V
Ansioso de aire puro, Pedro echó a andar; sentía tal pesadez en la cabeza, que se quitó el sombrero para que se refrescase su frente ardorosa. A pesar de la fatiga de aquella terrible noche pasada en vela, no pensaba en dormir; fa rebeldía que dominaba todo su ser, rebeldía implacable, lo mantenía en pie. Dieron las ocho, y Pedro vagaba al azar bajo aquel glorioso sol mañanero que brillaba en un cielo sin manchas, que la tormenta parecía haber limpiado de las polvaredas del domingo.
Levantó la cabeza, inquieto por saber dónde estaba, y se quedó sorprendido de haber andado tanto, pues se hallaba más allá de la estación del ferrocarril, cerca del hospicio municipal. Vacilaba ante la bifurcación de dos rutas, no sabiendo cuál tomar, cuando una mano amiga se posó en su hombro.
—¿A dónde va usted a semejante hora?
Era el doctor Chassaigne, tieso en su elevada estatura, con su levita ceñida, todo vestido de negro.
—¿Se ha extraviado usted, acaso? ¿O es que necesita algún informe?
—No, no, muchas gracias —contestó Pedro, confundido—. He pasado la noche en la gruta con esa enferma que estimo tanto, y me he sentido acometido por tal desasosiego en el corazón que he venido a pasear para reponerme antes de retirarme al hotel a descansar.
El doctor seguía mirándole y leía claramente la lucha tremenda que se libraba en su alma, su desesperación por no poder confiar en la fe, toda la tortura de su esfuerzo inútil.
—¡Ah, pobre hijo mío! —murmuró.
Y añadió paternalmente:
—Pues bien, puesto que desea pasear, hagámoslo juntos, si le parece. Yo iba a tomar precisamente por este lado, por la orilla del Gave. Andando, pues; ya verá usted qué paisaje más maravilloso se descubre al regresar.
Todas las mañanas el doctor caminaba un par de horas, siempre solo, queriendo fatigar su dolor. Al levantarse, lo primero que hacía era ir a arrodillarse en el cementerio, junto a las tumbas de su esposa y de su hija, que adornaba con flores en todas las estaciones del año. Luego echaba a andar por esos caminos, a solas con sus lágrimas, y no regresaba para almorzar hasta que estaba rendido de cansancio.
Ambos descendieron juntos la pendiente del camino, sin pronunciar palabra. Así caminaron largo rato. Aquella mañana el doctor parecía más agobiado que de costumbre, como si su conversación con las muertas queridas le hubiese hecho sangrar aún más el corazón. Tenía todavía los ojos lagrimeantes, y su nariz aguileña parecía aplastada bajo los cabellos blancos que enmarcaban su rostro pálido. ¡Y era tan hermoso, tan suave, tan dulce el sol de aquella mañana admirable! La carretera seguía ahora por la margen derecha del Gave, al otro lado de la ciudad nueva. Desde allí se veían los jardines, las rampas, la basílica. Y luego apareció la gruta, frente por frente, con el parpadeo continuo de sus cirios, amortiguados por la luz del día.
El doctor Chassaigne, que había vuelto la cabeza hacia la gruta, se santiguó. Pedro no comprendió al principio. Pero cuando a su vez vio la gruta, miró con sorpresa a su viejo amigo y volvió a caer en el asombro de la antevíspera, ante el espectáculo de aquel hombre de ciencia, ateo y materialista, que se había convertido al sentirse destrozado por el dolor, buscando como única alegría el encontrar de nuevo en la otra vida a sus queridas y lloradas muertas. El corazón había vencido a la razón; aquel hombre anciano y solitario no vivía ya sino por la ilusión de revivir en el paraíso, donde vuelven a encontrarse las almas. El malestar del joven sacerdote subió de punto. ¿Tendría él también que envejecer y soportar un sufrimiento parecido para hallar por fin un refugio en la fe?
Prosiguieron el camino a lo largo del Gave, alejándose cada vez más de la ciudad. Se sentían arrullados por aquellas aguas transparentes, que saltaban sobre guijarros, entre ribazos arbolados. Y seguían callados, caminando con paso igual, perdido cada cual en su propia tristeza.
—¿Conoció usted a Bernadette? —preguntó Pedro bruscamente.
El doctor levantó la frente.
—Bernadette… Sí, sí, la vi una vez.
Volvió un instante a su silencio. Luego dijo:
—En 1858, cuando tuvieron lugar las apariciones, tendría yo treinta años y residía en París; era un médico joven, enemigo de todo lo sobrenatural, y no pensaba de ningún modo en venir a estas montañas para ver a una alucinada. Pero cinco o seis años después, hacia 1864, pasé por aquí y tuve la curiosidad de hacer una visita a Bernadette, que estaba todavía entonces en el hospicio, con las hermanas de Nevers.
Pedro recordó entonces que su deseo de completar sus investigaciones sobre Bernadette era uno de los motivos de su viaje a Lourdes. ¿Y quién sabe si no le vendría la gracia por la mediación de aquella humilde joven, el día en que llegara a convencerse de que ella había cumplido en este mundo la misión de perdón que había recibido del cielo? Le bastaría tal vez conocerla mejor, convencerse de que era, en realidad, la santa y la elegida.
—Hábleme usted de ella, se lo suplico. Dígame todo lo que sepa.
