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Las seis torres de la basílica de St. Martin clavaban sus afiladas agujas en la niebla nocturna, desaparecían en la bruma y volvían a surgir por encima del techo incorpóreo que cubría la ciudad de Mainz. Románico uno, bizantino el otro, ambos triconques de la catedral bicéfala se imponían sobre las demás cúpulas de la ciudad. Más allá, las aguas del Rhin dejaban ver las ruinas del viejo puente de Trajano que, semejante a la osamenta de un monstruo encallado, yacía entre las dos márgenes del río. Los techos de pizarra negruzca del castillo y los cincuenta arcos del antiguo acueducto romano coronaban el orgulloso casco de la colina de la Zitadelle.

A pocas calles de la basílica se erigía el pequeño Monasterio de las Adoratrices de la Sagrada Canasta. En rigor, aquel angosto edificio de tres plantas que se alzaba en Korbstrasse, cerca del Marktplatz, no era precisamente un beaterio. Muy pocos sabían que detrás de la sobria fachada se ocultaba el lupanar más extravagante y lujurioso del Imperio, lo cual, por cierto, era mucho decir. El burdel recibía su curioso apelativo como resultado de la conjunción del nombre de la calle en la que estaba situado[1] y de la devota dedicación con que las putas de la casa se encargaban de dar placer a los privilegiados clientes.

Durante el día, en aquella callejuela empedrada se abrían de par en par las persianas de las tiendas de los fabricantes de canastas, cuyos principales clientes eran los puesteros de la plaza del mercado. Pero cuando caía la noche y los cesteros cerraban sus puertas, la calle volvía a animarse con el jolgorio de las tabernas y las canciones vulgares de las prostitutas que, asomadas a las ventanas, mostraban sus escotes generosos a los viandantes. Sin embargo, a diferencia de los burdeles ordinarios, pintados de colores vivos y atestados de mujeres desdentadas, hediondas y bulliciosas, el monasterio pasaba virtualmente inadvertido. Las meretrices de la casa eran dueñas de un sensual recato, de una voluptuosa religiosidad que despertaban tentaciones semejantes a las que suscitaban las jóvenes vírgenes que habitaban los conventos. ¿Cuántos hombres albergaban el secreto deseo de participar de una orgía con las monjas de una hermandad? Acaso el cumplimiento de aquellos lúbricos anhelos era el secreto del éxito de la singular casa de putas.

Sin embargo, desde que una serie de hechos macabros irrumpieron en el Monasterio de la Sagrada Canasta, el habitual clima festivo había dejado lugar a un silencio compacto, hecho con la argamasa del terror. Cuando se ponía el sol, una espera angustiosa se adueñaba de las mujeres, como si una nueva tragedia fuera a precipitarse. Aquella noche de 1455 el miedo era tan denso como la niebla que se cernía sobre la ciudad. Los burdeles vecinos y las tabernas ya habían cerrado sus puertas. La bruma era un ave de mal agüero que sobrevolaba los tejados. En el monasterio quedaba apenas un puñado de clientes. Las mujeres rogaban a Dios no resultar elegidas por los visitantes. Lo único que anhelaban era encerrarse en sus alcobas, entregarse al sueño y que desde las ventanas asomara un nuevo amanecer.

Zelda, una de las putas más requeridas del burdel, tenía la suficiente antigüedad para elegir a sus clientes y decidir cuándo y cómo brindar sus oficios. De modo que, haciendo uso de sus bien ganadas prerrogativas, dio la noche por concluida, echó cerrojo a la puerta de su claustro y cambió las cobijas de su cama. Antes de prepararse para dormir, se asomó por la ventana: la calle estaba vacía y apenas si podían verse los edificios de la vereda opuesta a causa de la niebla. Cerró las celosías y colocó el grueso pasador que trababa ambas hojas de la ventana. Sentada en el borde de la cama, se quitó la ropa como si quisiera desembarazarse no solo del corsé que le apretaba el vientre y las costillas, sino de todo vestigio de la jornada que acababa de terminar. Humedeció un paño de algodón en una jofaina con agua de rosas y luego frotó su cuerpo con movimientos lentos y repetitivos. Como si se tratara de un íntimo ritual religioso, de una suerte de unción autoimpuesta, Zelda pasaba el lienzo empapado sobre su piel con la solemnidad de una sacerdotisa. A pesar de que ya no era joven, la mujer tenía el cuerpo escultórico de las cariátides griegas: las piernas torneadas, las caderas generosas y los pezones desafiantes. A medida que frotaba el paño, Zelda se despojaba de las huellas que había dejado el paso del día y removía los restos de las efusiones ajenas. Parecía querer quitar de su piel no solo las marcas de la dura jornada, sino también las otras, las que no pueden borrarse con agua de rosas, las indelebles, las que se hacen carne más allá de la carne.

