enrique llevaba las de perder, decidió inmiscuirse en la pelea haciendo que la balanza se inclinara a favor de éste, que terminó con la vida de Pedro y, al tiempo, con toda una dinastía. Daba comienzo en Castilla la dinastía de los Trastamara, de fausta memoria, y terminaba la de Borgoña.
El planteamiento y el nudo de este desenlace, es lo que de aquí en adelante intentaremos contar.

Capítulo II

Corría el siglo catorce y las malas cosechas, la peste y las guerras asolaban no sólo Castilla, sino toda el orbe cristiano. Los flagelantes recorrían los caminos azotando, inmisericordes, sus macilentos cuerpos, implorando el perdón de los pecados de los hombres. Portugal hacía ya tiempo que se había desgajado del tronco común y ahora, junto con Aragón y Castilla, se disputaban la hegemonía dentro de la península ibérica (Navarra, más débil, practicaba su juego, y hacía sus alianzas con uno u otro según convenía, incluso con extranjeros). En el sur quedaba Granada, el reino de los moros –avanzadilla de Berbería, reducto de Al-Andalus– aquellos que perdieron España al comienzo del siglo octavo, debido al ímpetu del Islam y a la debilidad de los godos. Nunca una batalla tuvo tanta trascendencia para un país como aquella del Guadalete, en la que Don Rodrigo, el último rey godo, doblaba su cerviz ante las huestes sarracenas. Casi ocho siglos se tardó en recuperar –si es que se ha recuperado– aquella España perdida, allá por el año 1492.

Y en ésas estaba el Rey Don Alfonso Onceno en el año de Jesucristo de 1350, poniendo cerco a la plaza de Gibraltar, todavía mora, cuando le sobrevino la muerte aquejado del mal del siglo, la famosa peste negra. Al Rey le empezaron a salir unos bultos como huevos en los sobacos, en las ingles y en el cuello que, poco a poco, fueron extendiéndose por otras partes del cuerpo. Cuando los médicos que le atendían tuvieron que pronunciarse sobre el origen del mal, el que dirigía aquel cónclave pronunció un diagnóstico inapelable.

— Señor, estos bultos no son otra cosa que lo que el pueblo llama bubas, y son manifestación de esa enfermedad que está haciendo estragos no sólo en Castilla, sino en Francia, en Inglaterra y en otras partes.

