Capítulo XXXIII
El año
octavo de su reinado, el año del Señor de 1357, y de la era de
Cesar, según costumbre de España, de 1395, no empezó bien para Don
Pedro. No sólo se unían cada vez más, allá en Francia, con el
proscrito Trastamara todos los huidos de Castilla, sino que los que,
en principio, habían estado de su lado, empezaban también a
abandonarlo; como Don Juan de la Cerda y Don Álvar Pérez de Guzmán,
a los que el Rey había dejado por fronteros en la raya de Aragón,
en una villa llamada Serón. Aunque esta vez el abandono se debió
más a un asunto domestico que a otra cosa.
Sucedía que Don
Juan de la Cerda y Don Álvar Pérez de Guzmán estaban casados con
las hermanas Coronel, Doña Aldonza y Doña María, hijas de Don
Alfonso Fernández Coronel, el que murió en Aguilar, y, en aquel año
de 1357, se corrió la voz de que el Rey, en una de sus frecuentes
escapatorias a Sevilla –ciudad por la que todos los que desean
perderse sienten una especial atracción–, había tomado, después de
seducirla, a Doña Aldonza, mujer del dicho Don Álvar, y la había
llevado a la Torre del Oro –al Alcázar no podía porque allí tenía a
Doña María de Padilla–, donde, dicen, que gozó de ella hasta
cansarse.
Cuando el marido y
el cuñado se enteraron del asunto, dejaron Serón y se fueron para
Andalucía, el uno ofendido, y el otro temeroso de que a él le
pasara lo mismo, pues si hermosa era Doña Aldonza, más aún lo era
Doña María, a pesar de ser ésta mujer virtuosa y esposa fiel donde
las haya, porque cuando no es la ocasión es la fuerza la que vence
a la virtud, cuando no las dos cosas a la vez.
No era de la misma
condición, al parecer, la Reina Doña María, que, joven aún cuando
llegó a Portugal después de lo de Toro, quiso desquitarse de toda
una vida de humillaciones por parte de su difunto esposo, y se
soltó el pelo de tal manera que su padre, el Rey de Portugal, no
pudo sufrir la deshonra y dicen que le dio hierbas para que
muriera, como así sucedió. Esto no le dolió tanto a Don Pedro como
la deserción de aquellos dos caballeros. Al fin y al cabo, su madre
se había conjurado contra él junto con los bastardos y algunos
grandes de Castilla. Le dio la noticia Hinestrosa, que volvía de
Portugal de pedir ayuda a ese país para la guerra contra
Aragón.
—
Majestad, vuestra madre ha muerto. Dicen las malas lenguas que
envenenada con hierbas que le dio su padre, vuestro
abuelo.
—
¿Y por qué habría de hacer eso mi abuelo?
—
No podía sufrir la deshonra que le acarreaba su conducta
desordenada. Saltaba de un amante a otro como si tal cosa, sin el
menor recato.
—
¿Sólo por eso?
—
No parecéis sentir mucho ni una cosa ni la otra, ni su conducta, ni
su muerte... ¡Señor! ¡Mirad que madre no hay nada más que
una!.
—
Ya está bien de sacralizar tanto a las madres. No basta con parir a
los hijos y darles de comer. Eso lo hacen hasta los animales más
fieros. Además de eso, deben ser buenas con ellos.
El
que sí había sentido la muerte de la suya era Don Fadrique, al cual
no se le había olvidado quién era el máximo responsable por haberla
consentido. Y, a su vez, al consentidor no se le pasaba por alto,
por mucho que intentara disimularlo, este rencor del Maestre. Por
eso no se fiaba de él y se la tenía guardada. Por eso y por los
cuernos que le puso cuando escoltaba a Doña Blanca camino de su
boda.
Don
Fadrique, por las razones que fueran, no dejaba de hacer méritos
para congraciarse con su Rey. Así, acababa de tomar para la Corona
de Castilla la plaza de Jumilla, que estaba en el Reino de Murcia,
lugar que se disputaban aquel Reino y el de Aragón.
Cuando terminó la campaña, estando aún en el real
que había montado en las afueras de la ciudad, recibió una carta de
Don Pedro. Decía así: “Señor Maestre, hermano, ha llegado a mis
oídos que habéis tomado la villa y castillo de Jumilla, lo cual no
os podéis imaginar hasta que punto nos place, teniendo en cuenta
que en el pasado tuvimos nuestros más y nuestros menos. Pero,
ahora, ¡pelillos a la mar! ¡borrón y cuenta nueva!. Olvidad el
pasado y tened la bondad de veniros para Sevilla donde estoy
pasando unos días de descanso en el alcázar de esta ciudad.
