V

Y continuó el viaje. El tren rodaba y rodaba siempre. En Sainte Maure se rezaron las oraciones de la misa, y en Saint Pierre des Corps se cantó el credo. Pero los ejercicios piadosos no despertaban ya tanto gusto; el fervor empezaba a flaquear un poco, y se iba haciendo notar la fatiga creciente del regreso, tras una exaltación tan prolongada de las almas. Comprendió entonces sor Jacinta que una lectura sería un oportuno entretenimiento para todas aquellas pobres gentes abatidas, y prometió que daría permiso al señor abate para que les leyese el final de la vida de Bernadette, de la que ya en dos ocasiones les había contado tan maravillosos episodios. Se esperaría a llegar a Aubrais, porque desde allí a Etampes tenían cerca de dos horas, tiempo suficiente para terminar la historia sin ser molestados.

De nuevo fueron sucediéndose las estaciones, con la monótona reiteración de lo que se había hecho en el viaje de ida, a través de las mismas llanuras. En Amboise se volvió a empezar el rosario, rezándose el primero con los cinco misterios gozosos; y después de haber salmodiado en Blois el himno: «¡Bendice, oh tierna Madre!», recitaron en Beaugency el segundo rosario, los cinco misterios dolorosos.

Desde el amanecer el sol estaba velado por un fino cendal de nubes, y la campiña huía, muy suave y un poco triste, en un constante movimiento de abanico. Bajo la luz gris, a ambos lados de la vía, los árboles y las casas desaparecían con una vaga levedad de ensueño; mientras que, a lo lejos, las colinas, sumergidas en la bruma, se alejaban más lentamente, con calmoso balanceo de oleaje. Entre Beaugency y Aubrais pareció disminuir la velocidad el tren, que seguía rodando con tableteo rítmico, obstinado, al que ya no prestaban atención los peregrinos aturdidos.

Al salir de Aubrais empezó el almuerzo en el vagón. Eran las doce menos cuarto. Después de rezarse el Ángelus, con sus tres avemarías repetidas tres veces, Pedro sacó de la valija de María el librito de tapas azules, adornadas con una imagen sencilla de Nuestra Señora de Lourdes. Sor Jacinta había dado unas palmadas para que se guardase silencio. Entonces pudo el sacerdote comenzar la lectura, con su hermosa y penetrante voz, en medio de la expectativa y la curiosidad de aquellos niños grandes a los que apasionaba el cuento prodigioso. Venían ahora la estancia en Nevers, y luego la muerte de Bernadette. Pero, como ya lo había hecho las dos anteriores veces, pronto dejó Pedro de atenerse al texto del librito, y entremezcló con el relato textual algunos episodios encantadores, todo lo que él sabía y todo lo que él intuía; y de este modo se evocaba, incluso para él, la verdadera historia, humana y lamentable, la que nadie había contado y que le conmovía el corazón.

Bernadette dejó Lourdes el 8 de julio de 1866. Salió de allí para enclaustrarse en el convento de Saint Gildard, de Nevers, casa matriz de las hermanas que atendían el hospicio donde ella había aprendido a leer y donde había vivido después ocho años. Tenía entonces veintidós y hacía ya ocho que la Santa Virgen se le había aparecido. Se despidió con lágrimas en los ojos de la gruta, de la basílica, de toda la ciudad, a la que ella quería tanto. Pero no podía vivir ya allí a causa de la continua persecución de la curiosidad pública, de las visitas, homenajes y actos de adoración. Su débil salud acabó por resentirse cruelmente con todo aquello. Su humildad sincera, su amor tímido por la penumbra y por el silencio acabaron por infundirle el deseo ardiente de desaparecer, de ir a ocultar en el fondo de ignotas tinieblas su resonante gloria de mujer elegida, a la que no quería el mundo dejar en paz; y no soñaba sino con prácticas sencillas del espíritu, con una vida tranquila, corriente, consagrada a la oración y a los pequeños menesteres cotidianos. Su partida fue, pues, un alivio para ella y para la gruta, a la cual empezaba ya a estorbar por su inocencia demasiado grande y sus excesivamente penosas enfermedades.

El claustro de Saint Gildard, en Nevers, debió haber sido para ella un paraíso. Había aire, sol, habitaciones espaciosas y un gran jardín con árboles magníficos. Sin embargo, tampoco allí pudo disfrutar de paz, ni le fue dado hacerse olvidar por completo del mundo en aquel lejano desierto. Veinte días apenas después de su llegada, tomó el santo hábito con el nombre de María Bernard, haciendo únicamente votos parciales. Pero el mundo, a pesar de todo, la siguió hasta allí, y se reanudó la persecución de la multitud.

La perseguían aún dentro del claustro, con el ansia inextinguible de obtener gracias por la intercesión de su santa persona. ¡Verla, tocarla, atraerse la suerte contemplándola, frotando, sin que ella lo advirtiese, alguna medalla en sus hábitos! Era la pasión fanática por el fetiche, y los fieles se precipitaban, acosando a aquella pobre criatura, que era para ellos un Dios, queriendo cada cual llevarse su parte de esperanza y de divina ilusión.

Bernadette lloraba de cansancio y de rebeldía impaciente, repitiendo a menudo: «¿Por qué me martirizan así? ¿Qué tengo yo que no tengan los demás?». A la larga, acabó por producirle un verdadero sufrimiento el verse tratada como un «animal curioso», como ella misma se llamaba con una triste sonrisa de dolor. Ella se defendía lo mejor que podía, negándose a ver a nadie. Otras personas la defendían también y muy estrechamente por cierto en algunas ocasiones, no dejándola ver sino a las visitas autorizadas por el obispo.

Las puertas del convento permanecían cerradas, y los eclesiásticos eran casi los únicos que lograban forzar la consigna. Pero, aun así, aquello era demasiado para su deseo de soledad; hubo ocasiones en que llegó a encapricharse, negándose a recibir a algunos sacerdotes, fatigada de antemano ante la idea de tener que repetir siempre la misma historia, de soportar eternamente las mismas preguntas. Estaba indignada, y aquello le parecía que era una ofensa que inferían a la misma Santa Virgen. Pero no tenía más remedio que acceder, porque el propio señor obispo era el que acompañaba a los personajes, dignatarios y prelados; se mostraba entonces con aire grave, respondía con cortesía y lo más brevemente posible, y no se sentía a gusto sino cuando conseguía volver a su rincón solitario.

Nunca había sido la divinidad para nadie una carga tan enfadosa como para Bernadette. Un día que le preguntaron si no estaba orgullosa de las continuas visitas que le hacía su obispo, contestó con dulzura: «Monseñor no viene para verme, sino para mostrarme». Príncipes de la Iglesia, célebres católicos militantes hubo que quisieron verla, y que se enternecieron y estallaron en sollozos en su presencia; y ella, horrorizada de exhibirse como un espectáculo, fastidiada en su simplicidad de espíritu, los abandonaba sin comprender aquella alharaca, muy aburrida y muy entristecida.

