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Sigfrido de Maguntia ascendió al estrado y, como si ocultase debajo de él un arcón mágico, extrajo un artefacto que, a primera vista, parecía un espejo de mano. Los miembros del jurado miraban con ojos infantiles el nuevo acto del fiscal.

—Señorías, igual que yo la primera vez que lo vi, habréis de suponer que esto que sostengo en mi mano es un simple espejo. Nada extraño podríais esperar ver en un espejo más que vuestro propio rostro reflejado.

Como un grupo de niños, los jueces, sin proponérselo, asintieron con la cabeza todos al mismo tiempo.

—Sin embargo, Excelencias, os equivocáis. Este pequeño artefacto, así de mundano y sencillo como lo veis, es obra, también, del demonio, ¡del diablo que habita dentro de la mente maléfica del acusado! —bramó el fiscal, señalando a Gutenberg.

Una vez más, los magistrados empalidecieron. Entonces, al observar el semblante de los jueces, volvió a redoblar la apuesta; elevó el espejo con su brazo extendido y lo pasó por delante del tribunal. Los magistrados pudieron ver reflejada su propia cara de asombro. Sigfrido de Maguntia prosiguió su camino hacia el amplio vitral por donde entraba el sol y, de espaldas a la sala, permaneció en aquella posición, enarbolando el pequeño espejo. Luego giró sobre sus talones y nuevamente mostró a los jueces el vidrio oval en el que se acababan de mirar. Lo que vieron en la superficie del espejo les arrancó una exclamación de pánico que se transformó en griterío general cuando el fiscal lo mostró al resto de los presentes. Ulrich Helmasperger, absorto como el resto de los presentes, por primera vez estuvo a punto de perder el hilo de la transcripción de las palabras al documento notarial.

Gutenberg, hundido en su silla, se tapó los oídos para no enloquecer con el escándalo que se había apoderado de la sala. Así, con los ojos cerrados y los oídos tapados, volvió a refugiarse en sus recuerdos. Por fin, había llegado el gran día. De acuerdo con la tradición germánica, la boda se celebraría en la casa paterna. Como la mayor parte de los palacios del patriciado, la Casa de la Puerta de Hierro albergaba una capilla. La ceremonia era un rito solemne en el que la esposa era entregada por el padre a un sacerdote. Luego el religioso celebraba el matrimonio y daba la misa de velaciones. Por último, el cura otorgaba la bendición sacerdotal y entonces sí, concedía la mujer a su esposo una vez consumada la «gracia sacramental». Concluida la ceremonia religiosa, el padre de la novia entregaba la dote al marido —en este caso, la suma que restaba del anticipo— y por fin llegaba el momento más esperado por los invitados: el banquete.

Todo estaba dispuesto para la ceremonia. La capilla había sido decorada como nunca antes. Gustav hizo preparar los más exquisitos manjares y trajo los mejores vinos. Ennelin, por su parte, no había podido conciliar el sueño durante toda la noche. Vio el amanecer a través del velo de lágrimas que cubría sus ojos embargados por la emoción. Nunca pensó que aquel momento le llegaría. Todo parecía un sueño: no solamente estaba a punto de cumplir aquel anhelo que creía imposible, sino que habría de casarse con el hombre que amaba, hecho nada frecuente para la mayor parte de las mujeres. No había sido un insomnio angustioso, sino una dulce duermevela en la que los más tiernos pensamientos y sensaciones se mezclaban con otros que, hasta el día anterior, los consideraba pecaminosos; sin embargo, aquella sería la última noche en la que dormiría sola. Los nervios, el temor y la excitación habían estremecido sus entrañas y atizado sus pasiones. Estaba dispuesta a entregarse en cuerpo y alma a su amado Johannes. Durante su último día de soltera, Ennelin no solo había imaginado la noche de bodas, sino también la mañana siguiente, en la que su flamante esposo habría de entregarle el matutinale donum, el regalo que le correspondía a ella por haberle entregado su virginidad.

También Johannes había pasado la noche en vela, aunque por razones muy diferentes. Aquel día debía cumplir tres obligaciones impostergables, en el siguiente orden: a primera hora tenía que mostrar a Andreas Heilmann algún avance en el negocio de las reliquias; al mediodía se había comprometido a retirar la prensa del taller de Konrad Saspach y a las cinco de la tarde debía hacer honor a su trato con Gustav von der Isern Türe; es decir, casarse con Ennelin. De todos estos compromisos, el que más le preocupaba era el que tenía para con Heilmann; en otras palabras: temía por su vida.

Durante toda la noche había trabajado en el artefacto que lograría plasmar las imágenes de las reliquias al paso de la procesión de Aquisgrán, según prometió a su proveedor de papel en una improvisada idea de la cual ya no tenía forma de desdecirse. Pero además, el artilugio debía requerir el insumo esencial de aquello que necesitaba en forma imperiosa para su proyecto secreto: papel. Si algo le sobraba a Gutenberg, además de deudas, era inventiva. En las largas horas que separaban el ocaso del alba, Johannes concibió un ingenioso dispositivo cuya utilidad solo podía comprobar con la salida del sol. En apariencia, se trataba de un simple espejo de mano; sin embargo, si todo salía como esperaba, aquel espejo común y corriente sería capaz de atrapar de manera milagrosa la imagen de la cabeza de San Juan el Bautista durante la procesión en la que exhibirían el paño que la cubrió luego de la decapitación. Pero ya no había tiempo: a Johannes no le quedaba otro remedio que hacer la primera prueba ante la severa mirada de Heilmann.

