Capítulo XXIX

Estando de nuevo el Rey en Toro –pero esta vez fuera, poniéndole cerco, y los sediciosos dentro–, llegó, el veinticuatro de noviembre de aquel año de 1355, al real que Don Pedro había levantado en las afueras, Don Guillén, el legado del Papa Inocencio, para tratar del asunto de Doña Blanca y de la que ya se podía llamar, con todas las letras, guerra civil que estaba teniendo lugar en Castilla, para intentar poner remedio en ambos conflictos.

— Majestad –comenzó diciendo el Nuncio–, vengo de parte del Papa, su Santidad Inocencio IV, con dos recados. El primero, que intente convenceros de que reconsideréis vuestra actitud con la Reina, vuestra esposa. Su Santidad os pide que volváis con ella y que dejéis esas otras relaciones que no convienen ni a vuestra alma, ni a vuestro Estado. En segundo lugar, que intente mediar en el conflicto entre hermanos que, según nuestras noticias, está teniendo lugar en este reino, y que, al parecer, está relacionado con el primero, pues lo que buscan esos señores que os hacen la guerra es lo mismo que buscamos nosotros, aunque por otros medios menos pacíficos: que volváis con vuestra legítima esposa y dejéis a vuestra concubina, esa Doña María de Padilla. Y, dado que están íntimamente relacionados ambos asuntos como queda dicho, basta con que resolváis el primero para que quede también resuelto el segundo; con un solo piedra, podéis matar dos pichones.

— Eminencia, pedís imposibles. Respecto del primero de los asuntos que habéis mencionado, que vuelva con mi esposa Doña Blanca y deje a mi concubina Doña María de Padilla, niego la mayor, pues ni la primera es ya mi esposa a los ojos de Dios, puesto que me fue infiel incluso antes de la boda, precisamente con uno de los que están ahí dentro de esa villa que he cercado, ni la segunda es mi amante, pues es ella y no la otra mi verdadera esposa, aunque la unión no esté aún bendecida por la Iglesia. Respecto del segundo, os diré que tanto vos como vuestro representado sois extranjeros en estas tierras y no conocéis ni poco ni mucho la idiosincrasia de sus gentes. Lo que podáis saber de ella, lo sabéis de oídas, y para conocerla bien no basta con vivir aquí un año ni dos, sino veinte, e incluso así me temo que no la conoceríais lo suficiente. Toda esa monserga que se han inventado de que su alzamiento responde a la necesidad de que vuelva con la Reina es pura fantasía. Lo que de verdad les mueve es una ambición sin límites. Lo que quieren son más prebendas, más privilegios, más villas y castillos, y aun me temo que alguno de ellos no se pare ahí y pretenda el mismo trono que yo ocupo. En Castilla no se tiene respeto por el Rey. Donde quiera que des una patada sale un hidalgo que se cree con más derechos que nadie y con ninguna o pocas obligaciones. Aquí del Rey para abajo, todos se consideran iguales. Por otro lado, o como consecuencia de ello, no hay una élite que dé ejemplo. Los nobles, cuando no están peleando contra el moro, se pelean entre ellos o contra mí.

— Perdonadme si os interrumpo. Tampoco vos estáis teniendo un comportamiento ejemplar. Os casáis, y a los dos días abandonáis a vuestra esposa. Os casáis otra vez, si a aquello se le puede llamar matrimonio, y volvéis a hacer lo mismo; y todo, para terminar viviendo en concubinato en contra de la voluntad de Dios y de su santidad Inocencio IV.

Las conversaciones entre el Rey y el legado del Papa, y entre éste y los alzados, aún durarían varios días. Pero habría sido más corta su embajada –que al final resultó una pérdida de tiempo pues no consiguió el objetivo fijado–, si el Nuncio hubiera prestado más oídos al fragor de la lucha que tenía lugar allí mismo, a su lado, frente a las murallas de Toro, al ruido de los ingenios de guerra y de las bastidas, que no sólo no decreció mientras él estuvo allí, sino que se hizo más cruel y encarnizada.

Puede que Don Guillén volviera a la corte de Aviñón con la idea de que aquellos castellanos, empezando por su Rey, eran unos seres intratables, incapaces de vivir en paz entre ellos. Pero si esto era así, si el Nuncio se llevaba esa idea en su cabeza, si eso se podía decir de los castellanos y de los peninsulares en general – pues en aquella guerra estaban involucrados todos los reinos de la península–, ¿qué se podría haber dicho entonces de franceses e ingleses, que estaban inmersos en una que iba a durar cien años? Quizá la diferencia esté en el calificativo que, en el caso castellano, acompañaba al sustantivo: “civil”. Mientras que la que enfrentaba a franceses e ingleses era una guerra externa, entre dos pueblos diferentes, la castellana era una guerra civil, de hermanos contra hermanos.

¿Hermanos? ¿Eran hermanos entre sí castellanos, aragoneses, portugueses, navarros, franceses, ingleses, escoceses, borgoñones, gascones...? ¿Eran pueblos, en el sentido que hoy damos al término, o más bien un conglomerado de magnates, de aves de rapiña, de seres solitarios que prestaban su fidelidad al mejor postor, que cambiaban de señor como quien cambia de camisa, que buscaban la compañía de otros sólo cuando no podían afrontar por ellos mismos una empresa?

¿Y el vulgo? ¿Dónde estaba el vulgo? El vulgo era una masa informe, siempre en segundo plano, traída y llevada, golpeada, manoseada, fermentada con más o menos levadura para que se levante poco o mucho, puesta a punto para entrar en el horno sólo en el momento en que al panadero de turno le pareciera oportuno.

La torre de la estrella
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