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El fiscal se incorporó, caminó hacia su atril y volvió a tomar las Biblias que había exhibido a los jueces durante las primeras jornadas del juicio. Luego de aquel solitario encuentro cara a cara entre el acusador y el notario, el pulso de Ulrich Helmasperger se había tornado vacilante y su letra, menos clara y algo más pequeña. De todos modos, este hecho solo perceptible a los ojos de un profesional de la caligrafía, no era óbice para que continuara dejando fiel testimonio de los dichos del fiscal.
—Excelencias: os he manifestado mi sorpresa al descubrir que de los talleres clandestinos de los reos había salido una falsificación exactamente igual a una Biblia que yo mismo había escrito. Os he preguntado si podíais notar la diferencia entre la buena y la falsa, ya que ni yo, el modesto copista que la escribió, podía establecer las diferencias. Si grande fue mi asombro entonces, mayor lo es ahora, al haber podido establecer que ni la una ni la otra son auténticas.
Ante la confusión de los miembros del tribunal, Sigfrido de Maguntia volvió al atril y tomó un tercer ejemplar, en apariencia idéntico a los dos anteriores. Aquello parecía la función de un mago de la corte. El fiscal elevó esta última Biblia sobre su cabeza y dijo:
—Luego de mucho examinar los tres ejemplares, he podido establecer que este es el que yo escribí. Lo notaréis porque aquellos dos libros son idénticos entre sí; en cambio, el que veis aquí tiene ligeras diferencias, propias de la escritura surgida de la mano humana y no de una diabólica máquina de cuyas entrañas podrían salir cientos, miles, millones de falsificaciones mecánicas exactamente iguales.
Los jueces quedaron anonadados con la revelación. No acabaron de reponerse de esta última intervención, cuando el fiscal aprovechó el silencio de la sala para formular una nueva acusación.
—Señorías, acuso a los reos de robo, ya que para hacer sus falsificaciones se apropiaron de mis manuscritos. Esta Biblia escrita por mí fue encontrada en el taller clandestino de Johannes Gutenberg y es la prueba irrefutable de lo que os digo.
Gutenberg no tenía el propósito de quedarse con la hermosa Biblia del Ayuntamiento. Pensaba devolverla antes de que alguien notara su ausencia. Por cierto, cien escudos de oro eran una fortuna nada despreciable. Pero sabía que si su empresa llegaba a buen puerto, aquella cifra se multiplicaría ad infinitum. El verbo en cuestión era, precisamente, multiplicar.
Gutenberg no necesitaba apropiarse de la Biblia de Mainz, sino de la caligrafía de Sigfrido de Maguntia. Por otra parte, ante las limitaciones de los tacos de madera, Johannes se propuso fabricar piezas móviles de metal. Todos reconocían el gran talento de Johannes y sus numerosas habilidades para los más diversos oficios; sin embargo, no lo adornaba el talento de los copistas. Intentó, una y otra vez, imitar la letra del mejor calígrafo de la Germania valiéndose de papel, pluma y tinta. Primero, transcribió capítulos enteros del Libro; luego se limitó a copiar un mismo versículo llenando hojas completas y, finalmente, decidió reproducir letra por letra, repitiéndola una y otra vez como los niños cuando aprenden a escribir.
Con decepción, comprobó que sus signos no solo distaban de parecerse a los de Sigfrido de Maguntia, sino que ni siquiera guardaban semejanza entre sí. Se preguntaba de qué manera podía plasmar la letra en piezas metálicas, si era incapaz de trasladar la caligrafía del copista al papel. Su fracaso le había costado no menos de un centenar de hojas, varios frascos de tinta y numerosas plumas. Parecía un costo exiguo en relación con todo lo que ya había gastado, pero para quien consumió todos sus ahorros, hasta una pluma equivalía a una fortuna.
Gutenberg intentó numerosas técnicas de calcado provenientes del grabado. Intentó plasmar las formas de las letras originales sobre un papel virgen, ejerciendo una ligera presión con una punta mochada y roma, signo por signo, sobre una de las hojas del Libro Sagrado. Pero los resultados fueron catastróficos: la valiosa Biblia de Mainz había quedado irremediablemente marcada. Hizo otra prueba con un tul de trama fina y transparente; lo colocó sobre el original y escribió sobre la tela con un pincel delgado. Si bien de esta manera lograba calcar la letra casi a la perfección, luego no tenía forma de transportarla a otra superficie virgen, ya que el tul se arrugaba bajo la presión de la punta. Antes de lo que suponía, sucedió lo inevitable: Gutenberg se quedó sin papel, insumo ciertamente oneroso.
En Estrasburgo existía una sola fábrica de papel, la de los hermanos Heilmann. Uno de ellos, Andreas, conocía bastante bien a Johannes. Aunque nunca llegaron a ser amigos, mantenían una relación cordial. La casa Heilmann abastecía al Ayuntamiento y era Gutenberg quien se encargaba de estos asuntos comerciales: él decidía la cantidad de papel que se precisaba para la confección de láminas. Andreas se mostraba interesado en el comportamiento de los distintos tipos de papel frente al uso de las diferentes tintas, el grado de absorción, el tiempo de secado y la resistencia que ofrecían al prensado sobre madera o metal. Gutenberg, por su parte, se instruía en los menesteres de la fabricación del papel. Quería conocer las técnicas de elaboración desde el más antiguo antecedente egipcio, hecho con los tallos del papiro que se cultivaba a orillas del Nilo, pasando por el viejo pergamino.
