Capítulo VIII
Se
aproximaba el día de la gran batalla de la “Primera Guerra
Mundial”. Si convenimos en que Europa era entonces el mundo –la
carne del plato–, y los principales reinos o repúblicas del
continente (castellanos, aragoneses, mallorquines, navarros,
ingleses, franceses, gascones, bretones, genoveses, alemanes,
bávaros...) iban a estar presentes en la misma, de mundial se
podría perfectamente calificar.
El 19 de febrero
de 1367, en pleno invierno, comenzaron a cruzar las tropas
anglo-gasconas del Príncipe de Gales, desde sus dominios de
Aquitania, los puertos de Roncesvalles, en el mismo orden que iban
a tener en el campo de batalla, pues ya antes de salir había
decidido junto con sus consejeros el orden de la misma.
Abría el paso la
vanguardia al mando de Juan de Gante, Duque de Lancaster, hermano
del Príncipe, formada en su mayoría por mercenarios ingleses y
gascones, más cuatrocientos arqueros llegados de Inglaterra
portadores del temible “long bow”, arco de madera de tejo de casi
dos metros de altura y una cadencia de disparo de diez flechas por
minuto (frente a las pesadas ballestas castellanas que disparaban
sólo una o dos en el mismo tiempo). En total, unos tres mil
hombres.
A éste cuerpo de
élite –los legionarios o marines de entonces–, le seguía el cuerpo
principal del ejército dirigido por el Príncipe Negro acompañado
del Rey Don Pedro, formado por unos tres mil caballeros vasallos
del Príncipe, más ochocientos caballeros castellanos y trescientas
lanzas navarras. En total, unos cuatro mil hombres de a
caballo.
Cerraban el paso
las fuerzas que formarían luego las alas del ejército el día de la
batalla. El ala izquierda, mandada por el Conde de Foie, formada
por dos mil mercenarios, principalmente ingleses y gascones; y el
ala derecha, mandada por el Conde de Armañac, igualmente compuesta
por unos dos mil mercenarios, también de aquellas
nacionalidades.
En total, unos
once mil hombres, la mitad con sus respectivas caballerías, más
carros e ingenios de guerra de toda clase, pasaron entre el 19 y el
22 de febrero por el desfiladero, unas veces hundidos en nieve
hasta las rodillas y otras en barro, pero, finalmente, satisfechos,
una vez que todo hubo terminado, por haber dejado atrás, quizá, el
mayor obstáculo de la campaña. A todos les movía el ansia de botín
y, además, al Príncipe de Gales, el deber caballeresco de reponer
en su trono a un rey legítimo, del que había sido desposeído por un
bastardo.
Los nombres
propios que formaban aquella fuerza internacional eran, en la
vanguardia, Juan de Gante, John Chandos, Hugo de Carvolay, Aymery
de Rochechouart, Guillermo de Clayton, Hugo de Hastings, el Señor
de Retz, John Devereux, Eustache de Aberchicourt, John Cresswell,
Robert Cheyney, Tohmas Aberton, Galillard de la Motte, William
Butler y Richard Taunton; en el cuerpo principal, el Príncipe de
Gales, Jaime de Mallorca y Pedro I de Castilla; en el ala
izquierda, el Conde de Foie, Juan de Grailly, el Señor de Pons, el
Señor de Pommiers, el Conde de Montlesson y el Senescal de Burdeos;
y en el ala derecha, el Conde de Armañac, el Señor de Albret, el
Señor de Partinay, el Señor de Mucident y el Señor de Rosen. El
resto, hasta once mil, hombres sin rostro, sin nombre y apellidos,
mercenarios de todas las naciones que componían las temidas
Compañías Blancas, soldados profesionales reclutados de todos los
rincones de Europa, que se vendían al que mejor les pagara y que
cuando no hacían la guerra era casi peor, porque se dedicaban a la
rapiña y al pillaje, con lo cual nadie los quería tener demasiado
tiempo como invitados en casa, pues no se iban de ninguna sin antes
haber dejado la despena vacía y a sus mujeres, violadas.
Como la mayoría eran ingleses, o gascones
vasallos del Príncipe Negro, su grito de guerra era “Por San
Jorge”.
