Capítulo XII

Hasta Narbona, lugar de la dulce Francia, llegaron embajadores para escoltar a la joven y bella Doña Blanca –hija del Duque de Borbón y sobrina del Rey–, hasta Valladolid, lugar de la noble y recia Castilla.

Era su misión entregarla, entera e intacta, a Don Pedro, Rey de Castilla y de León, pues iban a celebrar en esta ciudad las bodas, que hacía ya algún tiempo habían acordado, para estrechar lazos las dos Coronas. El contrato de matrimonio rezaba así: “Los abajo firmantes –en representación y por poder del Rey Don Pedro, por la gracia de Dios, Rey de Castilla y de León, de Toledo, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, del Algarbe, de Algeciras, y Señor de Molina; y del Serenísimo Príncipe Don Juan, por la gracias de Dios, Rey de los Francos–, hemos tratado y concertado el contrato de esponsales y matrimonio que se ha de celebrar y, Dios mediante, consumar, entre el dicho Señor Rey de Castilla y de León, por una parte, y la ilustre Señora Doña Blanca de Borbón, por otra, en los siguientes términos: que el predicho Rey de Francia dará con la expresada Doña Blanca, al predicho Rey de Castilla, en calidad de dote, trescientos mil florines de oro, en los siguientes plazos: veinticinco mil al salir Doña Blanca del reino de Francia, y otros veinticinco mil en la fiesta de la natividad del Señor, y en cada fiesta del nacimiento de Jesucristo, sucesiva e inmediatamente siguiente, cincuenta mil florines hasta que se haya satisfecho la suma total predicha al mencionado Rey de Castilla. Otro sí, que el Rey de Castilla y de León entregará, en calidad de arras a Doña Blanca, las villas de Arévalo, Mayorga, Coca y Sepúlveda. Y, por último, que si Doña Blanca muriese sin sucesión, el Rey de Castilla restituirá al de Francia la suma de florines recibida como dote de Doña Blanca, y las villas que el Rey de Castilla le donara volverán de nuevo a la Corona de Castilla”.

Pero de nada de esto era consciente Doña Blanca: ni de dotes, ni de arras, ni de florines y, mucho menos, de unas villas y castillos de los que no había oído hablar en su vida. Sólo lo era de que se casaba con el joven Rey de Castilla y de que toda Europa lo comentaba.

Era la novia hermosa y suave como la campiña francesa, chispeante y alegre como un buen vino de la Champagne, y prometía ser sabrosa al paladar como el más fino paté de oca.

No estaba tampoco exento de atributos el novio, quitando algún pequeño defecto. Era alto para la época, rubio, bien parecido, y recio y duro como su tierra.
Formaban la comitiva a la ida, Don Juan de las Roelas, Obispo de Burgos; el noble Señor Alvar García de Albornoz; un hermanastro del novio, el joven y apuesto Maestre de Santiago, Don Fadrique; y algunos caballeros más. A la vuelta se les unirían algunos caballeros franceses.
Formaban el ajuar de la novia, dicho sea para información y envidia de todas las damas del continente y aún de la pérfida Albión, los siguientes objetos: una corona de oro con pedrería valorada en 3.200 escudos de oro; una diadema de oro con doce rubíes, veinte esmeraldas, dieciséis diamantes y cuarenta gruesas perlas, valorada en 2.560 escudos de oro; y muchos otros objetos de oro y plata valorados en 1.783 escudos de oro; paños de oro, de seda y de lana; pieles de ardilla y de armiño; varios sombreros, uno de ellos de piel de castor adornado con terciopelo encarnado y con diez niños de oro que hacían caer unas bellotas de unas encinas, bellotas que no eran otra cosa que gruesas perlas, mientras unos jabalíes, también de oro, intentaban comérselas antes de que lo hicieran unos pájaros, igualmente de oro, que sobrevolaban los árboles. A todo esto se le unía docena y media de guantes diferentes, tres docenas de pares de zapatos, catorce tapices –algunos de ellos muy ricos–, ornamentos sacerdotales para el servicio de capilla, juegos de mesa y de cama, todo ello valorado en más de 6.500 escudos de oro.
Después de rendir los castellanos pleitesía al padre y de agasajar a la novia, recogió ésta sus pertrechos, que, como queda dicho, no eran pocos, y sin más dilación partieron de vuelta para Castilla.