Heilmann le explicaba que, en rigor, los rollos producidos con pieles bovinas se utilizaban desde la más remota antigüedad; de hecho, los primeros ejemplares de la Biblia se habían escrito sobre rollos de pergamino. Por otra parte, Marco Polo había descrito en su Libro de las maravillas del mundo la forma en que los chinos fabricaban papel con arroz, cáñamo, algodón e incluso con los sobrantes de la elaboración de la seda. Andreas sostenía que el papel de lino, cuya invención se atribuían los franceses, era un remedo del modo de fabricación traído del Lejano Oriente.
Heilmann notó que durante los últimos tiempos Gutenberg solía encargarle mayores cantidades de papel, pese a que no se había incrementado la producción de láminas. El mismo Andreas acarreaba el papel hasta el depósito del Ayuntamiento y no entendía cómo se consumía tan velozmente. También al administrador del Ayuntamiento le había sorprendido este hecho. Lo que ambos ignoraban era que Johannes sacaba en forma furtiva el excedente de papel y, con la tenacidad de las hormigas, llevaba las hojas ocultas en su ropa a la guarida en San Arbogasto.
Gutenberg sabía que sus maniobras eran sumamente riesgosas, que los faltantes de papel ya eran notorios y que no podría sostener mucho más tiempo el desvío sin levantar suspicacias. Su proyecto parecía destinado a naufragar si no conseguía hacerse del insumo elemental cuanto antes. Heilmann, hombre despierto para los negocios, intuyó que el talentoso grabador del Ayuntamiento tenía otro lucrativo asunto entre manos. La inocultable curiosidad de Johannes por ciertos menesteres técnicos, su avidez por el papel y la insistencia en preguntas que escapaban al interés ordinario de un grabador, llevaron a Andreas a proponerse dilucidar en qué otras cosas ocupaba su cabeza y su tiempo aquel hombre tan reservado.
Un día, luego de descargar de sus hombros un pesado paquete de papel, ante los ojos arrobados de Johannes, quien miraba las hojas con la desesperación de un hambriento frente a un banquete, Heilmann le preguntó a bocajarro:
—¿Qué extraños negocios os ocupan? Podéis hablar con confianza. He notado que vuestro interés por mi papel excede vuestras labores en el Ayuntamiento.
Gutenberg empalideció, tragó saliva e intentó articular palabra; una sonrisa idiota le impedía hablar.
Entonces Andreas redobló la apuesta:
—No es por entrometerme en lo que no me incumbe, pero puedo darme cuenta de que el Ayuntamiento no necesita la cantidad de papel que encargáis cada semana.
Al comprobar el terrorífico efecto que produjeron estas últimas palabras en su interlocutor, Heilmann adoptó un tono tranquilizador y confidente:
—De hecho, el administrador me hizo saber sus sospechas, pero, claro, conseguí disuadirlo de sus reparos.
Johannes no tardó en comprender que Andreas estaba dispuesto a guardar el secreto a cambio de participar del negocio. La idea de asociar al único fabricante de papel de Estrasburgo de pronto se le antojó como un signo providencial. ¿Qué más podía pedir? Sin embargo, Gutenberg no estaba dispuesto a revelar su secreto. No confiaba ni en su sombra.
Andreas adivinó la silenciosa disyuntiva en la que se debatía el grabador de Mainz. Supo que era el momento de guardar silencio. El comerciante palmeó la pila de hojas como quien acaricia a un perro, mostrándose como lo que era: el amo absoluto del papel. Este simple movimiento tuvo un efecto inmediato; Johannes respiró profundamente y se dispuso a hablar:
—Reliquias —susurró en el oído de Heilmann—, las más asombrosas reliquias que podáis imaginar.
El rostro de Andreas se iluminó. Si bien sabía que una gran cantidad de falsificadores últimamente dedicaba su escaso ingenio a fabricar clavos de Cristo, Santos Prepucios, Sábanas Santas, sudarios, coronas de espinas, astillas de la Santa Cruz y hasta cruces enteras, el comerciante sabía que de las manos de Gutenberg solo podían salir obras maravillosas.
—¿Reliquias? Interesante. ¿Se puede saber qué clase de reliquias? —inquirió Heilmann.
Con un convencimiento que surgió de lo más hondo de su corazón, Johannes contestó terminante:
—Auténticas reliquias.
Entonces Andreas lanzó una sonora carcajada.
—¿Falsificaréis reliquias auténticas? —preguntó ahogándose en su propia risa.
—Es imposible falsificar el Verbo Divino; solo puede propagarse como se propaga la buena simiente con el viento. La semilla que saldrá de mis manos dará frutos. Una semilla falsa jamás podría dar frutos, ni verdaderos ni falsos. Y no os diré más.
Gutenberg había hablado con tal misteriosa convicción que la risa de Heilmann quedó petrificada. Las breves palabras de Johannes sonaron tan auténticas que, lo que fuere que se trajera entre manos, debía ser grandioso. Andreas comprendió que no era oportuno preguntar más.
—Venid mañana a la fábrica y os daré una buena partida de papel. Si en una semana puedo ver tan enigmático fruto, obtendréis más.
—Un mes —opuso Johannes.
El comerciante sacudió la cabeza, pensó unos instantes y asintió.
—Socios —dijo a la vez que extendía la diestra.
—Socios —afirmó Gutenberg y se estrecharon las manos.
Así, en el depósito subterráneo del Ayuntamiento, Andreas Heilmann y Johannes Gutenberg sellaron su secreta alianza.