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La llegada de Gutenberg a la audiencia en el límite de la hora había malquistado al tribunal para con los reos. En la Germania, la impuntualidad injustificada estaba considerada una ofensa. Que un procesado llegara tarde a comparecer frente a la misma Corte que acababa de beneficiarlo con la libertad, resultaba imperdonable. Sigfrido había notado el fastidio en el rostro de los jueces y decidió sacarle el mayor provecho.
—Excelencias, el principal acusado se ríe delante de vuestras propias narices. Su actitud desafiante, su hostilidad y desprecio hacia la justicia, es la misma que guio sus pasos en su carrera de falsario, ladrón, estafador y hereje. No bien tuvo las manos libres, se aprovechó de vuestra inestimable confianza.
Gutenberg, irritado frente a la bufonesca puesta en escena del fiscal, intentaba reconstruir en su memoria cada eslabón de la cadena de hechos que lo condujeron hasta el juicio. El tono altisonante de Sigfrido de Maguntia, que no cesaba de caminar de un lado al otro, era para Johannes una tortura cada vez más difícil de soportar. Entre sus variadas dotes histriónicas, el acusador tenía una notable habilidad para imitar voces: cada vez que refería los dichos de tal o cual personaje conseguía remedar su voz, sus giros y muletillas particulares con un parecido inquietante.
Liberado de las ataduras de la xilografía, Johannes decidió aventurarse hacia un nuevo camino que lo condujera a las impresiones perfectas. Resuelto el problema de la tinta, se impuso como siguiente paso la tarea de reproducir la letra del más exquisito de los copistas. Los tacos de Koster eran tan grandes que solo cabían quince líneas por página, mientras que los buenos manuscritos constaban de alrededor de cuarenta líneas separadas en dos columnas. Si quería lograr una copia sin defectos, antes necesitaba conseguir el mejor de los originales. Pero un libro de esas características era inalcanzable para Gutenberg. Un manuscrito costaba no menos de cien escudos de oro.
El Ayuntamiento de Estrasburgo guardaba la Biblia más hermosa que Gutenberg hubiese visto. Y había visto muchas. De la Casa de Moneda, que durante tantos años presidió su padre, salieron centenares y todas, por cierto, eran de excelente calidad. Las Biblias de Mainz estaban altamente conceptuadas en toda Europa. Sin embargo, la Sagrada Biblia que guardaba la biblioteca de Estrasburgo era una pieza única. Si Dios hubiese escrito con su divina diestra, seguramente lo habría hecho con una caligrafía semejante a la de aquellas Escrituras. Lo que le resultaba cautivante a Johannes era, precisamente, que no parecía un libro hecho por un hombre. La letra era tan perfecta, que apenas podía advertirse diferencia entre dos caracteres equivalentes. Los signos más complejos solían ser los que combinaban líneas curvas y rectas, como la G mayúscula, la B mayúscula y la b minúscula, la e minúscula, la P y la d minúscula y los números 2, 5, 6 y 9. El mayor desafío para un calígrafo era evitar que el lector percibiera las diferencias entre los mismos caracteres. Muchas letras presentaban una apariencia antropomorfa que las hacía particularmente complejas. El número 8 semejaba una cabeza y un torso; la X, un hombre con los brazos y las piernas separados; la O, una cabeza o una boca abierta; la Y, un hombre con los brazos tendidos al cielo. Los copistas ágrafos, ignorantes del sentido de las letras, veían, efectivamente, formas humanas. En cambio, para quienes sabían leer, una letra no representaba una mera forma, sino un sonido. Así, para aquellos que conocían el alfabeto, una letra P, por ejemplo, sonaba igual en todos los casos por muy diferente que fuera una de otra porque, en rigor, «veían» un sonido. Pero el hombre analfabeto veía en una P, por ejemplo, un hombre de perfil con el pecho henchido; si la siguiente P aparecía más alargada, percibía un hombre más delgado. Es decir, los ágrafos eran mucho más propensos a notar los defectos porque carecían del sentido de las letras. Por esa misma razón, Friele prefería que sus copistas no supieran leer.
