Capítulo XXXIV
El Infante
Don Juan era el eterno segundón: el segundo de la clase, el segundo
en la oposición, el segundo en la San Silvestre, el segundo en la
final de cien metros, el segundo en los Campos
Elíseos.
El
Rey Don Alfonso IV de Aragón había contraído unas primeras
nupcias, de las cuales
nacieron varios hijos varones. Muerta su esposa en el parto del
último de ellos, casó en segundas con Doña Leonor de Castilla,
hermana del Rey Alfonso XI. Fruto de este matrimonio fueron los
Infantes Don Fernando y Don Juan. Cuando Alfonso IV murió, luchó
por la sucesión al trono uno de los hijos de su primer matrimonio,
el que luego sería Pedro IV El Ceremonioso, con aquellos dos,
resultando vencedor éste último. Pero, aunque hubieran ganado los
otros, el trono habría sido para Don Fernando, el primogénito,
nunca para el segundo, Don Juan.
En la guerra civil
que estaba teniendo lugar en esos momentos en Castilla entre parte
de la nobleza y el Rey, el mejor situado para sucederle en caso de
muerte del soberano era otra vez el Infante Don Fernando, y sólo
después, el Infante Don Juan.
Ahora, por fin, se
le presentaba la ocasión de ser el primero en algo: la carrera cuyo
ganador obtendría como premio el Señorío de Vizcaya. “Mejor ser el
primero allí que el segundo en Castilla”, debió pensar. Pero no
estaba hecho aquel manjar para su boca. El Rey Don Pedro no se lo
iba a permitir.
Aquel mismo día,
martes, en el que murió el Maestre de Santiago, salió de Sevilla
Don Pedro en dirección a Vizcaya en compañía del Infante, con
intención de ajustarle las cuentas al señor de aquel territorio.
Por el camino iba dándole vueltas Don Juan a la idea de dar muerte
a Don Tello. “Si matarlo me va a costar lo mismo que matar a su
hermano, el Señorío de Vizcaya me va a salir gratis”, se iba
diciendo.
Pero Don Tello no
se lo iba a poner fácil. Cuando se enteró por unos espías de que el
Rey subía hacía el norte con intención de matarle, salió de Aguilar
de Campó, donde estaba, y se fue para Bermeo, que era una villa
suya que estaba cerca del mar. De allí, en un navío, pasó a San
Juan de Luz, y de allí a Bayona, lugar que, por aquel entonces,
estaba bajo el dominio del Rey de Inglaterra.
El Infante Don
Juan lo consideró como su muerte civil. Don Tello no había muerto
realmente, estaba vivito y coleando, pero, a los efectos, como
había huido de Castilla abandonando su Señorío, se podía considerar
así. Después de haber llegado a esta conclusión que favorecía a sus
intereses (si no los favoreciera, hubiera llegado a otra distinta),
se fue a ver al Rey Don Pedro y le recordó lo que le había
prometido en Sevilla.
— Majestad, como
ya sabéis, vuestro hermano Don Tello ha huido de este reino, ha
dejado vuestro servicio para pasarse a Bayona, lugar del Rey de
Inglaterra. Os recuerdo lo que me prometisteis en Sevilla, que
cuando Don Tello muriera me daríais el Señorío de Vizcaya. No ha
muerto, es verdad, pero a los efectos es lo mismo, ha abandonado a
su Rey.
— Querido primo.
Mañana mandaré a los vizcaínos que se reúnan donde tienen por
costumbre hacerlo, y allí mismo les mandaré que os tomen por Señor
–le contestó el monarca.