Se había ido haciendo entretanto a la vida de Saint Gildard, donde llevaba una existencia monótona, adaptada a los hábitos rutinarios, que terminaron por serle gratos.

Como era muy endeble y enfermiza, la empleaban en la enfermería. Y fuera de sus obligaciones como tal, trabajaba de manera que acabó por ser una obrera bastante habilidosa. Hacía primorosos bordados en albas y paños de altar, pero con harta frecuencia le faltaban las fuerzas, y no podía dedicarse ni aun a los más ligeros trabajos. Cuando no estaba en cama, se pasaba días enteros en un sillón, sin más distracción que rezar el rosario o entregarse a lecturas piadosas.

Desde que aprendió a leer, le interesaban los libros, las bellas historias de conversiones, las leyendas de santos y de santas, y también los hermosos y espantables dramas en que el diablo aparecía chasqueado y sumergido de nuevo en los infiernos. Pero su gran cariño, su maravilla continua, era siempre la Biblia, ese prodigioso Nuevo Testamento cuyos constantes milagros no se cansaba nunca de admirar. Se acordaba de la Biblia de Bartrès, de aquel viejo libro amarillento que llevaba un siglo en la familia; volvía a ver a su padre adoptivo, que todas las noches clavaba un alfiler entre las páginas, al azar, y que daba luego comienzo a la lectura por la cabecera de la página de la derecha. Ya entonces estaba tan familiarizada con aquellos admirables relatos que bastaba citarle una frase para que siguiese recitando el resto de memoria. Ahora los leía ella misma, produciéndole una sorpresa eterna, un encanto siempre nuevo. La conmovía sobre todo el relato de la Pasión, como si fuese un acontecimiento extraordinario y trágico acaecido la víspera. Sollozaba llena de compasión al leerlo, y todo su pobre cuerpo dolorido se estremecía durante horas enteras. Había quizá en el fondo de sus lágrimas el dolor inconsciente de su propia pasión, el Calvario desolado que también ella iba recorriendo desde su juventud.

Cuando no estaba enferma y podía ocuparse en la enfermería, Bernadette iba y venía, llenando la casa con su vivaz alegría de niña. Hasta la hora de su muerte, siguió siendo la mujer inocente e infantil que gustaba de reír, saltar y jugar. Era muy pequeña, la más pequeña de la comunidad, lo que hizo que todas sus compañeras la tratasen en cierto modo como a una chiquilla. Su cara se iba alargando, se desencajaba, perdía el brillo de la juventud; pero los ojos conservaban su pura y divina claridad, magníficos ojos de vidente, por donde, como en un cielo límpido, revoloteaban los sueños.

Al ir envejeciendo, y a consecuencia de los dolores que padecía, se fue tornando algo áspera y violenta; su carácter se agriaba, se hacía inquieto, y era frecuentemente ruda; todas aquellas imperfecciones, una vez superadas las crisis, le dejaban mortales remordimientos. Se humillaba, creyéndose condenada, y pedía perdón a todos. Pero ¡qué ángel de Dios era casi siempre! Vivaracha, despierta, tenía salidas y reflexiones que provocaban a risa, y que ella decía con una gracia tan personal que todos la adoraban. A pesar de su gran devoción, y aun cuando pasaba días enteros rezando, su religiosidad no era agresiva, ni demostraba exceso de celo para con los demás, sino que era tolerante y compasiva. Era una santa doncella, en una palabra, pero con toda su femineidad esencial, con rasgos propios y una personalidad bien definida, encantadora dentro de su misma puerilidad.

Aquel don de la infancia, que conservaba; aquella inocencia sencilla de niña, que nunca había perdido, era lo que hacía que los niños la adorasen como a una compañera; todos corrían hacia ella, saltaban sobre sus rodillas, le rodeaban el cuello con sus bracitos, y entonces todo era en el jardín travesuras bulliciosas, carreras y gritos, y no era ella la que menos corría, ni la que menos gritaba, sintiéndose feliz por volver a ser la muchachita pobre y desconocida de aquellos lejanos días pasados en Bartrès.

Tiempo después se dijo que una madre había llevado al convento a un hijo suyo que estaba paralítico, a fin de que la santa lo tocase y sanase. La madre lloró tan reciamente que la superiora acabó por consentir en aquella tentativa. Pero, como Bernadette se rebelaba y se indignaba cuando le pedían que hiciese algún milagro, no se la previno para nada, y se la llamó solamente para que llevase a la enfermería al pequeño. Bernadette transportó al niño, y cuando lo puso en el suelo, el niño caminó: estaba curado.

¡Cuántas veces, en las horas en que se ponía a soñar, fatigada de haber rezado por los pecadores, revivían en su imaginación Bartrès y su infancia libre, corriendo detrás de sus ovejas, y los años pasados en las colinas, entre la vegetación agreste y los bosques frondosos! Nadie penetró entonces en su alma, nadie puede decir si no hicieron sangrar su corazón dolorido nostalgias involuntarias.

Un día pronunció una frase que sus historiadores citan para hacer más conmovedor su martirio. Enclaustrada, lejos de sus montañas, clavada en el lecho del dolor, exclamó: «Me parece que nací para vivir, para actuar, para no estarme quieta nunca, y, sin embargo, el Señor me obliga a permanecer inmóvil». ¡Frases reveladoras que constituyen un testimonio terrible, que transparentan una tristeza inmensa! ¿Y por qué obligaba el Señor a permanecer inmóvil a aquella criatura llena de alegría y de gracia? ¿No le habría honrado de igual modo llevando la vida de libertad y de salud, para la cual había nacido? Y si en vez de rezar por los pecadores, su ocupación constante y vana, hubiese dado su parte de amor al marido que la esperaba, a los hijos que hubiesen nacido de su carne, ¿no habría hecho más por acrecentar la felicidad del mundo y la suya propia? Se cuenta que, algunas noches, ella, que era tan alegre, tan activa, caía como aplastada por una gran pesadumbre. Tornábase sombría, se replegaba sobre sí misma, como anonadada por el exceso de dolor. Sin duda, el cáliz era ya demasiado amargo para ella, y se sentía agonizar pensando en que toda su existencia era un constante renunciamiento a todo.

¿Pensaba a menudo Bernadette en Lourdes cuando estuvo en Saint Gildard? ¿Qué sabía ella del triunfo de la gruta y de las maravillas que estaban transformando día por día aquella tierra milagrosa? Es cuestión que nunca se resolvió con claridad. Les estaba prohibido a sus compañeras hablarle de esas cosas, y la rodeaban a este respecto, de un silencio continuo y absoluto. A ella misma no le gustaba hablar de ello; guardaba hermético silencio sobre su pasado misterioso, y tampoco mostraba deseos de hablar del presente, por glorioso que fuese. Sin embargo, ¿no volaría su corazón en alas de la imaginación hacia aquel país encantado de su infancia, en el que vivían los suyos, donde habían quedado anudados todos los lazos de su vida, y en donde había dejado el sueño más extraordinario que criatura humana alguna haya tenido jamás? Seguramente que hizo con frecuencia en el pensamiento el hermoso viaje de sus recuerdos, y que, por lo menos a grandes líneas, tuvo noticias de los grandes acontecimientos de Lourdes.

