Capítulo XLV
Todo esto decía o daba a entender la propaganda de Enrique en contra del Rey de Castilla. Y al ver que las sucesivas campañas propagandísticas hacían mella en él, volvía a la carga cada vez con más saña.
— Ese maldito bastardo me tacha de tener el mismo vicio que él. Pero aun va más allá. Va diciendo por ahí que mi padre no es el Rey Alfonso, sino un tal Pero Gil, que Dios confunda, un judío que, al parecer, frecuentaba la corte en tiempos de mi padre, que se habría entendido con mi madre, dolida por los desplantes y humillaciones de su esposo, y de cuyo comercio carnal habría nacido yo. No pararé hasta haber dado muerte a ese hijo de la gran puta –se repetía a sí mismo, una y otra vez, Don Pedro.
Y, ¿cómo calmaba el Rey ese continuo malestar, esa permanente desazón provocada por la inseguridad de sus orígenes? Con la terapia de la guerra; la guerra como analgésico, como calmante para el dolor del alma, la guerra como alimento para aplacar a la fiera interior que te devora.
“ Y acordó con algunos de sus privados de ir encubiertamente a hacer guerra a Aragón, por tomar alguna villa o castillo, antes de que el Rey de Aragón se apercibiese. Que él sabía como éste estaba en una villa suya que dicen Perpiñán, que es al cabo de su reino, y que estaba sin sospecha”. Así, de esta manera, retomó la guerra que hacía algún tiempo había interrumpido, debido a aquel tratado de paz firmado in extremis.
Pero, como suele ocurrir muchas veces, la cosa se complicó y, lo que hasta entonces había sido una guerra doméstica, reducida a los límites de la península Ibérica, se internacionalizó, al pedir los contendientes principales, Castilla y Aragón, ayuda a reinos extranjeros, el primero a los ingleses y el segundo a Francia. Con lo cual, lo que hasta entonces había sido un conflicto entre aquellos dos, terminó siendo, según algunos, un episodio de la Guerra de los Cien Años, entiendo que por ser ésta de mayor duración. Pero si es por eso, también la Guerra de los Cien Años podría ser considerada un episodio de la Reconquista, pues ejércitos de aquellos dos reinos intervinieron en más de una ocasión en esta larga contienda.
Guerras las hay de todos los colores. Pero, quizá, la peor de todas sea la guerra interior, la que libra cada uno contra sus propios demonios o contra la tentación del suicidio provocada por un dolor intensísimo, como debe ser el que sigue a la muerte de un hijo. Es lo que le iba a ocurrir ahora a Don Pedro.
Como en tantas otras ocasiones en el pasado, éste interrumpió la campaña de Aragón, una vez tomada Calatayud, para irse a descansar a Sevilla. Allí le esperaba la muerte. Pero no la muerte cotidiana, la del día a día, a la que ya estaba acostumbrado, sino la muerte con mayúsculas.
A los pocos días de llegar a esta ciudad, el dieciocho de octubre de aquel año, moría su hijo Alfonso, el mayor de los tenidos con Doña María de Padilla, el que estaba, en principio, destinado a sucederle. Él ya tenía experiencia en el fallecimiento de un ser querido. Pero ahora se trataba de su hijo. Una muerte de esta índole a un hombre moderno lo deja, sino hundido, tocado para el resto de su vida. Pero a alguien como Don Pedro, un guerrero, un hombre de su tiempo, volcado hacia el exterior, la guerra lo iba a salvar.
Después de llevarse dos largos días encerrado en su habitación, cuando ya no le quedaban más lagrimas por derramar, harto de estar tumbado en su cama casi sin probar vocado, esperando del cielo un consuelo que no acababa de llegar, se incorporó, salió fuera, llamó a su mayordomo y le ordenó que dispusiera todo lo necesario para el entierro. En Aragón le esperaban muchas villas y castillos por ganar.
— Dispón todo lo necesario para los funerales. Quiero que toda Sevilla, que todo el Reino llore la muerte de mi hijo Alfonso, el que, de haber tenido ocasión de reinar, hubiera sido el doceavo de este nombre... Uno siempre espera que sus hijos le sobrevivan... Cuando terminen volveré inmediatamente a Aragón.
— Majestad, no hace falta que vayáis si no queréis. Las villas aragonesas que conquistasteis están todas bien guardadas. En Calatayud dejasteis a Garci Álvarez de Toledo, en Aranda al Maestre de Calatrava, Suero Martínez, con trescientos de a caballo, y en Molina, al Maestre de Santiago, con otros trescientos caballeros más. No hay nada que temer.
Y lo pagaron, ¡vaya si lo pagaron!. Entró de nuevo en Aragón y cercó la ciudad de Tarazona hasta que la tomó, después la villa de Borja, después Magallón y, por último, Cariñena, donde hizo matar a todo el que encontró, dejando la tierra teñida de rojo, y no precisamente de vino; un baño de sangre purificante, un calmante para el dolor.