Una leve sonrisa asomó a los labios del doctor. Comprendía, y hubiera querido tranquilizar aquella alma de sacerdote atormentada por la duda.
—¡Cómo no, pobre hijo mío! ¡Me resultaría tan grato poder ayudarle a fin de que se haga la luz en usted! Hace usted bien en sentir amor por Bernadette; eso pudiera ser su salvación; yo he reflexionado con el correr de los años sobre estas cosas ya antiguas, y le declaro que no he encontrado jamás criatura tan buena y encantadora.
Entonces, al ritmo lento de la marcha por aquella hermosa carretera soleada, en la frescura exquisita de la mañana, el doctor refirió su visita a Bernadette, en 1864. Acababa de cumplir veinte años y hacía ya seis que habían tenido lugar las apariciones; le sorprendió por su aspecto sencillo y razonable y por su perfecta modestia. Las hermanas de Nevers, que le habían enseñado a leer, la tenían con ellas en el hospicio, para protegerla contra la curiosidad del público. Trabajaba, les ayudaba en las tareas menudas, y estaba tan frecuentemente enferma que a veces pasaba semanas enteras en la cada. Lo que más le sorprendió en ella fueron sus ojos admirables, de pureza infantil, ingenuos y francos. El resto del rostro estaba un poco ajado; el cutis no era limpio, las facciones habían engrosado; al verla se la tomaría por una criada cualquiera, pequeña, humilde y enfermiza. Seguía siendo muy piadosa, pero no le había producido la impresión de una iluminada, propensa a los éxtasis; al contrario, daba pruebas de ser un espíritu práctico, positivista, sin extravagancia alguna, y siempre tenía entre manos alguna labor de tejido o bordado. En una palabra, era una mujer corriente y no se parecía en nada a las grandes apasionadas de Cristo. No había vuelto a tener visiones nunca más y jamás se le ocurría hablar de las dieciocho apariciones que habían decidido la suerte de su vida. No las recordaba para nada sino cuando se lo preguntaban, cuando le hacían una pregunta concreta. Entonces contestaba con brevedad y procuraba cortar la conversación, porque no le gustaba hablar de estas cosas. Y si se quería ahondar en el interrogatorio, y alguien le preguntaba sobre la naturaleza de los tres secretos cuya divina confidencia había recibido, Bernadette se callaba y desviaba la vista. Era imposible ponerla en contradicción consigo misma, porque los detalles que daba eran siempre los mismos que había dado en la versión primera, y era evidente que repetía exactamente las mismas palabras, y hasta con las mismas inflexiones de voz.
—La estuve examinando toda una tarde —continuó el doctor—, y ella no varió una sola sílaba. Era como para desconcertar al más espabilado. Juro que no mentía, que no mintió jamás, porque era incapaz de mentir.
Pedro se atrevió a discutir.
—Pero, contésteme, doctor, ¿no cree usted en una posible enfermedad de la voluntad? ¿No está hoy demostrado que ciertas personas infantiles, vivamente impresionadas por un sueño, por una alucinación, por una fantasía cualquiera, no pueden desprenderse de ella, sobre todo si no salen del medio en que se produjo el fenómeno? Era natural que viviendo enclaustrada, con su idea fija por única compañía, Bernadette se aferrase a ella.
El doctor dejó ver otra vez su débil sonrisa, y dijo, haciendo un vago ademán:
—¡Ah, hijo mío! Lo que usted me pregunta es demasiado complejo. Ya sabe usted que no soy más que un pobre anciano, nada orgulloso de su ciencia y que no tiene pretensión alguna de explicar las cosas. Sí, estoy al cabo del célebre caso clínico de aquella joven que se negaba a probar bocado en casa de sus padres, porque se creía atacada de una grave enfermedad del estómago, y que comió en cuanto se la trasladó a otro lugar. Pero ¿qué quiere usted decir con eso? Se trata de un caso, y hay otros muchos que lo contradicen.
Callaron un instante. No se oía en la carretera más que el ruido cadencioso de sus pasos. Al cabo de un momento siguió diciendo el doctor:
—Por lo demás, es cierto que Bernadette huía del mundo y sólo se sentía a gusto en su rinconcito de soledad. No se sabe que haya tenido jamás una amiga íntima, ni siquiera un afecto humano particular. Era igualmente buena y cariñosa con todo el mundo, y sólo daba muestras de ternura hacia los niños. Como, a pesar de todo, dentro de mí no ha muerto completamente el médico, ¿querrá usted creerme si le confieso que en más de una ocasión me ha preocupado la cuestión de saber si Bernadette había conservado la virginidad de su espíritu, como seguramente había conservado la virginidad de su cuerpo? Es muy posible que la conservase, porque fíjese usted que ella era una criatura torpe y débil y que casi siempre estaba enferma; sin hablar del ambiente de inocencia en que se había educado, primero en Bartrès y luego en el convento. Sin embargo, tuve mis dudas cuando me enteré del tierno interés con que seguía la vida del orfanato que las hermanas de Nevers habían levantado en esta misma carretera. En ese orfanato son recibidas las muchachas pobres, a fin de sustraerlas a los peligros de la calle. Y como Bernadette solía querer que el orfanato fuese muy espacioso, ¿no le vendría esa idea porque se acordaba de los tiempos en que iba ella descalza por los caminos y temblaba al pensar en lo que hubiera podido ser de ella a no haberla auxiliado la Santa Virgen?
