Capítulo VI
“ Sepan cuantos este cuaderno vieren, como Nos,
Don Enrique, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de
Toledo, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, del
Algarbe y Señor de Molina, encontrándome en las Cortes que Nos
hicimos aquí en la muy noble ciudad de Burgos, estando con migo el
Infante Don Juan, mi hijo primogénito y heredero, y los condes Don
Tello y Don Sancho, mis hermanos, y Don Alfonso, Marqués de
Villena, y Don Gómez Manrique, Arzobispo de Toledo, Primado de las
Españas, Don Domingo, Obispo de Burgos, Don Sancho, Obispo de
Oviedo, Don Guillermo, Obispo de Palencia, Don Alfonso, Obispo de
Salamanca, Don Juan, Obispo de Badajoz y canciller del Sello de la
Poridad, Don Pero Núñez, Maestre de Calatrava, Don Gonzalo Mexía,
Maestre de la Orden de Santiago, y los procuradores de las
ciudades, villas y lugares; ayuntados en los claustros de la
iglesia catedral de la dicha ciudad, hicieron algunas peticiones y
Nos respondimos en la manera que aquí se dirá...
Y Nos mandamos que
lo que aquí se ha acordado y recogido por escribano público, se
haga llegar a cada uno de nuestros oficiales, lugares y
jurisdicciones, y se guarde y haga guardar y cumplir en todo según
lo que en él se contiene.
Dado este cuaderno
en la muy noble ciudad de Burgos, sellado con nuestro sello de
plomo, a veintiséis de abril del año de nuestro Señor de 1367 y de
la era de Cesar de 1405.”
Así empezaba y así
terminaba el cuaderno o acta de las Cortes que Don Enrique convocó
en Burgos en 1366 y que concluyeron ya bien entrado el año de 1367.
Entre estas dos fechas, muchas propuestas, muchas peticiones, mucho
tira y afloja, mucho ceder en esto para luego ganar en aquello.
Precisamente el
reinado de Don Enrique se iba a caracterizar, al contrario que el
de su hermano y predecesor, por la convocatoria y celebración de
muchas reuniones a Cortes, porque sabía que tenía que escuchar y
atender a la mayoría, sobre todo y por este orden, a la
aristocracia, al clero y a la incipiente burguesía de las ciudades,
pero sin olvidar el pueblo. En esto, y no en otra cosa, consiste el
gobernar en aras del interés general. Al lo contrario de lo que
hizo Don Pedro, que se enfrentó a todos y a cada uno de ellos. A
los grandes señores, a la aristocracia de siempre, al darle los
oficios de su casa y del reino a aristócratas de nuevo cuño, a
nuevos ricos. Al clero, al recortarle privilegios y rentas para
financiar sus guerras. Y al pueblo en general, por apoyarse
demasiado en judíos y en moros, los enemigos de su fe.
Lo primero que
hizo cuando llegó a Burgos procedente de Galicia fue convocar con
tiempo a las fuerzas vivas de todos sus reinos y señoríos, pues las
distancias eran largas y los caminos estaban llenos de obstáculos y
peligros. Poco a poco fueron llegando a Burgos desde Castilla,
desde León, desde Murcia, desde Toledo, desde Extremadura, desde
Andalucía, todos los llamados. Y cuando tuvo dispuesto el orden del
día en su cabeza, los volvió a convocar para una fecha y hora
determinadas en los claustros de la catedral, el lugar donde iba a
tener lugar el evento.
Llegado el
momento, estando todos sentados en el lugar que les correspondía,
solventada la disputa de siempre entre los procuradores de Toledo y
de Burgos, el Rey tomó la palabra.