— ¿Y no se puede hacer nada? –preguntó el monarca.
— Rezar, Señor. A ciencia cierta, no conocemos qué es lo que causa esta pestilencia, ni sabemos dar con el remedio. Unos dicen que es un castigo de Dios por nuestros muchos pecados, y recorren los caminos flagelando sus cuerpos implorando el perdón del Altísimo. Otros, desesperados, creen llegado el fin del mundo y dedican lo que creen que son sus últimos días, a embriagarse y a satisfacer toda clase de apetitos. Otros, por fin, dicen que han sido los hebreos los que han infectado las aguas y los pozos y corrompido el aire. Lo que es cierto, Señor, es que esta enfermedad está dejando despoblados vuestros reinos, hasta tal punto que es difícil encontrar quien trabaje los campos.
El Rey murió dejando un hijo legítimo, el tenido con su esposa, la Reina Doña María de Portugal, diez bastardos que le dio su amante y favorita, Doña Leonor de Guzmán, más otros bastardos no reconocidos. Prodigalidad, tanto en descendencia como en amoríos, nada extraña en la época. Una manifestación más del poder y energía desbordantes de aquellos señores y reyes, siempre prestos para la guerra, para la justa, para el pillaje o, si se terciaba, para meterse entre las sábanas con una doncella o una dueña.
La Reina, rebosante de rencor contra la amante de su marido, no sólo por su belleza –en hermosura, la más apuesta mujer del reino–, sino por su fecundidad –un solo vástago de su lado, frente a los diez de la amante, casi todos varones–, había despotricado siempre a diestra y siniestra, en público y en privado, en su cámara y en los salones, contra la barragana del Rey.
— Esa puta ha embrujado al Rey con algún jarope. No atiende a su casa, ni a su hijo, ni a su mujer legítima. La Reina de Castilla y de León, la hija del Rey Don Alfonso de Portugal, sometida a vergüenza pública, como una vulgar ramera. Y no se conformará esa coneja con conseguir para sus hijos condados y maestrazgos, sino que llegará el día en que pretenda la corona que pertenece a mi hijo como legítimo heredero, para uno de los suyos... Soy el hazmerreír de todo el reino.
— Sosegaos, majestad –le imploraba su primo, Don Juan Alfonso de Alburquerque.
— ¡Cómo me voy a calmar! Tendría que estar muerta o no tener sangre en las venas. Ella con esa prole de hijos, todos robustos y sanos, y yo, uno sólo y aquejado de mil enfermedades.
Porque el futuro Rey de Castilla y de León, Pedro I, no fue un niño sano. Una parálisis infantil se cebó con su joven cuerpo. Acudieron a palacio médicos de todo el reino, pero ninguno supo dar con el origen del mal. Hasta que su madre, la Reina Doña María, oyó hablar de un médico judío de Zamora, al que llamaban Benasaya, que obraba milagros, y allí se trasladó con su hijo.
Una vez instalada en Zamora, la Reina hizo llamar al tal Benasaya, incumpliendo lo acordado años atrás en el sínodo de Zamora, que prohibía a los físicos judíos ejercer su oficio entre cristianos. Benasaya diagnosticó, después de mucho tantear y observar, un posible mal de nervios, y recomendó alimentación sana, baños calientes, sales de magnesio y ejercicios físicos.
El Infante sanó, pero el judío no pudo evitar que la enfermedad dejara secuelas indelebles. Le quedó un cierto ceceo en el habla, su maduración general se retrasó y un acortamiento de la tibia izquierda le produjo la cojera que sufriría el resto de su vida. Aquel ceceo y esta cojera le daban un punto de comicidad y le restaban varios para alcanzar esa majestad tan necesaria a los reyes.
Pero lo peor de todo eran aquellas convulsiones, aquellos espasmos que le asaltaban en las primeras horas del sueño, que le hacían temer hasta por su vida. Incorporándose del lecho, daba largos paseos en el silencio de la noche hasta que el seísmo pasaba, preguntándose el porqué de aquellos espasmos, por qué su naturaleza le jugaba aquella mala pasada y, como respuesta a esas preguntas, siempre le asaltaba la misma sospecha: “Alguien antes que yo, algún pariente mío, algo debió hacer en el pasado que no estuvo bien”. Sospecha que acabó formando parte de él, como el caparazón de la tortuga, terminando por sospechar hasta de su propia sombra. “Estos temblores, estos espasmos que me asaltan sin saber por qué, a horas tan intempestivas, seguramente son secuelas de un infeliz ayuntamiento de algún antepasado mío, de un apareamiento indebido, y hasta mí ha llegado esta herencia envenenada, como la cuba llena de agua que pasa de mano en mano para apagar un fuego, sólo que, en este caso, no ha apagado nada, sino que lo ha avivado cual aceite que se arroja sobre una hoguera. No somos conscientes del daño que hacemos a las generaciones venideras por un matrimonio inapropiado, por ayuntarnos con una amante, hermosa en sus facciones exteriores, pero con una naturaleza viciada. Hasta nuestras tumbas llegarán las lamentaciones de nuestros hijos y nietos por aquella cópula realizada a escondidas en alguna posada, en alguna alcoba ajena, por aquellos esponsales celebrados, no por amor, sino por razones de Estado”.
