Capítulo XXVI
Estando ya
todos los conjurados reunidos en Medina decidieron mandar
mensajeros al Rey que, a la sazón, estaba en Toro.El mensaje que
llevaban escondía, bajo la apariencia de suaves y serviles
palabras, verdaderas exigencias que se podían resumir en dos: que
tornase con su mujer Doña Blanca de Borbón y que retirara la
confianza a Don Juan Fernández de Hinestrosa y a Don Diego de
Padilla, tío y hermano de Doña María de Padilla. Pero el poder
absoluto, o que pretende serlo, no admite exigencias, todo lo más
sugerencias, y éstas, depende de cómo se digan. No obstante, el
Rey, de momento, reprimió su ira, aparentó tolerancia y, con
maneras más propias de un prestamista judío que de un rey,
dirigiéndose a Pero Carrillo, uno de los mensajeros, le
dijo:
—
Decidle a esos Señores que es mi deseo concertar una entrevista con
ellos para tratar de estos asuntos en fecha y lugar
señalados.
—
Querrán saber dónde y cuando, Majestad.
—
Mañana, a la hora tercia, en Tejadillo. Que vaya una representación
de cincuenta caballeros de cada parte, todos armados con lorigas,
almófares, quijotes, canilleras y espadas. Pero que ninguno lleve
lanza salvo Nos y el Infante Don Fernando.
A
los rebeldes no les pareció mal lo dicho por el Rey y, sin más
dilaciones, levantaron el campamento de Medina y se dirigieron al
lugar de la cita. La noche antes posaron unos en Morales y otros en
Sieteiglesias.
El
día señalado se presentaron en Tejadillo, el lugar elegido para las
vistas, a medio camino entre Toro y Morales, cincuenta caballeros
de cada parte muy bien armados, llevando, además, el Rey y el
Infante Don Fernando, tal como se había acordado, un doncel cada
uno portando un estandarte, para indicar con este gesto quiénes
eran los líderes de cada bando.
Después de haberle besado todos las manos al Rey,
uno de sus caballeros, Gutier Fernández de Toledo, su repostero
mayor, alzando la voz, dijo:
—
Señores, el Rey os agradece la preocupación que mostráis por la
salud de su matrimonio con Doña Blanca, pero entiende que la
verdadera razón de esta asonada no es ésa, sino vuestra enemistad
con Doña María de Padilla y con sus parientes. Dicho esto, me
encarga que os diga, que, de toda la vida, desde que el mundo es
mundo, los reyes han tenido amantes y han tomado como privados
suyos a quien les ha venido en gana. Pero que no por ello vuestras
mercedes han de temer nada, pues hay oficios en su casa y en el
reino suficientes para todos. Así que os pide que disolváis a toda
esa gente armada que viene con vosotros y que vuelva cada uno a su
casa, que no parece bien que los Grandes de Castilla anden
revueltos y amotinados contra su Rey y Señor natural. Marchad
tranquilos, que él mandará llamar a su mujer para que se reúna con
él y la honrará como es debido –y volviéndose hacia Don Pedro,
antes de concluir, le preguntó– ¿He dicho bien, Señor? ¿He
trasladado puntualmente a estos Señores todo lo que vos me
dijisteis que les dijera?
—
Habéis dicho bien, Gutier.
Los
rebeldes se quedaron sin argumentos cuando oyeron que se les
concedía la parte sustancial de sus demandas. Así que los más
principales –los Infantes de Aragón, el Conde de Trastamara, Don
Fadrique, Don Tello, Don Fernando de Castro y Don Juan de la Cerda–
decidieron reunirse aparte para acordar un segundo plan, ya que el
primero les había fallado. Y una vez acordado, decidieron de paso,
también, que, puesto que había hablado de la parte del Rey un
caballero, para no ser menos, que otro caballero lo hiciera en
nombre de ellos, eligiendo como portavoz a Fernán Pérez de Ayala,
el cual, tomando la palabra, dijo:
—
Todos los Señores que aquí están, más muchos ricoshombres que los
acompañan, desean deciros que todos, sin excepción, os tienen por
Rey y Señor natural y que sólo desean serviros. Pero también
desearían que el vuestro fuera un buen gobierno, en el que todos
puedan estar tranquilos en sus haciendas sin tener miedo a su Rey.
