Capítulo XIII
El pueblo
siempre ha gustado de las ejecuciones públicas en las distintas
modalidades en que se han presentado a lo largo de la historia: las
de los primeros cristianos a manos de los leones en el circo de
Roma, las de los
condenados a ser quemados en las diversas hogueras que ardieron
durante la Edad Media y el Renacimiento en todas las plazas de
Europa, las de los condenados a morir en la guillotina en la época
del Terror revolucionario, o las de los condenados a morir
estrangulados en el garrote vil. Estas condenas conllevaban, además
de la principal –decapitación, quema, muerte a manos de las
fieras–, la accesoria del sometimiento previo del reo a la
vergüenza pública. Si las democracias modernas han acabado, de
momento, con la primera, no han hecho lo mismo con la segunda, pues
seguimos viendo cómo muchos personajes públicos siguen siendo
sometidos a dicho tormento durante los largos procesos judiciales
en los que se ven envueltos, para mayor disfrute y entretenimiento
de la multitud que, en lo esencial, no ha cambiado desde los
albores de los tiempos en cuanto al gusto por la sangre se refiere.
Hasta tal punto que no sería de extrañar que, un día de éstos, una
turba de exaltados antifumadores, a falta de mejor causa, quemara
en la plaza pública a algún fumador desprevenido, prendiendo la
pira sacrificial con la misma colilla de su cigarro, no sin antes
haber sometido a su víctima a toda clase de burlas, intuyendo que
para algunos espíritus delicados, peor aun que la muerte, es la
vergüenza. Una de estas almas delicadas fue Doña Urraca Osorio de
Lara.
Después de la
victoria de Nájera, Don Pedro pensó, acertadamente, que no estaba
ni mucho menos todo hecho. Primero, porque el bastardo había
escapado a Francia; segundo, porque el Príncipe Negro no le quería
hacer entrega de los traidores que habían caído presos en la
batalla; y tercero y último, porque además de éstos, había otros
muchos dispersos por todos los rincones del reino. Pero contra
éstos últimos si que se podía hacer algo. Uno de ellos, según él,
era el hijo de Doña Urraca, Don Juan Alfonso de Guzmán, Señor de
Sanlúcar.
Así que decidió
partir de Burgos con este firme propósito: acabar con todos ellos.
Pero antes se despediría del Príncipe, aunque sin decirle el
verdadero motivo de su partida. Con este objeto se dirigió a Las
Huelgas, donde lo encontró sumido en sus pensamientos, que no iban
mucho más allá de preguntarse, invocando a San Jorge, cuándo
diablos le iba a hacer entrega el rey castellano de lo que le debía
por los servicios prestados: el dinero que le había prometido, el
Señorío de Vizcaya y la villa de Castro Urdiales.
—
Saludos, Señor Príncipe.
—
Saludos, Alteza. ¿Qué os trae por aquí tan de mañana?
—
Despedirme de vos. Aunque he mandado a mis recaudadores a
recorrer
todo el reino con
la misión de recaudar el dinero que os debo, he pensado ir yo mismo
tras ellos con objeto de poner mayor apremio en la empresa.
— Me place mucho
escuchar eso –le contestó el Príncipe–. Hay que pagar a las
Compañías para que se vayan cuanto antes. No pueden seguir aquí por
más tiempo, haciendo destrozos y asolando la tierra. Tampoco debéis
olvidar que aún tenemos pendiente la entrega del Señorío de Vizcaya
y la villa de Castro Urdiales que me prometisteis. En relación con
esto último han llegado a mis oídos noticias según las cuales
habríais enviado cartas a Vizcaya y a aquella villa, diciéndoles a
sus habitantes que de ninguna manera me tomen por Señor, cosa que
me niego a creer.
— Y hacéis bien en
no creerlo –le contestó Don Pedro–, pues tengo intención de
entregaros lo prometido en cuanto regrese de mi viaje, y así se lo
he hecho saber por carta a los vizcaínos y a los de Castro Urdiales
para que se vayan haciendo a la idea.