El
objetivo inmediato era conquistar Burgos, ciudad a la que el
Príncipe Negro consideraba capital de aquel reino. Por ello, nada
más cruzar los puertos, allí se dirigió por el que creía que era el
camino más recto, el formado por la ruta de Pamplona, Estella,
Logroño y Santo Domingo de la Calzada.
Cuando a finales de febrero, todavía reunido en
las Cortes de Burgos, Don Enrique se enteró de que el Rey Don Pedro
y el Príncipe de Gales habían cruzado los pasos de Roncesvalles con
un enorme ejército, sin que Carlos de Navarra les hubiera puesto
traba ni obstáculo alguno, y que a esas alturas estaban ya en los
alrededores de Pamplona, reunió a todo su ejército y a toda prisa
se dirigió a la Rioja, a Santo Domingo de la Calzada, para
cortarles el paso hacia Burgos. Y en el encinar de Bañares, cerca
de Santo Domingo, levantó su real e hizo alarde de los hombres con
los que contaba, en total, unos cuatro mil quinientos entre hombres
de a pie y de a caballo, una fuerza también internacional integrada
por mercenarios franceses y bretones, caballeros aragoneses,
caballeros castellanos de la Orden de la Banda, y soldados de leva
reclutados en los pueblos de Aragón y de Castilla, entre ellos,
honderos que donde ponían el ojo ponían la piedra.
Los
nombres propios de aquel ejército, a los que podemos poner rostro,
nombre y apellidos, eran, Enrique II de Castilla, Don Tello y Don
Sancho, sus hermanos, Beltrán du Guesclín, Arnolud D´Audrehem,
Pierre de Villaines, Pero Fernández de Velasco, Pero Ruiz
Sarmiento, Juan Rodríguez Sarmiento, Sancho Fernández de Tovar,
Garci Laso de la Vega, Garci Álvarez de Toledo, Juan González de
Avellaneda, Juan González de Ferrera, Pero Manrique, Gómez González
de Castañeda, Rui Díaz de Rojas, Rui González de Cisneros, Suero
Pérez de Quiñónez, Juan Ramírez de Arellano, Pero López de Ayala,
Men Suarez, Gonzalo Bernal de Quirós, Don Alonso, hijo de Don
Enrique, Don Pedro, hijo del difunto Don Fadrique, Iñigo López de
Orozco, Alvar García de Albornoz, Pero González de Agüero, Alfonso
Pérez de Guzmán, Gonzalo Gómez de Cisneros, Pero González de
Mendoza, Fernán Pérez de Ayala, Ambrosio Bocanegra y Juan Alfonso
de Haro. El resto hasta cuatro mil quinientos, reclutas y
mercenarios, igual que en el bando enemigo, esta vez al mando de
Don Enrique a través de sus capitanes, Beltrán du Guesclín y Pierre
de Villaines.
Como la mayoría de la fuerzas enriquistas estaban
formadas por castellanos y aragoneses, su grito de guerra era “Por
Santiago”. Su objetivo, expulsar de Castilla aquella fuerza
invasora y mantener en el trono de la misma a Don Enrique de
Trastamara.
Concluido el alarde, Don Enrique, para acordar el
orden de la batalla, convocó en su tienda a los jefes de la
Compañías mercenarias y a algunos caballeros aragoneses y
castellanos. Previamente, los criados habían puesto la mesa –un
tablero sobre cuatro patas lo suficientemente largo para que
cupieran unas veinte personas–, encima de la cual colocaron viandas
abundantes y vino de la Rioja, ideal para entrar en calor. Aquí
empezaron los primeros problemas.
—
Majestad, dado que la vanguardia enemiga, por lo que sabemos,
luchará a pie llegado el momento, también nosotros tendremos que
desmontar, echarnos al suelo y luchar cuerpo a cuerpo –dijo Beltrán
du Guesclín, mientras que desde la parte castellana y aragonesa se
escuchaban murmullos de reprobación; haciendo oídos sordos, Beltrán
prosiguió: Delante podemos ir, el Señor D´Audrehem, el Señor de
Villaines y yo mismo, con toda nuestra gente, además de los
caballeros que vos digáis, todos bien protegidos para evitar las
flechas inglesas y dispuestos a echarse al suelo y combatir cuando
sea necesario. Sugiero también, ya que nos duplican en número, que
antes de presentarles cara, les hagamos emboscadas, que los
hostiguemos con ataques rápidos, retirándonos inmediatamente
después de haberles infringido el mayor daño posible; se trata de
llevar a cabo una guerra de desgaste, para que su ejército llegue
al día de la batalla lo más mermado posible.