Los vizcaínos
tenían por costumbre reunirse en asamblea alrededor de un árbol –un
roble situado en la villa de Guernica–, cuando tenían que tomar
decisiones de cierta importancia, o a requerimiento de su Señor o
del Rey, como ocurriría en este caso. El motivo de juntarse en
aquel lugar no podía ser buscar sombra, pues no cabían todos, por
mucho que se apretaran, debajo de la copa, aparte de no ser
Vizcaya, precisamente, una tierra donde luzca mucho el sol. El
árbol debía ser para ellos, un pueblo poco civilizado y montaraz,
como una especie de tótem vegetal, representación de algún
antepasado mitológico. Sea como fuere, el hecho es que solían
reunirse allí cuando tenían que tomar decisiones de cierta
trascendencia.
Pero antes de reunirse con el grueso de los
vascos, Don Pedro se reunió secretamente con los principales del
lugar para decirles lo siguiente:
—
Señores, próximamente me reuniré con vosotros en el lugar en el que
tenéis por costumbre hacerlo. Allí os pediré que toméis por Señor,
ya que como sabéis Don Tello ha huido hace poco del reino, al
Infante Don Juan de Aragón, que quiere serlo por estar casado con
Doña Isabel, una de las hijas de Don Juan Núñez de Lara. Cuando os
diga esto, vosotros contestaréis que los vizcaínos no tomarán por
Señor más que al Rey de Castilla. Haced lo que os pido y no os
arrepentiréis.
—
Así lo haremos –contestaron.
Llegado el día, estando ya reunidos alrededor del
árbol totémico, además del Rey y del Infante, unos mil vizcaínos,
Don Pedro se dirigió a la congregación con estas
palabras:
—
¡Escuchad! Como ya sabéis, Don Tello, vuestro Señor hasta ahora, ha
huido del reino, dejando mi servicio para pasarse a Bayona, al
servicio del Rey de Inglaterra. Como un pueblo no puede estar sin
señor, ni un reino sin rey, os pido que toméis por tal al Infante
Don Juan aquí presente, que como también sabéis, está casado con
Doña Isabel, una de las hijas de Don Juan Núñez de Lara, el que
fuera vuestro Señor hasta que murió.
Y
el portavoz de los vizcaínos, siguiendo el guión previamente
escrito, contestó lo siguiente a la petición real:
—
Nosotros, los vascos, no tomaremos más Señor que el Rey de
Castilla. Queremos formar parte de esa Corona, depender de su Rey y
de los Reyes que después de él vinieren.
Al
Infante Don Juan se le cambió la faz. Para una vez que podía
conseguir algo que merecía la pena, aquellos salvajes lo echaban
todo a perder. Don Pedro se lo llevó aparte.
—
Alegrad esa cara, que no todo está perdido. Próximamente iré a
Bilbao. Allí volveré a hablar con ellos para que os tomen por
Señor. No perdáis la esperanza.
El
Infante empezó a sospechar que lo que el Rey estaba haciendo era
darle largas, y que en su ánimo no estaba concederle lo que le
pedía. No es que hubiera hecho mucho por merecerlo, pero se lo
había prometido y lo prometido es deuda.
Después de celebrada la Junta, a los pocos días,
se fueron para Bilbao Don Pedro y Don Juan. Una vez allí buscaron
posadas distintas, el Rey por su lado y el Infante por el suyo,
cada uno con su séquito y su intendencia.
Era
el mes de junio cuando llegaron, habían pasado apenas quince días
de los sucesos de Sevilla, pero mientras en esta ciudad hacía ya
calor y lucía un cielo azul, Bilbao amanecía gris, amenazaba
lluvia, y las galernas, como siempre, asomaban su nariz por el
Cantábrico, ansiosas por saltar sobre la ciudad, como un ejército
mercenario hambriento y sin paga sobre la plaza que lleva tiempo
sitiando, para ponerla en unos segundos empapada de
agua.
Una
vez instalado en su improvisado palacio, el Rey hizo llamar a su
presencia a su primo. Un ballestero le llevó el
recado.
—
¿Qué querrá ahora? ¿Me llamará para darme Vizcaya o seguirá dándome
largas? –se preguntó cuando terminó de leer la misiva.