Como el contrato se había firmado en 1.351, en las Navidades siguientes, antes de cruzar los Pirineos, los españoles esperaban recibir del Rey de Francia, según rezaba en el mismo, la suma de 50.000 florines. No las tenían todas consigo los castellanos, pues gozaban los franceses fama de muy tacaños.
Se confirmaron sus peores temores y no recibieron la suma acordada. Pero no por ello se detuvieron. Ya se lo contarían al Rey cuando llegaran a Valladolid, y que él decidiera lo que había que hacer al respecto.
Como los caminos de Aragón estaban en muy mal estado debido a las lluvias y nieves de aquel invierno tan frío, y la mercancía que transportaban era tan delicada y el destinatario tan exigente, decidieron, a instancia de Don Fadrique, detenerse unos días hasta que mejorara el tiempo en una villa aragonesa perdida entre montañas.
La joven novia, acostumbrada a la llanura y suavidad de su tierra, llevaba muy mal los abruptos caminos que se abrían paso entres las sierras y quebradas aragonesas; más de una vez había estado a punto de vomitar la comida debido a los fuertes traqueteos del carro que la llevaba. El Maestre de Santiago no había dejado de observarla desde que dejaron Narbona, las veces que se asomaba –que no eran muchas, debido al frío– a la ventana del coche, y se iba diciendo para sus adentros: “Qué suerte la de mi hermanastro. Tiene una amante fija, una madre y, ahora, se va a encontrar con una esposa joven y hermosa; y yo no tengo ni tan siquiera una madre, pues ellos me la mataron en el Alcázar de Talavera. El muy iluso pensará que lo he perdonado después de lo que me dijo y le dije en Llerena al poco de morir ella: <<¿Ya sabéis que vuestra madre es muerta?>>, me preguntó. <<Yo no tengo otro padre ni otra madre que vos>>, le contesté yo. Si cree que la cuestión está zanjada, va listo. Por lo pronto, esa Flor de Lis que le envía como presente el Serenísimo Rey de los francos, la va a recibir desflorada. De eso me encargó yo. Que si él se vale de su condición de Rey para conseguir todas las mujeres que quiere, yo, con otras armas, tampoco me quedo corto. En el próximo pueblo pararemos, y allí la desfloraré. La pena es que no podré ver la cara que pone en su noche de bodas, cuando se dé cuenta de que ese espumoso vino de la Champagne ya ha sido descorchado antes por otras manos. Pero, pensándolo bien, casi es mejor imaginarlo: su cara desencajada y su boca echando espuma como un can rabioso; sus manos, como tenazas, clavadas en la garganta de su mancillada esposa, a punto de estrangularla, preguntándose, quién habrá sido el osado, quién habrá podido atreverse a folgar con la mismísima Reina de Castilla, esposa del Rey Don Pedro, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Galicia, de Toledo, y de no sé cuántos sitios más”.
El viento soplaba, la nieve caía, el día se retiraba y la noche se echaba encima. Quedaban apenas seis leguas para Zaragoza, cuando a la izquierda del camino, al doblar un recodo, en la falda de una sierra, divisaron los humos de unas chimeneas y los destellos de unas antorchas, que, con su pobre luz, intentaban a duras penas alargar el día sin conseguirlo. El Maestre, a caballo, se acercó al carruaje que transportaba al Obispo.
— Excelencia –le dijo–, la noche está cerca, la ventisca aprieta y Zaragoza aún queda lejos. Mejor paramos en ese pueblo. Temo que de no hacerlo, la valiosa mercancía que transportamos sufra algún desperfecto y tengamos que sufrir, cuando lleguemos a nuestro destino, la ira regia. — Me parece bien siempre que los demás estén de acuerdo. Este humilde siervo de Dios está necesitando ya de algún reposo y de algunas viandas con las que saciar el apetito. Que si bien es verdad que “no sólo de pan vive el hombre”, también lo es que sin él no se puede vivir. A ver si es posible que me den las vísperas dentro de una confortable habitación. — Confortable, no sé. Pero algo mejor que este trasto será. Iré a consultarlo con los demás.