Lo que le producía verdadero terror era el ir allí en persona, y a ello se negó siempre, porque sabía que no podría pasar inadvertida y porque le causaba espanto la adoración de las multitudes que seguramente le esperaban. ¡Qué éxito el suyo si hubiese sido una mujer dominadora, ambiciosa, enérgica! Habría vuelto al santo lugar de sus visiones, habría hecho allí milagros, habría sido sacerdotisa, papisa, con infalibilidad y autoridad de elegida y amiga de la Santa Virgen. Aunque dieron la orden formal de aislarla del mundo, por su propio bien, según decían, es lo cierto que los padres de la gruta jamás abrigaron seriamente semejante posibilidad. Estaban tranquilos, porque sabían que era una mujer dulce y humilde, que le inspiraba verdadero terror la idea de su divinización, que vivía ignorante de la colosal máquina que ella había puesto en marcha, y cuya explotación, de haberla conocido, la habría hecho retroceder horrorizada. ¡No, no! Ya no era suya aquella ciudad tumultuosa, de violencias y de negocios. Habría sufrido demasiado, aturdida, avergonzada. Y cuando los peregrinos que acudían allí le preguntaban: «¿Quiere usted venir con nosotros?, —la sacudía un ligero estremecimiento, y contestaba en el acto—: ¡No, no! Pero ¡con qué gusto me iría si fuese un pajarillo!».

Su único sueño fue ser avecilla viajera, de vuelo rápido y alas silenciosas, para hacer constantemente su peregrinación a la gruta. Ella, que no se había trasladado a Lourdes ni cuando la muerte de su padre, ni cuando la de su madre, iba seguramente allí todos los días con el pensamiento. Amaba, sin embargo, a los suyos, se preocupaba por encontrar trabajo a su familia, que seguía siendo pobre, y quiso recibir a su hermano mayor, llegado a Nevers para quejarse, y al que no querían dejar pasar. El hermano la halló abatida y resignada, y ni siquiera le preguntó Bernadette por el nuevo Lourdes, como si le tuviese miedo a aquella ciudad que crecía por instantes.

El año de la coronación de la Virgen, un sacerdote a quien Bernadette había encargado que rezase por ella delante de la gruta, volvió y le contó las inolvidables maravillas de la ceremonia: los cien mil peregrinos congregados, los treinta y cinco obispos, vestidos todos con vestiduras de oro, reunidos en la basílica deslumbrante. Bernadette se estremecía oyéndole, como si corriese por su cuerpo un escalofrío de deseo y de inquietud. Y cuando el sacerdote exclamó: «¡Ah, si hubiese visto usted aquel esplendor!, —ella le contestó—: ¿Yo? Estaba mucho mejor aquí, en mi enfermería, en mi rinconcito». Le habían robado su gloria, le habían robado su obra, en la que resonaba un perpetuo hosanna, y Bernadette no hallaba felicidad sino en el fondo del olvido, en la penumbra del claustro, donde la olvidaban los opulentos explotadores de la gruta.

Las solemnidades estruendosas no eran ocasión propicia para aquellos viajes misteriosos; el pajarillo de su alma no volaba hasta Lourdes sino en los días de soledad, en las horas apacibles, cuando nadie podía turbar sus devociones. Ella se arrodillaba delante de la agreste gruta primitiva, entre los rosales silvestres, en la época en que el Gave no estaba aún aprisionado por el malecón monumental. Y al declinar el día, cuando la atmósfera estaba impregnada de la olorosa brisa de las montañas, ella se iba a visitar la ciudad antigua, la vieja iglesia pintada y dorada, en la que había hecho su primera comunión, y el viejo hospicio tibio rincón de sufrimiento, en el que se había habituado al retiro durante ocho años; en una palabra, visitaba toda aquella ciudad vieja, pobre e ingenua, donde cada piedra de las calles despertaba en el fondo de su memoria ternuras antiguas.

¿Y no llevaría aún más lejos Bernadette, hasta Bartrès, la peregrinación de sus sueños? Hay que creer que también Bartrès surgía ante su imaginación, alumbrando la noche de sus ojos en ciertas ocasiones, cuando no se podía mover de su sillón de enferma y se le caía de las manos cansadas algún libro piadoso, cerrando los párpados. Allí estaba la antigua iglesia romana, con su nave de color de cielo y sus retablos de color de sangre, rodeada por las tumbas del estrecho cementerio. Volvía a verse después en la casa de Lagues, en la espaciosa habitación de la izquierda, donde había fuego encendido y donde contaban en invierno hermosos cuentos, mientras el gran reloj daba pausadamente las horas. Luego se presentaba ante sus ojos la campiña, la pradera sin fin, los castaños gigantescos bajo los cuales uno desaparecía, las mesetas desiertas desde las que se descubrían las montañas lejanas: el pico de Midi, el pico de Viscos, tenues y rosados, como los sueños, lanzados a volar en pleno país de leyenda.

Y después… Después se acordaría de su juventud libre, de cuando corría por donde se le antojaba, en campo abierto; se acordaría de sus trece años solitarios y soñadores, cuando paseaba por la vasta naturaleza su alegría de vivir. ¿No se vería entonces a sí misma, caminando por las orillas de los arroyos, atravesando por entre los bosques espesos de espinos, perdida entre las hierbas altas, bajo el cálido sol de junio? ¿No volvería a verse a sí misma, ya más crecida, con un galán de su misma edad, al que ella habría amado con toda la simplicidad y la ternura de su corazón? ¡Volver a ser joven, volver a ser libre, ignorada, feliz, y amar otra vez, amar de otro modo! Aquella visión pasaría confusa por su mente: un marido que la adoraba, hijos que crecían alegremente a su alrededor; hacer la vida que hace todo el mundo; conocer las alegrías y las tristezas que habían conocido sus padres, y que sus hijos conocerían a su vez. Todo se desvanecía poco a poco, y volvía a verse en su sillón de dolor, aprisionada entre cuatro frías paredes, sin más deseo que el de una muerte rápida, puesto que no había habido para ella el pequeño rincón de felicidad que hay para todos en la tierra.

Los achaques de Bernadette iban en aumento todos los años. Era, en fin, la pasión que comenzaba, la pasión de aquel nuevo Mesías niño, venido a este mundo para consuelo de los miserables, encargado de anunciar a los hombres la religión de la divina justicia, la igualdad ante los milagros, con escarnio de las leyes de la impasible naturaleza. No se levantaba ya de una silla sino, para sentarse en otra, y esto sólo durante algunos días; enseguida venía la recaída, y no tenía más remedio que volver otra vez al lecho.

