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Sigfrido de Maguntia, en lo alto del estrado, iluminado por el sol que entraba a través de los vitrales de la sala en la que se desarrollaba el juicio, sabía cómo impresionar a los jueces. Ya conocía con qué argumentos provocarles el gesto adusto de la indignación, la expresión boquiabierta del asombro y los sordos resuellos de la furia contenida. Sabía que nada funcionaba mejor que presentar a Johannes Gutenberg como un falsificador que, amparado en el nombre de Dios y de las Sagradas Escrituras, pretendía engañar a los cristianos de buena fe para enriquecerse. El hecho de que los jueces fueran clérigos encumbrados facilitaba el camino por el cual el fiscal encauzaba la acusación. En su rincón, a un costado de los jueces, muy por debajo de la altura del estrado, en un oscuro segundo plano, el notario Ulrich Helmasperger continuaba con la infausta tarea de anotar cuanta palabra pronunciaba Sigfrido de Maguntia.
—Señorías: ¿quién es, en realidad, este hombre? ¿Es el hijo del venerable y honesto funcionario que, teniendo al alcance de su mano los tesoros de la ciudad, jamás tocó un céntimo que no le perteneciera, o es, en cambio, su infiel aprendiz; el que estudió las bellas artes para hacer de ellas ruines y malas artes? ¿Es el hombre piadoso que intenta convenceros de que solo pretende multiplicar la Palabra o el que multiplica Biblias con la ayuda de las repugnantes garras del maligno?
Mientras escuchaba las preguntas del fiscal, Gutenberg no pudo evitar la certeza de que, aunque mirara a los jueces, Sigfrido se dirigía a él.
Gutenberg tenía dos caras opuestas: una, la pública, la del funcionario oficial del Ayuntamiento que mostraba a un grabador talentoso, amable y recatado. Quienes conocieron al viejo Friele creían ver en su hijo el más fiel retrato del padre. Sin embargo, el rostro oculto de Gutenberg era el exacto opuesto al que exhibía: cada vez que asentía, solícito y servicial, su otra cara negaba con fastidio; cuando se mostraba atento e interesado por alguna idea de un colega, un gesto recóndito de superioridad se dibujaba debajo del rictus visible. Si reía con deferencia, una mueca amarga y hostil subyacía en los pliegues de sus párpados. Se veía generoso y desprendido frente al dinero, pero ante su presencia, un brillo intenso se apoderaba de sus ojos y solo entonces se traslucía su verdadero rostro. Pero aquella otra faz, hasta entonces, jamás había sido vista por nadie. La moneda que llevaba impresa la cara y la ceca de Gutenberg giraba en el aire y el destino habría de establecer cuál de ambos lados sería el que decidiría, al fin, su suerte.
De la misma forma que, según el principio de Arquímedes, dos objetos jamás podían ocupar el mismo espacio, era igualmente imposible que dos almas pudieran coexistir en un mismo cuerpo. Aquella doble existencia no tardaría en rebasar el espíritu de Gutenberg, produciendo el primer paso hacia su propia exclamación de «Eureka». Así como tenía un espacio público y conocido en el Ayuntamiento, un taller luminoso en el que grababa las láminas más bellas de la Germania, necesitaba otro sitio para que su lado oculto pudiera expandirse a sus anchas y poner en marcha sus planes inconfesables. Y, ciertamente, aquellos oscuros designios precisaban de un lugar cuyas dimensiones se ajustaran a la grandeza de sus aspiraciones. Pero escapaba por completo a sus posibilidades económicas comprar una propiedad semejante. Y aunque hubiese contado con el dinero, debía ser un ámbito alejado de las miradas extrañas. Un taller de grabado no podría pasar inadvertido para los vecinos ni, menos aún, para los implacables recaudadores de impuestos. Recorrió cada rincón de Estrasburgo buscando un sitio que se adecuara a sus necesidades. Con desazón, concluyó que no existía en toda la ciudad un lugar semejante. Alzó la mirada al cielo y entonces el azar puso delante de sus ojos una opción insospechada. En los confines de la ciudadela antigua había un monte elevado y brumoso, cuya mala fama lo convertía en su Meca tan buscada. Johannes no pudo menos que atribuir la súbita revelación a un designio divino.
Aquel promontorio sombrío al que pocos se atrevían a aventurarse estaba emplazado en un terreno accidentado y tortuoso que dificultaba el ascenso. Más allá de la ladera de piedras escarpadas, crecían unos arbustos cuyas ramas, serpenteantes y rastreras, se habían apoderado de lo que parecía ser una antigua construcción en ruinas. A la distancia se veía un peñón gris verdoso; en la cima, recortada contra el cielo, podía deducirse la forma de una torreta alargada y, más abajo, algo semejante a una serie de arcos y una muralla. Sin embargo, bien podía tratarse de un capricho de la naturaleza que, mezclado con la imaginación del observador, formaba la ilusión de que aquel paisaje había sido tocado por la mano del hombre.
Eran muchas las habladurías en torno de aquel monte escabroso. Se decía que en la parte más elevada había sido enterrado el monje ermitaño Arascach. De acuerdo con la leyenda, el eremita cristiano había llegado de Irlanda en el siglo VII como misionero en Alsacia y la Germania. Nombrado obispo de Estrasburgo, a la sazón llamada también Argentina, el religioso había sido rebautizado con el nombre latinizado de Arbogasto. A su muerte fue sepultado, según su voluntad, en aquel monte en el que, por entonces, eran enterrados los ladrones, los ajusticiados y los vagabundos cuyos cuerpos no eran reclamados por nadie.