Comeremos, beberemos y nos solazaremos juntos. Yo pondré las
viandas y vos el vino, que me han dicho que en esa tierra que
acabáis de ganar lo hay mucho y muy bueno”. Don Fadrique,
embriagado por la victoria y por los halagos, se olvidó por un
momento del rencor acumulado durante tantos años –que también el
rencor necesita descansar de cuando en cuando de su tarea de
mantener tenso el espíritu–, y se dispuso a viajar a Sevilla, no
sin anunciarlo antes con un mensajero. Con Don Pedro estaba su
primo, el Infante Don Juan de Aragón, que había dejado el partido
de los conjurados para abrazar el del Rey a cambio de algunas
mercedes. Antes de que llegara Don Fadrique, Don Pedro lo mandó
llamar a su cámara, a él y a Don Diego Pérez Sarmiento, Adelantado
Mayor de Castilla, al que había encargado su custodia.
—
Don Juan, Don Diego, quiero que me juréis sobre esta cruz y sobre
los Santos Evangelios que guardaréis el secreto de lo que os voy a
contar –les dijo el Rey nada más entrar en la habitación, a lo que
ambos se apresuraron a contestar afirmativamente.
—
Don Juan, tengo entendido, que a Don Fadrique le tenéis tanta saña
como yo.
—
Decís bien Majestad, pues, tanto mi hermano como yo no podemos ver
ni a Don Fadrique ni a sus hermanos, especialmente, a Don Enrique y
a Don Tello.
—
Eso tenía entendido. Pues bien, habéis de saber que en estos
precisos momentos el pájaro viene hacia aquí invitado por mí, y que
cuando lo tenga entre estas cuatro paredes, tengo decidido matarlo,
y lo mismo haré después con Don Tello. Este Don Tello ostenta ahora
mismo el Señorío de Vizcaya. Si me ayudáis a acabar con ambos, os
prometo que os haré entrega de dicho Señorío y de la tierra de
Lara, pues, al fin y al cabo, vos estáis casado con Doña Isabel,
hija de Don Juan Núñez de Lara y de Doña María, su mujer, a quienes
esas tierras pertenecían.
—
¡Señor! –exclamó Don Juan, algo sorprendido por la confidencia y
por la petición de ayuda del monarca– ¡Majestad! Es un honor para
mí que me hagáis partícipe de vuestras intenciones y de que me
pidáis auxilio. Contad conmigo para llevar a buen término esa
empresa. Es más, si me lo permitís, yo mismo le daré muerte –y le
besó las manos en señal de agradecimiento.
—
Señor –interrumpió Don Diego dirigiéndose a Don Juan– no hace falta
que lleguéis a tanto, que no faltarán ballesteros del Rey que se
encarguen de esa tarea.
A
Don Pedro no le gustó demasiado aquella salida intempestiva de Don
Diego, que diera su opinión sin que nadie se la hubiese pedido, que
dijera a Don Juan, al fin y al cabo todo un Infante de Aragón, lo
que debía o no debía hacer. Pero, de momento, no dijo nada y todo
se quedó ahí.
El
veintinueve de mayo de 1358, martes, muy de mañana, entraba Don
Fadrique junto al Maestre de Calatrava por la puerta de la Macarena
procedente de Cantillana, donde habían hecho noche; y un par de
horas más tarde estaba delante del Rey, en sus aposentos del
alcázar, después de haber dejado sus cabalgaduras en el patio,
tanto él como los que lo acompañaban. Lo encontró jugando a las
tablas con Don Juan y con algunos cortesanos. Nada más llegar ante
su presencia, le besaron las manos.
—
Don Fadrique, sed bienvenido vos y vuestra compaña. ¿De dónde venís
ahora?
—
De Cantillana, donde hemos hecho noche, Majestad.
—
¿Y tenéis ya posada?
—
No la tenemos aún, pero esperamos encontrarla pronto.
—
Aquí las hay muchas y muy buenas. Ahora podéis retiraos. Ya
volveréis más tarde cuando hayáis descansado, que seguro que habéis
madrugado mucho según la hora tan temprana a la que habéis
llegado.
—
Permitidme que valla primero a presentarle mis respetos a Doña
María de Padilla y a vuestros hijos.
—
Id con Dios.
Don
Fadrique y los suyos dieron media vuelta y se
retiraron.
Al
Rey no le preocupaba en absoluto el descanso del Maestre y de los
que con él venían. Lo que le preocupaba era su número, demasiados
para llevar a la práctica el plan que tenía pensado.
Doña María, aunque nadie le hubiese dicho nada,
barruntaba algo, y por la cara tan triste que puso cuando lo vio,
pues le tenía simpatía, al Maestre se le debiera haber encendido la
bombilla. Pero no fue así.
—
Señora. Acabo de llegar y quería saludaros. Después de a la memoria
de mi madre, es a vos a quién más estimo, pues sois la dueña más
buena y más prudente de todo el reino.
— Y
vos el más apuesto caballero. Yo también deseaba veros para pediros
que tengáis mucho cuidado. Vuestra vida corre peligro.
—
¿Peligro, Señora?
