18
Sigfrido de Maguntia, al notar el enardecimiento que había provocado en Gutenberg su última acusación, decidió insistir y profundizar en el argumento:
—¡Ladrones de poca monta, excelencia, eso es lo que son los tres acusados! —vociferó el fiscal.
Luego, poniéndose de pie junto a Johannes, lo señaló con el brazo extendido y en tono dramático, al borde del llanto, agregó:
—No solo me ha despojado a mí de lo único que poseo, mi modesto oficio de copista, sino que no ha vacilado en apropiarse también del trabajo y las herramientas del maestro holandés Laurens Koster, quien lo acogió en su casa, le dio cobijo, comida y lo trató como a un discípulo dilecto.
Gutenberg, frente al tribunal, rememoraba sus días en Holanda y la relación que había entablado con su maestro, quien por momentos se mostraba generoso y, por otros, se sumía en silencios herméticos cuando le requería alguna explicación. Johannes había notado que cada vez que lo interrogaba sobre ciertos detalles de las técnicas de los libros xilográficos, Laurens Koster le respondía con un laconismo enigmático. Ante la insistencia de Johannes, el viejo monje solía desembarazarse del asunto con evasivas contrastantes con el habitual entusiasmo que empleaba para enseñarle otros menesteres del oficio del grabado. Sin embargo, tanta era la tenacidad del discípulo de Mainz que, en cierta ocasión, ya en el límite de la paciencia, el abad le respondió misterioso y terminante:
—Si quieres evitar problemas, dedícate al grabado de las láminas. Los libros son un asunto delicado que solo habrá de traerte complicaciones.
Semejante declaración no hizo otra cosa que acicatear aún más la curiosidad de Johannes. A partir de aquella conversación, Gutenberg redobló su atención: seguía subrepticiamente a su maestro y lo escudriñaba desde las sombras para descubrir los escondrijos secretos que guardaba toda catedral. No existía iglesia que no escondiese una trampa en el suelo para acceder a los sótanos, una claraboya alta que condujera a una buhardilla recóndita o una puerta simulada tras un mueble que llevara a alguna sala privadísima. Johannes no le perdía pisada al viejo Koster. Sin embargo, nunca pudo sorprenderlo en ningún movimiento furtivo.
Un día en que el abate debió viajar a la vecina Amsterdam para atender cierto asunto, el discípulo aprovechó y entró en su claustro. Revisó los cajones en los que el abad guardaba sus escasas pertenencias, las páginas de su libro de anotaciones, el interior del ropero, los resquicios del modesto camastro y hasta las tablas del piso. Nada. Cuando estaba por abandonar el cuarto, convencido de que su maestro no tenía nada que ocultar, sucedió algo inesperado. Al acomodar los objetos que había revuelto, un pequeño sello que estaba sobre la mesa de noche —que había visto antes aunque no le otorgó importancia alguna— se deslizó sobre la portada del cuaderno y cayó al suelo. Al tomarlo entre sus dedos, dos cosas llamaron su atención: para tratarse de un sello tenía una forma inusualmente alargada y, más notable aún, la inicial no era la K de Koster ni la L de Laurens; ni siquiera la J de Janzoon. Se trataba de una inexplicable letra a minúscula. No había nadie en la catedral cuyo nombre comenzara con A. Pero, por otro lado, ¿quién, por muy modesto que fuese, utilizaría un sello con iniciales minúsculas? Gutenberg escondió entre sus ropas aquella misteriosa pieza de madera labrada, dispuesto a resolver el pequeño enigma.
Convencido de que la talla con la letra, en apariencia insignificante, era parte de algo mayor, Johannes esperó el regreso del prior para que fuese él quien lo condujera a la elucidación del misterio. Una y otra vez había examinado la pieza de madera y no acertaba a distinguir qué podía ser ni para qué podía servir. Cuando por fin Koster volvió de su breve viaje, Gutenberg decidió retomar sus indagaciones. Se debatía entre dos alternativas: la primera, decir a su maestro que había encontrado aquella pieza por casualidad y preguntarle, sin rodeos, qué era exactamente; la segunda consistía en guardarse la letra de madera y esperar a que Koster la buscara sin éxito, hasta que, como las alimañas, se dirigiera a la madriguera en la que fabricaba sus enigmáticos artefactos secretos. La primera opción era la más sencilla, pero, evidentemente, la menos segura: corría el riesgo de que el abad se negara a responderle y recuperara su pieza despojando a Johannes de su hallazgo. Además, podía alimentar la sospecha de que el alumno de Mainz había estado hurgando en su claustro. La segunda tampoco le aseguraba el éxito pero, al menos, si Gutenberg no conseguía hallar el taller oculto de Koster, podría conservar la pieza e intentar descifrar su utilidad. Tal vez, se dijo, todas aquellas lucubraciones no tuviesen sentido alguno; quizás esa letra fuera algún resto de un grabado, de una plancha de xilografía o una simple talla hecha para ensayar caligrafía. Sin embargo, por alguna extraña razón, Johannes intuía que esa sencilla letra a, minúscula e insignificante, era la parte elemental de un universo desconocido.
