Capítulo VI
“ Sólo él sabe quién soy, sólo a él le han sido abiertas de par en par las puertas del recinto de mi alma. Muchos han sido los que han franqueado las murallas del castillo, muchos los que han accedido al patio de armas, muchos
también al salón de recepciones. Pero sólo él ha tenido acceso a mi cámara –ante cuya puerta monta guardia Pudor impidiendo el acceso a extraños– y ha sido testigo de mis miserias. Ha de pagar muy caro el haber obtenido ese conocimiento en un descuido mío, aprovechando aquel cambio de guardia en el que me dejé llevar por los nervios. Ha de pagarlo con su vida, para que no propague por ahí ese conocimiento adquirido con malas artes. Me puse en evidencia delante de él, y ahora él juega con ventaja. Yo bajé la guardia. Él no. Él sólo ha mostrado las cartas que ha querido. Sé tanto de él como cualquiera. En cambio él sabe cosas de mí que sólo yo sé, que nadie más sabe, cosas vergonzosas. Sólo le faltó decir, como si fuera mi hermano mayor: Pobre Pedro. No eres bueno. Pero al fin y al cabo tú no tienes la culpa. Los hay mucho peores que tú. Lo que pasa es que te pierden las formas... Pero lo pagará caro, lo pagará con su vida, ese bastardo hi de puta”.
En agosto del año de 1350, al poco de morir mi padre, estando la Corte en Sevilla, contraje un mal que me postró en la cama, que me tuvo entre la vida y la muerte durante todo un mes. Los físicos que me atendieron diagnosticaron fiebres provocadas por algunas miasmas procedentes de un muladar cercano. Ese fue el diagnóstico oficial, el que se trasladó a mi madre y a todos los nobles que estaban allí, entre ellos algunos de mis hermanastros. Enseguida empezaron a amañar alianzas, a maquinar estrategias, a preparar el siguiente paso a dar para el caso de que yo muriera de resultas de aquellas calenturas.
Pero yo recelaba de que el verdadero origen de aquellos trastornos que me tenían entre la vida y la muerte fuera el que los físicos decían. Me inclinaba, más bien, a creer que la causa de aquellas fiebres era aquel mal que detectó en mí, hacía ya algunos años, Benasaya, el cual podía perfectamente haber estado soterrado desde entonces, y dar ahora, nuevamente, la cara.
Mis sospechas no tardaron en confirmarse. La noche que siguió al día en que quedé postrado en el lecho, me volvieron a asaltar aquellos temblores que yo creía ya superados y que me habían aterrorizado durante mi infancia. Otra vez las mismas convulsiones, otra vez el mismo terremoto que parecía destinado a descoyuntar mi cuerpo. Ahora, como entonces, intenté que ninguna noticia de aquellos espasmos traspasara las paredes de mi cámara. Pero, como pude comprobar enseguida, esta vez no obtuve el resultado pretendido. Porque, cuando estaba tendido en el suelo retorciéndome como una culebra y babeando como un idiota, entró en la habitación mi hermano Enrique.
— Estaba en mi lecho, desvelado, cuando he oído ruidos procedentes de tu cámara y he venido corriendo temiendo por tu vida. Voy a llamar al físico –me dijo el muy ladino, cuando lo más probable es que no pudiera dormir debido a la excitación ante las perspectivas que se le abrían para el caso de mi muerte.
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Lo juré y, además, no estaba en mi ánimo quebrantar el juramento. Pero ahora yo ya sabía de primera mano lo que venía sospechando desde hacía tiempo, por algunas cosas que me habían contando y algunas señales que yo mismo había visto: que estábamos en manos de un loco, con momentos de cordura, eso sí, pero loco al fin y al cabo. Un hombre así no podía estar sentado en el trono de Castilla, tomando decisiones que afectaban a muchos hombres. Alguien tenía que impedir que asumiera responsabilidades para las que no estaba capacitado.
Cuando se tranquilizó, hizo intentos frustrados por incorporarse del suelo. Le ayudé a levantarse y le llevé hasta el lecho. Allí, una vez tendido, con un paño, sequé su frente y su pecho bañados en sudor y limpié algunas inmundicias que salpicaban su incipiente barba –otras habían quedado en el suelo formando un nauseabundo y pestilente charco–. Cuando ya me iba, volvió a insistir en lo mismo.
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Pronto iba a tener el bastardo motivos personales, además de generales, para querer acabar con la vida de Don Pedro. Su madre, Doña Leonor de Guzmán, iba a ser asesinada en Talavera de la Reina, a la edad de cuarenta años, por mandato, no se sabe si de la Reina madre o del propio Rey.