Continuó explicando cómo acudían las multitudes a contemplar y a venerar a Bernadette. Esto le producía un cansancio considerable. No pasaba día sin que acudiesen grandes masas de visitantes. Venían de todos los puntos de Francia, y hasta del extranjero; se hizo necesario apartar a los simples curiosos, admitiéndose únicamente a los fieles verdaderos, los miembros del clero, las notabilidades, a quienes decorosamente no se les podía impedir la entrada. Una monja estaba presente en todas las entrevistas, seguramente para protegerla contra las indiscreciones excesivas, porque las preguntas llovían y Bernadette se cansaba de tanto repetir la historia de su vida. Algunas damas empingorotadas caían de rodillas a sus pies, besaban sus vestidos y querían llevar jirones de los mismos, como si se tratara de una reliquia. Tenía que defender su rosario, porque todas, exaltadas, le suplicaban que se lo vendiese. Cierta marquesa intentó conquistarla, dándole otro que ella había llevado y que tenía la cruz de oro y las cuentas de perlas finas. Muchas esperaban que Bernadette consentiría en realizar un milagro delante de ellas, y por ello le llevaban niños para que los tocara; la consultaban sobre sus enfermedades, o trataban de comprar la influencia segura que tenía sobre la Virgen. Le fueron ofrecidas fuertes cantidades de dinero, y la habrían llenado de regios regalos a la menor indicación, si hubiese manifestado el deseo de vivir como una reina, adornada de joyas y con corona de oro. Los visitantes humildes permanecían de rodillas en el umbral de la habitación; los grandes de este mundo la rodeaban solícitos y se hubieran honrado dándole escolta. Hasta se contaba que hubo uno, príncipe hermoso y magnífico, que vino a pedir su mano cierto día luminoso de abril.
—Pero —le interrumpió Pedro— lo que siempre me ha chocado y disgustado es su marcha de Lourdes cuando tenía veintidós años, su desaparición brusca, su encierro en el convento de Saint Gildard, en Nevers, de donde ya no volvió a salir jamás. ¿No daba ello lugar al falso rumor que corrió de que se había vuelto loca? ¿No era exponerse a que las gentes supusiesen que la secuestraban por temor a que incurriese en una indiscreción de su parte, a que una frase ingenua suya pusiese al descubierto el secreto de una superchería que había durado ya tanto tiempo? Y para decir la palabra brutal, le confieso a usted que yo mismo sigo creyendo que la escamotearon.
El doctor Chassaigne meneó cariñosamente la cabeza.
—Esté seguro de que en todo esto no hubo nada preconcebido, ningún melodrama tramado entre sombras y luego representado por actores más o menos conscientes. Las cosas se han producido según principios que son inmanentes; pero la realidad es siempre muy compleja y muy difícil de analizar. Seguramente que fue la misma Bernadette la que quiso ausentarse de Lourdes. Fatigaban aquellas continuas visitas y se encontraba molesta en medio de aquellas adoraciones ruidosas de que la hacían objeto. No anhelaba más que un rincón abrigado para vivir en paz, y su desinterés era a veces tan descomedido que rechazaba y tiraba al suelo el dinero que le ofrecían con fines piadosos, tal como para decir una misa o simplemente para encender un cirio. Jamás aceptó nada para ella ni para su familia, que siguió viviendo en la pobreza. Se comprende perfectamente que una mujer que tenía esa altivez, que era naturalmente sencilla y que deseaba pasar inadvertida, quisiese desaparecer de la vista del mundo, vivir en un claustro para prepararse a bien morir. Su obra estaba ya hecha; consistía en aquel movimiento extraordinario que había desencadenado sin saber a punto fijo el cómo y el porqué. En realidad ya no era útil; otras personas iban a encargarse de dirigir la empresa y de asegurar el triunfo de la gruta.
Admitamos que se marchase por propia voluntad —dijo Pedro—. ¡Qué alivio para esas personas a quienes acaba de aludir usted, y que iban a ser desde entonces los únicos amos, recogiendo la lluvia de millones que les caía del mundo entero!
—¡Pero yo no he dicho que la retenían aquí contra su voluntad! —exclamó el doctor—. Sinceramente, creo más bien que la obligaron un poco a que se marchase. Estaba siendo ya un estorbo; no porque se temiesen de su parte confidencias desagradables, sino porque no era decorativa, por su excesiva timidez, y porque solía guardar cama con demasiada frecuencia. Además, por pequeño que fuese el sitio que ella ocupaba en Lourdes, por muy obediente que se mostrase, no por eso dejaba de ser una potencia, y atraía a las muchedumbres haciendo con ello una competencia a la gruta. Para que ésta quedase sola, resplandeciente en su gloria, convenía que Bernadette se eclipsase y quedase convertida en una leyenda. Tales fueron, sin duda, las razones que determinaron al obispo de Tarbes, monseñor Laurence, a apresurar la partida. Cometieron, sin embargo, el error de decir que sólo se trataba con ello de librarla de las asechanzas del mundo, como si temieran que cayese en el pecado de orgullo, dejándose llevar por la vanidad de aquella reputación santa que resonaba en toda la cristiandad. Con ello se le infería una grave injuria, porque era incapaz de sentir orgullo, lo mismo que de mentir; jamás hubo criatura más sencilla ni más modesta.