Sus dolores se hacían espantosos. Su herencia nerviosa y su asma, agravada en el claustro, degeneraron en tuberculosis. Tosía horriblemente, tenía accesos que le desgarraban el pecho abrasado y que la dejaban medio muerta. Para colmo de miserias, se había declarado una caries en la rodilla derecha, una enfermedad roedora que le hacía gritar de dolor. Su pobre cuerpo, debido a las continuas curaciones a que se la sometía, era una llaga viva, llaga que se irritaba más aún por el calor del lecho, por su constante permanencia entre sábanas que, con su roce, acababan por desgarrarle la piel. Todos la compadecían; los testigos de su martirio afirmaban que no era posible sufrir más ni con más estoicismo. Probaba el agua de Lourdes, que no le producía alivio alguno. Señor Todopoderoso, ¿por qué se habían de curar los demás y no ella? ¿Era para salvar su alma? Pero, entonces, ¿no se salvaban las almas de aquellos que habían sido curados? ¡Inexplicable elección! ¿Qué necesidad absurda era esa de martirizar a aquella pobre criatura? ¿Qué era ella en la eterna evolución de los mundos?

Bernadette sollozaba y repetía para darse ánimo: «¡El cielo está al final, pero qué final tan largo de alcanzar!». Siempre la misma idea de que el dolor es un crisol, de que hay que sufrir en este mundo para triunfar en el otro, que el dolor es necesario, envidiable y bendito. ¿No es esto una blasfemia, oh Señor? ¿No sois vos quien ha creado la juventud y la alegría? ¿Queréis, entonces, que vuestras criaturas no disfruten de vuestro sol ni de vuestra naturaleza, cuando todo es fiesta en ella, ni de las ternuras humanas que habéis hecho brotar de nuestra carne? Bernadette temía la rebelión que la extraviaba a veces, y hacía esfuerzos para mostrarse fuerte contra el mal que torturaba su cuerpo; ella misma se crucificaba con el pensamiento, extendiendo los brazos en cruz para unirse a Jesús, miembro contra miembro, boca contra boca, chorreando sangre como él, saciándose como él de amargura. Jesús había muerto en tres horas; pero la agonía de Bernadette era más larga, porque ella había venido a renovar la redención por el dolor, y se moría también para dar la vida a los demás.

Cuando sus huesos crujían de angustia, prorrumpía a menudo en quejas, pero enseguida se reprochaba a sí misma: «¡Oh, cómo sufro, cómo sufro; pero qué feliz soy sufriendo!». No puede haber palabras más espantosas, ni pesimismo más negro. ¡Feliz de sufrir, oh, Señor! ¿Y por qué? ¿Con qué fin imbécil e ignorado? ¿Para qué esa inútil crueldad, esa repugnante glorificación del dolor, cuando de la humanidad entera no sale sino un ansia ardiente de salud y de felicidad?

En medio de su atroz suplicio, el 22 de septiembre de 1878, sor María Bernard pronunció sus votos perpetuos. Hacía ya veinte años que se le había aparecido la Santa Virgen, visitándola como la había visitado el Ángel a Ella, eligiéndola como ella misma había sido elegida, entre las más humildes y las más cándidas, para ocultar el secreto del Rey Jesús. Era la explicación mística de que hubiese sido elegida para sufrir, la razón de ser de aquella criatura tan duramente separada del resto del mundo, abrumada de males, convertida en el lastimoso campo de todas las humanas aflicciones. Era ella el huerto cerrado que tanto place a las miradas del Esposo; éste la había elegido y sepultado luego en la oscuridad de su vida, como en un sepulcro. Por eso, cuando la infeliz tambaleaba bajo el peso de su cruz, sus compañeras le decían: «¿Olvidasteis que la Virgen os prometió haceros feliz, no en este mundo, sino en el otro?. —Y ella contestaba, reanimada, golpeándose la frente—: ¡Olvidarme, nunca; lo tengo aquí, aquí!».

Sólo hallaba fuerzas en aquella ilusión de un paraíso de gloria, en el que ella habría de entrar escoltada por serafines, para gozar de la bienaventuranza eterna. Los tres secretos que la Santa Virgen le había confiado para armarla contra el pecado serían seguramente promesas de belleza, felicidad e inmortalidad en el cielo. ¡Pero qué monstruosa engañifa si no hubiese más allá de la tumba otra cosa que la noche de la tierra, si la Santa Virgen de sus ensueños no acudía a la cita que le había dado, entre todas las prodigiosas recompensas prometidas! Sobre esto Bernadette no abrigaba la menor duda, y aceptaba de buena gana todos los pequeños encargos que sus compañeras le daban, ingenuamente, para cuando llegase al cielo: «Sor María Bernard, acuérdese de decir esto al buen Dios»; «Sor María Bernard, si se encuentra con mi hermano en el paraíso, dele un beso de mi parte»; «Sor María Bernard, guárdeme un lugarcito a su lado para cuando yo me muera. —Y ella contestaba a cada una, complacientemente—: ¡No tema usted; cumpliré su encargo!». ¡Oh fuerza todopoderosa de la ilusión, descanso delicioso, energía siempre renovada y consoladora!

Y vino la agonía, llegó la muerte. El viernes 28 de marzo de 1879 se creyó que no pasaría de aquella noche. Tenía un ansia desesperada de llegar a la tumba, para no sufrir más, para resucitar en el cielo. Por eso se resistió obstinadamente a recibir la extremaunción, diciendo que por dos veces ya la extremaunción la había curado. Quería que Dios la dejase por fin morir, porque era ya demasiado, y no habría obrado bien el Señor haciéndola sufrir más. Sin embargo, acabó consintiendo en que le administrasen los santos óleos, y su agonía se prolongó durante cerca de tres semanas. El sacerdote que la asistía le repetía con frecuencia: «Hija mía, hay que hacer el sacrificio de la vida».

Un día, con gran impaciencia ya, contestó vivamente: «Pero, padre, esto no es un sacrificio». Frase terrible también ésta, hastío de vivir, desprecio furioso de la existencia, ansia inmediata de suprimir la humanidad si ello pudiese llevarlo a cabo con su mano, de golpe. Es cierto que la pobre mujer no tenía nada que echar de menos: le habían obligado a ponerlo todo al margen de la vida: su salud, su alegría, su amor, para que la abandonase como se abandona una ropa hecha jirones, usada y sucia. Tenía razón ella condenando aquella su vida inútil, su vida cruel, con estas palabras: «Mi pasión no concluirá sino con mi muerte, y durará para mí hasta mi entrada en la eternidad».

