Capítulo XVIII

Don Juan Alfonso de Alburquerque, hasta entonces Privado del Rey, el hombre fuerte del reino desde que Don Pedro llegara al trono, había ido cayendo poco a poco en desgracia a los ojos del soberano por distintas razones. En primer lugar, por haberse opuesto al abandono de Doña Blanca y a su marcha junto a María de Padilla. En segundo lugar, porque día a día había ido perdiendo la influencia que otrora gozara sobre el Rey en favor de los parientes de ésta última, especialmente de Don Juan Fernández de Hinestrosa, su tío, y de Don Diego de Padilla, su hermano, los cuales no perdían ocasión de ponerlo en entredicho delante del Rey, resaltando sus defectos y ocultando sus virtudes. Y, por último, y no menos importante, porque Don Pedro no había olvidado, a pesar de haber pasado mucho tiempo, que Don Juan Alfonso había sido uno de los que conspiraron contra su persona cuando cayó enfermo en Sevilla, poniéndose del lado de su primo, Don Fernando de Aragón.

Pero no por haber perdido ese puesto de supremacía era Don Juan Alfonso un hombre débil. Seguía siendo muy poderoso, pues tenía muchos caballeros vasallos que le eran fieles, y numerosos soldados a su servicio. Pero, aun siendo esto así, estando las fuerzas muy igualadas, las del Privado y las del Rey, la balanza se inclinaba un poco del lado de éste, porque sus métodos, de todos conocidos, eran bastante más expeditivos. Por lo cual, el valido, asustado, decidió enviar desde Alva de Liste, donde él estaba, hasta Toledo, lugar donde posaba el soberano después de haber dejado la Puebla de Montalbán, unos emisarios para hacer pleitesía con él.

Don Juan Tenorio y Don Suero Pérez de Quiñones, los emisarios, después de andar un largo camino, divisaron en todo su esplendor desde los altos de Buenavista, la que fuera capital del reino de los godos. Aquellos a los que ningún español en su fuero interno perdona el haber permitido, con su traición primero y con su debilidad después, el que África entrara y se quedara después por varios siglos en la península Ibérica, dejándonos ya para siempre la duda sobre nuestra identidad, sobre nuestra pertenencia a uno u otro mundo, situándonos para toda la eternidad en tierra de nadie, con un pie en África y otro en Europa. Mestizaje que cada uno lleva a su manera, pero casi todos mal: unos lo niegan; otros no son conscientes de él, pero les condiciona; y otros, por fin, lo exageran. Como aquella actriz de Hollywood estrecha de caderas y ancha de hombros, excesivamente masculinos, que en lugar de intentar disimular su defecto, creó, con éxito, la moda para mujer de la chaqueta con hombreras. Desde ese día, nadie reparó ya en lo excesivamente anchos que eran sus hombros.

Me parece una falacia sostener, como sostienen algunos, que es un privilegio ser natural de un país que no tiene una identidad porque las posee todas. Pienso que es un intento de hacer pasar, una vez más, la impotencia por libertad. Como no soy de pura raza, alabo la impureza, como no tengo una identidad clara, alabo lo diferente, como tengo arrugas en la cara, alabo la belleza de la arruga.

Entraron por la puerta de Bisagra, cruzaron el Arrabal, treparon luego, montados en sus cabalgaduras, por la cuesta de las Armas hasta llegar ante la imponente mole del Alcázar –palacio que fue de los reyes moros y era ahora morada de los reyes cristianos–; lugar ante el cual cualquier hombre se siente sobrecogido, quizá, aún más que si contemplara las cumbres del Himalaya, por ser obra, no de la naturaleza, sino de manos humanas, y por su desproporción enorme respecto del caserío minúsculo que le rodea: un gigante rodeado de enanos.

— Nuestro Señor, Don Juan Alfonso de Alburquerque, nos envía a presentaros sus respetos y a hacer pleitesía con vos –dijo Don Juan Tenorio, de hinojos ante el Rey al igual que Don Suero, con evidentes señales de cansancio y de fatiga por las largas jornadas recorridas desde Alva de Liste hasta Toledo.

