Últimas palabras

Sigfrido de Maguntia desapareció de la faz de la Tierra. Nadie volvió a verlo, salvo las Adoratrices de la Sagrada Canasta quienes, de tanto en tanto, desplegaban sus nobles despojos convertidos en pergamino, para consultar el Libro de los placeres prohibidos.

Ante su enigmática ausencia, el acusador fue sustituido por un clérigo justo y ajeno al breve mundo de los copistas. El proceso siguió su curso sin nuevos tropiezos. Johannes Gutenberg fue encontrado culpable de incumplimiento de promesa matrimonial, obligado a devolver el dinero de la dote a Gustav von der Isern Türe y a reparar económicamente a su hija Ennelin. Asimismo, el tribunal condenó a Gutenberg a saldar la deuda de mil seiscientos florines que había contraído con Johann Fust, más los intereses correspondientes. Pero como Gutenberg no contaba con semejante suma, los jueces dictaminaron que entregara la imprenta, las herramientas y los tipos a Fust en concepto de pago. En cuanto a las Biblias ya impresas, resolvieron que se repartieran en partes iguales. Las demás acusaciones contra Gutenberg fueron desestimadas por el tribunal.

Johann Fust y Peter Schöffer continuaron la sociedad usufructuando legalmente la imprenta inventada por Gutenberg. El poderoso banquero logró convencer a las autoridades de que la técnica de impresión por tipos móviles no era un método de falsificación, sino un procedimiento de reproducción mecánica de libros. Así, consiguieron convertir su oscuro plan original en un negocio prestigioso y sumamente rentable: Fust multiplicó varias veces su ya cuantiosa fortuna. En 1457, los socios imprimieron El Salterio de Mainz, libro que revelaba, por primera vez, el nombre de la imprenta y la fecha de impresión. Ni en la leyenda final ni en ningún otro lugar del libro se le otorgaba crédito alguno a Gutenberg.

En 1462, tras la ocupación de Maguncia, Schöffer huyó y, por su cuenta, fundó una imprenta en la ciudad de Frankfurt.

Johann Fust murió en 1466 y Peter Schöffer en 1502.

Johannes Gutenberg, sumido en la pobreza, sufrió el permanente asedio de sus acreedores. Durante algún tiempo vivió de la caridad bajo la protección y asilo de los religiosos de la comunidad de San Víctor. Luego de muchos esfuerzos y gracias a la ayuda desinteresada de cierto funcionario de Mainz, Gutenberg pudo montar una modesta imprenta en la que recibía encargos menores. Acaso uno de sus más hermosos trabajos haya sido la impresión del Catholicon; en el colofón, se leía: «Con la ayuda del Altísimo, este noble libro se logró imprimir sin la ayuda de la caña, lápiz o pluma, sino por el acuerdo maravilloso, la proporción y la armonía de los golpes y los tipos, en el año de nuestro Señor encarnación 1460 de la noble ciudad de Mainz». Con la invasión de 1462, Gutenberg, una vez más, se vio obligado a dejar su ciudad natal. Igual que en su primer exilio, se trasladó a la finca familiar de Eltville. Allí colaboró en la fundación de la imprenta de los hermanos Bechtermünze, célebre por la admirable impresión del Vocabularius. En forma tardía, Gutenberg fue reconocido por el arzobispo Adolfo de Nassau, quien le otorgó el título de caballero de la corte en 1465. Además de los honores, se hizo acreedor de una asignación de dinero y una generosa canasta rebosante de cereales, frutos secos y vino. Era mucho en comparación con la indigencia. Era nada si se cotejaba con las ganancias que habían obtenido Fust y Schöffer. Johannes Gutenberg murió el 3 de febrero de 1467.

Las descendientes de Ulva continuaron desempeñando su antiguo y noble oficio en casi todas las ciudades del mundo hasta la actualidad. Aún se reconocen entre ellas por llevar grabada en el omóplato la estrella de ocho puntas. En Buenos Aires, donde tomé contacto con la primera noticia que me condujo hacia esta narración, la secta tuvo su santuario en los sótanos de una sórdida discoteca cercana al viejo Mercado de Abasto llamada, sugestivamente, Babilonia. En Madrid tenían su templo en los fondos de un pequeño local de ropa exótica en la calle Hortaleza. En Berlín se reunían en los altos de un club nocturno en el Potsdamer Platz. En París, eran dueñas de una excéntrica galería de arte sobre el boulevard Sebastopol. En la ciudad de México hacían honor a su tradición en un monasterio de monjas de clausura. En Moscú ejercían sus sabias artes en el mismo edificio en el que funcionaba una prestigiosa editorial. En Londres eran dueñas de una señorial residencia en South Kensington, solo frecuentada por altos funcionarios del gobierno y la Corona. En Copenhague tenían su adoratorio en los fondos de una librería de la calle Stroget. Durante mi último viaje a la capital de Dinamarca, interesado en unos antiquísimos libros en latín que había descubierto entre los anaqueles, la encargada del local, una hermosa mujer espigada y madura, me preguntó:

—¿Busca algún título?

—El Libri voluptatum prohibitorum —contesté, con una humorada íntima y una involuntaria segunda intención.

—No lo tengo ahora, pero si usted está dispuesto a colaborar, puedo conseguir una edición impresa en pergamino y encuadernada en tapas de piel.

Quedé congelado con una sonrisa estúpida cuando, de pronto, advertí una estrella que asomaba sus ocho puntas desde la blusa sin mangas que dejaba ver parte de su espalda.

—Prefiero mantenerme en la ignorancia, gracias —dije a la vez que apuré el paso hacia la prematura noche danesa.

La mujer me devolvió una sonrisa maliciosa. Inquietante.