Capítulo XII
Hasta
Narbona, lugar de la dulce Francia, llegaron embajadores para
escoltar a la joven y bella Doña Blanca –hija del Duque de Borbón y
sobrina del Rey–, hasta Valladolid, lugar de la noble y recia
Castilla.
Era su misión
entregarla, entera e intacta, a Don Pedro, Rey de Castilla y de
León, pues iban a celebrar en esta ciudad las bodas, que hacía ya
algún tiempo habían acordado, para estrechar lazos las dos Coronas.
El contrato de matrimonio rezaba así: “Los abajo firmantes –en
representación y por poder del Rey Don Pedro, por la gracia de
Dios, Rey de Castilla y de León, de Toledo, de Galicia, de Sevilla,
de Córdoba, de Murcia, de Jaén, del Algarbe, de Algeciras, y Señor
de Molina; y del Serenísimo Príncipe Don Juan, por la gracias de
Dios, Rey de los Francos–, hemos tratado y concertado el contrato
de esponsales y matrimonio que se ha de celebrar y, Dios mediante,
consumar, entre el dicho Señor Rey de Castilla y de León, por una
parte, y la ilustre Señora Doña Blanca de Borbón, por otra, en los
siguientes términos: que el predicho Rey de Francia dará con la
expresada Doña Blanca, al predicho Rey de Castilla, en calidad de
dote, trescientos mil florines de oro, en los siguientes plazos:
veinticinco mil al salir Doña Blanca del reino de Francia, y otros
veinticinco mil en la fiesta de la natividad del Señor, y en cada
fiesta del nacimiento de Jesucristo, sucesiva e inmediatamente
siguiente, cincuenta mil florines hasta que se haya satisfecho la
suma total predicha al mencionado Rey de Castilla. Otro sí, que el
Rey de Castilla y de León entregará, en calidad de arras a Doña
Blanca, las villas de Arévalo, Mayorga, Coca y Sepúlveda. Y, por
último, que si Doña Blanca muriese sin sucesión, el Rey de Castilla
restituirá al de Francia la suma de florines recibida como dote de
Doña Blanca, y las villas que el Rey de Castilla le donara volverán
de nuevo a la Corona de Castilla”.
Pero de nada de
esto era consciente Doña Blanca: ni de dotes, ni de arras, ni de
florines y, mucho menos, de unas villas y castillos de los que no
había oído hablar en su vida. Sólo lo era de que se casaba con el
joven Rey de Castilla y de que toda Europa lo comentaba.
Era la novia
hermosa y suave como la campiña francesa, chispeante y alegre como
un buen vino de la Champagne, y prometía ser sabrosa al paladar
como el más fino paté de oca.
No
estaba tampoco exento de atributos el novio, quitando algún pequeño
defecto. Era alto para la época, rubio, bien parecido, y recio y
duro como su tierra.
Formaban la comitiva a la ida, Don Juan de las
Roelas, Obispo de Burgos; el noble Señor Alvar García de Albornoz;
un hermanastro del novio, el joven y apuesto Maestre de Santiago,
Don Fadrique; y algunos caballeros más. A la vuelta se les unirían
algunos caballeros franceses.
Formaban el ajuar de la novia, dicho sea para
información y envidia de todas las damas del continente y aún de la
pérfida Albión, los siguientes objetos: una corona de oro con
pedrería valorada en 3.200 escudos de oro; una diadema de oro con
doce rubíes, veinte esmeraldas, dieciséis diamantes y cuarenta
gruesas perlas, valorada en 2.560 escudos de oro; y muchos otros
objetos de oro y plata valorados en 1.783 escudos de oro; paños de
oro, de seda y de lana; pieles de ardilla y de armiño; varios
sombreros, uno de ellos de piel de castor adornado con terciopelo
encarnado y con diez niños de oro que hacían caer unas bellotas de
unas encinas, bellotas que no eran otra cosa que gruesas perlas,
mientras unos jabalíes, también de oro, intentaban comérselas antes
de que lo hicieran unos pájaros, igualmente de oro, que
sobrevolaban los árboles. A todo esto se le unía docena y media de
guantes diferentes, tres docenas de pares de zapatos, catorce
tapices –algunos de ellos muy ricos–, ornamentos sacerdotales para
el servicio de capilla, juegos de mesa y de cama, todo ello
valorado en más de 6.500 escudos de oro.
Después de rendir los castellanos pleitesía al
padre y de agasajar a la novia, recogió ésta sus pertrechos, que,
como queda dicho, no eran pocos, y sin más dilación partieron de
vuelta para Castilla.