Aquella íntima ablución le devolvía algo de la calma que había perdido desde que cayó la noche con su velo de bruma oscura. Enjuagó el paño y creyó escuchar un breve crepitar en algún lugar de la alcoba. Giró la cabeza sobre sus hombros hacia uno y otro lado, pero no vio nada fuera de lugar. Tal vez —se tranquilizó— fue el sutil eco del ruido del agua contra la porcelana. Volvió a sumergir la tela y entonces vio en la superficie curva de la jofaina el reflejo de una figura que asomaba desde el cortinado. Quedó inmóvil. No se atrevió a mirar hacia atrás. Había alguien dentro del cuarto. Solo entonces Zelda comprendió que ella misma había tendido su propia trampa. Estaba encerrada. No tenía tiempo ni distancia suficiente para quitar el cerrojo de la puerta o el pasador de la ventana; el extraño la tenía al alcance de su mano. A medida que pensaba en la manera de huir del claustro, veía en el reflejo de la porcelana cómo aquella figura surgía detrás de las cortinas con el brazo en alto. Lo sabía. Muy a su pesar, lo esperaba. Era la elegida. Como si estuviese hecha de la misma sustancia oscura, fría y silente de la niebla, aquella silueta la había estado observando todo el tiempo. Zelda dejó caer el paño dentro del recipiente e intentó incorporarse. Ya era tarde. Sintió que la tomaba por detrás, rodeándola con un brazo, a la vez que, con la otra mano, le tapaba la boca para que no pudiese gritar. La mujer, mientras intentaba liberarse, veía por el rabillo del ojo la casulla negra que ocultaba la cabeza de su atacante quien, con la mano en alto, empuñaba un escalpelo brillante y aterrador. En un solo movimiento rápido y preciso, el agresor introdujo dentro de la boca de Zelda el paño con el que, hasta hacía un rato, se aseaba delicadamente. Con sus dedos largos y ágiles, el intruso empujó el trapo hacia la garganta hasta obturarle la tráquea. La mujer se revolvía intentando tomar aire, pero el algodón mojado era un escollo infranqueable. La figura encapuchada ahora se limitaba a sujetar los brazos de Zelda para impedir que se quitara la tela con las manos y asegurarse así de que no pudiera respirar ni emitir sonido alguno. Solo era cuestión de esperar a que llegara la asfixia. El cuerpo de la mujer se conmovió por sí solo para expulsar el trapo con una náusea involuntaria. La cena frugal ascendió desde el estómago hacia la garganta y al toparse con el paño volvió como un reflujo incontrolable e inundó los pulmones. La rosada piel de Zelda se había convertido en una superficie violácea a causa de la falta de aire. La mujer conservaba el gesto de horror: los ojos pugnaban por salirse de las órbitas, la boca abierta en una expresión de pánico y desesperación constituían un cuadro macabro. El extraño, cubierto de pies a cabeza por una túnica negra, observaba la piel de su víctima con ojos extasiados, mientras jadeaba, alucinado, hasta el paroxismo. Zelda aún conservaba un rescoldo de vida aunque ya no podía moverse. Entonces, el atacante se apuró a proceder antes de que alguien pudiera llamar a la puerta. Con el cuerpo todavía tibio y palpitante, sintió cómo el encapuchado hundía el escalpelo en la base del cuello y hacía una incisión vertical hasta el pubis. El propósito no era matarla de inmediato, sino, antes, desollarla. Zelda, in pectore, imploraba a Dios que se la llevara con Él cuanto antes. El atacante mostraba una destreza asombrosa. Tomaba el escalpelo como quien toma una pluma. Trabajaba con una habilidad propia de los oficios más delicados. No procedía como lo haría un carnicero. Practicada la primera incisión, comenzó luego a separar la piel de la carne con cortes sutiles, a la vez que desprendía el pellejo sin lastimarlo. Fue un trabajo rápido y preciso; retiró la piel entera, en una sola pieza, como si se tratara de un abrigo. Zelda murió en el exacto momento en que el agresor concluyó su macabra tarea, sin ahorrarle ningún sufrimiento. Aquella figura semejante a la niebla extendió la pieza de cuero humano y la abrazó como quien se reencontrara con la persona amada. Era una escena patética: el asesino, cubierto de pies a cabeza de manera tal que no dejaba ver un ápice de su cuerpo, se aferraba a ese colgajo, que presentaba la forma de una mujer deshabitada, como si quisiera meterse dentro de aquel pellejo. Así permaneció largo rato, hasta que, finalmente, enrolló la piel, la guardó en una talega, abrió la puerta del claustro, se aseguró de que no hubiese nadie cerca, corrió escaleras abajo y, como un fantasma, desapareció del mismo misterioso modo en que había aparecido.