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Sigfrido de Maguntia, por primera vez desde el comienzo de su alegato, cambió la dirección de su índice para señalar a Johann Fust. Los miembros del tribunal guardaban expectativas sobre el tono que emplearía el fiscal hacia el banquero más poderoso de Mainz y uno de los más influyentes de la comunidad, pese a su origen judío.

Tal como indicaba su apellido, el banquero estaba hecho de la madera del viejo árbol de los Faust[16] —o Faustus según la voz latina—, cuyas raíces se hundían en lo más hondo de la historia germánica. Muchos de sus antepasados habían sido funcionarios del Sacro Imperio. De su hermano mayor, Jacob, había aprendido el noble oficio de orfebre y de su tío Aaron, la habilidad para la usura. De hecho, estaba dispuesto a combinar ambas actividades para acrecentar aún más su ya dilatada fortuna. Escudado en su prosapia y en el nombre y la fama de sus ancestros, Johann Fust fue escalando posiciones a expensas de sus relaciones con el poder político, el olfato para los negocios y, sobre todo, su escaso apego a la moral corriente.

Durante su juventud, Fust se vio deslumbrado por los libros. Su casa paterna era una de las escasísimas que poseían biblioteca privada, privilegio reservado a las familias reales y a algunas del patriciado más rancio. Fust había heredado de su padre más de cien libros y él llegó a triplicar aquel número. No solo atesoraba varias Biblias y escritos religiosos finamente encuadernados, sino también antiguos manuscritos en papiro y pergamino. Entre sus ejemplares más raros había una antiquísima Torá de papiro, los veinticuatro rollos que componían el Tanáj y los dos que constituían el Talmud: la Mishná y la Guemará. En un sector apartado, oculto y bajo siete llaves, conservaba una decena de libros prohibidos, cuya existencia solo él conocía.

Gutenberg y Fust habían transitado los mismos lugares, aunque en distintas épocas, ya que Gutenberg era tres años mayor que Johann: ambos fueron destacados estudiantes de caligrafía y orfebrería. Compartieron maestros y tuvieron amigos en común. Las dos familias estaban vinculadas con el dinero: el padre de Johannes lo fabricaba pero no lo poseía; el de Fust, lo acumulaba y lo gastaba en lujos. Las vidas de ambos parecían discurrir por caminos paralelos; sin embargo, estaban predestinadas a cruzarse en ese punto que suele confundirse con la casualidad. Por otra parte, tenían en común la ambición, la audacia y una peculiar manera de concebir los límites éticos y legales. Pero, sobre todas las cosas, compartían la misma fascinación por los libros: los sagrados y los profanos, pero también los contables.

Por aquellos días, en el pequeño mundo de los grabadores, los calígrafos y los orfebres, se había extendido una suerte de fiebre semejante a la de los alquimistas; solo que en lugar de perseguir la fórmula de la multiplicación del oro, buscaban la manera de reproducir los valiosos manuscritos. Eran un secreto a voces los avances que habían conseguido Maso Finiguerra y Pánfilo Castaldi en Italia, Procopius Waldfoghel en Praga, Koster en Holanda y Mantel en Estrasburgo, entre otros menos conocidos. Pero había uno cuyo nombre se destacaba muy por encima del resto: Johannes Gutenberg, quien, casi aislado del mundo en su escondite de San Arbogasto, ignoraba por completo su enorme fama dentro del limitado mundo de los conquistadores de la palabra que, temerarios, se aventuraban en los oscuros mares de tinta, a bordo de sus frágiles barcos de papel. Por aquella época, Fust había decidido entrar en aquella contienda silenciosa, en alianza con uno de los mejores calígrafos del mundo: Petrus Schöffer.

Petrus Schöffer había nacido en 1425 en la ciudad de Gernsheime, en Gross-Gerau. Llegó a ser uno de los copistas más exquisitos de la Germania. Sus manuscritos eran de una caligrafía superior, la colorida iluminación de las letras capitales, la riqueza de los decorados, la austera delicadeza de las viñetas y la solidez de sus encuadernaciones convertían a sus ejemplares en los más codiciados de la extensa ribera del Rhin, luego, claro, de los de Sigfrido de Maguntia. Para Schöffer fue una sociedad fructífera desde el comienzo: además de las generosas sumas de dinero para experimentar en el taller, obtuvo de Fust la mano de su bella hija Christina, con quien se casó y tuvo dos hijos.

Pero antes de convertirse en un destacado copista, Petrus transitó los más variados estudios. Formado en la Universidad de París primero y en la de Lyon después, Schöffer no solo conocía los secretos del grabado y la fundición de metales, sino que era dueño de una vasta cultura que abarcaba las más diversas disciplinas intelectuales y las más diferentes técnicas artesanales. Era tan diestro con la palabra como con el uso de las manos. De esto último podía dar fe la hija de Fust, a quien daba clases de caligrafía antes de convertirla en su esposa. Por otra parte, Petrus hablaba varios idiomas, dominaba conocimientos filosóficos y teológicos pero también conocía los secretos de la química, los de las matemáticas y los de la geometría. Alcanzó la perfección del arte de la caligrafía a partir del minucioso estudio de las proporciones pitagóricas. Las letras eran para él una combinación aritmética de formas geométricas sujetas a leyes precisas.

La sociedad entre el banquero y el copista había rendido no pocos frutos en materia de imitación caligráfica gracias al enorme talento de Petrus, capaz de reproducir a la perfección la letra de los mejores copistas sobre una tabla de madera. Sin embargo, jamás pudieron superar los estrechos límites de la xilografía: las excelentes dotes de calígrafo de Petrus se estrellaban una y otra vez contra los tacos de madera de una sola pieza, las prensas rudimentarias y las tintas convencionales. Las magistrales tablas labradas por Schöffer, una vez impresas sobre el papel, se convertían en unos rústicos libros xilográficos, a todas luces falsificaciones cuyo carácter apócrifo era evidente hasta para un ciego.

Johann Fust, no bien lo vio entrar en la taberna, supo de inmediato que si a la sociedad con Schöffer se sumaba un general de la talla de Gutenberg, la sorda guerra desatada entre los grabadores europeos estaría definitivamente ganada.