Como el contrato se había firmado en 1.351, en
las Navidades siguientes, antes de cruzar los Pirineos, los
españoles esperaban recibir del Rey de Francia, según rezaba en el
mismo, la suma de 50.000 florines. No las tenían todas consigo los
castellanos, pues gozaban los franceses fama de muy
tacaños.
Se
confirmaron sus peores temores y no recibieron la suma acordada.
Pero no por ello se detuvieron. Ya se lo contarían al Rey cuando
llegaran a Valladolid, y que él decidiera lo que había que hacer al
respecto.
Como los caminos de Aragón estaban en muy mal
estado debido a las lluvias y nieves de aquel invierno tan frío, y
la mercancía que transportaban era tan delicada y el destinatario
tan exigente, decidieron, a instancia de Don Fadrique, detenerse
unos días hasta que mejorara el tiempo en una villa aragonesa
perdida entre montañas.
La
joven novia, acostumbrada a la llanura y suavidad de su tierra,
llevaba muy mal los abruptos caminos que se abrían paso entres las
sierras y quebradas aragonesas; más de una vez había estado a punto
de vomitar la comida debido a los fuertes traqueteos del carro que
la llevaba. El Maestre de Santiago no había dejado de observarla
desde que dejaron Narbona, las veces que se asomaba –que no eran
muchas, debido al frío– a la ventana del coche, y se iba diciendo
para sus adentros: “Qué suerte la de mi hermanastro. Tiene una
amante fija, una madre y, ahora, se va a encontrar con una esposa
joven y hermosa; y yo no tengo ni tan siquiera una madre, pues
ellos me la mataron en el Alcázar de Talavera. El muy iluso pensará
que lo he perdonado después de lo que me dijo y le dije en Llerena
al poco de morir ella: <<¿Ya sabéis que vuestra madre es
muerta?>>, me preguntó. <<Yo no tengo otro padre ni
otra madre que vos>>, le contesté yo. Si cree que la cuestión
está zanjada, va listo. Por lo pronto, esa Flor de Lis que le envía
como presente el Serenísimo Rey de los francos, la va a recibir
desflorada. De eso me encargó yo. Que si él se vale de su condición
de Rey para conseguir todas las mujeres que quiere, yo, con otras
armas, tampoco me quedo corto. En el próximo pueblo pararemos, y
allí la desfloraré. La pena es que no podré ver la cara que pone en
su noche de bodas, cuando se dé cuenta de que ese espumoso vino de
la Champagne ya ha sido descorchado antes por otras manos. Pero,
pensándolo bien, casi es mejor imaginarlo: su cara desencajada y su
boca echando espuma como un can rabioso; sus manos, como tenazas,
clavadas en la garganta de su mancillada esposa, a punto de
estrangularla, preguntándose, quién habrá sido el osado, quién
habrá podido atreverse a folgar con la mismísima Reina de Castilla,
esposa del Rey Don Pedro, por la gracia de Dios, Rey de Castilla,
de León, de Galicia, de Toledo, y de no sé cuántos sitios
más”.
El
viento soplaba, la nieve caía, el día se retiraba y la noche se
echaba encima. Quedaban apenas seis leguas para Zaragoza, cuando a
la izquierda del camino, al doblar un recodo, en la falda de una
sierra, divisaron los humos de unas chimeneas y los destellos de
unas antorchas, que, con su pobre luz, intentaban a duras penas
alargar el día sin conseguirlo. El Maestre, a caballo, se acercó al
carruaje que transportaba al Obispo.
—
Excelencia –le dijo–, la noche está cerca, la ventisca aprieta y
Zaragoza aún queda lejos. Mejor paramos en ese pueblo. Temo que de
no hacerlo, la valiosa mercancía que transportamos sufra algún
desperfecto y tengamos que sufrir, cuando lleguemos a nuestro
destino, la ira regia. — Me parece bien siempre que los demás estén
de acuerdo. Este humilde siervo de Dios está necesitando ya de
algún reposo y de algunas viandas con las que saciar el apetito.
Que si bien es verdad que “no sólo de pan vive el hombre”, también
lo es que sin él no se puede vivir. A ver si es posible que me den
las vísperas dentro de una confortable habitación. — Confortable,
no sé. Pero algo mejor que este trasto será. Iré a consultarlo con
los demás.