—
Pues id con Dios, entonces.
—
Quedad vos con él.
Partió aquel mismo día Don Pedro de Burgos en
dirección a Aranda de Duero. De allí salió para Toledo, de aquí para
Córdoba y de aquí para Sevilla, y por donde pasaba iba haciendo
amigos.
En Toledo mandó
matar a un caballero y a un hombre bueno de la ciudad, de nombre
Ruy Ponce Palomeque y Fernán Martínez Cardenal, respectivamente,
que estaban presos en el Alcázar, por ser partidarios de Don
Enrique. En Córdoba hizo otro tanto. Mandó ejecutar a dieciséis
hombres, de los más honrados de la ciudad, sacándolos a medianoche
de sus casas, acusados del mismo cargo, ser partidarios de su
hermanastro. En Sevilla, no obstante, el ajuste de cuentas sufrió
una variante.
A Don Juan Alfonso
de Guzmán, Don Pedro se la tenía jurada desde que tuvo que salir
por piernas de Sevilla en dirección primero de Portugal y después
de Galicia, hasta llegar a Francia buscando el apoyo del Príncipe
Negro, por haber sido uno de los cabecillas de la revuelta que
había provocado su huída. Cuando aquél se enteró de la victoria de
Nájera y de que Don Pedro bajaba hacia el sur, emprendió la fuga
refugiándose en Alburquerque, ciudad que estaba en manos de Garci
Fernández de Herrera, un partidario de los Trastamara. Nada más
llegar a Sevilla, lo primero que hizo Don Pedro fue preguntar por
Don Juan Alfonso al Maestre Don Gonzalo Mexía, gobernador de la
misma.
—
Don Gonzalo, ¿qué sabéis de Don Juan Alfonso de Guzmán? –le
preguntó el Rey.
—
Salió pitando de la ciudad en cuanto se enteró de vuestra victoria
de Nájera, de la cual toda Sevilla se alegra –contestó el Maestre,
adivinando, sin que se lo dijera, las intenciones del
monarca.
Aquello era una contrariedad. Se lo tomó muy mal.
Antes de salir de Burgos había confeccionado la lista de los
enemigos con los que tenía que acabar, y, metódicamente, había ido
tachándolos de la misma a medida que había ido terminando con
ellos. Ahora, llegado el turno de Don Juan Alfonso de Guzmán, se
encontraba con que no estaba allí. ¿Qué Hacer? Tenía que calmar
como fuera sus ansias de venganza y la ira tanto tiempo
contenida.
Empezó a andar de un lado a otro de la estancia,
a darle vueltas a la cabeza; parecía que le fuera a estallar –como
una olla exprés sin válvula de salida–, debido a la presión a la
que estaba siendo sometida. Tan pronto golpeaba con el puño una
mesa, la pared, un arcón o una puerta, al tiempo que se decía:
“Esto no puede quedar así. Alguien lo va a pagar muy
caro”.
—
Detened a algún familiar. Qué más da. Los Guzmanes son todos
iguales. Unos bellacos y unos ladrones –dijo, por fin, Don
Pedro.
—
Que yo sepa, en Sevilla sólo tiene a su madre, Doña Urraca de
Osorio. El pueblo no lo recibirá bien –contestó Don
Gonzalo.
—
El pueblo sólo quiere carne, y lo mismo le da ternera que cerdo si
ambas son de calidad, y ésta es de primera. ¿Qué mejor espectáculo
para él que alguien de la nobleza achicharrándose en el fuego? Así
que preparad una buena pira en la Laguna de la Feria. Allí la
asaremos en su propia salsa, la salsa de los traidores. Detenedla
hoy mismo y preparad la ejecución para dentro de tres días. Que
toda Sevilla se entere.
Por
aquel entonces, las ejecuciones en la hoguera se llevaban a cabo en
la Laguna de la Feria, actual Alameda de Hércules, llamada así
porque, debido al bajo nivel del terreno, el lugar se inundaba
frecuentemente con las aguas de las lluvias, y por la cercanía de
la calle del mismo nombre.