La
nobleza castellana y aragonesa, allí presente, no daba crédito a lo
que oía. Aquel extranjero les estaba pidiendo que se comportaran
como ladrones, como salteadores de caminos, y que lucharan como los
peones, a pie. Era toda una novedad en Aragón y en Castilla, un
caballero luchando a pie, sin caballo. Y aquel extranjero sostenía
que aquella manera de luchar había dado muy buenos resultados en la
guerra que mantenían Francia e Inglaterra. Un Velasco, un Laso de
la Vega, un Álvarez de Toledo, un Guzmán, un Mendoza, un Haro, no
podía luchar a pie como un gañán. Aquel bretón debía de estar loco.
Algún golpe en la cabeza le había dejado secuelas que le impedían
razonar bien.
—
¿Para qué están los caballos? ¿Para ir de romería o para servir de
montura a un caballero? –preguntó Pero Fernández de Velasco;
pregunta retórica, pues ya tenía la respuesta– Pues para servir de
montura a un caballero en la guerra, claro está. Yo digo que
luchemos a caballo, como hemos hecho siempre y, por supuesto, a
campo abierto. Lo contrario se interpretaría como signo de
debilidad o cobardía. Que primero ataquen vuestros mercenarios, a
pie si queréis, junto con nuestros jinetes (los jinetes eran la
caballería ligera, en la que, como protección, primaba el cuero
sobre el metal, lo que les hacía extremadamente vulnerables a las
flechas inglesas). Después iremos nosotros, los hombres de armas,
la caballería pesada, a rematar la faena. Siempre hemos luchado así
con los granadinos y no nos ha ido mal.
Fernández de Velasco hablaba en nombre de los
“Grandes” de Castilla, la mayoría, allí sentados a su vera, gente
dura, austera, bragada en mil batallas, capaces de seguir luchando,
sin inmutarse, con una flecha clavada en la pierna.
¿Su
negativa a adaptarse a las novedades que venían de fuera, de más
allá de los Pirineos, era síntoma de firmeza de espíritu o simple
ceguera y soberbia?
—
Los moros –replicó Beltrán– no tienen los arcos que tienen los
ingleses, capaces de disparar diez flechas por minuto y de
atravesar una armadura como si fuera un trozo de tocino. Pero allá
vosotros. Esta es vuestra guerra más que la nuestra. Nosotros
haremos lo que diga Don Enrique (“que es el que paga”, le faltó
decir).
Don
Enrique, que había nacido de pie, hijo de padres poderosos,
creyéndose hijo también de la diosa Fortuna, convencido de que no
podía fallar en aquella aventura, era partidario de una campaña
rápida. Pero, además, tenía razones más prosaicas para desear que
todo acabara lo antes posible y no demorarse en una guerra de
desgaste, larga por naturaleza: no tenía dinero para mantener
aquella fuerza durante mucho tiempo y quería licenciar a las tropas
mercenarias cuanto antes.
—
Nos lo jugaremos todo a una carta. Dios y el apóstol Santiago
estarán de nuestro lado. Nada de escaramuzas. A campo abierto y
cara a cara. Les presentaremos batalla enseguida. El orden de la
misma, si no tenéis una idea mejor, será el siguiente: delante irán
Beltrán du Guesclín, D´Audrehem y Pierre de Villanes, con sus
mercenarios, más los caballeros de la Orden de la Banda, todos a
pie (aquello era una concesión a Beltrán, su hombre de confianza);
el ala izquierda la formarán hijosdalgos de Castilla, a caballo y
con equipamiento ligero, y la mandará mí hermano Don Tello; en el
ala derecha, a caballo, irán los caballeros aragoneses y de la
Orden de Santiago y Calatrava, al mando de Don Alfonso, Marqués de
Villena; en la retaguardia iré yo con la caballería pesada, los
peones y los honderos... Y ahora, comed y bebed y que Dios reparta
suerte.