El
Maestre se acercó al carruaje que transportaba a la princesa. Y no
hizo más que llamar a la ventanilla, cuando de la oscuridad emergió
un rostro joven, casi de una niña, hermoso, pero bastante más
pálido y desmejorado que cuando salió de Narbona hacía apenas una
semana. No obstante, a pesar de las dificultades del viaje y del
frío reinante, ni una queja, ni un reproche había salido del
habitáculo hacia fuera; si lo había pasado mal, como evidenciaba su
aspecto, sólo ella se había enterado.
—
Señora, como Don Juan es clérigo y yo fraile, hemos celebrado hace
escasos segundos un cónclave en el que se ha decidido, dada la
proximidad de la noche y lo inclemente del tiempo, contando
siempre, por supuesto, con vuestro placet,
no seguir adelante y buscar posada en aquel pueblo.
—
Me parece bien. Me someto a la mayoría.
—
Señora, por vuestra prudencia, gentileza y hermosura, vos siempre
gozaréis de un voto de calidad. Si queréis seguir, seguiremos, si
queréis parar, pararemos.
—
No sé. Me da igual. Lo que digáis.
—
Si me permitís que entre un momento, lo discutiremos. Aquí fuera
hace un frío que pela. Temo que me salgan sabañones en las orejas,
si es que no me han salido ya.
Las
mejillas de la princesa se arrebolaron, se pusieron rojas, como una
tortilla francesa a la que le hubieran echado sobre la superficie
un poco de tomate.
—
No sé si debo. No me parece correcto. ¿Qué pensarán los
demás?
—
El Obispo pensará, como no puede ser de otra manera, que estamos
discutiendo sobre el asunto que he venido a tratar, y los otros
están a lo suyo. Y, además, si tenemos la bendición de la Iglesia,
lo demás qué importa.
El
Maestre, sin esperar respuesta, abrió la puerta del coche, saltó
del caballo y entró dentro. Después cerró la puerta tras de sí, no
sin antes atar al carruaje las bridas del animal. Una vez acomodado
en el interior, se dirigió a la princesa.
—
Como lo dejáis en mis manos, digo que nos quedemos. Y solucionado
este tema, pasemos a otro asunto. ¿Qué noticias tenéis de vuestro
futuro esposo, el Rey de Castilla? ¿Sabéis si es hermoso o feo,
alto o bajo, amable o violento? ¿O vais a tientas, con las manos
por delante, a coger sólo un bulto, como en el famoso juego de la
gallina ciega, temiendo que cuando os quiten la venda de los ojos
os llevéis una desagradable sorpresa?
—
Tengo un medallón con su retrato. Pero no sé si será un fiel
reflejo de su persona. Además, a los efectos, da igual. En este
trato no he intervenido yo. Nadie me ha pedido mi opinión; ni
siquiera a mi padre se la han pedido esta vez. Todo lo ha dispuesto
mi tío, el Rey de Francia, y a mí, como buena súbdita y sobrina, no
me queda otra cosa que obedecer.
—
Decís bien... Pero volviendo al medallón. Esos retratos no son de
fiar. ¿Sabéis que yo soy su hermano, aunque sólo de padre? Yo os
daré noticias de él para que no os llaméis a engaño. Se puede decir
que es alto, blanco y rubio, y que tira más a hermoso que a feo,
aunque cecea un poco en el habla y cojea algo de una de sus
piernas, de tal manera que al andar, sus choquezuelas forman un
ruido notable, como el que hacen los dados al confundirse y
mezclarse; todo ello, al parecer, secuelas de una enfermedad que
tuvo siendo muy crío. Pero es en su carácter donde radica su
peculiaridad y no en su físico. Tiene un temperamento inestable.
Estás hablando con él tranquilamente, lo mismo da que sea de una
cuestión de Estado que de una partida de caza y, de pronto, sin
saber por qué, entra en un estado de excitación y de furia,
inexplicable para todo aquel que lo contempla, y con unos efectos
que nunca se sabe a dónde pueden llegar a parar. Por eso, todos los
que estamos a su alrededor, vivimos siempre en tensión; estando a
su lado nunca te abandona la inquietud de que en cualquier momento
puede pasar algo, algo desagradable. Una sensación parecida a la
que deben experimentar esos animales que viven en el temor
constante a un ataque de los depredadores. Parece que sólo se
relaja cuando está al lado de su amante, Doña María de Padilla, una
joven muy bella y también muy prudente, a la que siempre vuelve
cada vez que puede, ya sea en tiempos de guerra o en tiempos de
paz. Porque no sé si sabéis que el Rey Don Pedro tiene una amante,
una amante fija, con la que ha tenido hasta un vástago, y lo que es
más grave, estando vigente ya el compromiso matrimonial con
vos.