Llegado el día de la ejecución, la Laguna, ese
día seca, estaba rebosante de público: baja nobleza, hidalgos de
medio pelo, plebeyos, villanos de los alrededores, dueñas, mozas,
mozos, viejos. En las casas, en los chamizos, sólo habían quedado
–para que unos disfruten otros tienen que sacrificarse–, las
criadas o las hijas mayores, preparando el almuerzo para cuando
todo acabara y hubiese que reponer fuerzas. Entre el público
estaba, con el estómago encogido, la fiel criada de Doña Urraca,
Doña Leonor Dávalos.
Mientras esperaba, la gente no paraba de hablar,
comentaba la jugada, el antes, el después y el ahora. Por entre la
multitud se movían con dificultad, como garrapatas entre los pelos
de un perro, vendedores de todo tipo de chucherías, intentando
hacer en junio su agosto.
De
pronto, el ambiente se animó aún más, subió de tono, cuando entró
en escena, abriéndose paso entre la muchedumbre y escoltado por
soldados, el carro tirado por bueyes que transportaba a Doña
Urraca, de pie sobre las tablas, atada de cuello y manos a los
varales. Pero cuando los que estaban más cera de ella vieron su
rostro sereno y altivo, guardando la misma actitud que si estuviera
sentada en un sillón de su casa esperando una visita principal, se
quedaron paralizados y se callaron al segundo, quietud y mutismo
que se fueron extendiendo, como un ola, por toda la
Laguna.
Cuando el boyero llegó a la altura de la pira,
hizo parar a los perezosos animales, que, rumiando algún bolo, se
quedaron clavados en el sitio, sin inmutarse, como si les hubieran
clavado las patas al suelo con tachuelas, y sudando por todos los
poros de la piel, como si en lugar de venir de la cárcel donde
habían recogido a Doña Urraca, situada todo lo más a una legua de
allí, hubiesen recorrido el camino de Santiago hasta Sevilla
siguiendo la vía de la Plata.
Acto seguido, dos soldados subieron al carro y
ayudaron a la dama a bajar y luego a subir al montículo formado por
la leña, sin que en ningún momento la condenada perdiera la
compostura ni el público su mutismo, unidos todos en un acto de
verdadera comunión. Pero cuando los soldados arrimaron unas
antorchas a la pira y ésta prendió y el humo empezó a subir hacia
arriba, aquel momento mágico se quebró. Una lengua de aire caliente
en ascensión levantó las faldas de Doña Urraca dejando a la vista
de todos, glúteos, pubis y piernas. Entonces, una única garganta,
suma de todas las allí congregadas, soltó una carcajada monumental,
a la cual respondió la dama con un grito desesperado:
—
¡Muerte sí, vergüenza no! ¡Muerte sí, vergüenza no!
Doña Leonor Dávalos, que estaba muy cerca, no
pudiendo sufrir lo que veían sus ojos –su Señora sometida a la
vergüenza pública–, en un movimiento instintivo, irracional, subió
al montículo con la intención de bajarle las faldas a Doña Urraca y
evitarle así la deshonra, ardiendo inmediatamente junto a ella en
un mismo acto de combustión, ofreciendo así a la multitud sin
querer dos sacrificios en uno.
En
el monasterio de San Isidro del Campo, cerca de Sevilla, fueron
enterradas las dos, señora y criada. En la base del sepulcro se
puede leer la siguiente inscripción: “Aquí reposan las cenizas de
Doña Urraca Osorio de Lara, madre de Don Juan Alfonso Pérez de
Guzmán. Murió quemada en la Alameda de Sevilla por orden del Rey
Don Pedro el Cruel, por le quitar los tesoros y riquezas. También
se quemó con ella, porque no peligrase su honestidad, Doña Leonor
Dávalos, leal criada suya. Año de 1367”.