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Una buena puta debe saber leer, escribir, hablar varias lenguas y transmitir todos sus conocimientos a sus hijas —enseñaba Ulva a sus jóvenes discípulas.
Tres generaciones convivían en la Congregación de la Sagrada Canasta: Ulva, la mayor de todas las putas, sostenía entre sus brazos a la pequeña hija de Zelda, que reclamaba a gritos los amorosos cuidados que hasta hacía muy poco le prodigaba su madre. El llanto de la niña, que extendía sus manos diminutas hacia el cuarto que ocupaba Zelda, agregaba patetismo a la tragedia y contagiaba a las demás mujeres, que no podían evitar un amargo sollozo. Vieja como era, Ulva desnudó una de sus tetas enormes y todavía turgentes, acomodó la pequeña boca sobre el pezón y a fuerza de succionar, con más angustia que hambre, la niña consiguió que, una vez más, obrara el milagro: aquellas tetas acostumbradas a ofrecer placer, volvieron a dar el maternal alimento. La leche salía a borbotones, inundaba la boca ávida de la niñita y se derramaba sobre el ánimo de todas, devolviendo la calma y el silencio.
Pese a que Ulva jamás había parido, tenía decenas de hijas. De hecho, todas las mujeres que rodeaban el ataúd la consideraban su madre. No se trataba de un mero sentimiento o de una figura retórica: Ulva se había comportado con todas ellas como una madre verdadera; además de cambiarles la ropa, acunarlas y cantarles canciones para que se durmieran, en muchos casos, las había amantado. Y no solo cuando eran niñas. Todas recordaban el día en que, sin que nadie pudiese preverlo, la desgracia se abatió sobre la ciudad. Desde sus orígenes, Mainz había sido objeto de la codicia de diversos invasores. A fines del siglo IV fue saqueada por los alamanes, los suevos y los alanos. Los silingos la destruyeron en el siglo V. Reconstruida años más tarde, fue ocupada nuevamente por los hunos. Cuando las invasiones parecían cosa de la antigüedad, a mediados del siglo XV, Mainz sufrió uno de los peores asedios: el de la muerte negra. La peste se extendió rápidamente por la ciudad; virtualmente sitiados entre el río y las murallas, los habitantes no tenían escapatoria. A merced de la fiebre, con la piel lacerada por los bubones, presas del delirio, la locura y el ardor, los genitales purulentos al aire porque no toleraban siquiera el contacto de la ropa, ejércitos de enfermos deambulaban por las calles como en las representaciones del infierno. En algunos casos, hombres y mujeres se arrojaban desde el puente hacia el Rhin impulsados por el hervor surgido de las entrañas. Preferían morir ahogados en las aguas frías y torrentosas a padecer aquel dolor inenarrable. Los clérigos encontraban la causa de la tragedia en la ira de Dios; los médicos, en los inusuales calores del último verano y en los vapores cargados de las aguas estancadas; las brujas y los astrólogos miraban al cielo y señalaban la alineación de Marte, Júpiter y Saturno. Ante la falta de un criterio unánime, todos dirigieron la mirada a la sinagoga de la ciudad; entonces, se arribó a un acuerdo: los culpables eran, cuándo no, los judíos. Nadie sabía explicar exactamente en qué consistía su responsabilidad, pero, sin dudas, ellos habían despertado la furia divina manifestada en el alineamiento de los planetas que provocó las altas temperaturas del verano, producto de lo cual se estancaron las aguas y se llenaron de animálculos pestilentes. Igual que durante la peste de 1283, los judíos fueron inculpados y ajusticiados. En aquellos días, las autoridades llevaron a la hoguera y quemaron vivos a más de seis mil judíos. En la última ocasión, ni siquiera fue necesario que intervinieran las autoridades: la turba enardecida los iba a buscar a sus casas, a sus templos, a sus comercios y, arrastrándolos por las barbas, los ultimaban a golpes. Sus cadáveres eran amontonados en la plaza y, como a los fardos de heno, les prendían fuego para exterminar el origen del mal.
En medio de la locura generalizada, la población era diezmada por la peste, por el ejército y por las multitudes iracundas, enfermas y hambrientas. La congregación de la Sagrada Canasta, obediente a sus ancestrales preceptos, acostumbrada a las persecuciones, guardaba grandes cantidades de provisiones en un sótano secreto. Ulva cerró las puertas, selló las ventanas y no permitió que nadie entrara ni saliera del edificio. Luego racionó las reservas de alimentos con su maternal ecuanimidad y así consiguió mantener alejada la epidemia y la hambruna, mientras la muerte se adueñaba de la ciudad. Pasaban los días, las semanas y los meses, pero la enfermedad no retrocedía. Hasta que un día se acabó el agua y la comida. Entonces, Ulva extrajo una de sus tetas colosales, se la llevó a su propia boca y comenzó a succionar. Todas las mujeres la miraban pensando que la peste negra se había apoderado de la razón de la mayor de las putas. De pronto, la comisura de sus labios se humedeció con un hilo blanco y espeso, hasta que desde el pezón surgió un manantial de leche tibia. Una por una, primero las más pequeñas, luego las más viejas, todas bebieron de aquella fuente providencial. Ulva, la puta madre, alimentó a sus hijas, nietas y hermanas con sus tetas blancas, gigantes y hermosas durante meses. La muerte negra no pudo llevarse ni a una sola de las adoratrices del Monasterio de la Sagrada Canasta.