Aquella idea de su pasión la perseguía, la ataba aún más estrechamente en la cruz de su Divino Maestro. Se hizo dar un gran crucifijo, que oprimía violentamente contra su triste pecho de virgen, diciendo a gritos que quería hundirlo en el pecho y guardarlo allí. En sus últimos momentos, las fuerzas la abandonaron, y ya no pudo sostenerlo en sus manos trémulas: «Que me lo aten, que lo aprieten fuertemente contra mí, para que yo lo sienta hasta mi último suspiro». Era el único hombre que había conocido su virginidad, el único beso ensangrentado dado a su maternidad inútil, desviada y pervertida. Las religiosas tomaron unas cuerdas, las pasaron por debajo de su cintura dolorida, rodearon con ellas sus míseros flancos infecundos y ataron el crucifijo sobre su seno, con tanta fuerza que se incrustó en él.

La muerte tuvo por fin compasión. El lunes de Pascua fue acometida por un gran temblor. La asaltaron alucinaciones, que la conturbaban; castañeteaba de miedo, veía al demonio que vagaba, burlón, en torno suyo: «¡Vete de aquí, Satanás! ¡No me toques, no me lleves contigo!». Decía, después, en medio de su delirio, que el diablo había querido echársele encima, que había sentido que su boca le soplaba todas las llamas del infierno. ¿Por qué el demonio, ¡oh Señor!, en aquella vida tan pura, en aquella alma que no había cometido pecado alguno? ¿Y por qué, ¡oh Señor!, aquel nuevo golpe, aquel sufrimiento sin perdón, aquella exasperación hasta el último momento? ¿Por qué esta cruel pesadilla, esta muerte agitada por espantosas imágenes, al término de una vida toda candor e inocencia? ¿No podía dormirse serenamente, sumergida en la paz de su alma casta?

Sin duda, mientras tuviese aliento, era menester que sintiese odio y temor por la vida, que es el diablo. Era la vida lo que la amenazaba; lo que ella arrojaba lejos de sí era la vida, la misma vida que ella había negado al reservar al Esposo celeste su virginidad atormentada, clavada en la cruz. Aquel dogma de la Inmaculada Concepción, que sus visiones de niña enferma habían contribuido a consolidar, era una bofetada a la mujer, esposa y madre. Decretar que la mujer no es digna de culto sino a condición de que sea virgen, idear una imagen de mujer que siga siendo virgen después de ser madre, y que haya nacido también sin mácula, ¿no es una befa a la naturaleza, la vida condenada, la mujer negada, lanzada a la perversión, siendo así que la mujer sólo es grande cuando ha sido fecundada, cuando perpetúa la vida? «¡Huye de aquí, Satanás; déjame morir estéril!». Y con ello, Bernadette expulsaba el sol de la sala, el aire libre que penetraba por la ventana, el aire embalsamado por el aroma de las flores, cargado con las semillas errantes que arrastra el amor a través del ancho mundo.

El miércoles de Pascua, 16 de abril, empezó la última agonía. Se cuenta que en la mañana de aquel mismo día fue súbitamente curada, después de haber bebido un vaso de agua de Lourdes, una monja compañera de Bernadette, atacada de una enfermedad mortal, acostada en la enfermería, en una cama próxima a la suya. Pero ella, la elegida, había bebido el agua inútilmente. Y Dios le otorgó al fin la gracia insigne de que se colmasen sus deseos, permitiéndole que durmiese el buen sueño de la tumba, donde ya no se sufre más.

Bernadette pidió perdón a todo el mundo. Se había consumado su pasión; ella también tenía, lo mismo que el Salvador, los clavos y la corona de espinas, los miembros flagelados y abierto el costado. Como el Salvador, también ella alzó los ojos al cielo y extendió los brazos en cruz, lanzando un fuerte grito: «¡Dios mío!. —Y, también como Él, hacia las tres de la tarde, exclamó—: Tengo sed». Humedeció sus labios en un vaso, inclinó la cabeza y murió.

Así expiró, muy gloriosamente, la vidente de Lourdes, Bernadette Soubirous, sor María Bernard, monja de las hermanas de la caridad de Nevers. Su cuerpo estuvo expuesto durante tres días; desfilaron ante él multitudes enormes; acudió el pueblo en masa; se formó una cola interminable de fieles, hambrientos de esperanza, que frotaban en el hábito de la muerta medallas, rosarios, imágenes, devocionarios, para obtener de ella alguna gracia, algún fetiche que diera suerte. Ni siquiera en la muerte se la pudo dejar en su sueño de soledad, porque los desgraciados de este mundo corrieron hacia ella en tropel para beber la ilusión en torno de su féretro. Notose que había conservado el ojo izquierdo obstinadamente abierto; era el ojo que durante las apariciones de la Santa Virgen quedaba del lado de Esta.

Un último milagro maravilló al convento: el cuerpo no se alteró, y cuando la enterraron al tercer día estaba flexible, tibio; tenía los labios rosados, la piel blanquísima, como si hubiese rejuvenecido y despidiese un aroma agradable. Actualmente, Bernadette Soubirous, la gran desterrada de Lourdes, duerme oscuramente su último sueño en Saint Gildard, bajo las losas de una capillita, entre la sombra y el silencio de los añosos árboles del huerto.

Pedro dejó de hablar; el buen cuento maravilloso había terminado. Pero todos los que iban en el vagón seguían escuchando, profundamente sacudidos por aquel final trágico y tan conmovedor. Lágrimas de ternura corrían de los ojos de María, mientras las demás, Elisa Rouquet, la Grivotte misma, que se había calmado un poco, juntaban las manos, rezaban a la que estaba ahora en el seno de Dios, pidiendo que intercediese para que acabase de curarlas. El señor Sabathier hizo una enfática señal de la cruz, y luego se puso a comer el pastel que su mujer le había comprado en Poitiers. A la mitad de la historia, el señor de Guersaint, a quien molestaban las cosas tristes, se había quedado dormido. Sólo la señora de Vincent seguía con la cara hundida en la almohada, inmóvil, como sorda y ciega, no queriendo oír ni ver nada.

El tren rodaba y rodaba siempre. La señora de Jonquière, con la cabeza fuera de la ventanilla, anunció que llegaban ya a Etampes. Cuando salieron de la estación sor Jacinta dio la señal y recitaron el tercer rosario, los cinco misterios gloriosos: la Resurrección de Nuestro Señor, la Ascensión de Nuestro Señor, la Venida del Espíritu Santo, la Asunción de la Santísima Virgen y la Coronación de la Santísima Virgen. Y luego salmodiaron el himno: «En tu ayuda deposito mi confianza, oh Señora…».

Pedro cayó entonces en una profunda meditación. Sus miradas se dirigieron a los campos ahora bañados de sol, y cuya continua fuga parecía mecer sus pensamientos. El trepidar de las ruedas le aturdía, y acabó por no distinguir con claridad los horizontes familiares de aquel inmenso suburbio, que había conocido en otros tiempos. Todavía faltaba Bretigny, luego vendría Juvisy, y, por fin, París, dentro de hora y media escasa. ¡Llegaba a su término el gran viaje! ¡Estaba realizada ya aquella tan deseada investigación, aquel experimento llevado a cabo con tanto apasionamiento!