Pues de todos es bien sabido que después de vuestra boda con Doña
Blanca –a la cual muchos de los que aquí presentes fueron
invitados–, a los pocos días, decidisteis abandonarla sin contar
con ninguno de ellos. Y sólo porque mostraron su oposición, por
considerarlo contrario a los intereses del reino, a Don Juan Núñez
de Prado, Maestre de Calatrava, lo depusisteis de su cargo,
nombrado en su lugar a Don Diego de Padilla; y a Don Juan Alfonso
de Alburquerque lo mandasteis a destierro. Y ellos entienden que
todo esto lo hicisteis, no tanto por vuestra voluntad, sino llevado
por el consejo de algunos de vuestros privados, que no les preocupa
tanto el bien de vuestra majestad como el suyo propio. Y para no
cansaros más y con objeto de tratar todo esto con el cuidado y
detenimiento que merece, os proponen que se nombren cuatro
caballeros de cada parte para que hablen de ello detenidamente e
intenten llegar a un acuerdo –y, antes de concluir, Fernán Pérez de
Ayala, volviéndose a los suyos, añadió– ¿He trasladado bien a su
Majestad lo que sus señorías me mandasteis que en vuestro nombre le
dijera?
—
Habéis hablado bien –le contestó, en nombre de todos, el Infante
Don Fernando.
Una
vez terminada la entrevista volvió cada uno a su posada, quedando
los rebeldes a la espera de que el Rey nombrara los cuatro
caballeros que debían parlamentar con los cuatro que ellos
nombraran. Pero pasaban los días y el Rey no daba señales de vida.
Al contrario, sin saberlo ellos, intrigaba intentando encontrar la
manera de dividir a aquellos señores para así poder
vencerlos.
—
Don Juan, ¿cómo podríamos atraer a esos felones a nuestro terreno?
–le preguntó Don Pedro a Hinestrosa.
— A
los hombres sólo se les puede ganar de dos maneras: con dádivas o
por la fuerza. Si no podéis utilizar la segunda porque, hoy por
hoy, ellos son más poderosos, tendréis que utilizar la primera.
Luego, una vez que se acerquen a vos, con no cumplir con lo pactado
tenéis bastante.
—
Decís bien. Les prometeré tierras, villas, castillos... Y, después,
donde dije digo, digo Diego.
—
Debéis empezar por el Infante Don Fernando y por Don Juan de la
Cerda. No sólo por ser más débiles de carácter, sino porque ambos
podrían optar al trono si a Vos, Dios no lo quiera, os pasara algo.
Al Conde de Trastamara lo veo más duro de roer y más peligroso.
Además, su condición de bastardo le da pocas opciones al trono, por
no decir ninguna. Sus hermanos harán lo que él haga... Un rey
bastardo es algo contra natura. No creo que se lo haya ni siquiera
planteado. Por tanto, debéis atacar por aquel flanco.
Y
así lo hizo Don Pedro. Empezó por cortejar a los Infantes de
Aragón, ofreciéndoles el oro y el moro si se pasaban a su bando.
Después siguió con el de la Cerda, prometiéndole, si se pasaba a su
lado, algunas villas en Andalucía, donde él tenía sus dominios.
Porque, por muy descendiente del Rey Sabio que fuera, a nadie le
amarga un dulce, y más tratándose de un trozo, aunque fuera
pequeño, de la Bética, una de las tierras más fértiles de
España.
Pero no sólo pasaban cosas en el bando real.
Tampoco en el de los rebeldes se estaban quietos. Ocurrió que un
día en que el Rey había partido en dirección a Urueña con intención
de visitar a María de Padilla que estaba allí esperándole, la Reina
Doña María, que se había quedado en Toro, aprovechó para enviar una
carta a los sediciosos en estos términos: “Señores. Sabed que mi
hijo el Rey ha partido hoy en dirección a Urueña para reunirse con
Doña María de Padilla. Lo que demuestra que no tiene intención
alguna de dejarla ni de volver con Doña Blanca. Os lo comunico para
que sepáis que, sea lo que sea lo que acordarais con él en las
vistas de Tejadillo, ello no es más que papel mojado, pues ni
piensa dejar a su favorita, ni volver con su mujer. Y, en cuanto a
sus actuales privados, lo tienen bien cogido por los cojones y no
ve por otros ojos sino por los de ellos. Todo esto me pesa más a mí
que a vosotros, pues va en perjuicio suyo, mío y de todo el reino.