El doctor hablaba con vehemencia y pasión. Pero se calmó bruscamente, y reapareció de nuevo su pálida sonrisa.
—Es verdad, siento amor por Bernadette; cuanto más pienso en ella, mayor es mi amor. Pero, óigame bien, Pedro, yo no quisiera que usted creyese que la fe me ha embrutecido por completo. Actualmente reconozco la existencia de un más allá, siento la necesidad de creer en una vida mejor y más justa, pero no ignoro que sigue habiendo hombres en este bajo mundo, y que su tarea, aunque lleven hábito o sotana, es con frecuencia odiosa.
El doctor continuó:
—Quiero contarle a usted una cosa que me ha preocupado a menudo. Supongamos que Bernadette no hubiese sido una muchacha sencilla y arisca; supongámosla dotada de espíritu de intriga y de dominación; hagamos de ella una conquistadora y tratemos de imaginarnos lo que habría ocurrido entonces. Evidentemente, la gruta sería suya, la basílica suya. La veríamos presidir todas las ceremonias, bajo palio y con una mitra de oro. Sería ella quien distribuiría los milagros, su mano la que conduciría las multitudes al cielo, con gesto soberano. Brillaría sobre el mundo, porque era la santa, la elegida, la única que había viste cara a cara a la divinidad. Y no habría nada más justo, porque habría alcanzado el triunfo después de los sufrimientos, y gozaría gloriosamente de su obra. En cambio, lo que ha sucedido es muy diferente, como usted ve. A Bernadette la han malogrado y desvalijado. Las siembras maravillosas que ella hizo las están cosechando otros. Durante los doce años que ella vivió en Saint Gildard, arrodillada en la penumbra, otras gentes eran las que triunfaban, sacerdotes revestidos con hábitos de oro, entonando acciones de gracias, bendiciendo iglesias y monumentos edificados a fuerza de millones. Sólo ella estuvo ausente el día del triunfo de la nueva fe, de la que ella había sido el artífice… Dice usted que lo que ella tuvo fue un sueño. ¡Estupendo sueño que ha removido el mundo entero, sueño del que ella, la adorable chiquilla, no despertó jamás!
Hicieron alto y luego se sentaron un instante en una roca, a la orilla del camino, antes de volver a la ciudad. Delante, el Gave, profundo en aquel paraje, arrastraba sus aguas azules, tornasoladas con reflejos oscuros; pero algo más lejos, corriendo en un cauce más ancho y sobre un lecho de piedras gruesas, se convertía en pura espuma, en un burbujeo blanco que tenía levedad de nieve. Soplaba desde las montañas un vientecillo fresco por entre la lluvia de oro que vertía el sol.
Pedro sólo halló un nuevo motivo de disgusto al escuchar aquella historia de la vida de Bernadette, explotada y eliminada; y con los ojos clavados en el suelo, iba pensando en la injusta ley de la naturaleza, esa ley que quiere que el fuerte se coma al débil.
Luego, irguiendo la cabeza, preguntó:
—¿Llegó también a conocer usted al abate Peyramale?
Brillaron los ojos del doctor y contestó con vivacidad:
—¡Ya lo creo que lo conocí! ¡Era un hombre recto y enérgico, un santo y un apóstol! Fue él, con Bernadette, el gran obrero de Nuestra Señora de Lourdes. Y, como ella, también él sufrió horriblemente, y encontró su muerte, como ella también. El que no conoce su historia no puede saber ni comprender el drama que aquí se ha desarrollado.
Y pasó a referirla, minuciosamente. El abate Peyramale era cura de Lourdes cuando tuvieron lugar las apariciones. Era un hombre alto, ancho de hombros, de sólida cabeza leonina, hijo del país y dotado de una inteligencia viva, muy honrado, muy bueno, pero impulsivo y dominante en ocasiones. Parecía hecho para la lucha; era enemigo de toda exageración religiosa y desempeñaba su ministerio con grandeza de espíritu. Eso hizo que desconfiara al principio, negándose a dar fe al relato de Bernadette; la interrogó, exigió pruebas. Sólo más tarde lo aceptó, cuando el huracán de la fe se hizo irresistible, abatiendo a los más rebeldes y arrastrando a las muchedumbres, y se dejó conquistar sobre todo por su amor a los humildes y a los oprimidos, cuando vio a Bernadette en peligro de ser llevada a la cárcel; las autoridades civiles perseguían a una de sus ovejas, y su corazón de pastor se alarmó, acudiendo a defenderla con su ardiente pasión por la justicia. Luego el encanto de aquella criatura actuó sobre él; la vio tan ingenua, tan veraz, que empezó a creer ciegamente en ella y a amarla como la amaba todo el mundo. ¿Por qué iba a negar el milagro, si todas las páginas de los libros sagrados lo consignan? Un ministro de la religión, por prudente que fuese, no tenía por qué adoptar el papel de escéptico, en el instante mismo en que poblaciones enteras acudían a postrarse, cuando parecía que la Iglesia se encontraba en vísperas de un nuevo y grandioso triunfo. Eso sin contar con que en el fondo era un caudillo de hombres, un agitador de masas y un constructor, y había encontrado allí su camino, el vasto escenario en que podía actuar, la causa grande a la que podía entregarse por entero, con su entusiasmo y con su anhelo de victoria.
