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Ulva tenía la certeza de que el asesino volvería para asestarles otro golpe mortal. Pero tal vez, el verdugo intuyera que la puta madre lo estaría esperando preparada para la guerra. Y acaso ambos, en sus fueros más íntimos, esperaran deseosos aquella batalla final, una lucha cuerpo a cuerpo a matar o morir.

Los jueces parecían contar con todos los elementos necesarios para dictar sentencia al principal acusado. Sin embargo, conservaban muchas dudas aún respecto de los cómplices. Dudas que, por cierto, Sigfrido de Maguntia estaba dispuesto a despejar. Por fin, había llegado el turno de Fust y Schöffer. A esas alturas del juicio, la diestra del notario estaba entumecida y manchada de tinta. Debía esforzarse para no ensuciar el papel con el contacto de sus dedos y no perder la concentración, ya por completo extenuada.

Igual que tres monjes de clausura, Gutenberg, Fust y Schöffer se instalaron en las ruinas de la abadía de San Arbogasto. Con las barbas crecidas, los pelos revueltos, sucios y desharrapados, parecían una runfla de vagabundos. Johann Fust, el banquero más rico de Mainz, vivía como un anacoreta y no dejaba de rascarse la cabeza, convertida en un frondoso nido de piojos. Petrus, el distinguido egresado de las universidades de París y Lyon, tenía la cara tiznada por la tinta y la mugre añosa del lugar. Johannes ya estaba acostumbrado a aquella demencial vida de retiro.

Codo a codo, en silencio, los tres trabajaban noche y día. Schöffer tenía las espaldas vencidas de tanto permanecer doblado sobre sí mismo mientras grababa cada tipo con la réplica de la compleja caligrafía de Sigfrido de Maguntia. Durante diez días completos apenas si probaron bocado. Fueron diez jornadas de trabajo agotador en los que no vieron la luz del sol. Diez eternos días cruciales durante los cuales el próspero banquero ofició de aprendiz, asistente, cocinero y dócil subalterno de Gutenberg, el capitán de aquella tropa andrajosa. Y entonces, luego de diez días con sus noches, la ardua faena dio sus frutos: en solo diez días imprimieron diez Biblias perfectamente idénticas a la que había escrito con su diestra Sigfrido de Maguntia. Ni el propio copista podría distinguir cuál era el original y cuáles las copias.

Entonces, igual que la noche en que sellaron la sociedad, Gutenberg, Fust y Schöffer celebraron y brindaron con cerveza hasta caer borrachos. Y era solo un modesto anticipo de lo que vendría; en poco tiempo llegaron a imprimir ciento ochenta Biblias: ciento cincuenta sobre papel y treinta en pergamino.

Si algún defecto tenían estas primeras Biblias era, paradójicamente, el de la perfección. Normalmente, dos ejemplares hechos por un mismo copista, si se los examinaba en detalle, presentaban numerosas diferencias. Ningún calígrafo, por excelente que fuera, podía hacer dos copias de un mismo libro con idénticos trazos. Estos volúmenes, en cambio, al estar impresos sobre la misma matriz, eran exactamente iguales entre sí. Pero a nadie se le ocurriría tomarse el trabajo de buscar diferencias entre dos obras de un mismo título, aun suponiendo que, una vez vendidos a diferentes personas, existiera la remota posibilidad de que volvieran a reunirse. Además, un libro raramente salía del recinto de una biblioteca.

Los libros estaban impresos; pero aún debían encuadernarlos y fabricar las portadas. A diferencia de los escasos recursos con los que contaba Gutenberg, el taller de Fust tenía todos los insumos para tales fines. De acuerdo con el plan de trabajo que se habían trazado los tres socios, Johannes se quedaría en Estrasburgo haciendo las tareas de impresión; Schöffer se encargaría de iluminar, decorar y encuadernar los impresos en el taller de Mainz y Fust se encargaría de vender los libros terminados. El primer destino sería París, ciudad en la que le resultaría muy fácil conseguir dos o tres compradores.

De acuerdo con lo convenido, Fust pagó a Gutenberg un adelanto de ochocientos florines, cuatrocientos en ese mismo momento y el resto cuando estuviesen encuadernados los libros. Luego, de lo obtenido por las ventas, Johann recuperaría su inversión y, tal como habían pactado, la mitad de las ganancias serían para Johannes y la mitad restante se repartiría entre Fust y Schöffer.

Gutenberg no se arrepentía de haber compartido su secreto con sus flamantes socios. Las tres partes se acomodaban perfectamente, igual que los tipos móviles en el componedor. Al despedirse, Johannes quiso ver los libros por última vez, antes de que los guardaran en las alforjas de los caballos. Fust y Schöffer saludaron afectuosamente a Gutenberg y se alejaron por el camino que bordeaba el río.

Johannes, alegre con sus cuatrocientos florines y la promesa de una fortuna, en medio de la borrachera de alcohol y ambiciones de la primera noche con sus socios en San Arbogasto, había firmado documentos sin detenerse a leerlos en detalle, ignorante de que sus socios tenían planes diferentes de los que él imaginaba.

Astutamente, Fust no había querido que Schöffer hablara de sus ideas para mejorar la producción en presencia de Gutenberg. Cuando llegaron a Mainz, Petrus explicó a su suegro las enormes mejoras que se le habían ocurrido a partir del invento de Johannes.

Schöffer le hizo ver a Fust un descubrimiento que luego habría de convertirse en la regla fundamental de la tipografía: la combinatoria de los tipos móviles no debía regirse en las formas de la caligrafía manuscrita, sino en la lógica de las proporciones espaciales que facilitaran aún más el intercambio de los tipos. No tenía sentido imitar la letra de los calígrafos conocidos, tal como habían hecho con Sigfrido de Maguntia, ya que este recurso no solo no facilitaba el trabajo, sino que lo complicaba enormemente. A Petrus se le ocurrió entonces la original idea de falsificarse a sí mismo. De este modo, no existiría delito si, por ventura, se descubría que no se trataba de un manuscrito: él no podía ser su propio victimario. Por otra parte, este novedoso método le permitiría establecer una nueva caligrafía que se adaptara perfectamente a la imprenta. Así, decidió recurrir a la letra gótica, por entonces en desuso, cuyas elegantes formas geométricas simplificarían enormemente el grabado de los tipos y, por añadidura, resolvería el problema de los espacios que, si se examinaba con minucia, aún subsistía en el sistema de Gutenberg. Pero además, con este nuevo método podían aprovecharse mejor los grafismos: con un mismo tipo se podía hacer otro según se lo acomodara al derecho o al revés.

Fust comprendió que el sistema ideado por su socio y yerno era una verdadera revolución en la caligrafía. De esa manera, no solo se economizaría el complejo procedimiento de tipos móviles, sino que se otorgaría al libro una armonía visual, facilitando la lectura y disimulando el artilugio. Por otra parte, desde el punto de vista legal no era lo mismo vender un manuscrito falso de un tercero que falsificarse a sí mismo.

De todas formas, para poner en práctica y financiar semejante proyecto, antes Fust debía vender los ejemplares impresos por Gutenberg. Así, Johann partió a París a visitar a uno de los posibles compradores con tres juegos de la Biblia de 42 líneas, divididos en dos tomos: el primero de 324 páginas y el segundo, de 319.