Así que os invito a que os reunáis con nosotras, aprovechando su
ausencia, para intentar entre todos que se avenga a razones. Están
aquí conmigo, además de la Reina Doña Leonor de Aragón, la Condesa
Doña Juana, mujer del Conde Don Enrique, y Doña Isabel de Meneses,
mujer que fue de Don Juan Alfonso de Alburquerque. Cuando el Rey
vea que toman el partido de Doña Blanca, dos reinas, los Infantes
de Aragón, muchos Grandes de Castilla, y estas altas señoras, se
dará cuenta de que está sólo y no tendrá más remedio que dar su
brazo a torcer y entrar en razón”. Cuando a los pocos días el Rey
supo, por carta de ellos, que se había ayuntado en Toro lo más
linajudo de Aragón y de Castilla, y que le invitaban a ir allí para
tratar una vez más de las demandas que ya le hicieran en las vistas
de Tejadillo, Don Pedro, siempre dubitativo, pidió consejo a sus
privados.
—
Don Juan, Don Diego, Don Gutier, consejeros míos, los de Tejadillo
vuelven a insistir en sus demandas, y me piden que vaya a Toro para
hablar de ello. Pero, además, ahora hay peones nuevos en el
tablero. Parece ser que se les han unido, para sorpresa mía, mi
querida madre, esa zorra de mi tía, la Reina Doña Leonor de Aragón,
y algunas otra zorritas de última hora, por lo visto,
preocupadísimos todos por los intereses de Castilla, de España y no
sé cuántas cosas más, todas ellas muy elevadas. No sé qué hacer.
¿Qué me aconsejáis?
—
Yo no iría allí ni muerto. Porque eso mismo, la muerte, es lo que
os espera si vais. Y si son capaces de atentar contra vuestra vida,
contra la vida del Rey, imaginad lo que pueden hacer con nosotros
esa manada de lobos hambrientos. Yo os pido licencia para no
acompañaros si, a última hora, decidís ir –dijo Don
Diego.
— Soy de la misma opinión –añadió Gutier–. Además, tengo mis propios motivos para no querer acercarme por allí. Cuando Doña Leonor de Guzmán, la madre de los bastardos, fue muerta en el alcázar de Talavera por orden de la Reina Doña María, era yo el que estaba al mando del alcázar; y no sería de extrañar que los retoños me hagan responsable de su muerte, cuando lo único que hice fue estar en mi puesto y cumplir órdenes. Os pido también licencia para no ir.
—
¿Y vos qué opináis, Don Juan?
Y
Don Juan Fernández de Hinestrosa, el tío de Doña María de Padilla,
que era buen caballero, le dijo al Rey:
—
Creo que debéis ir. No habrá mejor ocasión para poner en práctica
lo que hablamos el otro día. Además, si tenéis que hacer algunas
concesiones en relación con nosotros, privarnos de algunas mercedes
que habéis tenido la bondad de darnos, no lo dejéis de hacer, pues
está en juego la paz de vuestro reino. Y como, al contrario que
ellos, os aconsejo que vayáis, no dejaré yo de correr la misma
suerte que vos en el caso de que os pase algo, que Dios no lo
quiera. Así que permitidme que os acompañe.
Hinestrosa, ingenuamente, dijo lo que pensaba,
sin reparar en que con sus palabras dejaba en mal lugar a los que
habían hablado antes que él. Pero los otros lo interpretaron a su
manera; pensaron que con ellas sólo pretendía elevarse él a costa
de rebajarlos a ellos. Los hombres pequeños desprecian a los que,
por sus virtudes, sean las que sean, sobresalen del resto, e
intentan ponerlos a su mismo nivel con expresiones como: todos
somos iguales, nadie vale más que nadie, somos del mismo barro.
