23

Johann Fust fue arrancado del sueño por una partida de guardias. Lo arrestaron sin siquiera permitir que se cambiara la ropa de dormir y, antes de que pudiera pronunciar una palabra, le fueron decomisados los libros, los cien escudos que había obtenido de la estafa, el dinero que traía y todo su equipaje. Intentó dar una explicación, pero lo único que recibió a cambio fue un empujón que lo despidió fuera del cuarto. Vociferó en francés su condición patricia y en alemán su investidura de banquero. Los soldados rieron a carcajadas, haciéndole ver que, en realidad, disfrutaban del privilegio de arrestar a un germano presuntuoso y, por añadidura, judío.

Fust estaba en problemas, ya que los únicos franceses que podían haber intercedido por él eran, justamente, aquellos a los que pretendía estafar. El caso, grave de por sí, se complicaba por varios motivos: por un lado, no se trataba de cualquier libro, sino de la Biblia. Por otra parte, era una adulteración hecha sobre un original manuscrito por un alto sacerdote, Su Excelencia Sigfrido de Maguntia. Pero existía todavía una tercera y más seria razón: los clérigos a cargo del caso no se explicaban cómo el reo había podido reproducir los libros con semejante exactitud. Todo indicaba que se trataba de un caso de brujería.

Johann Fust fue juzgado de manera sumaria por un tribunal francés. Los jueces resolvieron por unanimidad condenarlo a la hoguera. Ya ardían los leños cuando el propio Sigfrido de Maguntia se enteró del escándalo. El sacerdote y copista de Mainz consideró que, en realidad, él era el mayor damnificado y consiguió que, mediante un oficio urgente, el propio Papa ordenara que la causa se sustanciara en los tribunales eclesiásticos de Mainz, ciudad de donde también era oriundo el propio Johann Fust.

De no haber sido por la gestión de Sigfrido de Maguntia, Fust se habría llevado su secreto a la tumba, ya que en el sucinto juicio al que lo sometieron en París no le fue permitido siquiera pronunciar una palabra en su defensa. No bien llegó a su ciudad, antes de que diera comienzo el juicio, Fust descargó toda la responsabilidad sobre Johannes Gutenberg y ni siquiera tuvo el decoro de eximir a Schöffer para evitarle sufrimientos a su propia hija.

Así, los tres estafadores más osados de Europa fueron arrestados, sometidos a juicio en la catedral de Mainz y acusados por la propia víctima del mayor y más misterioso fraude que recordara la Germania.