La copia que conservaba la biblioteca del Ayuntamiento se aproximaba asombrosamente a la perfección, no por el lujo de las cubiertas ni por la iluminación de las letras capitales, sino por la maravillosa caligrafía. Gutenberg podía distinguir la letra de cada uno de los copistas de su padre, porque, como era de esperarse, cada cual tenía sus peculiaridades. Sin embargo, lo que a los ojos de Johannes hacía única la Biblia del Ayuntamiento era su completa falta de singularidad; a su juicio, ese libro contenía la esencia platónica de la letra, es decir, la idea misma. La letra en estado puro. No era azaroso que el autor de aquella Biblia maravillosa estuviese considerado uno de los mejores copistas del mundo. Se trataba del Prior Sigfrido de Maguntia.
Una mañana como todas, después de haber pasado la noche en vela en la abadía de San Arbogasto, Gutenberg llegó al Ayuntamiento con una idea clara y un propósito oscuro. Quienes lo vieron entrar notaron que una nube negra ensombrecía su ya turbada persona: estaba más pálido que de costumbre, andaba de aquí para allá con la mirada perdida y en nada encontraba sosiego. Cuando se sentaba frente al pupitre, su mano quedaba suspendida en el aire sujetando inútilmente la gubia con los ojos extraviados en un punto impreciso del universo. De pronto volvía en sí y giraba la cabeza para uno y otro lado como si temiera que alguien pudiera adivinar sus pensamientos. Pasaba de la perplejidad al sobresalto y del temblor a una quietud mortuoria. Sus subordinados no se atrevían a dirigirle la palabra y, ante las miradas amenazadoras que les lanzaba cuando se sentía observado, preferían dejarlo solo.
Johannes escudriñó en derredor y cuando comprobó que no había nadie cerca, se deslizó como un gato hacia las escaleras que conducían a la biblioteca. Se tomó de los pasamanos para aligerar su peso y subió los peldaños sin hacer ruido. Llegó hasta el amplio vestíbulo y cuando estaba por encaminarse hacia los altos portales del archivo, vio que el viejo bibliotecario entraba en el recinto y de inmediato volvía a cerrar la puerta tras de sí. En general, el anciano albacea dormitaba en su silla con la cabeza reclinada sobre su pecho. Por otra parte, era sordo como una tapia y sus ojos ya no veían como en los buenos tiempos. De cualquier forma, ni siquiera le hacían falta: nadie como él conocía el orden de los incontables archivos, documentos y libros que descansaban en los anaqueles de aquel inmenso salón. Cada vez que le solicitaban un manuscrito, ni siquiera se tomaba un segundo para pensar; sin el menor atisbo de duda, se dirigía hasta el sitio exacto, extendía el brazo, tomaba el libro indicado, lo entregaba al solicitante y volvía a su silla.
Ningún libro podía salir del recinto de la biblioteca bajo ninguna circunstancia. Nadie, cualquiera fuera su investidura, estaba autorizado a retirar un manuscrito, así se tratara del alcalde, del rey o de Su mismísima Santidad el Papa de Roma. No existía mortal que pudiera pasar por sobre la autoridad del viejo albacea dentro de los límites del archivo. Gutenberg esperó unos momentos agazapado junto a una columna para dar tiempo a que el hombre se acomodara en su silla y se durmiera. Se acercó unos pasos, pegó la oreja a la superficie de la puerta y escuchó los ronquidos del anciano. Giró suavemente el picaporte y, con una sonrisa, Johannes celebró el hecho providencial de que no le hubiese echado llave. Empujó levemente una de las hojas y, como una sombra, se escurrió hacia el interior dejando la puerta entornada para evitar hacer ruido al volver a abrirla.