—
Se tratará seguramente de lo segundo. Como siga esto así, me vuelvo
a Aragón con mi hermano –se contestó a si mismo.
Lo
que no sospechaba el Infante era que en el ánimo del Rey no estaba
alargar nada, más bien todo lo contrario: lo que quería era
acortarle la vida.
El
Infante, confiado, llegó ante los aposentos de Don Pedro sin apenas
compañía salvo dos o tres ballesteros que, además, se quedaron
fuera. En la habitación estaban Don Pedro, Martín López de Córdoba,
Hinestrosa, y el ballestero Juan Diente. Nada más entrar en la
estancia, lo primero que observaron los presentes era que Don Juan
apenas venía armado, sólo un pequeño puñal colgaba de su
cintura.
—
Majestad, ¿qué queréis de mí? ¿Para qué me habéis hecho
llamar?
—
Acercaos, primo. Os prometí en Sevilla que os daría el Señorío de
Vizcaya. Pero eso se me hace poco. Os quiero dar también, en pago a
vuestros servicios, otras tierras de los Lara.
—
Con lo primero me daría por satisfecho. Al fin y al cabo, en poco
os he servido hasta ahora –contestó Don Juan.
—
No seáis modesto. Bastante es que estéis a mi lado, mientras otros,
con menos abolengo que vos y más deudas conmigo, me abandonan para
unirse a mis enemigos.
—
Mi madre, mi hermano y yo sólo podemos tener para vos
agradecimiento, pues nos acogisteis en vuestro reino cuanto tuvimos
que salir por piernas de Aragón huyendo de nuestro hermanastro el
Rey Don Pedro.
Mientras el Infante desgranaba agradecimientos y
gratitudes, Martín López de Córdoba, lentamente, se le había ido
acercando por la espalda hasta que, una vez detrás de él, lo sujetó
por los brazos.
—
¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? –gritó, sorprendido, Don
Juan.
—
¡Ballestero! Proceded –ordenó Don Pedro.
Juan Diente, sin vacilar esta vez, levantó su
maza y la descargó sobre la cabeza del Infante. Éste, tras el
golpe, tambaleándose, hecho un Ecce Homo, se dirigió hacia donde
estaba Hinestrosa, pero sin decidirse a caer.
—
¡Ballestero! ¡Dadle de nuevo! –volvió a ordenar el
Rey.
Y
el ballestero volvió a descargar su maza sobre la cabeza de Don
Juan, pero esta vez con efectos fulminantes. El Infante cayó muerto
en el suelo para no levantarse más. Después, obedeciendo a un gesto
de Don Pedro, fue levantado en volandas entre varios.
—
¿Qué hacemos con él, Majestad?
—
Tiradlo por la ventana –dijo, por fin, el monarca.
Y
fue arrojado por una ventana que daba a una plaza muy concurrida a
aquellas horas del día. Los vizcaínos que estaban allí, unos porque
se habían parado a charlar, otros porque pasaban, cuando vieron
caer aquel cuerpo en medio de ellos, no salían de su asombro y,
aterrorizados, no sabían a qué atenerse, no tanto por el cadáver,
pues estaban acostumbrados a la visión de la muerte, sino por no
saber de donde salía. Pero Don Pedro se iba a encargar muy pronto
de despejar sus temores. Asomándose a la ventana, se dirigió a los
presentes en estos términos:
—
¡Vizcaínos! Ahí tenéis al que quería ser vuestro Señor. Sabed que
Vizcaya no tendrá jamás otro Señor que el Rey de
Castilla.
El
doce de junio de aquel año, quince días después de que Don Fadrique
lo hiciera en Sevilla, moría el Infante Don Juan en Bilbao, a la
temprana edad de veintiocho años. Fue el segundo de los magnicidios
que cometió Don Pedro. Ni siquiera a la hora de morir se pudo
librar de su eterno destino de segundón.