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Para ser una buena puta hay que aprender a ser indiferente a los encantos del placer —solía repetir Ulva ante sus inexpertas hijas. Fiel a la vieja tradición, el burdel de la Sagrada Canasta no tenía clientes sino devotos. Sus anfitrionas no eran simplemente putas, sino hetairas dignas de la antigua aristocracia griega. Los aposentos en nada se parecían a los cubos miserables de los prostíbulos vecinos, sino a los recintos decorados de los palacios dedicados al placer de la mítica Pompeya.
Quienes probaban las inigualables habilidades de las adoratrices del Convento de la Sagrada Canasta jamás volvían a experimentar un goce semejante con otras mujeres. Nadie conocía como ellas los secretos de la anatomía masculina, cómo recorrerla y convertir cada ápice del cuerpo en un territorio de deleites inéditos. Comprendían como ninguna el espíritu varonil, centrado siempre en el amor propio; sabían pronunciar las palabras precisas en el momento justo para provocar la chispa de la vanidad: nada enardecía tanto el rústico carácter lujurioso de un hombre como un halago a su virilidad, un gemido exagerado o el simulacro de una extática culminación pletórica de aullidos, exclamaciones y ahogos.
Los hombres que pasaban por las alcobas del burdel más caro de Mainz no podían sustraerse a la tentación de volver una y otra vez. Hubo quienes se precipitaron a la ruina después de haber dilapidado fortunas en sus alcobas. Los devotos de la congregación veneraban las destrezas de las putas más putas de todas las putas. No se trataba de un mero encuentro carnal, sino de una experiencia que, nacida de los más bajos instintos, alcanzaba las sublimes alturas deíficas. Por paradójico que pudiese resultar, los hombres que visitaban el burdel no se retiraban con la abrumadora sensación de quien ha pecado; al contrario, tenían la certeza de haber cumplido una elevada misión religiosa. Y así era. Cada vez que un cliente se entregaba a los brazos de las adoratrices, ignoraba que, en rigor, se convertía en la pieza fundamental de un rito sagrado y ancestral. Sin sospecharlo, los numerosos fieles de aquel peculiar monasterio eran las perfectas víctimas propiciatorias de las ceremonias secretamente dedicadas a Ishtar. El placer que recibían no solo se pagaba en contante y sonante, sino que, al entregarse en cuerpo y alma, eran inmolados en el altar de la más voluptuosa de las deidades; mientras gozaban de las delicias incomparables de Ulva y sus hijas, eran sacrificados en el milenario tabernáculo de la diosa babilónica.
Cada servicio que recibían los clientes era para ellas un complejo y silencioso ritual compuesto por ofrendas y sacrificios en el marco de un acto supremo de comunión con la divinidad. Ninguno de los ardientes feligreses que llegaba cada día al convento era consciente de que recibía los mismos placeres que ofrecían las sacerdotisas en los antiguos templos babilónicos en los que se practicaba la prostitución ritual. De la misma forma que en los pretéritos santuarios, la ceremonia comenzaba con los ritos iniciales. Estos eran actos preparatorios para la celebración. Se reunía primero un grupo de entre seis y doce hombres en el salón principal presidido por una magnífica escultura de mármol del Dios Príapo en escala natural, suponiendo que este último término pudiese aplicarse a las dimensiones anatómicas de la deidad masculina. Inclinados todos en torno del dios del colosal falo enhiesto, se encomendaban a su magnificencia pidiendo que su virilidad les fuese conferida. La ceremonia era celebrada por Ulva quien, como una sacerdotisa, pronunciaba las oraciones que los fieles debían repetir. Uno a uno, los hombres se turnaban para besar el pétreo glande de la deidad masculina y luego se entregaban al acto penitencial. Este consistía en humillarse a los pies de una de las hijas de Ulva quien, sentada en un trono, obligaba a los fieles a que lamieran la suela de sus sandalias acordonadas en torno de las pantorrillas, mientras los castigaba con una fusta en las espaldas arqueadas instándolos a que pidieran perdón por sus faltas contra las mujeres. Hecho esto, el grupo pasaba a un recinto contiguo donde dejaban sus ofrendas. En una gran bandeja de bronce depositaban sus monedas de oro que, al caer, sonaban como los badajos de una campana. De acuerdo con la intensidad del ruido y la cantidad de tañidos, cada uno de los hombres ponía en evidencia el monto de la ofrenda. Quienes más fuerte hacían sonar el metal, mayores placeres habrían de recibir.