Apenas unos días después del regreso de Koster de Amsterdam, Gutenberg notó que el viejo abad tenía un ceño adusto como jamás le había visto; iba de aquí para allá buscando y rebuscando en cuanto cajón, armario o biblioteca, había en la catedral. Lo vio caminar en cuatro patas entre los reclinatorios, detrás de las imágenes, en el atrio, en el altar, en el púlpito, en las escaleras, peldaño por peldaño, y en todos los recovecos de cada ámbito de la basílica. Conociendo el objeto de la búsqueda, Johannes le preguntó:
—¿Habéis perdido algo?
—Algo, sí, algo… —dijo el abad sin dar mayores precisiones.
—¿Puedo ayudaros?
—No lo creo…
—Tal vez, si me dijerais qué buscáis…
—Nada importante —dijo, sin poder disimular la desesperación con la que examinaba cada rincón.
—Si me decís qué es podré ayudaros.
Gutenberg por un momento tuvo la esperanza de que con una palabra el viejo Koster le revelara el misterio.
—Una madera, nada especial, un recuerdo de… en fin, nada, una madera como de este tamaño —dijo separando los extremos del índice y el pulgar.
Solo entonces, Gutenberg pudo comprobar la importancia de aquella pieza cuyo nombre el prior evitaba develarle.
Cuando cayó la noche, Johannes tuvo la certeza de que estaba muy cerca de encontrar, al fin, lo que había buscado durante tanto tiempo, aunque hasta entonces no supiera de qué se trataba exactamente. Comió solo en su claustro apenas una papa sin condimentar. La comida en la catedral solía ser muy austera, pero, además, Gutenberg tenía las tripas tensas como la cuerda de una lira. Koster hizo lo propio en su cuarto de retiro: tomó un tazón de caldo y un mendrugo. El uno porque la había perdido, el otro porque la había encontrado, ambos, maestro y discípulo, tenían la cabeza ocupada en aquella pieza de madera con una pequeña letra grabada. Luego de la cena frugal y solitaria, los dos se metieron en sus camastros y, casi al mismo tiempo, apagaron los candiles.
Como si la catedral hubiese sido visitada por íncubos, Johannes y el abad, cada cual en su cama, daban vueltas sin poder conciliar el sueño. Víctimas de súbitos accesos de frío, se arropaban hasta el cuello para quitarse luego las cobijas, cubiertos de sudor. Los pensamientos se sucedían con imágenes caóticas, perturbadoras. Los corazones palpitaban con una fuerza tal que, ambos, desvelados, debían cambiar de posición para que los latidos no se hicieran audibles. De pronto, el rechinar de una bisagra sobresaltó a Gutenberg; luego escuchó el ruido de una puerta que se cerraba y, finalmente, oyó unos pasos que avanzaban por la galería y apuraban la marcha delante de su puerta. Se incorporó apoyándose en sus brazos. Con igual sigilo que presteza, Gutenberg saltó del camastro, se cubrió con una toga, abrió la puerta sin hacer ruido y, al asomarse, creyó ver la silueta del viejo Koster alejándose por la crujía que unía los claustros hacia el patio contiguo. Entonces decidió seguirlo. El prior caminaba con paso resuelto y, considerando su edad, bastante ligero. Bordeó el muro perimetral, avanzó hacia una de las puertas secundarias que conducían al exterior de la basílica, tomó una gran llave de hierro, abrió la puerta y salió. Una vez afuera, Koster volvió a echar llave a la cerradura.
Johannes iba y venía sobre sus pasos sin saber qué hacer; no tenía forma de abrir ninguna de las puertas. Entonces, con bríos juveniles, trepó por las ramas gruesas de la hiedra que revestía el muro y alcanzó el tope. Pero del otro lado no había plantas ni ninguna otra cosa que sirviera para facilitar el descenso. Desde aquellas alturas pudo ver cómo Koster se alejaba por una callejuela empedrada. Sin pensarlo, cerró los ojos, se persignó y encomendándose a la providencia se dejó caer hacia el otro lado.
Gutenberg se desplomó de manera tumultuosa; el impacto contra el suelo fue brutal. Se había enganchado con la punta de una piedra y al enredarse en sus propias vestiduras, Johannes cayó de espaldas al piso. Sin embargo, el accidente provocado por su ropa lo salvó de romperse los huesos, ya que aminoró la velocidad de la caída y, en consecuencia, el impacto fue menor. Cuando comprobó que estaba sano y salvo, Gutenberg se incorporó, acomodó su atuendo cubriéndose nuevamente las partes que habían quedado desnudas durante el salto y corrió tras los pasos del abad.
La calle estaba desierta y solo se escuchaba el rumor del agua que surcaba la ciudad. Johannes debía ser silencioso para no ser descubierto. Uno tras otro, el abad y su discípulo atravesaron la plaza del mercado en diagonal, cruzaron el puente sobre el canal, serpentearon varias callejuelas hasta que, por fin, el viejo Koster, agitado, llegó a destino. La alegría de Johannes por el descubrimiento de la guarida del prior se convirtió en asombro cuando vio qué era aquella construcción en la que se aprestaba a ingresar el grabador holandés.