Desde aquel instante, el abate Peyramale no tuvo más que una sola idea: ejecutar las órdenes de la Virgen que le habían sido transmitidas por Bernadette. Vigiló el acontecimiento de la gruta: colocó en ella una verja, hizo canalizar el agua del manantial, realizó trabajos de terraplenamiento para hacerla accesible. Pero en lo que más había insistido la Virgen había sido en que se construyese una capilla, y Peyramale quiso que fuese una iglesia, una verdadera basílica triunfal. Proyectaba las cosas en grande y acosaba a los arquitectos, exigiendo de ellos palacios dignos de la Reina de los Cielos, porque estaba poseído de una serena confianza en que toda la cristiandad le ayudaría con entusiasmo. Por lo demás, afluían los donativos, llovía el dinero de las más apartadas diócesis, y aquella lluvia de oro estaba destinada a ir siempre en aumento y a no cesar nunca. Aquéllos fueron sus años felices; se le encontraba a todas horas entre los obreros, animándoles en el trabajo con su simpatía de hombre bueno y jovial, siempre dispuesto a la risa, y a echar mano él mismo del pico y de la pala, porque sentía verdadera prisa por ver convertido en realidad su sueño. Pero iban a llegar tiempos de dura prueba; cayó enfermo, y estaba en gran peligro de muerte cuando la primera procesión solemne salió de su iglesia parroquial el 4 de abril de 1864 para dirigirse a la gruta, procesión en la que tomaron parte sesenta mil peregrinos y que avanzó por entre una muchedumbre inmensa.
El día en que el abate Peyramale, salvado por primera vez de una muerte inminente, se levantó del lecho, se encontró con que estaba destituido. El obispo, monseñor Laurence, le había nombrado ya un ayudante para que lo reemplazara en su pesada tarea; era una antiguo secretario suyo, el padre Sempé, a quien había nombrado director de los misioneros de Garaison, casa fundada por él. El padre Sempé era un hombrecito enjuto y fino, que aparentaba gran desinterés y una gran humildad, aunque en el fondo era un hombre de apasionadas ambiciones. Al principio se mantuvo en su papel, sirviendo al cura de Lourdes como subordinado fiel, ocupándose de todo para aliviarlo y poniéndose al corriente de todo, en el deseo de hacerse indispensable. Debió de comprender inmediatamente qué gran negocio resultaría de la gruta y qué colosal renta se podía sacar de ella, con un poco de habilidad que se pusiese en su manejo. No salía del obispado; se había adueñado del obispo, hombre frío y muy práctico que tenía gran necesidad de limosnas. Y así fue como consiguió, cuando cayó enfermo el abate Peyramale, hacer separar definitivamente del curato de Lourdes toda la zona de la gruta, y que le nombrasen administrador, al frente de algunos padres de la Inmaculada Concepción, de los que fue nombrado superior por el obispo.
Enseguida empezó la lucha, una de esas pugnas sordas, encarnizadas, mortales, que suelen producirse a la sombra de la disciplina eclesiástica. Había ya una causa de ruptura, un campo de batalla sobre el que se iba a luchar a golpes de millones: la construcción de una nueva iglesia parroquial, más espaciosa y digna que la vieja iglesia existente, cuya insuficiencia era reconocida desde que afluían muchedumbres crecientes de fieles. Se trataba, por lo demás, de una antigua idea del abate Peyramale, que quería ser el ejecutor estricto de las órdenes de la Virgen. Esta había dicho, hablando de la gruta: «Vendrán a este lugar en procesión», y el abate se había familiarizado con la idea de que los peregrinos partirían en procesión de la ciudad, adonde regresarían por la noche del mismo modo, cosa que, por otra parte, ya había ocurrido. Se necesitaba, pues, un centro, un sitio de concentración, y Peyramale soñaba para ello con una iglesia magnífica, con una catedral de proporciones gigantescas, que tuviera capacidad para albergar a un pueblo entero. Llevado por su temperamento de constructor, de obrero apasionado del cielo, la veía ya alzarse sobre el suelo, erguido bajo el firmamento el alto campanario, trémulo de campanas. Era aquélla la casa que él quería construir, su acto de fe y de adoración, el templo en que él oficiaría de pontífice, donde triunfaría, asistido por el dulce recuerdo de Bernadette, frente a la obra de que había sido despojado. Naturalmente, en la profunda amargura que lo embargaba, aquella iglesia parroquial nueva tenía en cierto modo una significación de desquite, su parte de gloria personal, una manera de dar empleo a su actividad militante, la fiebre que le consumía desde que con el corazón destrozado había tenido que suspender sus visitas a la gruta.