Concluido el acto penitencial y la colecta, el grupo de hombres se dirigía con las espaldas enrojecidas por la fusta hacia el oratorio de Ishtar. En rigor, ignoraban quién era aquella figura femenina que presidía el tabernáculo. Desde un bajorrelieve de arcilla, la diosa mostraba unas grandes alas desplegadas mientras su pierna desnuda asomaba de un vestido ceñido al cuerpo al tiempo que subyugaba bajo la planta del pie al león rendido. Ulva, con sus enormes tetas al aire, daba inicio a las oraciones:
Iltam zumra rasubti ilatim
Litta id Belet Issi Conejo Igigi
Ishtar zumra rasubti ilatim
litta id Belet ili nisi Conejo Igigi[5]
Hincados en torno del altar, los clientes repetían la jaculatoria en un murmullo. Aunque no entendían una sola palabra de aquella lengua muerta, se hubiera dicho, a juzgar por sus expresiones, que ingresaban en un trance en el que el cuerpo y el alma de cada uno se fundía con los de los demás fieles, al tiempo que entraban en comunión con las adoratrices y con la deidad. A diferencia de las misas que se oficiaban en las iglesias, en el convento de la Sagrada Canasta la carne se elevaba, literalmente, a las mismas alturas que alcanzaba el espíritu. Muchos de los hombres se desnudaban en esta instancia, presas de unas erecciones soberanas que las vestiduras no alcanzaban a contener. Finalizada la oración en lenguas, Ulva pronunciaba las plegarias en idioma germano:
—Este cuerpo es el pan bajado del cielo, quien coma de este cuerpo gozará para siempre. El que come mi carne y bebe de mí, tendrá goce eterno, entrará en mí y yo entraré en él.
En este punto, dos de las sacerdotisas se colocaban en la entrepierna un gran falo de barro cocido forrado con cuero adosado al cuerpo por un cinto y se acercaban al grupo de hombres que, arrodillados, ofrecían sus proas a Ishtar y sus popas a Príapo. Así, en esa posición, se disponían a recibir los embates de las adoratrices que los penetraban frenéticamente. Igual que las antiguas deidades que reunían ambos sexos en un solo cuerpo, sodomizaban a los feligreses quienes, con los ojos en blanco, gemían de placer, dolor y arrobamiento místico. Ningún hombre era forzado ni sometido contra su voluntad; todos, sin excepción, se entregaban a las bellas mujeres fálicas de motu proprio.
—Yo entraré en ti y tú entrarás en mí. Y al comer de mi carne y beber de mí, entraréis los unos en los otros como hermanos, porque por este sacramento os uniréis a Ella y con su cuerpo y su sangre, formaréis un solo cuerpo —proclamaba Ulva con los ojos cerrados y las piernas abiertas apoyadas sobre los brazos del trono.
Entonces, sin dejar de ser sodomizados por las mujeres que llevaban las vergas de cuero amarradas a la cintura, los hombres se unían penetrándose los unos a los otros formando filas, círculos o hileras serpenteantes que se estremecían como un cuerpo único. A los ojos de un extraño podría parecer que reinaba allí el más herético de los caos; sin embargo, todo se ajustaba a un ritual preciso y nada escapaba de los protocolos litúrgicos de los templos babilónicos. Reunidos en cuerpo y alma, enlazados sus corazones con la diosa de la lascivia, el grupo de fieles se disponía a entregar la ofrenda perentoria de sus fluidos corporales. Uno a uno, todos los hombres volcaban su blanca simiente en la canasta de oro que estaba a los pies de la diosa. Luego, Ulva transvasaba el contenido a un cáliz y entonces se iniciaba el gran banquete de Nuestra Señora: en un mismo acto los fieles bebían la blanca sangre cual vino claro y se alimentaban del corpus, como si se tratara de una hostia viscosa y nutritiva. Luego de aquel primer éxtasis, las fuerzas de los hombres no solo no decaían, sino que, al contrario, iban en ascenso, hecho que se ponía de manifiesto en sus miembros todavía erguidos y cada vez más henchidos. Ulva daba fin a aquella extraña Eukharistia, pronunciando una breve frase:
—Ite Missa est.