De acuerdo con la tradición, sobre su tumba fue erigido un monasterio consagrado a su memoria. Sin embargo, en 1298, un incendio declarado en la pequeña villa que estaba en la falda del cerro destruyó por completo el poblado. Las llamas treparon rápidamente por las ramas marchitas a causa de la sequía y alcanzaron el ala occidental de la abadía, dejándola virtualmente en ruinas. Algunos años más tarde, cuando el convento había sido reconstruido, las inclemencias climáticas volvieron a ensañarse con San Arbogasto; en esa ocasión la culpable no fue la sequía, sino, al contrario, las copiosas lluvias que se abatieron como un diluvio: en el preciso momento en que los albañiles terminaban de colocar las últimas tejas, un desprendimiento del suelo provocó un alud que sepultó al convento para siempre.
Más allá de la veracidad de estas historias, las formas inciertas que se divisaban al pie del monte eran llamadas las ruinas de San Arbogasto y su sola mención provocaba un temor reverencial. Eran incontables las leyendas sobre aparecidos. No pocos afirmaban haber oído en aquel bosque de arbustos retorcidos, los lamentos y las súplicas de los bandidos ahorcados que rogaban al santo piedad por sus almas. Otros decían haber visto cadalsos fantasmales desde cuyo travesaño colgaban los cadáveres lacerados que, con voz lánguida, imploraban a los caminantes que los descolgaran. Y no faltaban quienes daban testimonio de la presencia temible del mismo San Arbogasto que solía aparecerse entre los arcos del antiguo convento amenazando con un báculo de fuego a quien osara interrumpir su eterna soledad de ermitaño.
Johannes Gutenberg, educado en la ciencia y en la fe, jamás había creído en supercherías propias de paganos e idólatras. Pero no ignoraba que la mayor parte de la gente, por muy devota y creyente que se declarara, en el fondo de su alma conservaba las más arcaicas supersticiones: fantasmas, sortilegios, cábalas, nigromancia y ocultismo eran los espantajos que despertaban un terror incomparable en los espíritus de la mayoría de los mortales. Gutenberg sabía que muchas veces la Iglesia, lejos de llevar luz a tanto oscurantismo, solía aprovecharse de la credulidad en detrimento de las verdaderas creencias. Como fuera, se decía Johannes, si las historias de aparecidos mantenían a la gente alejada de las ruinas de San Arbogasto, tal vez aquel monte tenebroso y escarpado fuera un buen lugar para asegurarse la mayor privacidad.
Una tarde, al caer el sol, Gutenberg se cercioró de que ningún campesino de la alquería vecina lo viera internarse en aquel paraje y, con la ayuda de un cayado y un candil, decidió subir al monte para comprobar con sus propios ojos qué eran aquellas supuestas ruinas. Tal como supuso, el ascenso se dificultaba conforme avanzaba sobre las rocas, cuyos cantos afilados se le clavaban en las suelas de los zapatos hasta tocar las plantas de los pies. Cuando por fin superó la franja de piedras, pudo comprobar que el verde follaje complicaba aún más el ascenso. Semejante a la cabellera de Medusa, las ramas, como serpientes, se extendían hacia todas partes constriñendo todo cuanto se ponía en su camino. Los tallos retorcidos estaban plagados de espinas. El viento de las alturas aullaba al cortarse en las copas de los árboles. El sol se había puesto detrás del horizonte irregular formado por los cerros, dejando tras de sí una mancha violácea que se fundía con unas nubes altas, oscuras y amenazadoras.
En el momento en que Johannes estaba por alcanzar la cima, la luz se había retirado casi por completo. La tenue llama del candil, al vacilar, producía un extraño efecto en las ramas: las sombras temblorosas contagiaban su indecisión al pulso de Gutenberg. De pronto todo parecía estar animado por algo diferente de la naturaleza vegetal del bosque, como si aquellos tenues movimientos no dependieran tampoco del viento. Una angustia indecible se instaló en la garganta de Johannes. Cada tanto, sus pies se enredaban con las ramas rastreras que, como brazos largos y deformes dotados de voluntad propia, parecían querer impedir al visitante que se internara más adentro. El corazón de Gutenberg latía a todo galope y no se debía solo al esfuerzo del ascenso. Empezaba a inquietarse. Intentó encontrar calma en la idea de que tal vez estaba algo afectado por todas las historias que envolvían ese sitio. De pronto, tropezó con algo que asomaba desde el follaje y ni la ayuda del cayado impidió que perdiera el equilibrio y rodara barranca abajo. Por un momento temió precipitarse por el despeñadero, pero algo lo asió de las vestiduras y detuvo su tumultuoso descenso.
Cuando pudo distinguir qué era aquello que la providencia había puesto en su camino, su corazón se detuvo: era una mano blanca, fría, cadavérica. Intentó incorporarse y alejarse de aquella entidad que lo tenía sujeto por la ropa, pero los dedos eran tan fuertes, que no tenía forma de zafarse. Igual que un insecto que quisiera liberarse de una telaraña, Johannes cada vez se complicaba más: sus brazos se enredaban en las ramas y al mover las piernas con desesperación, hacía que las piedras bajo sus pies se despeñaran hacia el abismo. Entonces, entre el espeso follaje pudo distinguir un rostro que, literalmente, surgía de la tierra y lo escudriñaba con unos ojos muertos, íntegramente blancos y desprovistos de iris y pupilas. La cara era del mismo color marmóreo de la mano que lo sujetaba del sayo. Intentó pelear, se resistió a su captor con golpes de puño, pero era como pegarle a una roca. Se dio por muerto.