Pero la misma naturaleza los desmiente porque, partiendo de una
única materia, el barro, resultan, mediante un proceso de
adaptación y superación, cosas distintas, cada una con su propio
valor: la arcilla, la pizarra, el granito, el mármol de Carrara o
el mármol de Macael. Había quedado claro aquí quién era la arcilla
y quién el mármol, y eso a Gutier y a Don Diego no les dejaba de
escocer. En lo que sí tenían razón era en que habían quedado mal a
los ojos del Rey, y eso, conociéndole, más tarde o más temprano,
les podía pasar factura. De momento, no hicieron ni dijeron nada.
Ya llegaría el momento, debieron pensar, para rehabilitarse ante
sus ojos y para ajustarle las cuentas a aquel
fanfarrón.
Don
Pedro, después de escuchar a unos y a otros, decidió, nunca mejor
dicho, coger el toro por los cuernos, y partió a la mañana
siguiente en dirección a Toro, acompañado de Hinestrosa, de Samuel
Leví y de una pequeña guarnición de gentes de a caballo y otras de
a pie. Pero ni en el peor de sus sueños se hubiera podido imaginar
lo que le esperaba en aquella ciudad.
No
hay noticias, que se sepa, de que un rey haya sido tratado nunca
así por sus vasallos. Los conjurados, aprovechando su momentánea
debilidad, como hienas hambrientas, se abalanzaron sobre él y sobre
su reino con intención de despedazarlos a ambos. Comenzaron por las
partes más blandas; siguieron luego con las intermedias; vinieron
luego las más duras; después, tendones y nervios; hasta que tocaron
hueso. Las peticiones, más bien exigencias, que le hicieron fueron
éstas: el Maestre de Santiago, Don Fadrique, sería a partir de
entonces su camarero mayor; Don Fernando de Aragón, su canciller
mayor; el otro Infante de Aragón, Don Juan, Alférez mayor del Rey;
Don Fernando de Castro, su mayordomo mayor... Y así, poco a poco,
fueron repartiéndose entre ellos todos los oficios, sin que él
pudiera objetar nada, despojado como estaba de todo poder y
autoridad. Y mientras se lo pensaba, le “invitaron” a que se
hospedara en unas dependencias que habían dispuesto para él y su
séquito.
Por
la noche, huésped forzoso de una de las casas que el obispo de
Zamora tenía en Toro, tendido boca arriba en su lecho sin poder
conciliar el sueño, vigilado de cerca por Don Fadrique que dormía
en la cama de al lado, se preguntaba qué era lo que había hecho
mal. No había sabido hacerse respetar, utilizando, en cada caso,
las armas que hubiera menester: ahora un regalo, ahora una dádiva,
ahora un destierro, ahora una ejecución... Había perdido lo que un
rey no debe nunca perder, la autoridad. Y no podía echarle la culpa
a los demás, ni a los malos consejeros ni a nadie. Si los tenía
malos, también era responsabilidad suya por no haberlos escogido
bien. El poder no puede bajar la guardia, no puede dejar de
ejercerse, porque se arruina, no hay aquí fiestas ni vacaciones. Es
lo que tiene, ésas son sus servidumbres, y el que no las quiera que
se dedique a plantar melones o se retire a un convento a
meditar.
Al
cabo de unos días, harto de soportar aquel simulado encierro, le
dijo a su hermanastro que quería salir, que necesitaba estirar las
piernas.
—
Hermanito, me gustaría ir de caza por los alrededores –le dijo. —
¿Con esta niebla tan espesa?
—
Mejor. Así no me verán las piezas.
—
Ni vos a ellas.
—
Si no las veo, las olfatearé. Tengo mejor olfato que vista. Y si
no, para eso están los perros.
El
olfato de Don Pedro le decía que era un buen momento para intentar
huir, aprovechando aquella espesa niebla de noviembre. Una
oportunidad que le brindaba Dios y el exceso de confianza de sus
carceleros. Pensarían que era su pasión cinegética, y no otra cosa,
lo que le impulsaba.
