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En el nombre de la madre, de la hija y del santo espíritu que las mantenía unidas, las meretrices del Convento de la Sagrada Canasta intentaban sobreponerse a la desgracia y al miedo para reabrir las puertas del burdel. Tarea difícil, pues no existía ningún indicio de que el asesino se hubiese conformado con la muerte de Zelda. Ulva sospechaba que aquel verdugo silencioso tal vez no matara por odio sino por razones mucho más complejas de comprender. El sexo y la muerte eran, finalmente, los pilares de los grandes enigmas: el del origen y el del final, el de la tentación y el del pecado, el de la perdición y el de la salvación eterna. La mayor de las putas sabía que en cada hombre y en cada mujer se replicaba la tragedia del pecado original. Cuántos clientes llegaban al burdel hambrientos de sexo y se retiraban empachados de remordimiento, cual Adanes caídos en las tentaciones de aquellas Evas voluptuosas. Antes de ser adoptadas por Satanás, las putas eran las hijas dilectas de Dios. Desde la época de Inanna en Sumeria, de Ishtar en Acadia, de Artemisa en Jonia; desde los días de Elishet-Zenunim en Babilonia, de Cibeles en Frigia y de Afrodita en Grecia, las putas gozaron de la veneración en los templos: santificadas y elevadas a la categoría de deidades, fueron objeto de culto ritual en las épocas doradas. En Babilonia se las conoció como kadistu las sagradas; en Grecia, las doncellas consagradas de los santuarios eran las hieródulas; en la India, las santas devadasis y en Jerusalén las Kadesh fueron introducidas en el templo a instancias de la opresión de los babilonios. Cuando el pueblo hebreo consiguió liberarse del yugo, se las identificó como símbolo del antiguo enemigo: la Puta de Babilonia era, en realidad, Babilonia, la puta, la responsable de la inminencia del Apocalipsis, la esposa de Satanás. Así, abruptamente descendidas del Cielo al infierno, las prostitutas fueron demonizadas, temidas y, en la misma proporción, igualmente deseadas. Emparentadas con las brujas, las putas eran para muchos las dueñas de una sabiduría vedada al resto de las mujeres y, sobre todo, a los hombres: el secreto arte de dar placer. Qué no estarían dispuestos a pagar monarcas, nobles y comerciantes poderosos para conocer, aunque más no fuera, algunas pocas páginas de los libros prohibidos que recopilaban las experiencias de generaciones de meretrices a lo largo de su existencia, más dilatada que la historia misma. Las adoratrices de la Sagrada Canasta conocían como nadie todos los arcanos del deleite carnal; no solo los llevaban grabados en la memoria y en cada ápice de su cuerpo, sino que atesoraban los manuscritos más valiosos y oscuros en la mayor clandestinidad. El mismísimo Santo Padre hubiese dado un brazo para tener aquellos libros en su biblioteca secreta.
Más preocupado por los libros sagrados que por los profanos, Sigfrido de Maguntia observaba con satisfacción el gesto de los reos ante su pedido de la pena capital. Gutenberg tragó saliva; su semblante azorado era una mezcla de incredulidad e indignación. Fust empalideció y bajó la cabeza. Schöffer sintió que sus rodillas se aflojaban y debió sujetarse en el reclinatorio para no caer al suelo. Estaban preparados para ensayar una defensa ante los cargos de falsificación y estafa, pero jamás imaginaron imputaciones por nigromancia, brujería y satanismo. Estaban, incluso, resignados a purgar su culpa a expensas de sus patrimonios y, en última instancia, a sufrir unos meses de reclusión. Pero ni en el peor de los escenarios concibieron la posibilidad de enfrentar la pena de muerte. Johannes Gutenberg, mientras observaba el gesto imperturbable de los jueces iluminados por la luz seráfica que ingresaba a través de los imponentes vitrales del claustro, intentaba reconstruir in pectore de qué manera se habían encadenado los eslabones del destino para llegar a ese punto. Gutenberg se creía llamado a la gloria y siempre había guardado la íntima ilusión de que la posteridad le pertenecía. Sin embargo, existían iguales motivos para que su nombre quedara impreso en la memoria de la Germania como un héroe o como el más despreciable de los villanos.
La fascinación de Gutenberg por los libros, las técnicas xilográficas, la fundición de metales y el grabado de láminas se remontaban a su más tierna infancia. El padre de Johannes había sido regente de la Casa de Moneda durante más de una década. Su nombre era Friedrich Gensfleisch; su familia y amigos lo llamaban con el cariñoso diminutivo de Friele, pero todos lo conocía como Gensfleisch der Arme[4] a causa de su paradójica austeridad: la totalidad del dinero que circulaba en la ciudad había pasado por sus manos. Ni los señores feudales más prósperos, ni los comerciantes que traían sedas y especias del Oriente, ni los príncipes o los emperadores, habían visto, siquiera, los tesoros que a diario fabricaba Friele Gensfleisch. Monedas de oro y plata, lingotes áuricos, barras de argento y cuanta cédula oficial sirviera para atesorar fortuna o pagar bienes eran para él un material tan cotidiano como la masa para el panadero.
Pese a disponer del manejo de semejantes arcas, Gensfleisch der Arme era un hombre de apariencia y actitud franciscana y una honestidad intachable. Jamás consideró la posibilidad de quedarse con una moneda que no le perteneciera, aun cuando su salario constituía una ínfima parte del dinero que producía. Justo es decir que no había en toda la Germania un hombre tan obsesionado por el dinero como él; no porque lo ambicionara para sí, sino porque era dueño de un perfeccionismo rayano en la enfermedad. El menor defecto en una moneda, imperceptible para el más experimentado acuñador, era para él una mácula intolerable al tacto y a la vista. Una diferencia insignificante en el canto de un céntimo era motivo para devolverlo al crisol. Podía distinguir una moneda falsa con los ojos cerrados. Despreciaba a los falsificadores mediocres, no por falsificadores sino por mediocres.
—Si algún falsificador consiguiera hacer una moneda tan buena como las mías, merecería con justicia ser rico —le dijo una vez al pequeño Johannes; frase que habría de significar un irresistible desafío para su hijo—. El dinero es falso por definición, no es más que una convención, un acuerdo común fundado en la fe: el dinero auténtico es una falsificación de buena fe; la moneda falsa es una falsificación de mala fe. El valor no está en la moneda sino en la fe. ¿Quién puede fijar el precio de las cosas; qué relación consustancial de equivalencia existe entre una hogaza de pan y un pequeño disco de metal? Si, por ventura, se acabara todo el trigo del mundo, a nadie se le ocurriría engullir monedas de oro. Un príncipe sediento no dudaría en trocar todos sus tesoros por una tinaja con agua de un oasis. Fortuna que, ciertamente, nadie aceptaría si aquella fuese la única fuente de agua. No puede falsificarse el agua ni el aire ni la tierra ni el techo ni el pan ni los peces. Solo puede falsificarse lo que ya es una falsificación, es decir, aquello que no tiene utilidad en sí mismo ni constituye un bien de por sí.
Y ahora, frente al tribunal que lo acusaba de falsario, mientras escuchaba el alegato del fiscal, Gutenberg recordaba la frase que su padre solía repetir una y otra vez: «Para ser un buen acuñador de moneda hay que aprender a ser indiferente a los encantos del dinero».