Aquello fue al principio una nueva llamarada de entusiasmo. La ciudad antigua, que se vio desairada y postergada, hizo causa común con su cura, ante el riesgo de que todo el dinero y toda la vitalidad se desviasen hacia la ciudad nueva, que brotaba de la tierra, en torno a la basílica. El concejo municipal votó la cantidad de cien mil francos, contribución que, desgraciadamente, no debía ser entregada sino cuando la iglesia estuviera techada. El abate Peyramale había dado ya su aprobación a los planos del arquitecto, que interpretaban bien el grandioso proyecto que él se había forjado, y había tratado también con un empresario de Chartres, que se obligaba a dejar terminada la iglesia en tres o cuatro años, siempre que los pagos prometidos le fuesen hechos con toda regularidad. Seguro de que los donativos seguirían afluyendo de todas partes, el abate se lanzó despreocupado en aquella enorme empresa, desbordante de energía tranquila, contando con que el cielo no le abandonaría en el camino. Creyó firmemente que podía esperar el apoyo del nuevo obispo, monseñor Jourdan, quien, después de bendecir la colocación de la piedra fundamental, pronunció una alocución en la que reconoció la necesidad y el mérito de la obra. Daba la impresión que el padre Sempé se hubiese resignado, con su habitual humildad, aceptando aquella competencia desastrosa que le obligaba a un reparto, porque parecía estar entregado por completo a la administración de la gruta, y hasta había dejado colocar en la basílica un cepillo para la nueva iglesia parroquial en construcción.
La lucha sorda comenzó luego, con más furia que antes. El abate Peyramale, que era un pésimo administrador, se extasiaba viendo cómo crecía rápidamente su iglesia. Los trabajos adelantaban a buen paso, y él no pedía más, convencido siempre de que la Santa Virgen sería la que proveería. Grande fue su estupor cuando echó de ver que el manantial de las limosnas se agotaba, que no le llegaba ya el dinero de los fieles, como si alguien, desde las sombras, hubiese desviado la corriente. Y llegó un día en que le fue imposible realizar los pagos prometidos. Era el resultado de una hábil maniobra de estrangulamiento, de la que el abate no se dio cuenta sino más tarde. Así es como el padre Sempé había conseguido otra vez que el obispo se interesase únicamente por la gruta. Hasta se habló de circulares confidenciales que habrían sido enviadas a todas las diócesis, recomendando que en lo sucesivo no se enviasen las limosnas a la parroquia. La gruta voraz, la gruta insaciable, lo quería todo, lo engullía todo. Llegaron a tal punto las cosas que fueron retenidos billetes de quinientos francos depositados en la alcancía de la basílica: se despojaba el cepillo, se robaba a la parroquia. El cura Peyramale, arrastrado por el entusiasmo que sentía por la iglesia que se construía, que era como hija suya, resistía con violencia; hubiera sido capaz de dar hasta su sangre. Al principio hizo todos los tratos para la obra con la garantía de la misma obra; pero cuando se encontró sin fondos para hacer frente a los pagos convenidos, los realizó bajo su responsabilidad personal. Su vida estaba concentrada allí, y la agotó en esfuerzos heroicos. Sobre los cuatrocientos mil francos prometidos, no había podido entregar más que doscientos mil; y el concejo municipal se encaprichaba en no entregar los cien mil hasta tanto no se hubiese puesto el tejado a la iglesia. Aquello era ir contra los intereses evidentes del municipio. El padre Sempé, según se decía, actuaba en secreto, ponía obstáculos a todo. Y, de pronto, triunfó: los trabajos fueron suspendidos.
Comenzó entonces la agonía. El cura Peyramale, montañés de hombros anchos y cara leonina, había recibido un duro golpe en el corazón, y no tardó en venirse abajo, como un roble fulminado por el rayo. Guardó cama y no se levantó ya. Se rumoreaban muchas cosas; se aseguraba que el padre Sempé había tratado de introducirse en la casa parroquial, alegando un pretexto piadoso, pero, en realidad, para averiguar si su temido adversario estaba herido de muerte; y se añadía que habían tenido que expulsarlo de aquella morada de dolor, en la que su presencia constituía un escándalo. Cuando el sacerdote murió, lleno de amargura, vencido, pudo verse al padre Sempé asistir, ufano, a los funerales, sin que nadie se atreviese a apartarlo. No faltó quien dijera que ostentaba en aquella ocasión una odiosa alegría, y que su rostro pregonaba su triunfo. ¡Se había librado, por fin, del único que era para él un impedimento, y cuya legítima autoridad le inspiraba temor! Ya no se vería obligado a compartir con nadie, de ahí en adelante, el usufructo de la gruta, desde que los dos obreros de Nuestra Señora de Lourdes habían desaparecido: Bernadette en el convento y el abate Peyramale bajo tierra. Quedaba dueño absoluto del terreno, todas las limosnas irían a parar a sus manos, y podría manejar a su capricho los ochocientos mil francos a que ascendían, aproximadamente, las entradas anuales. Llevaría a término los trabajos gigantescos que habían de convertir la basílica en un mundo aparte que se bastaría a sí mismo; colaboraría al embellecimiento de la ciudad nueva, a fin de dejar más aislada todavía a la ciudad vieja, relegándola detrás de sus rocas, como ínfima parroquia, eclipsada por el esplendor de su vecina omnipotente. Era éste el poder definitivo, todo el dinero y toda la dominación.