El Maestre se acercó al carruaje que transportaba a la princesa. Y no hizo más que llamar a la ventanilla, cuando de la oscuridad emergió un rostro joven, casi de una niña, hermoso, pero bastante más pálido y desmejorado que cuando salió de Narbona hacía apenas una semana. No obstante, a pesar de las dificultades del viaje y del frío reinante, ni una queja, ni un reproche había salido del habitáculo hacia fuera; si lo había pasado mal, como evidenciaba su aspecto, sólo ella se había enterado.
— Señora, como Don Juan es clérigo y yo fraile, hemos celebrado hace escasos segundos un cónclave en el que se ha decidido, dada la proximidad de la noche y lo inclemente del tiempo, contando siempre, por supuesto, con vuestro placet, no seguir adelante y buscar posada en aquel pueblo.
— Me parece bien. Me someto a la mayoría.
— Señora, por vuestra prudencia, gentileza y hermosura, vos siempre gozaréis de un voto de calidad. Si queréis seguir, seguiremos, si queréis parar, pararemos.
— No sé. Me da igual. Lo que digáis.
— Si me permitís que entre un momento, lo discutiremos. Aquí fuera hace un frío que pela. Temo que me salgan sabañones en las orejas, si es que no me han salido ya.
Las mejillas de la princesa se arrebolaron, se pusieron rojas, como una tortilla francesa a la que le hubieran echado sobre la superficie un poco de tomate.
— No sé si debo. No me parece correcto. ¿Qué pensarán los demás?
— El Obispo pensará, como no puede ser de otra manera, que estamos discutiendo sobre el asunto que he venido a tratar, y los otros están a lo suyo. Y, además, si tenemos la bendición de la Iglesia, lo demás qué importa.
El Maestre, sin esperar respuesta, abrió la puerta del coche, saltó del caballo y entró dentro. Después cerró la puerta tras de sí, no sin antes atar al carruaje las bridas del animal. Una vez acomodado en el interior, se dirigió a la princesa.
— Como lo dejáis en mis manos, digo que nos quedemos. Y solucionado este tema, pasemos a otro asunto. ¿Qué noticias tenéis de vuestro futuro esposo, el Rey de Castilla? ¿Sabéis si es hermoso o feo, alto o bajo, amable o violento? ¿O vais a tientas, con las manos por delante, a coger sólo un bulto, como en el famoso juego de la gallina ciega, temiendo que cuando os quiten la venda de los ojos os llevéis una desagradable sorpresa?
— Tengo un medallón con su retrato. Pero no sé si será un fiel reflejo de su persona. Además, a los efectos, da igual. En este trato no he intervenido yo. Nadie me ha pedido mi opinión; ni siquiera a mi padre se la han pedido esta vez. Todo lo ha dispuesto mi tío, el Rey de Francia, y a mí, como buena súbdita y sobrina, no me queda otra cosa que obedecer.
— Decís bien... Pero volviendo al medallón. Esos retratos no son de fiar. ¿Sabéis que yo soy su hermano, aunque sólo de padre? Yo os daré noticias de él para que no os llaméis a engaño. Se puede decir que es alto, blanco y rubio, y que tira más a hermoso que a feo, aunque cecea un poco en el habla y cojea algo de una de sus piernas, de tal manera que al andar, sus choquezuelas forman un ruido notable, como el que hacen los dados al confundirse y mezclarse; todo ello, al parecer, secuelas de una enfermedad que tuvo siendo muy crío. Pero es en su carácter donde radica su peculiaridad y no en su físico. Tiene un temperamento inestable. Estás hablando con él tranquilamente, lo mismo da que sea de una cuestión de Estado que de una partida de caza y, de pronto, sin saber por qué, entra en un estado de excitación y de furia, inexplicable para todo aquel que lo contempla, y con unos efectos que nunca se sabe a dónde pueden llegar a parar. Por eso, todos los que estamos a su alrededor, vivimos siempre en tensión; estando a su lado nunca te abandona la inquietud de que en cualquier momento puede pasar algo, algo desagradable. Una sensación parecida a la que deben experimentar esos animales que viven en el temor constante a un ataque de los depredadores. Parece que sólo se relaja cuando está al lado de su amante, Doña María de Padilla, una joven muy bella y también muy prudente, a la que siempre vuelve cada vez que puede, ya sea en tiempos de guerra o en tiempos de paz. Porque no sé si sabéis que el Rey Don Pedro tiene una amante, una amante fija, con la que ha tenido hasta un vástago, y lo que es más grave, estando vigente ya el compromiso matrimonial con vos.