— Señores,
Caballeros, Ricoshombres, Prelados, Procuradores de las distintas
ciudades y villas de nuestros reinos y señoríos, si os he hecho
venir hasta aquí, a la cabeza de Castilla, a algunos desde muy
lejos, es porque tengo importantes cosas que deciros y proponeros,
de la misma manera que tengo por cierto que vosotros tendréis cosas
importantes que decirnos y proponernos. En primer lugar, quiero
pediros –en aquel instante suspendió unos segundos su discurso,
alzó la vista al techo y carraspeó para aclararse la voz–, quiero
pediros que juréis y hagáis pleito homenaje al Infante Don Juan, mi
primogénito y heredero, aquí presente, que lo toméis y recibáis por
Rey y por Señor de todos nuestros reinos y señoríos para cuando Nos
faltemos.
Muchos de los allí
congregados no por esperarlo se vieron menos sorprendidos por
aquella petición, dicha además de aquel modo, sin exordios ni
prolegómenos.
—
Quiere afianzar su coronación con el juramento de su hijo como
heredero –dijo uno de ellos en voz baja a su vecino.
— Y
de paso legitimar su bastardía –dijo el otro.
—
¿Qué pasa con Doña Beatriz, la primogénita de Don Pedro? Ella ya
fue jurada como heredera en las Cortes de Bubierca –dijo un
tercero.
—
Mientras viva la Infanta Doña Beatriz, el Infante Don Juan no las
tendrá todas consigo, por mucho que lo juremos –dijo un
cuarto.
Se
hizo el silencio en el claustro. Sólo se escuchaban unos pocos
murmullos apenas imperceptibles y algunos carraspeos de
garganta.
—
Si estáis de acuerdo, levantaos e id pasando de uno en uno delante
de la cruz y de estos Santos Evangelios y prestad juramento y
pleito homenaje al Infante Don Juan. Jurad que lo recibiréis por
Rey y Señor de todos los dichos reinos y señoríos.
Y
los prelados, ricos hombres, caballeros y procuradores de la
ciudades, fueron pasando y prestando juramento sobre la señal de la
cruz y los Santos Evangelios, unos, en nombre propio, y los
procuradores en el suyo y en el de sus representados, según la
fórmula consagrada en las leyes: “Juro que tomaré, recibiré y
obedeceré al dicho señor el Infante Don Juan por Rey y Señor de
estos reinos de Castilla, de León, de Galicia, de Sevilla, de
Córdoba, de Murcia, de Jaén, del Algarbe y de todos los otros
señoríos que pertenecen a la corona. Que soy y seré leal servidor,
súbdito y vasallo. Que guardaré y haré guardar al dicho Infante,
luego Rey, en todas aquellas cosas y cada una de ellas que las
leyes del reino y las Partidas mandan. Que la ira de Dios
Todopoderoso sea sobre mí si no cumplo este juramento, y sea tenido
por traidor así como aquéllos que matan a su rey y señor natural”.
Dicha la fórmula, vino luego el besamanos al Infante y vuelta a la
silla de donde se había levantado cada uno.
Daba la casualidad de que muchos de los que
acababan de jurar al Infante Don Juan como heredero, sin
alterárseles el pulso lo más mínimo, habían jurado antes a la
Infanta Doña Beatriz como lo mismo, habiendo puesto a Dios por
testigo en dos juramentos que se contradecían entre sí, por lo que
no podían cumplir uno sin dejar de cumplir el otro. Pero este era
un problema menor, según ellos, entre cada cual y el Altísimo, al
cual esperaban dar solución llegado el momento
oportuno.
Atendidas y resueltas las cosas del largo,
vinieron luego las del corto y medio plazo. Creyendo haber resuelto
ya el futuro de su hijo, acudió luego Don Enrique a solventar la
más perentoria de ellas, que era, como no podía ser de otra manera,
una cuestión de dinero.
Desde que había entrado en Castilla con sus
tropas, la mayoría mercenarias
–cuya fidelidad se basaba en estar bien pagadas y
alimentadas–, no había hecho más que gastar dinero, y ahora se
encontraba sin un duro. La caja estaba vacía y había que reponer
fondos si se quería seguir adelante. Para llenarla, pidió
autorización a las Cortes para establecer un nuevo
tributo.
