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—Jesucristo debió pasar por todas y cada una de las estaciones del suplicio de la Pasión y sufrir en carne propia por nosotros, pecadores —dijo al retomar su alegato Sigfrido de Maguntia—. ¿Cómo podríamos banalizar el más estremecedor de los libros de la Biblia? Excelencias, tened por cierto que volveríamos a martirizar al Hijo del Hombre si los falsarios se adueñaran de Su palabra. Los únicos libros verdaderos en los que se ha de leer la Pasión y sufrimiento de Nuestro Señor son aquellos que están escritos de puño y letra, de acuerdo con el puño y la letra de los que dejaron testimonio de Sus prodigios. No puede concebirse otro libro que el manuscrito. Cualquier otra forma de producir libros, mediante el artificio que fuere, no merece ser tenido sino como una falsificación y considerarse obra de Satanás.
El fiscal hizo un silencio, se paseó de un lado al otro del recinto como si vacilara en hacer una gran revelación, hasta que finalmente se decidió:
—Excelencias, sabéis que la ocasión hace al ladrón. No quiero deciros con esto que todos son potenciales criminales, sino que, acaso, muchos hombres son buenos porque el destino no los ha puesto a prueba. Tal vez sean muy pocos aquellos que se enfrentan con la desgracia y la transitan con dignidad y sin corromperse. Excelencias, el principal acusado ha sido víctima de una de las peores calamidades que ha vivido nuestra ciudad. Como tantos otros hombres y mujeres de su condición ha padecido el saqueo de su casa, el robo de sus bienes y el exilio. Estoy seguro de que este infortunio ha sido la forma en que Dios lo puso a prueba. Y debo deciros, señorías, que este suplicio ha puesto de manifiesto la pobre catadura moral del acusado y su debilidad de espíritu. Este fue el motivo que lo empujó a delinquir. Solo encuentra al diablo aquel que lo busca.
Mientras el notario apuraba la pluma para no perder una sola palabra, Gutenberg, que hasta entonces oía el alegato del fiscal como una letanía, de pronto se sintió realmente aludido, como si Sigfrido de Maguntia acabara de echar sal sobre una vieja herida que jamás había terminado de cicatrizar. Entonces, recordó el día en que se iniciaron sus desgracias.
Hacia fines de 1411, la economía de Mainz ingresó en un camino tortuoso. Uno de los primeros en percibirlo fue, como no podía ser de otro modo, Friele der Arme. Las autoridades políticas le exigían, cada vez con más frecuencia, que fabricara mayores cantidades de dinero, a la vez que los puesteros de la plaza del mercado se veían obligados a trasladar a sus precios los aumentos diarios con que debían pagar las mercaderías. En octubre de ese mismo año, la Casa de Moneda fabricó más dinero que nunca. Las monedas se evaporaban de las manos de los pobladores con la misma velocidad con que salían de la prensa. El padre de Gutenberg supo que nada bueno podía anunciar aquella combinación de factores. En noviembre de ese año, una cédula ministerial decretó un drástico aumento de los impuestos. El escaso dinero que quedaba en manos de los campesinos era salvajemente arrebatado por los recaudadores, hasta que, con el inicio del nuevo año, se agotaron los magros ahorros y, en consecuencia, la paciencia de los pobladores. En diciembre de 1411, el pueblo de Mainz, desesperado, se levantó contra las autoridades. Hubo incendios, saqueos y ajusticiamientos sumarios de uno y otro lado. Sus vecinos de toda la vida, campesinos que vendían sus productos en el mercado, puesteros, gente pobre con la que se saludaban amablemente todos los días, de repente actuaban como salvajes desconocidos. Antorcha en mano, incendiaban todo cuanto podían y saqueaban sin miramientos hasta llenar sus miserables carretas.
La sublevación estaba dirigida al patriciado y aunque Friele der Arme no pertenecía exactamente a aquel reducido círculo, se vio obligado a huir junto a los suyos. Resultaba imposible explicar a la turba enardecida que el regente de la Casa de Moneda, en realidad, no tenía un cobre y era casi tan pobre como todos ellos. De modo que, igual que el puñado de familias más acaudaladas, debieron dejar la casa con los escasos bienes que pudieron rescatar.
Quiso el destino que, poco tiempo atrás, Else heredara de su padre una pequeña finca en Eltville am Rhein, un verde y elevado mirador entre las ciudades de Wiesbaden y Lorchhausen sobre la margen norte del Rhin. Friele y su familia tenían todo para ser felices; se hubiera dicho que aquella casa en la ladera de la colina más alta, desde cuyas ventanas se veía el río y la imponente silueta del Castillo de los Electores que se elevaba como una monumental torre de ajedrez, era el sitio perfecto para retirarse luego de una vida sacrificada.
El nuevo hogar distaba de ser lujoso; en realidad, se trataba de un antiguo cobertizo transformado en vivienda. Si bien era mucho más grande y luminoso que la casa de Mainz, no ofrecía ninguna de las comodidades de las pequeñas moradas tradicionales de los burgos; al contrario, la familia se encontró con la gélida rusticidad de los hogares de los campesinos. Las paredes no estaban revestidas de maderas nobles, sino que entre los largueros del piso y las tablas de las paredes había resquicios por donde entraba una molesta ventisca y la penetrante humedad de la tierra bajo el suelo. No había mármoles en las escaleras ni ornamentos en las columnas. Los frágiles peldaños que conducían a la buhardilla se doblaban y crujían debajo de los pies como si fuesen a desplomarse uno tras otro. Aquí y allá saltaban gallinas, gansos y roedores indescifrables cada vez que algún miembro de la familia se aventuraba hacia un rincón inexplorado.
Else, acostumbrada desde niña a la vida rústica, no vivió la forzada mudanza como una tragedia; al contrario, el entorno verde y bucólico era completamente afín a su alma forjada con la dureza de las hachas que fabricaba su padre. Tenían viñedos para trabajar y producir los mejores vinos, árboles frutales y un clima seco y soleado durante todo el año. Para Else aquel era un pequeño paraíso en la Tierra. Friele, al contrario, se sentía en el infierno; primero su carácter y luego su salud sufrieron un cambio drástico. Sin saber a qué dedicar su nueva existencia, Friele deambulaba por los alrededores del Castillo de Crass y los palacios más aristocráticos de la Germania como un tigre enjaulado. Extrañaba su ciudad de Mainz, la penumbra de la Casa de Moneda, la silenciosa sala de los copistas y el burbujeo del oro y la plata en el crisol. No podía evitar la insoportable certeza de que las delicadas monedas fabricadas por él se convertirían en toscos discos opacos en manos de cualquiera de los candidatos a sucederlo.