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Igual que su madre. Igual que su hija. Igual que la madre de su madre. Igual que la hija de su hija. Igual que la madre de la madre de su madre y que las hijas de las hijas de sus hijas. Igual que las setenta generaciones de putas que la antecedieron. Igual que las setenta generaciones de putas que habrían de sucederle, Ulva, la puta madre de todas las putas del Convento de la Sagrada Canasta, mantenía viva la llama del oficio más antiguo de todos los oficios. A pesar de la tristeza por sus hijas muertas, a pesar de las lágrimas, a pesar de todos los pesares, Ulva intentaba devolver al salón en el que había sido velada Zelda el aspecto de un burdel. Retiró las sillas y en el lugar en el que había estado el féretro, volvió a poner la poltrona tapizada en seda roja. No era, sin embargo, la primera vez que la muerte se ensañaba con ellas.
A lo largo de la historia, el destino no parecía tener piedad con las putas: enterradas hasta el cuello y lapidadas en Oriente Medio, purificadas por las llamas de las hogueras de la Santa Inquisición, perseguidas, encerradas y muertas, volvían a nacer una y otra vez desde el origen de los tiempos. Ulva no tenía motivos para sorprenderse por el asesinato de tres prostitutas. Desde los albores de la humanidad, se habían cometido incontables masacres; sin embargo, ninguna madre estaba preparada para la muerte de sus hijas, aun a sabiendas de que sobre sus espaldas pesara la condena moral de antemano. Las putas, igual que las brujas, eran hijas de Satanás.
Sigfrido de Maguntia se regocijaba al ver la expresión espantada de los jueces que habían dado un respingo en sus asientos al escuchar el nombre del maligno. El presidente del tribunal soltó el ejemplar que sostenía entre las manos ante la posibilidad de que hubiese sido tocado por el mismísimo demonio. Entonces, aprovechando el golpe de efecto, el fiscal prosiguió:
—Señorías: comparad con atención ambos libros. Confío en que vuestro sabio criterio sabrá diferenciar la obra de Dios de la del Diablo.
No sin disimular un gesto de terror, los jueces emprendieron un minucioso cotejo entre ambas Biblias. Prestaron atención al contenido del texto, a la caligrafía, compararon letra por letra versículos tomados al azar, se detuvieron en las capitales, las mayúsculas coloridas y las minúsculas. Además de compartir la perfecta factura, ambos libros no parecían guardar diferencias: estaba escritos sobre el mismo papiro, presentaban iguales portadas, tenían la misma cantidad de alforzas que cubrían las costuras e igual peso; en fin, no cabía duda de que ambos libros habían salido del mismo taller.
El veredicto fue unánime:
—Parecen iguales —sentenció el presidente del jurado.
Sigfrido de Maguntia volvió a trepar al estrado y, sin abandonar su histrionismo, declamó agitando los brazos:
—Me permito contradeciros, Señorías. No parecen iguales… ¡son iguales! Más aún: son idénticos. Excelencias, soy ahora un hombre viejo. He perdido salud pero he ganado sabiduría en virtud de mi noble trabajo. Dediqué la mayor parte de mi vida a copiar Biblias, siempre con la misma pasión y entrega al Altísimo. El sacrificio de mi diestra es la prueba —dijo el fiscal exhibiendo sus dedos como garras, deformados por la artritis—. Y cuando digo sacrificio no queráis oír una alegoría; mi mano ha enfermado y apenas si puedo mover los dedos a costa del dolor inenarrable que mora en el tuétano de mis huesos a fuer de animar la pluma para componer manuscritos. No peco de soberbia al deciros que nadie en toda la ciudad de Mainz conoce como yo el arte de copiar libros. Vosotros, acaso sin notarlo, acabáis de admitir un hecho que no podría calificarse de otro modo más que de diabólico al reconocer que no puede advertirse diferencia entre ambos libros. Señorías: nunca antes, en toda mi vida, había visto dos manuscritos idénticos. La imperfección de los hombres es la que nos hace ver que la perfección no pertenece a los mortales. Puedo darme cuenta de que uno de los libros no es de mi autoría por la inquietante razón de que ambos son exactamente iguales. Ni el más experimentado de los copistas podría dibujar una letra igual a otra, incluso en una misma palabra. Tomad una línea al azar del mismo libro y comparad, por ejemplo, las diferentes letras «a». Comprobaréis sin esforzaros demasiado que cada una presenta una singularidad.
En efecto. Los jueces pudieron ver claramente que, en algún caso, la parte circular era perfectamente cerrada y, en otro, presentaba un pequeño resquicio; que unas veces la parte superior estaba rematada con un punto apenas perceptible y otras culminaba con una pequeña punta como de anzuelo. Cada letra, como los rostros de las personas, era singular, distinta y, miradas con mayor detenimiento, podía afirmarse que tenían expresiones diferentes.
El escribiente Ulrich Helmasperger hubiese dado su mano derecha por ver aquel prodigio de no haber sido porque la tenía ocupada en escribir. Por otra parte, la locuacidad del fiscal era tal, que el notario ni siquiera podía levantar la vista del documento ante el tropel de palabras que brotaban de la boca de Sigfrido de Maguntia.
—Ahora bien; comparad esa línea con el mismo renglón del otro libro —desafió el fiscal.
El rostro de los jueces empalideció: ambas líneas eran idénticas. Es decir, se repetían las mismas imperfecciones en cada palabra, en cada letra. Era imposible lograr semejante identidad.
—Excelencias —dijo el acusador—, por más que me lo propusiera, nunca podría dibujar letras iguales. Por la misma razón, jamás podría repetir los defectos con tanta precisión, pues si tuviese yo esa habilidad, no incurriría en defecto alguno. Y eso no es todo: recuerdo claramente haber cometido un error que consta en el colofón; ved: donde dice Spalmorum debería decir Psalmorum. Resulta evidente que no podría haber incurrido dos veces en la misma errata. Y sin embargo, hela ahí. Mi piel se eriza de terror al comprobar que ambos libros son como dos gemelos monstruosos e inexplicables.
Sigfrido de Maguntia bajó la cabeza y, con auténtica contrición, dijo:
—Señorías, debo en este punto confesaros algo que me produce una honda vergüenza: ni yo mismo soy capaz de distinguir cuál Biblia es de mi autoría y cuál la falsificación. Y no puedo atribuir semejante maligno prodigio sino a la magia y a la hechicería.
Señalando a los tres acusados, el fiscal extendió cuanto pudo su índice deforme y bramó:
—Ante Dios y ante vosotros, Excelencias, acuso a los reos de brujería, pues no existe otra forma de multiplicar las cosas sino por medio de la nigromancia, herramienta del demonio y vehículo del mal. Con la sagrada excepción de Nuestro Señor Jesucristo, quien multiplicó los panes y los peces merced al milagro divino, nadie podría ser capaz de semejante portento. Nadie, salvo el repugnante impostor: ¡Lucifer! Excelencias: os pido, de acuerdo con las leyes del Santo Oficio, que si los acusados no pudieran demostrar las artes con las que obtuvieron la falsificación, sean condenados a morir en la hoguera bajo el cargo de satanismo.