—
Señores –dijo, dirigiéndose a la asamblea–, como bien sabéis
mantenemos una lucha, que ya va para largo, con ese tirano que se
hace llamar rey, con mi hermanastro el Rey Don Pedro. En esta
contienda he tenido que hacer grandes dispendios para pagar a las
tropas, además de gastos en intendencia y en ingenios de toda
índole. Para continuar con esta guerra que nos interesa a todos os
propongo establecer un nuevo tributo, mejor dicho, modificar uno ya
existente. En las Cortes que convocó en esta misma ciudad mi padre
el Rey Alfonso, que Dios perdone, en el año de 1342, se acordó que
de todo lo que se vendiera en el reino, una veintena iría para la
Corona; es lo que desde entonces se conoce como alcábala. Ahora
quiero proponeros y que vosotros autoricéis que, en lugar de una
veintena, una décima parte, un diezmo de todo lo que se venda, nos
sea entregado.
—
Majestad –alguien de los presentes había alzado la voz para
dirigirse al monarca; era Sancho Pérez, procurador de la ciudad de
Córdoba–, bien sabéis que el pueblo está dando las últimas
boqueadas. Los pecheros, con las pestes, hielos y guerras que en
los últimos años han asolado estos reinos, están exhaustos, no dan
para más.
—
No hay más remedio –dijo el Rey–. Hay que pedirle un último
esfuerzo.
—
Majestad, ningún español querrá recaudar ni arrendar ese nuevo
impuesto –dijo un caballero de Burgos.
—
Algún judío lo hará. Por eso no os preocupéis. Para eso se pintan
solos
–dijo Don Enrique.
Ni
qué decir tiene que a ningún caballero, ricohombre o prelado, se le
ocurrió acudir en ayuda del Rey con su propio dinero, ni a éste
pedírselo. Estaban disculpados de hacerlo por privilegios y
exenciones de todo tipo (privilegios que confirmó y prometió
guardar y hacer guardar Don Enrique en aquellas Cortes). Eran los
bolsillos del pueblo los que mantenían la maquinaria del Estado
(excepción hecha de los mendigos que vivían de la limosna y de la
sopa boba, por razones obvias), como siempre, por otra parte. Con
la diferencia de que en aquellos tiempos oscuros, medievales, esta
situación era vista por todos como la cosa más natural del mundo,
como vemos la sucesión de las estaciones o las distintas fases de
la luna. Cuando oyó hablar de judíos, un procurador de Toledo,
haciéndose eco de un sentir general, se puso en pie y formuló una
propuesta, precedida de lo que él consideraba su
justificación.
—
Majestad, hasta ahora, los judíos han gozado en exceso del favor de
los reyes en detrimento de los cristianos, como si nosotros
fuéramos inútiles para hacer las cosas que ellos hacen. Han
acumulado grandes riquezas e influencias, mientras muchos de
nosotros nos empobrecíamos. Vuestro mismo hermano, el Rey Don
Pedro, los ha tenido en su Corte desempeñando oficios de toda
índole, desde el de físico, pasando por el de estrellero, hasta el
de tesorero o recaudador.
—
El que ha hablado antes que vos –interrumpió el monarca–, acaba de
decir que los españoles son renuentes a desempeñar el oficio de
recaudador. Es por eso que acudimos a ellos.
—
Pero existen muchos otros –continuó el toledano– que no tenemos
ningún reparo en desempeñar, como el de consejero, tesorero,
físico..., oficios que, actualmente, están copados por
ellos.
Un
murmullo de aprobación y de apoyo por parte de los presentes
acompañó a la últimas palabras pronunciadas por el representante
popular.
—
Es por ello por lo que los procuradores de la ciudad de Toledo, y
creo que las demás ciudades y estamentos aquí presentes estarán con
nosotros, queremos haceros una proposición: que de aquí en adelante
no sigáis la política de vuestro hermano en relación con los
judíos. Que ni en vuestra Corte, ni en la de la Reina, ni en la de
los Infantes, sean oficiales, ni físicos, ni desempeñe cargo alguno
ningún judío.