—
No lo sabía; pero no me sorprende. Es algo que una dama da por
descontado cuando el hombre con el que se casa es un rey o un gran
señor. El amor en estos matrimonios es algo que no se contempla. Si
te lo encuentras, bien, y si no, resignación. Ante esta
circunstancia, no nos queda otra que entregarnos a los hijos y a la
oración. Lo que no me esperaba es que estuviera tan unido a una
mujer que no es su esposa y que, además, le haya dado ya una hija.
¿Es de noble cuna esta señora? — Sí lo es. Aunque, desde luego, no
tanto como vos. Si lo que os preocupa es el futuro de vuestros
hijos, no tenéis nada que temer. Los hijos que pueda tener con ella
serán siempre unos bastardos, unos segundones, por mucho amor que
les pueda tener el padre, y no supondrán ningún peligro para los
legítimos derechos de los vuestros. De esto, yo os podría hablar
largo y tendido. De todas maneras –continuó diciendo Don Fadrique,
intentando desviar la conversación hacia el asunto último que le
había llevado hasta allí–, una mujer hermosa y joven como vos, con
toda la vida por delante, no puede conformarse con criar hijos y
rezar a Dios, por muy digna que sea esta tarea. Merece amar y ser
amada, encontrar a un hombre que la quiera y que la tenga siempre
en su pensamiento, que acuda a ella cada vez que sus trabajos se lo
permitan buscando el solaz que sólo ella puede darle –y utilizando
la táctica de la odiosa comparación para desarmar la virtud de la
joven, añadió–: No sé que pensará una dama francesa de todo esto,
cuáles serán las costumbres al respecto en vuestro país, pero aquí
en Castilla, y aun en toda España, las damas lo tienen muy claro.
Si no encuentran el amor en su esposo, o bien ella no le
corresponde, no tienen reparo en buscar ese amor en otros brazos,
con toda la discreción que el caso merece, desde luego. No seáis
vos menos. Y si tenéis escrúpulos, arrojadlos por la ventana de
este carruaje, que ya darán buena cuenta de ellos las alimañas. Por
lo que a mí respecta os puedo decir que desde que os vi por primera
vez no he dejado de pensar en vos. Yo soy el hombre que os puede
dar ese amor que toda mujer necesita.
—
Pero, ¿os habéis vuelto loco? ¿No os dais cuenta de que estáis
hablando con la prometida de vuestro Rey, a la que, precisamente,
tenéis la obligación de llevar sana y salva ante su presencia? ¿No
sois Maestre de una Orden de monjes soldados? Estáis deshonrando el
hábito que lleváis. Seguramente habréis hecho no sólo voto de
obediencia a vuestro Señor, sino también, debido a vuestro oficio,
de castidad.
—
Al diablo con los votos. Ante tamaña hermosura, no hay voto que se
resista –dijo el Maestre, pensando en dejar ya a un lado las
palabras para pasar a los hechos, cuando, de pronto, el carro frenó
en seco y, desde fuera, alguien abrió la puerta.
—
Señora. Señor, Don Juan me ha dicho que habíais venido a consultar
con la princesa si pernoctábamos en ese pueblo o no. ¿Se ha tomado
ya una decisión? –era Alvar García que, desde su cabalgadura,
inoportunamente para los planes del Maestre, pedía información
sobre la embajada que, en teoría, había llevado a Don Fadrique a
visitar a la prometida del Rey.
—
La Señora manda que sí, que paremos. Así que, si no tenéis ninguna
objeción...
—
Habéis dicho bien. Ella manda, y a los demás no nos queda otra cosa
que obedecer, nos guste o no.
A
las vísperas, cumpliéndose el deseo de Don Juan, ya estaban todos
hospedados cada uno en una habitación, gracias a la “sincera”
hospitalidad del único hidalgo de aquel pueblo. Una vez en la
villa, habían llamado a la puerta que mejor les pareció, y
enseñando el salvoconducto que llevaban del Rey de Aragón, que
obligaba a todos sus vasallos a dar cobijo y posada a los
portadores del mismo, el hidalgo no había tenido más remedio que
franquear la puerta de su humilde casa a tan ilustre visita. La
princesa, Alvar García, el Maestre, el Obispo y los caballeros
franceses, improvisaron un refectorio en uno de los cuartos de
aquel caserón, dieron buena cuenta, después, de las viandas que el
huesped les ofreció y, acto seguido, pasaron algunos a ocupar las
habitaciones de la vivienda, otros el pajar y otros el
establo.