Sin embargo, aunque hubiesen quedado suspendidas las obras de la nueva iglesia parroquial y ésta pareciese abandonada dentro de su cercado de madera, era visible que los trabajos habían adelantado mucho, pues se habían hecho las bóvedas de las naves laterales. Constituía, pues, una amenaza si la ciudad se decidía alguna vez a terminarla. Había que acabar de matarla, convirtiéndola en una ruina irreparable. La sorda maniobra siguió adelante; fue una maravilla de crueldad, de destrucción lenta. Para empezar, se consiguió conquistar al nuevo vicario, de tal manera que éste no abría siquiera los sobres que llegaban con dinero, aunque viniesen dirigidos a la parroquia: todas las cartas con valores eran llevadas directamente a los frailes. Se hicieron reparos a la situación de la nueva iglesia, y se consiguió que el arquitecto diocesano redactase un informe en el que se afirmaba que la antigua iglesia reunía suficiente solidez y condiciones para las necesidades del culto. Pero, sobre todo, se hizo presión sobre el obispo, resaltando especialmente las dificultades pecuniarias que habían ocurrido con el contratista. Peyramale no había sido, a tenor de estas maniobras, sino un hombre de carácter violento, caprichoso; una especie de loco cuyo celo indisciplinado había estado a punto de comprometer los intereses de la religión.
El obispo, olvidando que había bendecido la primera piedra, lanzó una pastoral en la que ponía en entredicho aquella iglesia, con prohibición de celebrar en ella todo servicio religioso; aquello fue el mazazo final. Se entablaron una serie de pleitos interminables; el contratista, que no había cobrado más que doscientos mil de los quinientos mil francos que importaban las obras ejecutadas, entabló demanda contra el heredero del cura Peyramale, contra la propiedad de las obras y contra el municipio, porque éste se negaba a entregar los cien mil francos votados. El Consejo de la Prefectura empezó por declararse incompetente; pero, habiéndole hecho devolución del pleito el Consejo de Estado, resolvió condenar a la ciudad al pago de los cien mil francos y al heredero a terminar la construcción de la iglesia, poniendo a la comisión pro templo fuera de toda controversia.
Se apeló nuevamente al Consejo de Estado, el cual revocó la sentencia; y, sentenciando a su vez, condenó a la comisión o, en su defecto, al heredero, a pagar al contratista. Como ni la una ni el otro eran solventes, la situación no varió. El litigio había durado quince años. La ciudad se resignó y pagó los cien mil francos al empresario, a quien sólo se quedó debiendo doscientos mil. Pero esta cantidad había ido subiendo con la acumulación de gastos de toda clase y de intereses, al punto de que ya llegaba a los seiscientos mil francos; por otra parte, se calculaba en cuatrocientos mil el dinero necesario para terminar la iglesia, de modo que hacía falta un millón para evitar la ruina total. Desde aquel día, los padres de la gruta podían ya dormir tranquilos; habían consumado el asesinato; también la iglesia estaba muerta.
Las campanas de la basílica repicaron echadas a vuelo; el padre Sempé reinó victorioso al salir de aquella lucha gigantesca, de aquella pelea a cuchillo, en la que habían sido muertos, en la penumbra discreta de las sacristías, primero un hombre y luego unas piedras. Y el viejo Lourdes, testarudo y torpe, expió duramente el error de no haber sostenido mejor a su cura, que había muerto de pena, por amor a su parroquia; desde entonces la ciudad nueva no cesó de engrandecerse y de prosperar a expensas de la ciudad vieja. Todo el dinero iba a parar a la primera; los padres de la gruta tenían el dinero que querían; comanditaban hoteles y tiendas de cirios y vendían el agua del manantial, aunque les estaba formalmente prohibido hacer negocio de ninguna clase por una cláusula de su contrato con el municipio.
La región entera se corrompía. El triunfo de la gruta había desatado una avidez de lucro tal, una fiebre tan delirante de ganancia y goce, que ante aquel torrente de millones se iba agravando de día en día la perversión local, transformando la Belén de Bernadette en una Sodoma y Gomorra. El padre Sempé había consumado el triunfo de Dios valiéndose de la abominación humana y sin tener en cuenta el desastre de las almas. Brotaban del suelo construcciones gigantescas, se habían invertido ya cinco o seis millones, sacrificándolo todo a la voluntad decidida de dejar de lado a la parroquia, a fin de quedarse con la presa entera. Las rampas colosales, tan costosas, no tenían otro objeto que eludir el deseo de la Virgen, que había pedido que se fuese a la gruta en procesión. El descender de la basílica por la rampa de la izquierda y volver a ella por la de la derecha no era precisamente ir en procesión, sino más bien girar en el mismo sitio. Pero los padres conseguían con ello que la procesión naciese y terminase dentro de sus dominios, de manera que, como únicos propietarios, todo el provecho quedase en casa. Eran los usufructuarios exclusivos de aquel viñedo inagotable. El cura Peyramale había sido enterrado en la cripta de su iglesia inconclusa y ya en ruinas; Bernadette había agonizado lentamente en un convento lejano y ahora dormía bajo las losas de la capilla.
Cuando el doctor Chassaigne dio fin a su largo relato, reinó un silencio agobiante. Luego se puso en pie trabajosamente.
—Hijo mío —dijo—, van a dar las diez y yo quisiera que se tomase usted un breve descanso. Regresemos.
Pedro le siguió silencioso. Ambos se encaminaron hacia la ciudad con paso rápido.
—Sí, mi querido sacerdote —prosiguió el doctor—, se han cometido aquí grandes iniquidades y se han causado grandes dolores. Pero así es la vida. Los hombres echan a perder las obras más hermosas. No puede usted darse todavía una idea de la horrenda tristeza que encierra todo lo que le acabo de contar. Hay que verlas, hay que palparlas. ¿Quiere usted que le lleve esta tarde a visitar la habitación de Bernadette y la iglesia no terminada del cura Peyramale?