— Levantaos, Señores. Que les traigan inmediatamente agua para las manos, algunas viandas y un poco de vino –dijo el monarca.
— Majestad –dijo Don Suero, recogiendo el testigo de Don Juan Tenorio–, Don Juan Alfonso nos manda a hacer pleitesía con vos y os recuerda que él siempre estuvo, aun antes de que subierais al trono, en tiempos de vuestro padre el Rey Don Alfonso, que en paz descanse, a vuestro servicio y al servicio de Castilla; que sufrió muchas penurias y desvelos por defenderos a vos y a vuestros intereses de enemigos como Doña Leonor de Guzmán y sus bastardos.

— Sentaos y comed, y mientras coméis y bebéis yo os diré lo que debéis decir a Don Juan Alfonso que haga si quiere recuperar mi favor. Le diréis que se quede quieto donde está hasta que yo le llame, que no se le ocurra armar ningún alboroto, bullicio o algarada en el reino, y, para estar seguro de que hace lo que le pido, de que obedece mis órdenes, le diréis que me mande como rehén a su hijo legítimo, el que tuvo con Doña Isabel de Meneses, Don Martín Gil. Si hace todo esto, me haré a la idea de que aquí no ha pasado nada y de que las cosas vuelven a ser como antes. Y ahora, volved y decidle lo que os he dicho.

No era capricho lo de pedir que Don Juan Alfonso mandara como rehén a su único legítimo y no a un bastardo (para matarlo sin incumplía lo acordado), porque todo el mundo sabía que de los hijos legítimos dependía la continuidad del linaje (ese río que corría desde tiempo inmemorial sin vertidos contaminantes) y de la herencia, a la que no tenían acceso, a no ser mediante un acto violento, los bastardos.

Los dos caballeros tragaron como pavos los últimos bocados de las viandas que les habían servido, bebieron el último trago de vino y se despidieron del monarca.

Ya de vuelta en Alva de Liste, los dos caballeros contaron cumplidamente a Don Juan Alfonso todo lo que el Rey les había dicho, tanto lo que le mandaba hacer, como lo referente al rehén que debía enviarle como garantía, como medida cautelar de la efectividad de su cumplimiento.

— ¿Por qué no se deberían tener hijos? –dijo Don Juan Alfonso en voz alta, lanzando una pregunta al aire, sin destinatario concreto.

Los dos emisarios se miraron el uno al otro con cara de perplejidad, sin atreverse a despegar los labios. Después de unos segundos de silencio, el propio Don Juan Alfonso se respondió a si mismo, aunque más que una respuesta fue un desahogo.

— Porque, no existiendo los hijos, en un momento de desesperación, o de lucidez, uno podría dejarlo todo, huir lejos y empezar de nuevo. Pero, existiendo ellos, esa puerta está cerrada. El Rey sabe lo que duelen porque ya tiene una, aunque bastarda, y sabe que con el mío en su poder obedeceré a todo eso y mucho más que me pidiera. A esta clase de amor sólo hay una cosa que se le iguale: el propio honor. Guzmán el Bueno, en el asedio a Tarifa, sacrificó a su hijo por él.

Poco después de haber mandado a Martín como rehén, a Don Juan Alfonso le llegó la noticia de que Don Juan Núñez de Prado, Maestre de Calatrava, había sido ejecutado en el Alcázar de Maqueda por orden del Rey, por un “quítame allá esas pajas”. Hacía poco tiempo que había dejado partir a su hijo, y ya se estaba arrepintiendo de haberlo hecho. Temió por Martín y temió por él mismo. Con lo cual, decidió cruzar la frontera y pasar al país vecino, de donde era natural, buscando la protección del Rey Don Alfonso de Portugal, padre de la Reina madre y abuelo, por tanto, de Don Pedro.

La torre de la estrella
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