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Comenzaba a clarear; sin embargo, las adoratrices del Monasterio de la Sagrada Canasta permanecían en vigilia como si la noche todavía no hubiese terminado. A diferencia de otras madrugadas, el amanecer no las encontraba en medio del acostumbrado clima de sagrado libertinaje; se imponía, en cambio, un silencio hecho de dolor y tristeza, de miedo y estupor. De duelo. Las velas de los candiles no ardían para celebrar los dionisíacos gozos de la vida, sino para acompañar la congoja ante los inesperados avatares de la muerte. Los habituales gemidos de placer provenientes de las recámaras se habían transformado aquella madrugada en sollozos y llantos ahogados.

Todas las mujeres de aquel peculiar prostíbulo habían pasado la noche velando los restos de Zelda. Su belleza madura, la piel tersa y perfecta que semejaba la lisura de la porcelana, eran un recuerdo difícil de conciliar con los despojos que yacían en el cajón. Su cuerpo había sido encontrado poco después del crimen, tendido de espaldas sobre su cama. Las demás mujeres descubrieron, horrorizadas aunque no sorprendidas, el cadáver cuidadosamente desollado. No presentaba contusiones visibles, ni huesos quebrados. El paño, que aún asomaba desde el fondo de su garganta, era la prueba de que había muerto por asfixia.

Zelda era la tercera meretriz exterminada durante los últimos meses. No cabía ninguna duda de que se trataba de la misma mano criminal que, con idéntica habilidad, primero asfixiaba a sus víctimas y luego, sin otro propósito aparente que el de darse un enfermizo placer, las desollaba. La primera muerte había provocado en las demás mujeres un sentimiento de espanto, congoja y vulnerabilidad. Fue un hecho inusitado, una sangrienta excepción a la festiva regla del burdel. La segunda no solo agregó estupor y sembró el enigma y el miedo, sino que quebró la regla. La tercera transformó el miedo en pánico y trastrocó la excepción en regla. Lo inesperado se convirtió en una atormentada espera de la próxima fatalidad: cualquiera podía ser la siguiente víctima; cualquiera podía ser el asesino. El temor impedía ver a las mujeres que los crímenes respondían, al menos, a una lógica: la sucesión de muertes guardaba relación con las edades de las víctimas: la primera era inmediatamente mayor que la segunda y la segunda que la tercera. Ninguna tenía una respuesta al porqué de los crímenes por la sencilla razón de que no podían formularse siquiera una pregunta. En cuanto a la identidad del asesino, nadie en el burdel conseguía establecer una conjetura. Los últimos clientes que solicitaron los servicios de las mujeres muertas, luego de ser atendidos, habían sido acompañados por ellas hasta la puerta y, tal como indicaba el protocolo de la casa, fueron gentilmente despedidos por alguna de ellas. De modo que el asesino tuvo que haber entrado en los aposentos de manera furtiva. El miedo no solo se había apoderado de las prostitutas, sino también de los clientes. A medida que las macabras noticias se propagaban por la ciudad, la clientela se iba reduciendo conforme se multiplicaban los asesinatos, hasta desaparecer casi por completo; los hombres no solo temían por su vida, sino, cuanto menos, por su reputación: de pronto, todas las miradas estaban puestas sobre el burdel. Todas, salvo las de las autoridades, que no mostraban demasiado interés en los asesinatos; al contrario, se hubiera dicho que la desidia con la que actuaban hablaba de una tácita complacencia: la vida de un puñado de putas no merecía una investigación. Por otra parte, existía el riesgo de que una pesquisa dejara en evidencia la asidua visita al burdel de personajes demasiado poderosos. La concurrencia escaseaba; los salones y las habitaciones del otrora alegre Convento de la Sagrada Canasta ahora se veían vacíos y un frío desconocido se había adueñado del lugar. La soledad, lejos de ofrecer seguridad a las mujeres, no hacía más que confrontarlas con la silenciosa acechanza de la muerte. A pesar de la quietud y de todas las precauciones que habían tomado —las puertas y ventanas quedaban cerradas con postigos y pasadores— no hubo forma de evitar que el incógnito asesino, luego de los dos primeros crímenes, volviera a entrar como una sombra, matara a Zelda sin hacerse oír y huyera de la misma sigilosa manera. El terror no se limitaba a los muros del burdel; nadie que viviera en la ciudad de Mainz ignoraba la silente presencia del matador. Cuando caía la noche, las calles quedaban desiertas. Las tabernas y los demás prostíbulos cerraban sus puertas más temprano o, en algunos casos, ni siquiera las abrían. Si alguien escuchaba pasos a sus espaldas, apuraba la marcha escudriñando con el rabillo del ojo sin darse vuelta. Las sombras movedizas proyectadas por los faroles mortecinos de las esquinas creaban la fantasmagórica ilusión de la cercanía del asesino. El miedo se alimentaba con silencio y el silencio, con miedo. Nadie se atrevía a hablar de los crímenes por temor a ser alcanzado por las sospechas: cualquier hombre que expresara en público su preocupación podía ser tomado como cliente y cualquier cliente, como criminal. Las madres temían por sus hijas y las hijas por sus propias vidas. Cada noche era una nueva pesadilla.

Semejante a las reses que colgaban en los puestos del mercado, el cuerpo de Zelda presentaba el color rojo de los corderos faenados. Tan insoportable era la visión del cadáver que ninguna de sus compañeras se atrevió a mirar por última vez dentro del cajón.

Ninguna salvo Ulva, la mayor de las adoratrices. La decana de las putas de la congregación sabía combinar la amorosa dulzura de una madre con la mística autoridad de una superiora de convento y la mundana habilidad de la regenta de un burdel. En silencio, sin derramar una sola lágrima, Ulva se juró encontrar al asesino y vengar a sus protegidas. Los dos crímenes anteriores le habían dejado un dolor innombrable, pero este último había conseguido que la desolación se transformara en odio, en un odio que hasta entonces desconocía. Solo ella sabía qué le habían arrebatado junto con la vida de Zelda.