A
la princesa le cedieron la mejor, la que hasta ese día había sido
el dormitorio del dueño de la casa, el cual, de muy mala gana,
había tenido que ahuecar el ala y buscar acomodo en otro
sitio.
Lo
que a los ojos del hidalgo pasaba por cama, a los ojos de la
princesa, más delicados, no pasaba de la categoría de jergón;
aunque, en última instancia, había que reconocer que, en el
contexto, no carecía de cierto lujo y confort. Estaba provista de
almohada, colcha, manta, sábanas, y sus patas parecían, de entrada,
elevarla a la suficiente altura del suelo como para preservarla de
la humedad. Pero cuando la princesa, vestida con su camisón y
tocada con su gorro de dormir, se introdujo entre las sábanas, tuvo
la sensación de estar sumergiéndose en un charco a punto de nieve,
tal era la sensación de frío que sintió. Así que decidió calentar
el sitio donde su cuerpo había caído, sin aventurarse a explorar
otros rincones de la cama, y no moverse de allí en todo lo que
quedaba de noche.
Cuando al cabo de un rato su cuerpo empezó a
entrar en calor y su piel dejó de imitar a la carne de gallina, su
mente se pudo liberar de las únicas ideas en las que había estado
ocupada desde que salió de Narbona –humedad, frío, nieve,
extrañamiento, soledad– y ocuparse de otras cosas. ¿Cómo sería
aquel Don Pedro con el que se iba a casar, mejor dicho, con el que,
por poderes, ya se había casado? Las noticias que le llegaban de él
eran contradictorias. ¿Era un furioso tarado o un galante
caballero? ¿Era lujurioso como Pan o casto y puro como un San Juan?
¿Era un bufón alegre y dicharachero o era grave como Séneca? ¿Era
en extremo religioso rozando con la superstición o un pagano
descreído? Directamente nada sabía de él. Lo que sabía, lo sabía
por terceros, muchos de ellos interesados, por “h” o por “b”, en
tergiversar los hechos, en dulcificarlos o, por el contrario, en
teñirlos con la más negra de las tintas. No habían gozado de un
tiempo de noviazgo ni nada que se le pareciera. Así que todo se le
iba a venir encima de golpe, como en aluvión, como un alud de nieve
o una tormenta veraniega. Aun así, como era de natural optimista,
pensó que ya tendría tiempo después de la boda de conocerlo mejor y
de suavizarlo si era necesario.
De
pronto le asaltó la duda y la desazón. Tendría que competir no con
una amante al uso, de quita y pon, sino con una segunda esposa con
la cual había tenido ya hasta descendencia; aquella María de
Padilla de la que le había hablado el apuesto Maestre de Santiago,
una compatriota y no una extranjera como ella, con la que el Rey
tendría que hablar en latín si querían entenderse. En fin, ya le
quedaba poco para conocerlo. Unas jornadas más y estaría en brazos
de su esposo. Y después vendría la noche de bodas. Mucho le habían
contado sobre ella sus damas de compañía. Pero como –según ella
misma estaba comprobando aquellos días– la experiencia parecía ser
intransmisible, seguramente todo le cogería de nuevas. También le
habían dicho que en España hacía mucho calor, y estaba pasando más
frío que en todos los días de su vida. Le habían dicho, igualmente,
que era tierra de moros y de herejes y, por lo menos hasta ese
momento, no había visto ni a uno sólo, sino sólo a cristianos como
ella. Eso sí, le habían parecido una gente ruda y pendenciera, lo
que, quizá, tuviera su explicación en esa lucha secular que
mantenían con el infiel, al que, según sus noticias, estaban muy
cerca de enviar definitivamente al otro lado del mar. Y pensando en
esto, se acordó de la última conversación que mantuvo con su padre,
el Duque de Borbón, la última noche que pasó en Narbona. Ella, en
su inocencia, le había preguntado que por qué no podían convivir
pacíficamente en un mismo lugar, judíos, moros y cristianos. Y él
le había contestado:
—
Porque los tres, el judío, el moro y el cristiano, adoran al mismo
Dios, un Dios único y excluyente que no admite, como Júpiter o
Zeus, otros dioses a su lado. Y como, además, es un Dios lejano e
inaccesible, los primeros aún están esperando al Mesías que
intermedie entre ellos y Él; los segundos creen que Mahoma, su
profeta, fue quien cumplió con esa misión; y los cristianos, yendo
mucho más allá, creemos que Dios se hizo hombre en la persona de
nuestro Señor Jesucristo. Tres versiones distintas de lo que pudo
haber sido una única religión, tres ramas salidas del mismo tronco
e incompatibles entre sí. La rigidez y dureza del tronco se ha
transmitido a las distintas ramas.