—
El Rey, mi marido... –iba a decir algo, pero se contuvo; no se
fiaba de sus damas de compañía– Bueno... Lo digo porque corren
malos tiempos para Castilla. Se está derramando más sangre de lo
que yo quisiera. Nadie está seguro hoy en día.
Cuando estuvieron de vuelta en el patio, a punto
de montar en sus caballos para salir del castillo, alguien, desde
arriba, desde la galería que lo rodeaba, lo llamó a
voces.
—
¡Señor Maestre! El Rey desea veros de nuevo. Tened la bondad de
subir. Esto, y lo que le había dicho Doña María, terminó por poner
algo de recelo en el confiado ánimo del Maestre.
—
Seguidme –les dijo a sus acompañantes, por si las moscas. Pero a
medida que fueron cruzando puertas en dirección a la cámara regia,
se iba dejando por el trayecto alguno de ellos, hasta quedar sólo
los dos Maestres, el de Calatrava y el de Santiago, pues tenían
órdenes los que las guardaban de ir haciendo por el camino un
exhaustivo expurgo. Había hecho funciones de guía Don Pero López de
Padilla, ballestero mayor del Rey. Cuando estuvieron delante de la
cámara, Don Pero llamó a la puerta.
—
¡Majestad! ¡Soy Don Pero López!
—
¡Entrad! –se oyó decir desde dentro.
Cuando, por fin, alguien la abrió, el Rey, que
estaba de pie en medio de la habitación, sin más preámbulos, le
dijo a Don Pero:
—
Ballestero, prended al Maestre.
Don
Pero que, por lo visto, tenía un día espeso, preguntó:
—
¿A cuál de los dos he de prender?
—
¡Vive Dios! ¡A cuál ha de ser! ¡Al Maestre de
Santiago!
Entonces, Don Pero se volvió hacia Don Fadrique y
le dijo: — Sed preso.
—
¿A qué viene esto, Majestad?–preguntó Don Fadrique.
—
Viene a que no dormiré tranquilo hasta que no os vea muerto a vos y
a vuestros hermanos. ¡Ballesteros! ¡Matadlo!
Con
el Rey estaban, además del Infante Don Juan y Don Pero, los
ballesteros Nuño Fernández de Roa, Rodrigo Pérez de Castro y Juan
Diente.
Al
principio éstos se quedaron paralizados, sin atreverse a mover ni
un miembro. Al fin y al cabo, el Rey les estaba pidiendo que
mataran a un monjesoldado, a un hombre de Dios.
—
¡Traidores! ¿No oís lo que os manda vuestro Rey? –gritó Don
Pedro
Por
un momento, dos autoridades, una divina y otra terrenal, se
disputaron la obediencia de aquellos corazones acostumbrados a
cumplir órdenes. Pero, al final, sopesando los dos castigos que
conllevaba el incumplirlas, uno más cercano y seguro y el otro más
lejano e incierto, se impuso la terrenal, y los tres esbirros,
saliendo de su parálisis, se dirigieron hacia Don Fadrique con sus
mazas en alto dispuestos a matarle. Éste, viendo que la cosa iba en
serio, revolviéndose, logró liberarse de la prisión a que le tenía
sometido Don Pero, y dirigiéndose hacia una ventana de la
habitación que daba a un patio, saltó al vacío.
—
Saltad tras él –gritó Don Pedro. Y el ballestero mayor y los
ballesteros menores saltaron detrás del fugitivo.
Don
Fadrique empezó a correr por el patio al que había caído perseguido
por los sicarios que habían saltado tras él, hasta que viéndose
acorralado en un rincón sin posibilidad de escapar, se llevó la
mano a su espada dispuesto a venderse caro. Pero al intentar
sacarla, la providencia o la casualidad, hizo que la cruz se le
trabara en el cinturón. Momento que aprovecharon los ballesteros
para lanzarse sobre él. Y ya sin ningún temor, exacerbados los
ánimos por la persecución, uno tras otro fueron descargando golpes
con sus enormes mazas sobre la cabeza, sobre los hombros... Hasta
que el cuerpo de Don Fadrique, flácido, mustio como una flor de
Pascua tras varias noches de fuertes heladas, cayó al suelo sin
vida, boca arriba, con sus ojos azules claros clavados en el cielo
azul, más claro aún, de Sevilla.
No
tardó mucho en bajar Don Pedro desde sus habitaciones hasta la
escena del crimen.
—
Majestad, misión cumplida –le dijo Don Pero López cuando lo
vio.
—
Podéis retiraos. Pero cuando salgáis, llamad si no os importa al
camarero.
Y
entonces, cuentan las crónicas, que estando Don Fadrique aún de
cuerpo presente, tendido en el suelo sobre un charco de sangre, Don
Pedro pidió de comer. Y allí mismo le montaron una mesa y se puso
manos a la obra, dando buena cuenta de un capón, de parte de una
liebre y de algunas frutas del tiempo, regado todo con un buen vino
de Jumilla que le había traído el muerto.