— No lo sabía; pero no me sorprende. Es algo que una dama da por descontado cuando el hombre con el que se casa es un rey o un gran señor. El amor en estos matrimonios es algo que no se contempla. Si te lo encuentras, bien, y si no, resignación. Ante esta circunstancia, no nos queda otra que entregarnos a los hijos y a la oración. Lo que no me esperaba es que estuviera tan unido a una mujer que no es su esposa y que, además, le haya dado ya una hija. ¿Es de noble cuna esta señora? — Sí lo es. Aunque, desde luego, no tanto como vos. Si lo que os preocupa es el futuro de vuestros hijos, no tenéis nada que temer. Los hijos que pueda tener con ella serán siempre unos bastardos, unos segundones, por mucho amor que les pueda tener el padre, y no supondrán ningún peligro para los legítimos derechos de los vuestros. De esto, yo os podría hablar largo y tendido. De todas maneras –continuó diciendo Don Fadrique, intentando desviar la conversación hacia el asunto último que le había llevado hasta allí–, una mujer hermosa y joven como vos, con toda la vida por delante, no puede conformarse con criar hijos y rezar a Dios, por muy digna que sea esta tarea. Merece amar y ser amada, encontrar a un hombre que la quiera y que la tenga siempre en su pensamiento, que acuda a ella cada vez que sus trabajos se lo permitan buscando el solaz que sólo ella puede darle –y utilizando la táctica de la odiosa comparación para desarmar la virtud de la joven, añadió–: No sé que pensará una dama francesa de todo esto, cuáles serán las costumbres al respecto en vuestro país, pero aquí en Castilla, y aun en toda España, las damas lo tienen muy claro. Si no encuentran el amor en su esposo, o bien ella no le corresponde, no tienen reparo en buscar ese amor en otros brazos, con toda la discreción que el caso merece, desde luego. No seáis vos menos. Y si tenéis escrúpulos, arrojadlos por la ventana de este carruaje, que ya darán buena cuenta de ellos las alimañas. Por lo que a mí respecta os puedo decir que desde que os vi por primera vez no he dejado de pensar en vos. Yo soy el hombre que os puede dar ese amor que toda mujer necesita.
— Pero, ¿os habéis vuelto loco? ¿No os dais cuenta de que estáis hablando con la prometida de vuestro Rey, a la que, precisamente, tenéis la obligación de llevar sana y salva ante su presencia? ¿No sois Maestre de una Orden de monjes soldados? Estáis deshonrando el hábito que lleváis. Seguramente habréis hecho no sólo voto de obediencia a vuestro Señor, sino también, debido a vuestro oficio, de castidad.
— Al diablo con los votos. Ante tamaña hermosura, no hay voto que se resista –dijo el Maestre, pensando en dejar ya a un lado las palabras para pasar a los hechos, cuando, de pronto, el carro frenó en seco y, desde fuera, alguien abrió la puerta.
— Señora. Señor, Don Juan me ha dicho que habíais venido a consultar con la princesa si pernoctábamos en ese pueblo o no. ¿Se ha tomado ya una decisión? –era Alvar García que, desde su cabalgadura, inoportunamente para los planes del Maestre, pedía información sobre la embajada que, en teoría, había llevado a Don Fadrique a visitar a la prometida del Rey.
— La Señora manda que sí, que paremos. Así que, si no tenéis ninguna objeción...
— Habéis dicho bien. Ella manda, y a los demás no nos queda otra cosa que obedecer, nos guste o no.
A las vísperas, cumpliéndose el deseo de Don Juan, ya estaban todos hospedados cada uno en una habitación, gracias a la “sincera” hospitalidad del único hidalgo de aquel pueblo. Una vez en la villa, habían llamado a la puerta que mejor les pareció, y enseñando el salvoconducto que llevaban del Rey de Aragón, que obligaba a todos sus vasallos a dar cobijo y posada a los portadores del mismo, el hidalgo no había tenido más remedio que franquear la puerta de su humilde casa a tan ilustre visita. La princesa, Alvar García, el Maestre, el Obispo y los caballeros franceses, improvisaron un refectorio en uno de los cuartos de aquel caserón, dieron buena cuenta, después, de las viandas que el huesped les ofreció y, acto seguido, pasaron algunos a ocupar las habitaciones de la vivienda, otros el pajar y otros el establo.