Había querido adquirir para sí una certidumbre, estudiar sobre el terreno el caso de Bernadette, comprobar si era posible que volviese a él la gracia divina, como una revelación súbita, devolviéndole la fe. Y ahora sabía ya a qué atenerse. Bernadette había soñado, bajo el continuo acicate de su carne torturada, y él mismo no creería ya nunca. Esto se imponía con la brutalidad de un hecho: la fe ingenua del niño que se arrodilla y reza, la fe primitiva de los pueblos jóvenes, doblegados por efecto del terror sagrado de su ignorancia, estaba muerta. Aunque los peregrinos acudiesen a Lourdes por millares todos los años, los pueblos no creerían ya; aquella tentativa de resucitar la fe total, la fe de los siglos muertos, sumisa y ciega, debía fracasar inevitablemente.

La historia no remonta su curso, la humanidad no puede retroceder a la infancia, los tiempos han cambiado demasiado; vientos nuevos han soplado, sembrando gérmenes de nuevas cosechas, y ya no es posible que los hombres de hoy se formen como los hombres del pasado. Aquello era decisivo. Lourdes no constituía sino un accidente explicable, una violenta reacción que era una prueba más de la agonía suprema en que se debatía la fe, bajo la antigua forma del catolicismo. Jamás la nación entera se prosternaría ya, como la nación creyente de otros tiempos en las catedrales del siglo XII, como rebaño dócil bajo el cayado del Señor. Obstinarse ciegamente en ese propósito equivaldría a estrellarse contra lo imposible y correr hacia grandes catástrofes morales.

No conservaba de su viaje sino un sentimiento de inmensa piedad. Su corazón se desbordaba, su pobre corazón que volvía despedazado. Se acordaba de las palabras del buen abate Judaine, y había visto a todos aquellos millares de infelices rezar, sollozar, suplicar a Dios que tuviese misericordia de sus padecimientos, y él había sollozado con ellos, conservando, como una llaga viva, la fraternidad lamentable de todos los infortunios. De ahí que no pudiese pensar en todos aquellos desdichados sin sentir un ardiente deseo de aliviarlos. Si no bastaba ya con la fe ingenua, si pretender dar marcha atrás era correr el riesgo de extraviarse, ¿había que cerrar entonces la gruta, había que predicar otro evangelio de paciencia? Su piedad se rebelaba al pensar en ello. ¡No, no! Sería un crimen cerrar el ensueño de su cielo a aquellos seres que sufrían con el cuerpo y con el alma, y cuyo único consuelo consistía en arrodillarse, allá en Lourdes, entre el resplandor de los cirios encendidos, en la arrulladora obstinación de sus cánticos.

No había querido, por eso mismo, cometer el asesinato de abrir los ojos a María; había preferido inmolarse él para que ella conservase la alegría de su quimera, el divino apoyo de creerse curada por la Virgen. ¿Dónde estaba el hombre de corazón tan duro que hubiese tenido la crueldad de impedir a los humildes que creyesen, de matar en ellos el lenitivo de lo sobrenatural, la esperanza de que hay un Dios que se ocupa de ellos, reservándoles una vida mejor en su paraíso? La humanidad entera lloraba, desolada de angustia, como una enferma desesperada, desahuciada, sin más esperanza de salvación que el milagro. Pedro, que la sentía desgraciada, se estremecía con fraternal ternura ante aquel cristianismo lamentable, de humildad, de ignorancia y de pobreza harapienta, enfermo, con sus llagas y sus olores nauseabundos; en presencia de todo aquel pueblo de desgraciados que vivía en los hospitales, en los conventos y en las zahúrdas, entre chinches y piojos; ante la suciedad, la fealdad y las caras idiotas, todo lo cual hacía que estallase en su corazón una protesta contra la salud, contra la vida, contra la naturaleza misma, en nombre de la justicia, de la igualdad y de la bondad triunfantes. ¡No! Era menester que nadie se desesperase, había que tolerar a Lourdes como se tolera la mentira que ayuda a vivir. Y como lo había dicho ya él mismo cuando estaba en la habitación de Bernadette: ésta era una mártir que le revelaba la única religión de que estaba todavía lleno su corazón: la religión del sufrimiento humano. ¡Había que ser bueno, procurar sanar todos los males, aplacar el dolor mediante la ilusión, mentir incluso para que nadie sufra!

El tren atravesó a toda velocidad una aldea, y Pedro divisó confusamente una iglesia entre unos grandes manzanos. Todos los peregrinos del vagón se santiguaron, pero él sintió que le invadía la inquietud y que los escrúpulos tornaban angustiosos aquellos ensueños. ¿No sería una engañifa más aquella religión del dolor humano, aquella salvación por el dolor? ¿No se agravaría aún más el sufrimiento y la miseria? La superstición es, además de cobarde, peligrosa. Dejarla vivir, tolerarla, aceptarla, es volver a empezar eternamente los siglos desgraciados. La superstición debilita, embrutece; los estigmas de la religión que la herencia lega engendran generaciones apocadas y timoratas, pueblos degenerados y dóciles, que son una presa fácil para los poderosos de este mundo. Se explota, se roba y se esquilma a los pueblos que ponen todos los esfuerzos de su voluntad en la conquista de la otra vida.

Entonces, ¿no sería, quizá, mejor tener inmediatamente el atrevimiento necesario para llevar a cabo una intervención quirúrgica en la humanidad, cerrando las grutas milagrosas, a donde va a llorar, y devolviéndole de ese modo la energía que le hace falta para vivir la vida tal cual es en la realidad, aunque ello le costase lágrimas? Lo mismo se podía decir de la oración, de aquella oleada de rezos incesantes que se oían en Lourdes, rezos en que el mismo Pedro se había anegado hasta enternecerse. ¿Qué era todo aquello sino un arrullo pueril, un bastardeamiento de todas las energías? La voluntad se adormecía con todo aquello, el individuo se depauperaba a sí mismo, cobrando hastío a la vida y a la acción. ¿Para qué querer, para qué obrar, si bastaba con ponerse por completo en manos de un ser desconocido y omnipotente? Por otra parte, ¡qué extraña cosa resultaba el insensato deseo de prodigios, la necesidad de obligar a Dios a transgredir las leyes de la naturaleza establecidas por él mismo, en su sabiduría infinita! Había allí, evidentemente, un peligro y un desvarío. Era necesario desarrollar en el hombre, y sobre todo en el niño, el hábito del esfuerzo personal, el valor de la verdad, aun a riesgo de perder con ello la ilusión, la divina consoladora.