Don
Enrique, ante aquella petición tan inesperada y tan radical, guardó
silencio. Él mismo, durante todo el tiempo que había durado la
guerra, había sembrado la semilla del antisemitismo como arma
arrojadiza contra su hermanastro y para atraerse al pueblo. Pero
ahora que veía cómo la contienda se decantaba a su favor y empezaba
a hacer planes para cuando llegara la paz, había comenzado a caer
en la cuenta de que, cuando ésta llegase, no iba a tener más
remedio que contar con ellos. Como acababa de decir, para
recaudadores y banqueros, los judíos se pintaban solos. Habría que
construir la paz, arreglar los desperfectos de la guerra, y para
todo eso iba a hacer falta mucho dinero, dinero que, habitualmente,
estaba en sus manos. Por eso, ante la propuesta que le acababan de
formular, apenas pudo balbucir unas palabras a modo de excusa,
seguidas de un compromiso formulado de la manera más general y vaga
que pudo para no pillarse demasiado los dedos. — Nunca a los otros
reyes que hubo en Castilla les fue formulada tal petición (tampoco,
hasta entonces, ninguno había dado tanto pie como él, agitando como
había agitado la bandera del antisemitismo). Dicho esto, os prometo
que de aquí en adelante no daré entrada en mi Consejo a ningún
judío, ni se les confiará tal poder que redunde en daño de la
tierra.
No
contento con aquello, otro procurador volvió a la carga con una
nueva petición que afectaba a los hebreos.
—
Majestad –comenzó diciendo el representante popular–, si no es
mucho pedir, sería conveniente que ordenarais recluir a los judíos
en barrios apartados, de donde no puedan salir excepto en casos de
fuerza mayor, para que no tengan trato ni comercio con cristianos;
porque sus prácticas, sus creencias, son un mal ejemplo para ellos
y para sus hijos. Sin ir más lejos, y por poner sólo un ejemplo,
mantienen abiertos al público los domingos, sin el menor recato,
sus tiendas y negocios, el día que los cristianos reservamos para
glorificar a Dios. Por eso proponemos que tengan sus propios
barrios, donde no los veamos. Y que cuando no tengan más remedio
que salir de ellos, que lleven señales en sus ropas por las que se
les distinga.
A
lo que el monarca contestó tirando por la calle de en
medio.
—
Haremos lo que podamos, siempre que ello no conlleve la destrucción
de esas personas. No debéis olvidar que, al fin y al cabo, los
judíos son “servi regi”, súbditos del rey y que, por lo tanto,
nosotros tenemos la obligación de velar por sus vidas.
Y
queriendo hacer leña del árbol caído, otro representante de las
ciudades hizo una petición más que afectaba al mismo colectivo, a
la vez que a los bolsillos de la mayoría de los allí presentes,
pues se refería a las deudas que los cristianos tenían contraídas
con los hebreos.
—
Señor, queremos proponeros que nos hagáis la merced de reducir a la
mitad los créditos que mantenemos con los judíos, tanto de la parte
del logro como de la parte del principal, y de la parte resultante,
que se nos alargue el plazo para pagarla hasta tres
años.
En
otras palabras, el procurador lo que estaba pidiendo es que a las
deudas que los cristianos tenían contraías con los judíos se les
aplicara una quita y una espera generosas. A lo que el Rey no se
negó. Pero, para no dejar descontento a nadie, rebajó un poco el
tono de la petición. Y para desarmar al otro, para dejarlo sin
defensa, acudió a un argumento que no tenía discusión posible para
nadie que se considerara a sí mismo como un buen creyente o que
quisiera parecerlo.
—
Pedís demasiado –dijo el Rey–. Un buen cristiano debe mirar también
por los intereses del prójimo, sea éste cristiano, moro o judío.¿Os
conformáis con una rebaja de la tercera parte de la deuda y una
moratoria de dos años?
Pregunta a la que el otro, y la asamblea en
pleno, no tuvo más remedio que asentir.
Y
así, una tras otra, fue atendiendo las peticiones que se le hacían,
intentando contentar, sino a todos, por lo menos a la mayoría, y
sino en todo, por lo menos en parte, porque contentar a todos y en
todo es imposible.