Quien no iba a estar, ni de forma presencial ni
en espíritu –aunque se había comprometido con ambos a luchar al
lado de cada uno de ellos en el campo de batalla–, era el Rey
Carlos de Navarra. La treta que ideó para excusar su presencia fue
la que sigue. Envió una carta a un tal Mosén Oliver, caballero
bretón, dueño de la villa y castillo de Borja en tierras
aragonesas, en la que le decía: “Señor Mosén Oliver, próximamente
tendrá lugar una batalla, en lugar aún por determinar, entre el Rey
Don Pedro y el Rey Don Enrique, en disputa por el trono de
Castilla, y como me he comprometido con ambos a estar presente y a
luchar al lado de cada uno el día de marras, y como no tengo como
Dios el don de la ubicuidad, he decidido no estar con ninguno. Para
excusar mi presencia, he pensado que podría irme a cazar a vuestras
tierras y que mientras cazo, mientras practico con mi gente el
noble arte de la cetrería, bien me podríais apresar con alguna
excusa, por cazar en corral ajeno, por ejemplo, llevándome luego a
vuestro castillo, donde me tendríais retenido hasta que pase la
tormenta. Si me hacéis esta merced que os pido, prometo daros en
pago una villa y castillo que tengo en tierras de Normandía, que
rentan tres mil francos de oro anuales. Contestad lo más aína que
podáis. Carlos, Rey de Navarra”.
Al
cabo de una semana, estando Don Carlos con el azor en la mano en
los alrededores de Borja esperando a que pasara alguna paloma
torcaz, cayó sobre él Mosén Oliver, y con suaves maneras lo invitó
a acompañarle a su castillo, que distaba de allí un par de leguas,
donde lo tuvo retenido a pensión completa hasta que todo hubo
pasado.
Era
ya tarde cuando Don Enrique se quedó, por fin, sólo en su tienda.
Los criados habían retirado ya la mesa, los perros habían dado
buena cuenta de las sobras que habían caído al suelo, y, antes de
acostarse, pensó en recortarse la barba, que la tenía muy crecida.
Cuando estaba en ello, tijera en ristre, delante de una bandeja de
bronce muy pulida que le servía de espejo, le asaltaron
pensamientos sombríos. Se la recortaba cada tres meses, más o
menos. Si le quedaban, en el mejor de los casos, diez años de vida
(de no caer muerto antes en ésta u otra batalla), le quedaban unos
cuarenta recortes. ¿Eran muchos o pocos? Depende de para quién. A
él se le hacían pocos, muy pocos, porque quería hacer aún muchas
cosas antes de morir. La principal, acabar con su enemigo y
consolidar la corona. Por eso tenía prisa. Por eso, cuando terminó
de recortársela, agitó la cabeza, como hacen los perros después de
haber estado un buen rato tumbados, para expulsar de ella aquellas
ideas y, acto seguido, se echó en la cama. Ahora tocaba descansar.
Le esperaban unos días muy duros. Pero su sueño no iba a ser
tranquilo. Una visita inesperada vino a perturbarlo. “La loba
capitolina amamantó a Rómulo y Remo, los fundadores de Roma. Otra
loba os ha parido y amamantado a vosotros, fundadores de una
dinastía que llevará a Castilla donde Roma nunca llegó. En ti,
Enrique, el más fuerte de todos, recaerá, como pasó con Rómulo, esa
tarea. Deberás vengar a tu madre, deberás vengar a tu hermano,
muertos ambos a manos del Rey Cruel. Deberás sacar a Castilla de la
postración donde la han arrastrado sus enemigos de dentro y de
fuera, y colocarla en el sitio que le corresponde en el concierto
de las naciones. Y, luego, otros vendrán que la llevarán allende
los mares, de los Pirineos y del estrecho de Gibraltar, y la harán
tan grande como nunca lo fueron Persia, Roma o Cartago. Despierta
hijo, tienes trabajo, ya habrá tiempo de dormir”.
—
Despertad, Señor, despertad.
—
¿Qué ocurre?
—
Majestad, acaba de llegar un correo con nuevas que no son nada
buenas.
—
Hablad.
—
Por lo visto, Don Pedro y el Príncipe de Gales han dejado atrás
Viana y están ya camino de Nájera.
—
Dad la orden de que se levante de inmediato el campamento. Iremos a
su encuentro.