Capítulo XXVIII
Pero no todo
iban a ser juegos de guerra; también había tiempo para juegos de
azar. Y así como aquella casi nunca aparece pura, sin contaminar,
sino que las más de las veces se nos presenta entreverada de
momentos de tregua, de la
misma manera, en un ámbito en el que domina lo aleatorio, en una
escena que estaba a punto de tener lugar, alguien de los allí
presentes podía haber visto, y no lo vio (teniendo en cuenta su
pericia en las artes adivinatorias), un adelanto de lo que le tenía
deparado el destino.
Estaba la Corte en Morales, y en la cámara real jugaban a los dados Don Pedro, Hinestrosa, Gutier Fernández y Samuel Leví, su tesorero mayor. Tiraba y hablaba el Rey.
—
Señores, en aquel arcón que veis a los pies de mi cama están
guardadas veinte mil doblas, todo mi tesoro, lo único que me
queda.
El
judío se sintió aludido por el comentario del monarca, el cual le
pareció una crítica velada al ejercicio de su ministerio y, cuando
terminó la partida, en un aparte, se dirigió a su Señor para
despejar cualquier sospecha que pudiera abrigar sobre una posible
malversación de fondos por parte de su persona. Pues el hebreo
sabía que los recelos del monarca no tardaban en convertirse en
certezas sin necesidad de demasiadas pruebas, y que al sospechoso
terminaba costándole caro.
—
Majestad, acabáis de decir delante de esos caballeros que vuestro
tesoro consistía únicamente en aquellas veinte mil doblas. Alguien
lo ha podido entender como una crítica a mi labor, que lo decíais
contra mí y en mi vergüenza, pues yo soy vuestro tesorero mayor,
por no haber tenido buen recaudo en la administración de vuestra
hacienda. Y por si esto es así, y creo que lo es, yo me quiero
defender. Desde que accedisteis al trono con apenas dieciséis años,
ha habido bastante bullicio en vuestros reinos y aún hoy lo hay,
razón por la cual no he podido, como hubiera sido mi deseo, pedir
cuentas a vuestros recaudadores. Pero, ahora, que ya tenéis
veintidós y todos en vuestros reinos os respetan y temen, puedo
pedir cuentas como es debido. Tened la merced de entregarme dos
castillos vuestros, y yo los llenaré de tesoros, para que no digáis
más, como acabáis de decir ante esos señores, que sólo tenéis
veinte mil doblas en vuestro haber.
—
¿Qué castillos queréis?
—
Dadme el Alcázar de Trujillo y el castillo de Hita, dadme gente que
los guarden bien, y yo pondré sus sótanos y bodegas a rebosar de
tesoros.
—
Os los daré. Que para iniciar guerras y, sobre todo, para ganarlas,
hace falta mucho dinero. Podemos poner mucho empeño, pero sin apoyo
financiero, poco se puede hacer, y en eso, en buscar dinero de
debajo de las piedras, vos sois un maestro.
Ultimadas estas diligencias, el tesorero se puso
manos a la obra. Mandó cartas a los recaudadores del reino para que
rindieran cuentas de lo recaudado en el año. Y lo mismo hizo con
ciertos caballeros y señores a quienes aquellos tenían que hacer
los libramientos de lo conseguido, hasta cuarenta mil maravedís por
cada uno, calculaba él más o menos.
A
los caballeros, una vez que los tenía delante, les preguntaba,
después de hacerlos jurar sobre la Cruz y sobre los Santos
Evangelios, si habían recibido todos los maravedís que tenían que
recibir de los recaudadores.
—
Señor, sólo he recibido veinte mil. El resto ha sido cohechado –le
decía más de uno.
Después llamaba al recaudador y lo sometía al
mismo juramento y a parecido interrogatorio.
—
¿Habéis entregado los cuarenta mil maravedís? Me ha dicho el
caballero al que se los teníais que dar que sólo ha recibido de vos
veinte mil.... Vamos a hacer una cosa. De los veinte mil que faltan
le vais a dar cinco mil a ese caballero, a mí me daréis diez mil, y
los otros cinco mil los cargaremos a dietas y suplidos gastados en
vuestros recaudos.
El
recaudador, temeroso de Dios y del tesorero, preocupado por
perderlo todo, hasta la propia vida, terminaba cantando y entrando
en el juego –mejor cinco mil que nada–. Y así, todos eran untados
para que la máquina, bien lubricada, siguiera adelante. Todos
salían bien parados, unos más y otros menos, excepto los sufridos
pecheros. El dinero iba pasando por diversas manos y en cada una se
iba quedando un poquito, como se queda una parte de las ramas,
troncos y barro que arrastra un río en cada uno de los distintos
meandros que adornan su cauce hasta desembocar en el delta, donde
debe llegar la porción mayor.
De
esta manera, al cabo de un año, tuvo el tesorero los castillos de
Trujillo y de Hita tan repletos de tesoros que era maravilla
verlos.