Entre los bastardos que el Rey Alfonso XI tuvo con Doña Leonor de Guzmán –Pedro, Sancho, Enrique, Fadrique, Tello y un largo etcétera hasta diez–, destacó, ya desde la niñez, el tercero, el futuro Enrique II. Aunque no muy alto de talla, fue apuesto y enérgico y, al contrario que su hemanastro, desde pequeño, más sano que un pero. Si su padre era el Rey, el once de los Alfonsos de Castilla, su madre era de linaje y solar conocidos de muchas generaciones, hembra muy rica y muy noble, y hermosa donde las haya. Eran, por tanto, los cimientos que sostenían aquel edificio de los más sólidos. Lo que le permitía mostrarse ante el mundo, frente a amigos y enemigos, con total firmeza, sin vacilaciones ni altibajos, creando a su alrededor un clima de confianza, sin miedos ni suspicacias, hasta el punto de que, sin ser el mayor de los diez hermanos que el Rey tuvo con la favorita, sino el tercero, gemelo con Fadrique, su comportamiento hacia ellos fue más el de un padre que el de un hermano. Él sería el adalid de la revuelta contra Pedro, contra el tirano y hereje Pero Gil, como rezaba la propaganda, de la que formarían parte muchos nobles y también varios de sus parientes y allegados. “Por haber nacido fuera de matrimonio, siempre nos tacharon de bastardos, tantos nobles como villanos, a mis hermanos y a mí. Siempre arrastramos, desde que tengo memoria, ese pesado baldón. Pero a los ojos de Dios, fue mi madre la esposa verdadera y no la Reina Doña María, unida a mi padre por razones de Estado y no por amor. Por eso la hizo Dios estéril y tuvo que buscar fuera lo que no podía salir, por mucho que empujara, de sus resecas entrañas. Por eso somos nosotros de mejor condición que ese tirano y hereje, que ese hijo de hebreos, miembro de la raza deicida que mató a nuestro Señor”.
Con uno u otro bando, con los trastamaristas o con los emperogilados, se alinearon los distintos reinos de la península y también los extranjeros. Así, los franceses se pusieron del lado de Enrique y los ingleses del de Pedro. Las Compañías Blancas, dirigidas por Beltrán Du Guesclín, pelearon codo con codo con Enrique desde los inicios de la revuelta. Era el tal “Claquín” un mercenario que, aunque vasallo del Rey de Francia, no tenía el menor escrúpulo en ponerse a las órdenes de cualquier Señor a cambio de una buena soldada y un buen botín. Y con la promesa de recibir no sólo eso sino algún señorío, se vino a pelear con sus Compañías Blancas a tierras españolas bajo el mando de Enrique. Aunque, a los efectos, da igual un mercenario que un soldado de leva, pues si son los dos extranjeros, ninguno sentirá los colores, defendiendo todos intereses espurios a lo que allí se juega. ¿Qué le podía importar a un bretón de a pie como Beltrán que en el trono de Castilla se sentara Enrique o se sentara Pedro?
Más que como Compañías Blancas, aquellas tropas mercenarias debieron ser bautizadas con el nombre de Compañías Rojas, porque de ese color quedaba la tierra teñida allí por donde pasaban. Estaban formadas por soldados de fortuna de todas las naciones, que trataban de emular constantemente con sus acciones al mismísimo caballo del rey de los hunos, pues donde ponían los pies tardaba en volver a crecer la hierba. En Francia descansaron cuando, por fin, se libraron de ellos. Y en España, aun cuando venían a luchar del lado de uno de los dos bandos que se disputaban el trono de Castilla, como un ejército amigo en teoría, su comportamiento con la población indígena fue la de un ejército enemigo. La única causa por la que luchaba la mayoría de ellos era un buen botín y una buena paga, y si no la recibían, o no la recibían a tiempo, de aquél que los contrataba, se la tomaban ellos mismos por su cuenta mediante la rapiña y el saqueo de las villas y ciudades que tenían más a mano, de gente menuda que estaba, frente a estas alimañas, a la intemperie, sin ningún rey o señor que los protegiera.
Aquel hombre de una fealdad de leyenda, cabeza enorme, cuerpo grande, piernas cortas, asimétrico, desproporcionado, tenía poco que agradecer a la naturaleza en lo que a belleza se refiere. Pero, como contrapartida, la misma naturaleza le había dotado extraordinariamente bien para la guerra. En ella se encontraba como pez en el agua.
Cada época tiene sus héroes. Mostraban entonces los paladines, en su escudo o en su pendón, como divisa, un león, un oso, una pantera o cualquier otro animal cuyas cualidades de fuerza, valentía o resistencia querían imitar en el combate. Ahora muestran, pongamos por caso, una manzana o una abeja. Beltrán lo fue en la suya, enterrado, en pago a sus servicios en la guerra de los Cien Años, en la tumba de los reyes de Francia. Hoy no pasaría de portero de discoteca o de sicario de algún cártel de la droga. “Soy –se decía– demasiado feo para seducir mujeres. En cambio sé hacerme respetar por mis enemigos. El secreto está en ser más violento y cruel que tu contrario, en tener poco que perder y mucho que ganar: una vida miserable y relegada al olvido, si pierdes, y dinero, nobleza, fama, si vences... La guerra es mi negocio. Otros son campesinos, menestrales, físicos, arrendadores de impuestos. Yo busco la gloria en la batalla. A eso me dedico. Y, aunque mi señor natural es el rey de Francia, me vendo al mejor postor, al que ofrezca una buena paga y unos buenos despojos. No quiero morir lentamente en mi lecho lleno de achaques, haciéndome mis necesidades en la cama. Prefiero una muerte rápida, atravesado por una flecha o una lanza mientras enfilo mi caballo, hacha en ristre, contra un infiel o un inglés. Y cuando me llegue la hora, Dios me habrá de perdonar por la muertes, violaciones y rapiñas cometidas y abrirme las puertas del cielo, pues yo no elegí ser como soy. Él fue el que me hizo así, el que dispuso todo mi ser para la lucha”.
La torre de la estrella
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