A la princesa le cedieron la mejor, la que hasta ese día había sido el dormitorio del dueño de la casa, el cual, de muy mala gana, había tenido que ahuecar el ala y buscar acomodo en otro sitio.
Lo que a los ojos del hidalgo pasaba por cama, a los ojos de la princesa, más delicados, no pasaba de la categoría de jergón; aunque, en última instancia, había que reconocer que, en el contexto, no carecía de cierto lujo y confort. Estaba provista de almohada, colcha, manta, sábanas, y sus patas parecían, de entrada, elevarla a la suficiente altura del suelo como para preservarla de la humedad. Pero cuando la princesa, vestida con su camisón y tocada con su gorro de dormir, se introdujo entre las sábanas, tuvo la sensación de estar sumergiéndose en un charco a punto de nieve, tal era la sensación de frío que sintió. Así que decidió calentar el sitio donde su cuerpo había caído, sin aventurarse a explorar otros rincones de la cama, y no moverse de allí en todo lo que quedaba de noche.
Cuando al cabo de un rato su cuerpo empezó a entrar en calor y su piel dejó de imitar a la carne de gallina, su mente se pudo liberar de las únicas ideas en las que había estado ocupada desde que salió de Narbona –humedad, frío, nieve, extrañamiento, soledad– y ocuparse de otras cosas. ¿Cómo sería aquel Don Pedro con el que se iba a casar, mejor dicho, con el que, por poderes, ya se había casado? Las noticias que le llegaban de él eran contradictorias. ¿Era un furioso tarado o un galante caballero? ¿Era lujurioso como Pan o casto y puro como un San Juan? ¿Era un bufón alegre y dicharachero o era grave como Séneca? ¿Era en extremo religioso rozando con la superstición o un pagano descreído? Directamente nada sabía de él. Lo que sabía, lo sabía por terceros, muchos de ellos interesados, por “h” o por “b”, en tergiversar los hechos, en dulcificarlos o, por el contrario, en teñirlos con la más negra de las tintas. No habían gozado de un tiempo de noviazgo ni nada que se le pareciera. Así que todo se le iba a venir encima de golpe, como en aluvión, como un alud de nieve o una tormenta veraniega. Aun así, como era de natural optimista, pensó que ya tendría tiempo después de la boda de conocerlo mejor y de suavizarlo si era necesario.
De pronto le asaltó la duda y la desazón. Tendría que competir no con una amante al uso, de quita y pon, sino con una segunda esposa con la cual había tenido ya hasta descendencia; aquella María de Padilla de la que le había hablado el apuesto Maestre de Santiago, una compatriota y no una extranjera como ella, con la que el Rey tendría que hablar en latín si querían entenderse. En fin, ya le quedaba poco para conocerlo. Unas jornadas más y estaría en brazos de su esposo. Y después vendría la noche de bodas. Mucho le habían contado sobre ella sus damas de compañía. Pero como –según ella misma estaba comprobando aquellos días– la experiencia parecía ser intransmisible, seguramente todo le cogería de nuevas. También le habían dicho que en España hacía mucho calor, y estaba pasando más frío que en todos los días de su vida. Le habían dicho, igualmente, que era tierra de moros y de herejes y, por lo menos hasta ese momento, no había visto ni a uno sólo, sino sólo a cristianos como ella. Eso sí, le habían parecido una gente ruda y pendenciera, lo que, quizá, tuviera su explicación en esa lucha secular que mantenían con el infiel, al que, según sus noticias, estaban muy cerca de enviar definitivamente al otro lado del mar. Y pensando en esto, se acordó de la última conversación que mantuvo con su padre, el Duque de Borbón, la última noche que pasó en Narbona. Ella, en su inocencia, le había preguntado que por qué no podían convivir pacíficamente en un mismo lugar, judíos, moros y cristianos. Y él le había contestado:
— Porque los tres, el judío, el moro y el cristiano, adoran al mismo Dios, un Dios único y excluyente que no admite, como Júpiter o Zeus, otros dioses a su lado. Y como, además, es un Dios lejano e inaccesible, los primeros aún están esperando al Mesías que intermedie entre ellos y Él; los segundos creen que Mahoma, su profeta, fue quien cumplió con esa misión; y los cristianos, yendo mucho más allá, creemos que Dios se hizo hombre en la persona de nuestro Señor Jesucristo. Tres versiones distintas de lo que pudo haber sido una única religión, tres ramas salidas del mismo tronco e incompatibles entre sí. La rigidez y dureza del tronco se ha transmitido a las distintas ramas.