Tan
confiados estaban que, mientras Don Pedro preparaba su huida, ellos
estaban en otra cosa bien distinta. Como pensaban que habían
colmado gran parte de sus aspiraciones –que no consistían,
precisamente, en reponer en su sitio a la depuesta Doña Blanca–,
decidieron que había llegado el momento de dar cristiana sepultura
al cadáver de su antiguo jefe, que ya casi había dejado de oler
mal, al haber pasado de la categoría de fiambre a la de
momia.
—
Señores, teniendo en cuenta que ya hemos conseguido gran parte de
lo que nos propusimos cuando dimos comienzo a esta empresa,
propongo que cumplamos con la última voluntad del fuera nuestro
líder, Don Juan Alfonso de Alburquerque. El dejó dicho en su
testamento –y fue luego propuesto a esta asamblea por Don Enrique–,
que no se le enterrara hasta que no diéramos fin a la misma, y que
en llegando ese día se le diera cristiana sepultura en el
monasterio de La Espina, que está aquí cerca. Como ya podemos
considerar alcanzado nuestro objetivo, propongo que no le demos más
largas y que lo enterremos mañana mismo –dijo Rui Díaz, el que
fuera en vida su mayordomo, y en su muerte, el que hablaba por él
en las reuniones.
Toda la asamblea de notables estuvo de acuerdo.
Se nombraron acto seguido, de entre ellos, embajadores para llevar
a cabo la delicada misión, la de llevar su cuerpo y presentar sus
credenciales para el mundo del más allá, para que se le tratara
bien, como correspondía a su rango. Los elegidos fueron Don Tello y
Don Juan de la Cerda, los cuales a la mañana siguiente llevaron el
cadáver de don Juan Alfonso al monasterio de La Espina, el lugar
elegido por él (la muerte era por aquellos días tan habitual, que
era normal tenerlo todo pensado para cuando llegara esa
contingencia). Allí recibió, con un poco de retraso, las debidas
exequias, el último adiós de sus antiguos compañeros de
armas.
Pero al igual que ocurre con una manada de leones
que, no por estar ocupados en devorar una pieza, si alguien llama
su atención con una mayor, más de uno la deja para atender a la
nueva; de la misma manera, Don Pedro, mientras estuvo encerrado,
les fue ofreciendo a aquellos Señores buenas prebendas y, no pocos,
fueron dejando el bando rebelde para pasarse a su partido. A la
Reina de Aragón, su tía, le fue ofrecida la villa de Roa; al
Infante de Aragón, Don Fernando, su primo, el Real de Manzanares; a
su otro primo, el Infante Don Juan, el señorío de Vizcaya; a Don
Juan de la Cerda, la villa de Gibraleón... ; y todos, uno tras
otro, picaron el anzuelo. Sólo Don Enrique, sus hermanos y Don
Fernando de Castro resultaron incorruptibles. En lo que se vio
quién tenía las ideas claras y quién no, quién era movido por una
verdadera ambición –aquella que no se conforma con cualquier cosa–,
y quién se contenta, como los perros o los gatos, con las sobras
que caen al suelo desde lo alto de la mesa.
Aquella mañana amanecieron envueltos en niebla
los alrededores de Toro, unas espesas puches que bien podían
cortarse con una navaja. No se veía nada a un metro de distancia,
ni árboles, ni arbustos, ni, por supuesto, piezas de caza. Pero Don
Pedro no había salido aquel día a cazar ni a probar puntería, sino
con otras intenciones. Así que cuando se vio envuelto por la bruma
y a un buen trecho de la ciudad, él y algunos de sus hombres
tomaron camino de Segovia, adonde llegaron a los pocos días con lo
puesto. Tan con lo puesto, que sólo cuando estuvo allí se dio
cuenta de que había dejado atrás toda su Cancillería, todo el
aparato administrativo: sellos, funcionarios, legajos, etc.; e
inmediatamente los mandó a pedir. Y bastó aquel gestó de autoridad,
aquel levantarse de la lona cuando ya el árbitro está a punto de
llegar a diez, para que a todos los conjurados les entrara el miedo
y empezaran a coger las de Villadiego, intentando poner la mayor
porción de tierra por medio entre ellos y el Rey, conscientes como
eran de cuán mortal podía ser la cornada de aquel morlaco si
lograba embestirte bien.