Entonces se hizo en su mente una gran claridad que lo dejó deslumbrado. Era la razón, que protestaba contra la glorificación de lo absurdo y contra la decadencia del sentido común. ¡La razón! Por ella sufría, sólo por ella era feliz. Ya se lo había dicho al doctor Chassaigne: su único deseo era someterse a ella cada vez más, aun a costa de su propia felicidad. Era ella, bien lo comprendía ahora; era la razón lo que en la gruta como en la basílica y en todo Lourdes le había impedido creer. No había podido matarla, humillarse y anonadarse, como lo había hecho su viejo amigo, aquel ilustre anciano vencido ya, caído en una senilidad dolorosa, vuelto a la niñez por efecto del descalabro sufrido por su corazón. La razón era su dueña soberana, ella era la que le mantenía erguido, aun en medio de las oscuridades y fracasos de la ciencia.

Cuando él no se explicaba bien una cosa, ella era la que le decía al oído: «Existe seguramente una explicación natural que se me escapa en este momento». Se repetía muchas veces que no hay más que un ideal sano: avanzar hacia lo desconocido para conocerlo, ir hacia la victoria lenta de la razón, a través de las miserias del cuerpo y de la inteligencia. Él, como sacerdote, era capaz de arruinar su vida para cumplir su juramento, y en su interior chocaban dos tendencias hereditarias: la de su padre, que era todo cerebro, y la de su madre, que era toda fe. Había tenido la fuerza necesaria para dominar su carne renunciando a la mujer, pero comprendía perfectamente que su padre sería el que triunfase en definitiva, porque le era ya imposible consentir en el sacrificio de su razón: no renunciaría a su razón, no la abatiría. ¡No! Ni el mismo sufrimiento humano, ni el mismo dolor sagrado de los pobres, debía ser un obstáculo y hacer necesaria la ignorancia y la locura. La razón ante todo; no había salvación sino en ella. Si Pedro, bañado en lágrimas, ablandado por el espectáculo de tanto sufrimiento, había dicho en Lourdes que bastaba con llorar y amar, se había equivocado peligrosamente. La compasión no pasa de ser un cómodo expediente. Era menester vivir, era menester actuar, era menester que la razón combatiese el dolor, si no quería que el dolor fuese eterno.

De nuevo en aquella rápida huida de los campos apareció una iglesia recortada sobre el horizonte, sobre una colina. Alguna ermita, sin duda, coronada por una alta estatua de la Santa Virgen. Una vez más persignáronse todos los peregrinos, y otra vez tomaron rumbo distinto los pensamientos de Pedro, que volvió a sentirse angustiado por una nueva oleada de reflexiones. ¿Qué era aquella imperiosa necesidad del más allá que torturaba a la humanidad doliente? ¿De dónde procedía? ¿Por qué esa ansia de igualdad y de justicia cuando estas cosas parece que estuvieran ausentes de la naturaleza impasible? El hombre había colocado estas aspiraciones suyas en lo desconocido y misterioso, en lo sobrenatural de los paraísos religiosos, y de ese modo satisfacía su sed ardiente. La sed inextinguible de felicidad había abrasado siempre a la humanidad, y siempre la seguiría abrasando.

Si los padres de la gruta hacían grandes negocios, era porque vendían lo divino. Aquella sed de lo divino, que nada ha podido mitigar a través de los siglos, parecía renacer ahora con una violencia desconocida al finalizar este nuestro siglo, que es el de la ciencia. Lourdes era un ejemplo palpable, irrecusable, de que tal vez el hombre nunca podría prescindir de su fe en un Dios soberano, encargado de restablecer la igualdad entre los hombres, rehaciendo la felicidad a golpes de milagros. Cuando el hombre ha tocado el fondo de la desgracia de vivir, se vuelve hacia la ilusión divina, y en eso consiste el origen de todas las religiones: el hombre se siente débil y desamparado y no tiene fuerzas para vivir su mísera vida terrenal sin la eterna mentira de un paraíso. Es una cosa probada ya; la ciencia sola no le basta, y no hay más remedio que dejarle abierta una puerta hacia el misterio.

En forma brusca la frase repercutió en el cerebro de Pedro, profundamente abstraído en sus meditaciones. ¡Una nueva religión! Esa puerta hacia el misterio que se necesita dejar abierta no era ni más ni menos que una nueva religión. El amputar brutalmente a la humanidad su ilusión, el arrebatarle por la fuerza lo sobrenatural, que le es tan necesario como el pan para vivir, sería matarla, tal vez. ¿Llegará alguna vez a tener el valor filosófico de aceptar la vida tal cual es, por sí misma, despojada de la idea futura de castigos y de recompensas? Es probable que transcurran aún muchos siglos antes de que surja una sociedad humana suficientemente juiciosa para vivir honradamente, sin necesidad de la policía moral de una religión cualquiera, sin el consuelo de una igualdad y de una justicia sobrenaturales.

¡Una religión nueva! Esta frase estallaba y resonaba en su pensamiento como si fuese el grito mismo de los pueblos, el anhelo ávido y desesperado del alma moderna. El consuelo y la esperanza que el catolicismo había traído al mundo parecían agotados al cabo de dieciocho siglos de historia, y después de tantas lágrimas, de tanta sangre, de tantas agitaciones estériles y bárbaras. Era una ilusión que se iba y lo menos que se podía hacer era sustituirla. Los hombres se habían lanzado en pos del paraíso cristiano, porque éste era en aquel tiempo como una joven esperanza. ¡Una religión nueva, una esperanza nueva, un paraíso nuevo! El mundo tenía sed de todo esto, acometido por el gran malestar en que se debate.

El padre Fourcade se daba perfecta cuenta de ello, y no era otra cosa lo que quería decir cuando se alarmaba y suplicaba que llevasen a Lourdes al pueblo de las grandes ciudades, la masa profunda del pueblo que constituye el cimiento de la nación. Llevar a Lourdes cien mil, doscientos mil peregrinos por año, era como llevar un granito de arena. Habría sido necesario que fuese el pueblo, el pueblo entero. Pero el pueblo ha desertado para siempre de las iglesias; ni siquiera pone ya su alma en las Santas Vírgenes que él mismo fabrica. Nada podría ya devolverle la fe perdida. Una democracia católica, eso sí que sería volver a comenzar la historia. ¿Era posible crear de ese modo una nueva humanidad cristiana? ¿No habría sido necesaria la venida de otro nuevo Salvador, el hálito prodigioso de otro Mesías?

Aquello sonaba siempre y aumentaba como un repique de campanas en la mente de Pedro. ¡Una religión nueva! ¡Una religión nueva! Necesitaría, sin duda, estar más cerca de la vida, dat a la tierra su participación más amplia, aviniéndose con las verdades conquistadas, y sobre todo una religión que no fuese un apetito de la muerte. Bernadette viviendo sólo para morir, el doctor Chassaigne aspirando a la tumba como única dicha, todo ese abandono espiritualista, era una continua desorganización de la voluntad de vivir. Al final, estaba el odio a la vida, el hastío y la parálisis de la acción. Toda religión, es cierto, no es sino una promesa de inmortalidad, una idealización del más allá, el jardín encantado que sigue a la muerte.

