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Mientras el fiscal proseguía con su extenso alegato, Gutenberg, los ojos vueltos sobre sus propios recuerdos, rememoraba su incursión en aquel increíble refugio femenino.
Con el cuerpo todavía dolorido por la reciente caída desde el muro de la catedral, Johannes se dijo que acaso Dios había decidido, literalmente, levantar paredes para poner a prueba su fortaleza. Una vez más, se dispuso a trepar. Pero a diferencia de su anterior hazaña, esta vez debía escalar sin el auxilio de enredadera alguna: era una pared alta y completamente lisa. Miró en derredor para ver de qué podía valerse para el ascenso. En el canal, justo delante de él, había una barcaza amarrada. Sin pensarlo, desenrolló la cuerda del amarradero y con sus hábiles manos desató el nudo que mantenía la embarcación junto al muelle. Ni siquiera se percató de que al hacerse de la soga, la pequeña nave quedó a merced de la corriente del canal y, lentamente, se alejó a la deriva. Corrió con la cuerda hacia el hofje, hizo un lazo corredizo y con la destreza de un domador de caballos, consiguió enlazar uno de los minaretes que remataban el muro. Tan fuerte era su curiosidad, que no fue consciente de las consecuencias de semejante osadía. Violar la privada intimidad de un refugio de mujeres podía costarle la vida. Pero el ingreso del viejo Koster era, de alguna manera, una licencia que acaso lo habilitaba también a él.
Con un par de tirones, constató que la soga estuviese bien sujeta y fuera lo suficientemente resistente para soportar su peso. Hecho esto, rodeó la cuerda en su antebrazo, afirmó la suela de los zapatos en el muro y comenzó el lento ascenso. Cuando alcanzó la parte superior de la pared y pudo ver el interior, quedó estupefacto. La luz de la luna iluminaba el jardín central, cuyas blancas calas resplandecían como ojos abiertos. Todo era de una belleza paradisíaca: en el centro del parque había un pequeño lago en el que flotaban las más diversas y maravillosas plantas acuáticas: nenúfares en flor, violetas de agua y lirios. Los balcones y las ventanas estaban repletos de macetas igualmente floridas. Las puertas trasuntaban hospitalidad con arreglos de cintas de colores. En algunos de los áticos que antecedían los claustros se veían canastos con frutas. No había nada que no estuviese tocado por la delicada mano de las mujeres. La brisa traía el inconfundible perfume de los cuerpos femeninos. Solo entonces, Gutenberg comprendió el abismo que separaba el hofje del convento. Era la diferencia absoluta entre los opuestos: el blanco y el negro, la luz y la oscuridad, el perfume y el hedor, el bien y el mal, la salud y la enfermedad, la pureza y la disolución, el hombre y la mujer. De hecho, se dijo Johannes, cualquier presencia masculina hubiese corrompido aquella deliciosa armonía que solo las mujeres podían componer.
Por un momento consideró la posibilidad de desandar sus pasos y renunciar a cometer semejante sacrilegio, pero en ese preciso instante, desde su posición tras el minarete, pudo ver al abad caminando en compañía de la mujer que le había abierto la puerta. No parecía ser aquella una circunstancia clandestina. Al contrario, el viejo Koster iba con las manos enlazadas por detrás de la espalda y la mujer conversaba animadamente con una sonrisa en los labios. Bordearon el lago, atravesaron el jardín y finalmente se perdieron debajo de una galería que conducía hacia otra construcción. Entonces sí, Johannes pasó la cuerda hacia el otro lado del muro y se descolgó con sigilo. Una vez dentro, se deslizó ocultándose de árbol en árbol, de muro en muro, hasta que, por fin, llegó al recinto en el que habían entrado su maestro y la anfitriona momentos antes. Caminó en cuclillas hasta el alféizar de una de las ventanas y se asomó con cautela entre las plantas. Lo que vio fue una escena inverosímil.
Era un taller cuya disposición le recordó la Sala de los Copistas de la Casa de Moneda que dirigía su padre. Solo que en lugar de hombres barbados y circunspectos, había mujeres gráciles y sonrientes trabajando sobre unos enormes y preciosos libros. Pero su asombro fue mayúsculo al comprobar que las letras no surgían de la pluma de un copista, sino de unas tablas compuestas por pequeñas piezas talladas en madera. ¡Eran letras exactamente iguales a la que había encontrado en el claustro de su maestro! Todo el alfabeto estaba grabado en tablillas independientes e intercambiables. Con las diferentes piezas, Koster armaba palabras y así componía las páginas, en espejo, dentro de una caja. Desde su escondite, Johannes pudo ver el proceso completo. Una vez compuesta la caja que contenía las futuras páginas de cada libro, una mujer distribuía tinta sobre la superficie de las letras con una muñeca de tela compacta. Luego trasladaba la caja entintada hasta una prensa, la cubría con un papel del mismo tamaño del bastidor y luego, entre tres mujeres, accionaban las manivelas de la prensa con todas sus fuerzas. A una orden de Koster, volvían a levantar la prensa, retiraban el papel y, mágicamente, la página quedaba impresa. El proceso no difería demasiado del de la acuñación de monedas; de hecho, era como entintar monedas, cubrirlas con un papel y prensarlas.
Al ver la página terminada, Gutenberg tuvo que morderse la lengua para no dar un alarido y, agachado como estaba, debió sujetarse los pies con las manos para no saltar e irrumpir en el taller a través de la ventana. Qué duda podía caber —se dijo Johannes—, estaba asistiendo a un verdadero aquelarre de brujas. Bajo los hábitos de Koster, se escondía el mismísimo Satanás. ¿Qué otra cosa podían ser aquellos libros sino la obra del Maligno tantas veces condenada por los Padres de la Iglesia? De seguro, esos enormes y decorados volúmenes eran las obras prohibidas de las beguinas heresiarcas. Intuía que de aquella prensa diabólica salían los versos de Hadewych de Amberes, de Heilwige Bloemart y de Matilde de Magdeburgo. No albergaba duda alguna acerca de que aquellas hijas del maligno intentaban difundir los libros de María de Oignies, de Lutgarda de Tongeren, de Juliana de Lieja, de Beatriz de Nazaret y, por supuesto, los de Marguerite Porrette.
Gutenberg tenía la convicción de que Dios lo había conducido hasta ese lugar para cumplir una misión. Aquella certeza lo desembarazó de cualquier sentimiento de profanación, a pesar de permanecer escondido como un ladrón, mientras espiaba al grupo de mujeres. Ya era muy tarde. Estaba dispuesto a esperar allí hasta que Koster y sus asistentes terminaran la labor, así tuviese que quedarse hasta el alba.
No hizo falta que aguardara tanto tiempo. Cuando estuvo impresa la última página del libro, el monje se despidió con un saludo breve pero afectuoso, salió del taller y, acompañado por la misma mujer que le había abierto la puerta, se retiró del hofje. Las mujeres limpiaron, ordenaron y pusieron a secar las páginas en una cuerda como quien colgara ropa. Hecho esto, soplaron las candelas y abandonaron también el taller. Johannes esperó a que pasara un tiempo prudencial; cuando estuvo seguro de que ya nadie quedaba fuera de los claustros, empujó las hojas de la ventana y, con el sigilo de un felino, entró en el taller.