— Pero hay corrientes dentro de cada confesión que hablan de ecumenismo, de unión o, por lo menos, de relaciones amistosas –le había objetado ella.
— Esos arrebatos de comunión, de solidaridad, de unión fraternal entre las tres religiones, no son sinceros. Responden a momentos de debilidad por los que atraviesan las tres o alguna de ellas. En cuanto vuelven a sentirse fuertes y seguras de sí mismas, vuelven al ataque y a la conquista del contrario, y a hablar de excomunión, de herejía, de infierno y condenación para los que no creen a pie juntillas en lo que cada una de ellas predica. Ningún rey admite a otro rey en su reino, ninguna dueña de su casa a otra dueña, ningún cabeza de familia a otro. Va en su naturaleza. Para que haya reino, casa, familia, tiene que haber una única cabeza, no dos. Mira a tu alrededor y sólo verás al poder manifestándose de forma absoluta, o situaciones de transición en las que unos cuantos luchan para alzarse con él. Si en algún momento se da, aparentemente, otra cosa, un poder compartido, será sólo eso, pura apariencia. Bastará con escarbar un poco y nos toparemos de bruces con él, con el poder absoluto. Un emperador, un rey, un líder religioso, un maestre.., eso es lo que hay; en último término, el poder en sus distintas manifestaciones.
¿Un maestre?... Como ese apuesto y atrevido joven que, sin invitación, se había metido en su carruaje para hablar de amor sin recato alguno. Nunca había visto un atrevimiento parecido.
Pero, como pronto iba a comprobar, aún no habían acabado las sorpresas por ese día. Unos golpes en la puerta la arrancaron de sus pensamientos y la trajeron desde Narbona hasta las proximidades de Zaragoza. Sus ojos, abiertos de par en par, se dirigieron hacia el lugar de donde venían los golpes. La puerta se abrió y apareció, enmarcado por el quicio, el Maestre de Santiago. A la princesa a punto estuvo de darle un ataque al corazón. Pero como era de carácter templado, pronto se sujetó e hizo frente a la situación.
— Salid ahora mismo de aquí si no queréis que grite.
— Si lo hacéis, será vuestra perdición. Diré que me invitasteis vos durante la entrevista que mantuvimos esta tarde. Será vuestra palabra contra la mía. Y aunque al principio os puedan creer más a vos, siempre quedará la duda, como queda la resaca tras la borrachera. Y os aseguro que el Rey tiene mal beber. Si ya de por sí es celoso y desconfiado, no me lo quiero ni imaginar con esa idea dándole vueltas en su cabeza coronada... Os repudiará. No os quepa la menor duda. Y más teniendo en cuenta que no va a esta boda por gusto, sino obligado por las circunstancias, por razones de Estado. Y dada su inmadurez, no le temblará el pulso a la hora de repudiaros, aunque ello suponga poner en peligro la paz con Francia.
— ¿Qué os he hecho yo para que me tratéis de esta manera? Soy una extranjera recién llegada a este país. ¿Qué mal os he podido hacer?
— Vos, no. Cupido ha sido el causante de mis males, el que, inmisericorde, me ha clavado las flechas del amor, tan hondo que no puedo arrancarlas de las heridas donde se han incrustado, tanto que me resulta imposible ya pensar en nadie más que en vos. Os consigo, os hago mía, o nos arruinamos los dos, vos decidís.
Lo que después de aquello allí sucedió nadie seguro lo sabe, y parece poco probable que hubiera testigos presenciales. Pero lo que sí es cierto es que al poco de ocurrir, sea lo que sea lo que allí sucediera, el pueblo cantaba esta canción de los supuestos amores entre la Reina Doña Blanca y el Maestre de Santiago:

Entre las gentes se dice, y no por cosa sabida, que del honrado Maestre, Don Fadrique de Castilla, está la Reina preñada, otros dicen que parida. Entre unos, secreto.
Entre otros se publica No se sabe por más cierto, de que el vulgo lo decía.
La torre de la estrella
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