Aquella crueldad excesiva, aquellas matanzas en masa, se debían también al hecho de que sus tropas estaban formadas no sólo por cristianos, sino también por musulmanes, tropas moras cedidas por el Rey Mohamed de Granada –aquél al que Don Pedro había ayudado a recuperar su trono–, que no tenían el menor miramiento con los que no profesaban su fe (al igual que éstos tampoco lo tenían con ellos), o, por lo menos, así fue visto por el pueblo, que lo tachó de anticristo y de diablo.
Antes de subir de nuevo hacia Aragón, le había escrito una carta al Rey Mohamed en estos términos: “Querido hermano. Nos y vos sabemos lo que es la traición, vos en la persona del Rey Bermejo, aquél que con malas artes os arrebató el trono y que hoy, gracias a Dios, pena sus pecados en el infierno, y yo en las personas del Rey de Aragón y de mi hermanastro el Conde Don Enrique, que, junto con el Infante Don Fernando de Aragón, andan compinchados para despojarme del mío. Como los tres persiguen lo mismo, el trono de Castilla, y no se fían los unos de los otros, barrunto que, más pronto que tarde, esa alianza se vendrá abajo y terminarán matándose entre ellos. Pero, por el momento, me dicen que han logrado ayuntar muchas tropas en Aragón, tanto de aragoneses como de castellanos renegados, caballeros que en su día fueron vasallos míos y que se han desnaturalizado pasándose al enemigo. Por eso os pido que me devolváis el favor que en su día os hice, y enviéis en mi ayuda algunos caballeros vuestros”.
El Rey Mohamed atendió a la petición que le hizo Don Pedro y envió en su ayuda a un caballero suyo al que llamaban Farx Reduan con seiscientos jinetes, hombres que creían a pies juntillas que si morían en la guerra contra el infiel iban derechos al Paraíso; un cielo muy físico, poco o nada contemplativo, un oasis con fuentes que manan leche y miel, y bajo cuyas palmeras danzan envueltas en gasas y vaporosos velos e impregnadas de suaves perfumes, cientos de hermosas huríes en permanente celo. Con este estímulo habían conquistado medio mundo y, aunque en franca decadencia y perdiendo terreno frente a sus enemigos, aún les quedaban arrestos para guerras puntuales, para entrar en tierra de cristianos, matar, saquear, y replegarse luego a sus dominios. De este talante eran las tropas que recibió el Rey Don Pedro de parte del Rey de Granada.
Si al Rey de Granada le llamaba hermano, al de Inglaterra le llamaba amigo. Como se recelaba del Rey de Francia debido a la muerte de su sobrina, la Reina Doña Blanca, hasta la Corte del inglés envió embajadores portadores de cartas que empezaban así: “Querido amigo. Saludos a vos y a vuestro valeroso hijo el Príncipe de Gales...”, y terminaban requiriendo su amistad y cooperación.
Al Rey de Inglaterra le plugo la embajada del Rey de Castilla y, a su vez, envió embajadores a la frontera de Castilla con Aragón, al real que el castellano había montado en las afueras de Calatayud, ya de vuelta de Sevilla para proseguir la guerra con el aragonés. Y allí hicieron sus tratados y ligas, en los que acordaron ser uno frente al mundo, ingleses y castellanos.
¿Qué era los que les servía a éstos de estímulo para entrar en combate? El cielo que les habían prometido en caso de morir en la guerra no era tan estimulante como aquel otro, pues, básicamente, consistía en estar, junto con los ángeles y los santos, en un lugar indefinido, sin concretar, contemplando, por los siglos de los siglos, la imagen de Dios; una perspectiva nada edificante para unos hombres tan rudos.
Entonces, ¿qué era los que les empujaba a luchar? El ansia de poder, de conquista, de honores, de gloria... Era la suya una religión que no había penetrado aún lo suficientemente en sus corazones. Lo cual les llevaba a un incumplimiento sistemático de todos sus mandamientos, empezando por el de “No matarás”, siguiendo por el de “No desearás los bienes ajenos”, continuando por el de “No fornicarás”, y así, hasta el último de ellos. Eso sí, cuando sentían la proximidad de la muerte, se daban prisa en ajustar cuentas con el “Gran Hacedor”, pagando misas, haciendo donaciones de última hora, absteniéndose de cometer actos impuros, después de toda una vida de lujuria y adulterio. Y esto era así porque, si les costaba imaginar aquel cielo tan etéreo, no tenían ninguna dificultad en verse a sí mismos ardiendo en las llamas del infierno, cociéndose lentamente en un gran puchero, entrando en un lugar –que ellos situaban en una especie de mazamorras a cientos de metros bajo el suelo– en cuyo pórtico Satanás había hecho gravar una leyenda terrible: “Abandonad toda esperanza” (de salir).
Se acordaban de Santa Rita sólo cuando oían tronar. Mientras tanto, hasta que no veían próxima la última hora, Castilla, Aragón, Portugal, Navarra, Francia, Inglaterra, Borgoña..., no eran, a sus ojos, lugares lo suficientemente anchos, les venían pequeños a aquellos señores y reyes, y había que ensancharlos como fuese; si era necesario, con la espada.