Ahora bien, ¿era posible que una nueva religión transformase este mundo en un paraíso de dicha eterna? ¿Dónde estaba la fórmula? ¿Dónde el dogma capaz de colmar la esperanza de la humanidad actual? ¿Qué fe había que sembrar para que diese una cosecha de energía y de paz? ¿Cómo había que fecundar la duda universal para que brotara una nueva fe? ¿Qué clase de ilusión, qué mentira divina podía germinar aún en la tierra contemporánea, asolada por sus cuatro costados, socavada por todo un siglo de ciencia?

En aquel momento, sin transición aparente, sobre el fondo turbio de sus pensamientos, Pedro vio alzarse la figura de su hermano Guillermo. No se sorprendió, sin embargo, porque existía un secreto vínculo que tenía que traerlo. ¡Cuánto se habían querido en otro tiempo, y qué bueno era aquel hermano mayor, tan recto y tan cariñoso! Pero la ruptura entre ambos era completa. Pedro no volvió a verlo desde que se había enclaustrado en su laboratorio de químico para dedicarse a sus investigaciones favoritas. Vivía como un salvaje en una pequeña casita de los arrabales, acompañado de su querida y de dos perrazos. Luego su meditación fue más lejos aún, al recordar el proceso durante el cual se habló de Guillermo, al que se acusaba de cultivar relaciones comprometedoras con los revolucionarios más violentos. Decíase que después de laborioso trabajo había logrado dar con la fórmula de un explosivo terrible, una libra del cual era bastante para volar una catedral.

Pedro pensaba ahora en aquellos anarquistas que quisieran renovar y salvar al mundo destruyéndolo. Todos ellos no eran sino unos soñadores, unos soñadores temibles, pero también eran soñadores aquellos inocentes peregrinos que él había visto arrodillados ante la gruta, como un rebaño en éxtasis. Si los anarquistas y los socialistas extremistas exigían violentamente la igualdad de la riqueza, la participación en común de los goces de este mundo, los peregrinos, en cambio, reclamaban con lágrimas la igualdad en la salud, el reparto equitativo de la paz moral y física. Estos contaban con el milagro; los otros apelaban a la acción brutal. En el fondo, se trataba del mismo ideal exasperado de fraternidad y justicia, la eterna necesidad de ser feliz, de que no haya pobres ni enfermos, de que todos sean dichosos.

¿No fueron los primeros cristianos en la antigüedad unos terribles revolucionarios frente al mundo pagano, al que amenazaban y al que, en efecto, acabaron por destruir? Ellos, que fueron perseguidos y a quienes se trató de exterminar, son hoy inofensivos porque han venido a ser el pasado. El porvenir aterrador es siempre el hombre que sueña en una sociedad futura, el que se siente hoy acuciado por el ansia de renovación social y que alienta el sueño negro de purificarlo todo por medio de las llamas de los incendios. Esto es hoy una monstruosidad. Pero ¿quién podría negar que allí estuviese tal vez encerrado el mundo rejuvenecido del porvenir?

Indeciso, desconcertado, poseído por el horror de la violencia, Pedro hacía causa común con la vieja sociedad, que se defendía sin poder decir de qué lado vendría el Mesías de mansedumbre en cuyas manos hubiera querido dejar a la pobre humanidad enferma. ¡Una religión nueva! ¡Sí! ¡Una religión nueva! Pero no era fácil inventar una, y él no sabía qué poner entre la antigua fe, que estaba muerta, y la fe lozana del porvenir, que todavía no había nacido. Desolado, no estaba seguro sino de cumplir su juramento y de ser un sacerdote sin fe que, sin embargo, tenía que cuidar la fe de los demás, cumpliendo sus obligaciones casta y honestamente, con la tristeza altiva de no haber podido renunciar a su razón como había renunciado a su carne. Esperaría.

Rodaba el tren ahora por entre grandes parques. La locomotora dejó escapar un largo silbido, jubiloso como música de charanga, que arrancó a Pedro de sus reflexiones. En torno, la gente estaba emocionada y daba señales de gran agitación. Acababan de salir de Juvisy, y estarían por fin en París, dentro de media hora a lo más. Cada cual arreglaba sus cosas; los Sabathier rehacían sus pequeños paquetes, y Elisa Rouquet se daba una última mirada en el espejo. Hubo un momento en que la señora de Jonquière se alarmó por la Grivotte, y resolvió hacerla conducir directamente a un hospital, en vista del lamentable estado en que se encontraba.

María, entre tanto, procuraba sacar a la señora de Vincent del sopor en que se hallaba y del cual no parecía querer salir. Hubo que despertar al señor de Guersaint, que hacía su siestecita. Sor Jacinta dio unas palmadas, y todo el vagón salmodió el Tedéum, el cántico de acción de gracias: Te Deum laudamus, te Dominum confitemur… Las voces se elevaban en alas de un postrer fervor; todas aquellas almas ardientes daban gracias a Dios por el viaje admirable, por los maravillosos favores de que las había colmado y de que seguiría colmándolas.

Otra vez las fortificaciones. El sol de la tarde empezaba a descender lentamente por un cielo limpio, de una serenidad caliginosa. Por encima del París inmenso flotaban en nubes tenues humaredas lejanas, humaredas rojizas, emanación difusa del coloso que estaba entregado a su faena. Era París en fragua; París con sus pasiones, sus luchas y sus sordos rumores de tempestad, su vida ardiente en perpetua gestación de la vida de mañana. El tren blanco, el tren lamentable de todas las miserias y de todos los dolores, penetraba en él a gran velocidad, lanzando con mayores bríos todavía la estridencia lacerante de sus silbidos. Los quinientos peregrinos y los trescientos enfermos iban a diseminarse en él, a caer de nuevo en el duro pavimento de su existencia, a salir del prodigioso sueño que acababan de hacer, hasta el día en que la consoladora necesidad de un nuevo sueño les impulsase a comenzar otra vez la eterna peregrinación del misterio y del olvido.

¡Oh tristes hombres, pobre humanidad enferma, hambrienta de ilusión, que en medio del cansancio de este fin de siglo, desconcertada y dolorida por haber asimilado glotonamente demasiada ciencia, se cree abandonada por los médicos del alma y del cuerpo, en peligro inminente de sucumbir de un mal incurable, y se vuelve atrás y pide el milagro de su curación a los místicos Lourdes de un pasado que ha muerto para siempre!

Allá, a lo lejos, Bernadette, el nuevo Mesías del dolor, vida conmovedora en su realidad humana, es la lección terrible, la ofrenda amputada del mundo, la víctima condenada al abandono, a la soledad y a la muerte, castigada con la desgracia de no haber sido mujer, ni esposa, ni madre, porque había visto a la Santa Virgen.

FIN