—
Pero hay corrientes dentro de cada confesión que hablan de
ecumenismo, de unión o, por lo menos, de relaciones amistosas –le
había objetado ella.
—
Esos arrebatos de comunión, de solidaridad, de unión fraternal
entre las tres religiones, no son sinceros. Responden a momentos de
debilidad por los que atraviesan las tres o alguna de ellas. En
cuanto vuelven a sentirse fuertes y seguras de sí mismas, vuelven
al ataque y a la conquista del contrario, y a hablar de excomunión,
de herejía, de infierno y condenación para los que no creen a pie
juntillas en lo que cada una de ellas predica. Ningún rey admite a
otro rey en su reino, ninguna dueña de su casa a otra dueña, ningún
cabeza de familia a otro. Va en su naturaleza. Para que haya reino,
casa, familia, tiene que haber una única cabeza, no dos. Mira a tu
alrededor y sólo verás al poder manifestándose de forma absoluta, o
situaciones de transición en las que unos cuantos luchan para
alzarse con él. Si en algún momento se da, aparentemente, otra
cosa, un poder compartido, será sólo eso, pura apariencia. Bastará
con escarbar un poco y nos toparemos de bruces con él, con el poder
absoluto. Un emperador, un rey, un líder religioso, un maestre..,
eso es lo que hay; en último término, el poder en sus distintas
manifestaciones.
¿Un
maestre?... Como ese apuesto y atrevido joven que, sin invitación,
se había metido en su carruaje para hablar de amor sin recato
alguno. Nunca había visto un atrevimiento parecido.
Pero, como pronto iba a comprobar, aún no habían
acabado las sorpresas por ese día. Unos golpes en la puerta la
arrancaron de sus pensamientos y la trajeron desde Narbona hasta
las proximidades de Zaragoza. Sus ojos, abiertos de par en par, se
dirigieron hacia el lugar de donde venían los golpes. La puerta se
abrió y apareció, enmarcado por el quicio, el Maestre de Santiago.
A la princesa a punto estuvo de darle un ataque al corazón. Pero
como era de carácter templado, pronto se sujetó e hizo frente a la
situación.
—
Salid ahora mismo de aquí si no queréis que grite.
—
Si lo hacéis, será vuestra perdición. Diré que me invitasteis vos
durante la entrevista que mantuvimos esta tarde. Será vuestra
palabra contra la mía. Y aunque al principio os puedan creer más a
vos, siempre quedará la duda, como queda la resaca tras la
borrachera. Y os aseguro que el Rey tiene mal beber. Si ya de por
sí es celoso y desconfiado, no me lo quiero ni imaginar con esa
idea dándole vueltas en su cabeza coronada... Os repudiará. No os
quepa la menor duda. Y más teniendo en cuenta que no va a esta boda
por gusto, sino obligado por las circunstancias, por razones de
Estado. Y dada su inmadurez, no le temblará el pulso a la hora de
repudiaros, aunque ello suponga poner en peligro la paz con
Francia.
—
¿Qué os he hecho yo para que me tratéis de esta manera? Soy una
extranjera recién llegada a este país. ¿Qué mal os he podido
hacer?
—
Vos, no. Cupido ha sido el causante de mis males, el que,
inmisericorde, me ha clavado las flechas del amor, tan hondo que no
puedo arrancarlas de las heridas donde se han incrustado, tanto que
me resulta imposible ya pensar en nadie más que en vos. Os consigo,
os hago mía, o nos arruinamos los dos, vos decidís.
Lo
que después de aquello allí sucedió nadie seguro lo sabe, y parece
poco probable que hubiera testigos presenciales. Pero lo que sí es
cierto es que al poco de ocurrir, sea lo que sea lo que allí
sucediera, el pueblo cantaba esta canción de los supuestos amores
entre la Reina Doña Blanca y el Maestre de Santiago:
Entre las gentes se dice, y no por cosa sabida,
que del honrado Maestre, Don Fadrique de Castilla, está la Reina
preñada, otros dicen que parida. Entre unos, secreto.
Entre otros se publica No se sabe por más cierto,
de que el vulgo lo decía.