Al rito grupal le sucedía la ceremonia íntima. Cada sacerdotisa elegía un feligrés y lo conducía hasta una alcoba. Lo que sucedía dentro de aquellos claustros, semejantes a los recintos privados de los templos de la antigua Babilonia, era un secreto que ni las sacerdotisas ni los fieles podían revelar. Era un acto que obedecía a los más antiguos arcanos, escritos en los sagrados libros del placer, cuyos caracteres solo podían leer las iniciadas. Solamente los hombres que pasaron por los adoratorios de Ishtar en Asia Menor y los del Convento de la Sagrada Canasta conocieron aquellos deleites en los que la carne y el espíritu alcanzaban las alturas del panteón y fueron los privilegiados que, en vida, pudieron ver el divino rostro. Cautivos de aquellos placeres desconocidos, los fieles creían que ellos eran los agasajados, los que recibían los más gratos homenajes por parte de las prostitutas. Sin embargo, igual que en los antiguos templos babilónicos, eran meros objetos dentro del culto. En realidad, ellos eran ofrendados por las sacerdotisas a la gloria de la deidad. No se trataba de homenajear a los clientes, sino, al contrario, de complacer a Ishtar a través de los hombres, inocentes víctimas propiciatorias de aquellas celebraciones.
Una vez finalizados los rituales, cada quien se retiraba de la congregación con la cabeza gacha, el paso veloz y sin siquiera saludarse. Luego de haber compartido el pan y el vino, después de haber fundido sus cuerpos y hasta sus fluidos, los devotos de la sagrada canasta continuaban sus vidas como si nada hubiese sucedido. Comerciantes, funcionarios públicos, militares, aplicados calígrafos, escribientes, encumbrados miembros de los más diversos gremios y clérigos intachables se cruzaban en las calles, en los puestos del mercado y en la iglesia como si no se conocieran, como si jamás se hubiesen visto; vecinos respetables, esposos dedicados y padres ejemplares compartían sus secretos en el más hermético silencio. Tal vez, el vínculo más fuerte que los unía era el irrefrenable deseo de volver al burdel cuanto antes.
Los visitantes furtivos empleaban tantos argumentos para venerar a sus carísimas amantes en privado como para condenarlas en público. De hecho, los grandes señores que solicitaban los más excéntricos caprichos, eran los primeros en rasgarse las vestiduras en los púlpitos y los salones de palacio para denunciar la decadencia y la degradación.
Los nexos entre el burdel y los representantes del poder eran más estrechos y antiguos de lo que los propios clientes podían imaginar. Nadie mejor que las mujeres que trabajaban en el prostíbulo conocían la naturaleza de la vieja relación que mantenían con la Iglesia y la realeza. En rigor, el monasterio de la Sagrada Canasta tenía una organización más semejante al de un verdadero convento que al de una casa de putas, aunque era mucho más que ambas cosas. En aquel edificio de tres plantas funcionaba, también, una suerte de universidad en la que se impartían no solo las más altas enseñanzas en las voluptuosas artes del placer, sino, además, una educación exquisita, digna de las cátedras más prestigiosas de Europa. Allí nacían y crecían rodeadas del amor de su madre y el de sus hermanas de sangre y de oficio. Allí se educaban y trabajaban. Allí concebían a sus hijas y envejecían con el primoroso cuidado de las más jóvenes y allí morían, acompañadas hacia la antesala del más allá, tomadas de la tibia mano de sus hermanas en el último aliento. Era una comunidad de mujeres y, salvo en su condición de clientes, prescindían por completo de los hombres.