14

Johannes no confiaba en nadie. No había revelado su proyecto secreto a su socio, Andreas Heilmann, ni pensaba decírselo tampoco a Konrad Saspach. Mucho menos dispuesto estaba a que supieran de su taller secreto en las ruinas de San Arbogasto. De manera que no podía contar con ellos para que lo ayudaran a mover la prensa. Pero tampoco podía confiar en cualquier carrero. Por otra parte, el último tramo de la empinada cuesta hacia su reducto era inaccesible para los animales; solo podía hacerse a pie. Mientras apuraba el paso, Johannes se devanaba los sesos para superar este nuevo escollo, que parecía insalvable.

En el breve camino que separaba la fábrica de Heilmann del taller del carpintero, Gutenberg pasó por delante del Internado de los Expósitos, dependiente del Episcopado de Estrasburgo. Aquella casa venida a menos, daba asilo a jóvenes que, por distintos motivos, no tenían dónde vivir: huérfanos, niños abandonados, lisiados y ciegos. Estaba por seguir de largo, cuando tuvo una revelación: ¡ciegos! ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Con la misma inercia del apuro, desvió el camino y entró en el hospicio. Como buen cristiano que era, Johannes estaba dispuesto a apiadarse de aquellos pobres muchachos. Fue derecho hasta la dirección y llamó a la puerta.

—En qué puedo ayudarte, hijo —dijo el religioso al visitante.

—Humildemente, padre, soy yo quien desea ayudaros con una modesta contribución para estos pobres muchachos.

—Oh, muy generoso de tu parte. Dios sabrá recompensarte.

—No solo quisiera donaros una limosna, sino, además, me gustaría dar trabajo sano y digno a algunos de vuestros jóvenes.

—Mucho me temo que no será posible: la mayoría son tullidos cuando no ciegos.

—La ceguera no será obstáculo para que conozcan por vez primera la dignidad que otorga el trabajo.

—¿A qué te refieres?

—Yo seré sus ojos y ellos serán los brazos fuertes y las piernas que, plenas de juventud, claman ejercicio. Será bueno para ellos sentirse útiles. Solo quiero que me ayuden a trasladar una máquina que dará trabajo a mucha gente. Antes de pagar a un carrero, prefiero donaros a vos ese dinero y colaborar así con vuestro hospicio.

El religioso sonrió con beatitud y dijo:

—Si todos los cristianos obraran como tú…

Entonces condujo a Gutenberg por los laberínticos pasillos del hogar. A su paso salían jóvenes que, desprovistos de piernas, se arrastraban como bestezuelas. Otros daban unos horrorosos alaridos de desesperación, presas de la locura. Niños sin brazos, gibosos o deformados por la enfermedad salían a examinar al desconocido no sin cierta hostil curiosidad. El cura, provisto de una vara, los alejaba como si fuesen fieras. El aire olía a excrementos. Una náusea, mezcla de repulsión y temor, convulsionó a Johannes. Hacia el final de la galería, entraron en un gran recinto en el que se agolpaban niños y jóvenes que exhibían las cuencas vacías, o bien los ojos blancos, acuosos y apagados.

El religioso los hizo formar con una orden marcial y ofreció al generoso visitante que eligiera los que creyera más apropiados para el trabajo. Examinó a todos, uno por uno, y se detuvo en los más robustos. Luego consultó al cura sobre el carácter de los seleccionados; quería estar seguro de que no fueran a rebelarse o crearle problemas.

—No te preocupes, son serviciales y obedientes.

Por las dudas, el prior entregó a Johannes una vara larga y temible y le dijo:

—No dudes en aplicarla con energía cuando lo consideres necesario.

Así, con su pequeño ejército de ciegos, Gutenberg dispuso la mudanza de la prensa desde el taller de Saspach hacia la abadía de San Arbogasto para que nadie pudiera ver su guarida ni saber su ubicación.

Ennelin, por su parte, vivía el día más feliz de su vida. De acuerdo con la tradición germánica, habría de casarse con un vestido rojo. Sus hermanas se habían encargado de preparar el tocado: una cofia de seda igualmente roja prendida por debajo del mentón, que le cubría la cabeza y los hombros, coronada por una tiara de oro. Parecía una princesa. A pesar de que había pasado la noche sin dormir, se veía radiante. En comparación con su aspecto habitual, se diría que estaba hermosa. La cofia mejoraba en forma notable su rostro, no por lo que dejaba ver, sino, más bien, por lo que ocultaba. El vestido, una larga túnica prendida por debajo del busto, estaba decorado con delgados pespuntes dorados que armonizaban con la corona y dibujaban una silueta proporcionada allí donde no había curva alguna.

Según las supersticiones populares, que, por cierto, provocaban una divertida adhesión en el patriciado, todo propiciaba los mejores augurios: esa noche habría luna llena, señal de fertilidad y abundancia. Además era viernes: de acuerdo con la tradición romana, la boda estaría tutelada por Venus, diosa del amor, que favorecería la solidez de la unión. Por añadidura, el viernes quedaba bien distante del martes, día fatídico para un casamiento, ya que Marte, dios de la guerra, era presagio de las más severas desavenencias, peleas y discordias. Los astros se habían alineado para que nada saliera mal. Ennelin, alternativamente, lloraba de emoción y reía de felicidad.

En ese mismo momento, Gutenberg, como un general desmañado, báculo en mano, comandaba su tropa de ciegos que, con paso vacilante, acometía la empinada ladera que conducía a su taller secreto. Cinco de un lado y cinco del otro, los internos de la Casa de Expósitos intentaban mantener el equilibrio bajo el peso demoledor de la prensa. El suelo, tortuoso y escarpado, no facilitaba las cosas a quienes prescindían por completo del don de la vista. Varias veces la base de la máquina había golpeado contra las piedras; Johannes, furioso, descargaba el rigor de la vara sobre las piernas del culpable. De tanto en tanto, alguno de los muchachos tropezaba y rodaba ladera abajo. Cada vez que sucedía esto, el grupo debía detener la marcha; Gutenberg descendía a rescatar al caído y luego lo obligaba a subir, guiándolo a punta de vara. Cuando por fin conseguían emparejar el paso y ascender a marcha regular, con frecuencia los jóvenes ciegos perdían el rumbo y se dirigían hacia cualquier parte.

—¡Por aquí! —gritaba Johannes agitando los brazos como si pudieran verlo.

Varias veces estuvieron a punto de dejar caer la prensa por los acantilados y otras tantas de morir aplastados bajo el peso del gigantesco artefacto. El sol ascendía en la bóveda del cielo más velozmente que aquel patético grupo por la falda de la montaña. Gutenberg calculaba el trecho que faltaba para la cima y las horas que lo separaban de la boda. La distancia parecía extenderse a medida que el tiempo se acortaba.

Por fin, llegaron a las ruinas de San Arbogasto. Exhaustos, los muchachos bebieron agua y se recostaron en el piso fresco de la ruinas de la catedral. Ignoraban en qué sitio estaban y no se mostraban interesados en averiguarlo; solo querían regresar al hogar. Preferían el encierro y el hedor nauseabundo del hospicio a los gritos, los golpes y la inhumana faena a la que los había sometido aquel extravagante desconocido.

Johannes contemplaba maravillado la enorme imprenta que había quedado perfectamente emplazada en el centro del taller. No veía la hora de hacer la primera prueba. La hubiese hecho en ese mismo instante, rodeado por los jóvenes ciegos que, tendidos en el piso, boqueaban cual pescados, de no haber sido por el acuerdo que había firmado con Gustav von der Isern Türe.