Como de costumbre, el viejo dormía profundamente. Con el corazón repicando como un tambor, Gutenberg se dirigió hasta el lugar donde descansaba la Biblia, justo encima de la cabeza del bibliotecario. Se acercó en puntas de pie y, para su fastidio, comprobó que el Libro estaba bastante más alto de lo que recordaba. Extendió el brazo cuanto pudo, estiró los dedos, pero no llegó siquiera a tocarlo. Tal vez con un pequeño salto podría alcanzarlo, se dijo. Era un movimiento peligroso, ya que su cuerpo quedaba inclinado por encima del hombre. Flexionó las rodillas y cuando se dispuso a saltar, perdió el equilibrio y se precipitó con todo su peso. Estuvo a punto de desplomarse sobre el viejo; quiso la buena suerte que Johannes llegara a tomarse de un estante, evitando la caída. Pero un pliegue de la ropa de Gutenberg rozó la mejilla del bibliotecario. Aterrado, vio cómo sacudía la cabeza y, llevándose una mano al moflete, espantaba una mosca inexistente. El viejo había alcanzado a despertarse, aunque no se molestó en abrir los ojos.
Tal era la agitación del furtivo visitante, que temió que los latidos de su corazón se hicieran audibles. Se quedó inmóvil, sin respirar, hasta que volvió a escuchar los ronquidos del albacea. Entonces, Johannes intentó un movimiento más arriesgado aún: levantó una pierna hasta hacer pie en el primer estante, afirmó su mano en otro y se elevó por encima del bibliotecario. Con la mano libre, por fin alcanzó la Biblia. Descendió con el mismo sigilo y, no bien tuvo ambos pies en tierra, respiró aliviado. En ese momento, una fortísima corriente de aire recorrió el interior de la sala. Entonces, con pánico, vio que la puerta que había dejado abierta comenzó a cerrarse con una violencia tal, que habría de provocar un estruendo. Gutenberg corrió dando trancos largos y ligeros como lo haría un ave zancuda y en el preciso instante en que la puerta iba a azotarse, se arrojó cuan largo era y alcanzó a amortiguar el golpe interponiendo la Santa Biblia entre una hoja y la otra. Tendido como estaba, se persignó: agradeció a Dios y, a la vez, se disculpó con Él por utilizar Su Libro para tan rústica empresa. El bibliotecario seguía durmiendo.
Por fin, Gutenberg se retiró del archivo, cerrando la puerta con la mayor delicadeza. Cuando giró sobre sus talones para alejarse, se topó con otro hombre que venía en sentido contrario. Una vez que se repusieron del inesperado choque y de la sorpresa, Johannes descubrió que se trataba del mismísimo alcalde de Estrasburgo. No hubiese tenido motivos para sentirse morir, de no haber sido porque en la diestra sostenía la Biblia más preciosa de la ciudad que, por otra parte, jamás había salido de la biblioteca. Llegó a ocultar las Sagradas Escrituras llevando sus manos detrás de la espalda. El color, el talante y el estado de Gutenberg le daban un aspecto tan patético, que el alcalde le preguntó si se sentía bien.
—Sí…, bueno, no…, en realidad —titubeó el improvisado ladrón de Biblias, a punto de perder el equilibrio.
—Será mejor que descanséis —dijo el mandatario—, en verdad, tenéis un aspecto francamente lamentable.
Gutenberg agradeció la preocupación del alcalde y su virtual concesión de licencia, inclinando la cabeza y ofreciendo reverencias extrañas, cuyo propósito no era otro que mantener oculto el Libro. Una vez que el alto funcionario entró en la biblioteca, Johannes metió la Biblia entre sus ropas y se retiró del edificio con el mismo gesto alucinado que tenía al llegar.
Nadie sabía que debajo de sus vestiduras escondía una fortuna equivalente a más de cien escudos de oro.