No bien terminó de pulir el espejo, lo cubrió con una delgada lámina de goma arábiga diluida en una emulsión que le quitaba un poco de adherencia, de modo tal que pudiera retirarse fácilmente. Hecho esto, guardó el espejo, salió de su escondite en las ruinas de San Arbogasto y corrió ladera abajo como alma que se la lleva el diablo.

A la hora convenida, agitado y sudoroso, Gutenberg entró en la fábrica de Andreas Heilmann.

—Qué grata visita —le dio la bienvenida el comerciante—, temía verme obligado a interrumpir la boda para cobrarme la deuda en el momento del pago de la dote.

Johannes sabía que Heilmann era perfectamente capaz de semejante cosa.

—Espero que traigas algo más que puras palabras.

—Por supuesto; y no tengo tiempo que perder —contestó Gutenberg, un poco para darse importancia y otro poco para hacer honor a la más pura verdad.

Francamente intrigado, Andreas lo invitó a pasar a una sala privada. Entonces, con la destreza de un mago, Gutenberg inició un número que parecía divertir al anfitrión, que lo observaba cómodamente sentado en un sillón. De pie en medio del recinto, el grabador de Mainz extrajo de entre sus ropas una tela prolijamente enrollada. Extendió los brazos y, como un prestidigitador, la desplegó delante de los ojos de Heilmann. Con asombro, el dueño de casa pudo ver el sudario de San Juan el Bautista: el pañuelo con el que había sido envuelta la cabeza del santo y en cuyo paño, por obra y milagro de Dios, había quedado impreso su rostro.

—¿Es el auténtico? —preguntó ingenuamente el fabricante de papel.

—¿Será auténtico el que está en la basílica de Aquisgrán? —respondió Gutenberg para acrecentar el suspenso.

No creyó necesario decirle a su socio que se había pasado la noche entera pintando la cabeza del Bautista sobre el paño. En rigor, era solo un detalle; la parte realmente asombrosa de la función aún no había comenzado. Johannes pidió a Heilmann que sostuviera firmemente el sudario, alzándolo sobre su cabeza como solía exhibirlo el sacerdote en la procesión. Lleno de intriga, el hombre hizo caso con una obediencia infantil. Entonces Gutenberg sacó el espejo que guardaba dentro de una saca y apuntó la superficie cubierta por una lámina opaca hacia el lienzo. Ambos se quedaron en esa posición, enfrentados durante varios segundos.

—Ya puedes bajar el paño —dijo Johannes, a la vez que, también él, bajaba el espejo.

Hecho esto, Gutenberg entregó el espejo de mano a Heilmann y le pidió que retirara la cubierta de goma arábiga. La lámina se desprendió con facilidad.

—¿Qué ves en el espejo? —preguntó Johannes.

Andreas miró la superficie y con una expresión desanimada, contestó:

—Además de mi estúpida cara, ninguna otra cosa.

—¿Estás seguro? Tal vez debas acercarte a la ventana para ver mejor.

—Ya basta, farsante, me estás tratando como a un idiota.

—Por favor, vuelve a mirar.

Entonces sí, el rictus de Andreas se transformó en una mueca de pasmo: pudo ver con sus propios ojos el inicio del milagro. El reflejo de su propia cara, poco a poco, iba dejando lugar a la aparición de la imagen de la cabeza de San Juan el Bautista, idéntica a la que estaba en el paño. Y a medida que pasaban los minutos, el rostro milagroso se iba haciendo más y más nítido. La mano enorme de Heilmann temblaba como una hoja, a punto tal que el espejo casi se estrella contra el suelo si los rápidos reflejos de Gutenberg no hubiesen ido en su auxilio atajándolo antes de que tocara el piso.

—No querrás siete años de mala suerte…

—¿Cómo lo hiciste?

—Cuando disponga de más tiempo, prometo explicarte; pero ahora debo irme. Te puedes quedar con el espejo y pedir tres deseos. Una cosa más: necesitaría que me adelantaras cien florines.

Andreas titubeó. Entonces Gutenberg le hizo ver que cada espejo podía venderse a cinco florines; solo había que multiplicar aquella cifra por los miles y miles de peregrinos que irían a la procesión.

Johannes, otra vez, salió a toda carrera para cumplir con su segundo compromiso: retirar la prensa del taller de Saspach. Sin embargo, sabía que aún se enfrentaba a un gran problema: ¿cómo habría de acarrear semejante artefacto a su secreto refugio de San Arbogasto en la cima de la colina?

Como siempre, algo se le ocurriría.

Tenía diez minutos para pensarlo.