—¡Cómo no! Me parece muy bien.
—Iré, pues, a buscarlo a la basílica después de la procesión de las cuatro.
Y ya no volvieron a hablar, porque cada cual iba absorto, en sus pensamientos.
El Gave, que ahora tenían a su derecha, corría por una garganta profunda, desapareciendo casi entre los arbustos. Pero, de trecho en trecho, dejaba ver su clara corriente, que tenía un color de plata mate. Más lejos, a la salida de un brusco recodo, aparecía otra vez ensanchado a través de una llanura, desarrollándose en forma de capas inestables que cambiaban a cada instante el cauce, debido a que el suelo de arena y de guijarros era poco firme en todas partes. El sol empezaba a quemar y estaba muy alto en el firmamento, cuyo azul se hacía más intenso de un extremo a otro del inmenso círculo de montañas.
En aquel recodo del camino reapareció Lourdes, perdida en la lejanía, ante los ojos de Pedro y del doctor Chassaigne. En aquella espléndida mañana, blanqueaba la ciudad en el horizonte, entre la polvareda de oro y púrpura que flotaba en la atmósfera, con sus casas y sus monumentos que se iban destacando a medida que se aproximaban a ellos. El doctor, sin hablar, acabó por mostrar a su compañero aquella ciudad en pleno crecimiento, haciendo un amplio y triste ademán, como si quisiera tomarla por testigo de todo cuanto acababa de referir.
Empezábase a distinguir el fulgor de la gruta, amortiguado por la luz del día y medio oculto entre la vegetación circundante. Luego se veían desparramadas las gigantescas obras ejecutadas: el malecón de piedra de sillería, construido a lo largo del Gave, cuyo curso había sido necesario desviar; el puente nuevo, que servía para unir los nuevos jardines al bulevar recientemente inaugurado; las rampas colosales y la maciza iglesia del Rosario, y la esbelta basílica, de una gracia altiva, que lo dominaba todo. Desde aquella distancia y en los alrededores de la gruta no se veían de la ciudad nueva sino fachadas blancas que aparecían entre la maleza, reflejos vivos de techos nuevos, de pizarra; grandes conventos, grandes hoteles; la ciudad rica surgida como por ensalmo en aquel pobre suelo de otros tiempos; y detrás de la masa rocosa, en la que se contorneaban los muros ruinosos del castillo, emergían, confusos y borrosos, los humildes tejados de la ciudad vieja: mezcla de tejados pequeños y roídos por los años, que se apretujaban medrosamente unos contra otros. Como fondo de esta evocación de la vida actual y la del pasado, se levantaban, envueltos en la gloria del sol eterno, el Pequeño Gers y el Gran Gers, cerrando el horizonte con sus flancos desnudos, veteados de amarillo y rosa por los rayos oblicuos del sol.
El doctor Chassaigne quiso acompañar a Pedro hasta el hotel de las Apariciones; y no se separó de él hasta que lo dejó allí, recordándole la cita que le había dado para aquella tarde. No eran todavía las once. Pedro, que se sintió de pronto anonadado por la fatiga, se esforzó, sin embargo, en comer algo antes de meterse en la cama, porque se daba cuenta de que la debilidad era en gran parte la causa de su desfallecimiento. Afortunadamente, encontró un sitio libre en la mesa común y comió, dormitando casi, con los ojos abiertos, sin poner atención en lo que le servían; luego subió a su aposento y se tiró en la cama, teniendo antes el cuidado de decir a la camarera que lo despertase a las tres.
Pero, una vez tumbado, la excitación que le dominaba le impidió, al principio, conciliar el sueño. Un par de guantes, olvidados en la habitación contigua, le habían hecho recordar al señor de Guersaint, que había partido antes de amanecer a Gavarnie y que no regresaría hasta el anochecer. ¡Dichosos aquellos que no sienten ninguna preocupación! Él, mientras tanto, se hallaba ahora deshecho de cansancio, desatinado y agobiado por mortal tristeza.
Todo parecía conjurarse contra sus buenos deseos de reconquistar la fe de su infancia. La trágica aventura del cura Peyramale no había hecho sino estimular el espíritu de rebeldía que había quedado en él cuando supo la historia de Bernadette, la elegida y la mártir. La verdad que había venido a buscar en Lourdes, en lugar de devolverle la fe, ¿acabaría por hacer aún más intenso el odio que sentía contra la ignorancia y contra la credulidad, en la amarga certidumbre de que el hombre se encuentra en este mundo solo con su razón?
Al fin se quedó dormido. Pero su penoso sueño continuaba poblado de imágenes diversas. Veía a Lourdes, corrompida por el dinero, convertida en lugar de abominación y de perdición, transformada en un enorme bazar en que todo se vendía; las misas y las almas. Veía al cura Peyramale, muerto y enterrado en las ruinas de su iglesia, entre las ortigas que había sembrado la ingratitud. Y no consiguió tranquilizarse, no logró saborear la dulzura del aniquilamiento sino cuando desapareció la última visión, pálida y lamentable, la de Bernadette en Nevers, arrodillada en la penumbra de un rincón, soñando con su obra, allá lejos, que jamás había de ver.