V
A eso de las once de la noche se le ocurrió a Pedro la idea de ir un momento, antes de acostarse, al Hospital de Nuestra Señora de los Dolores, dejando al señor de Guersaint en su habitación del hotel de las Apariciones. Estaba muy preocupado porque, cuando se separó de María, la había dejado llena de desesperación, sumida en un hosco silencio. Y cuando preguntó por la señora de Jonquière, en la puerta de la sala de Santa Honorina, su inquietud fue aún mayor, porque las noticias no eran buenas; la directora le informó de que la joven no había despegado los labios y que no contestaba a nadie, negándose asimismo a tomar alimento. Por eso puso empeño en hacer pasar a Pedro. Estaba prohibida la entrada a los hombres por la noche en la sala de mujeres, pero un sacerdote no es un hombre.
—Es usted la única persona a quien estima, y sólo a usted le hará caso. Haga el favor de entrar y sentarse junto a su cama, mientras llega el abate Judaine. Debe venir a eso de la una para dar la comunión a las enfermas más graves, a las que no pueden moverse y tienen que comer desde que amanece. Usted le ayudará.
Pedro siguió entonces a la señora de Jonquière, quien le hizo sentar a la cabecera de María.
—Amiga mía, aquí le traigo a una persona muy querida de usted. ¿No es así? Hablen ustedes y sea razonable.
Pero la enferma, al ver a Pedro, se le quedó mirando con expresión de dolor exasperado y el semblante tétrico y duro de una rebelde.
—¿Quiere usted que le lea algo, una lectura de esas que consuelan, como hicimos cuando veníamos en el tren? Pero no, eso no la distraería; no está usted para lecturas. ¡Vaya, veremos eso más tarde! La dejo a usted con él. Estoy segura de que dentro de un instante recobrará la calma.
En vano le habló Pedro en voz baja, diciéndole todo lo que su ternura hallaba de bueno y cariñoso y suplicándole que no se abandonara de aquel modo a la desesperación. Si la Santa Virgen no la había curado el primer día era porque la reservaba para algún milagro resonante. Pero ella volvió la cabeza hacia otro lado y parecía no oírle siquiera, con la boca contraída por una mueca amarga y violenta y la mirada irritada, perdida en el vacío. Pedro tuvo que dallarse y limitarse a mirar en torno suyo.
Era aquél un espectáculo espantoso. Jamás su corazón se había sentido agitado por una conmoción tal de compasión y de terror. Hacía ya mucho rato que habían cenado; no obstante, sobre las camas se veían aún algunas raciones traídas de la cocina. Varias enfermas comían así hasta que clareaba el día, mientras otras gemían sin cesar pidiendo que las cambiasen de postura o las sentaran en el orinal. A medida que avanzaba la noche, todas se sentían invadidas por una especie de confuso delirio; pocas eran las que dormían tranquilas. Algunas se habían desnudado y tapado con las sábanas; pero la mayoría estaba encima de las camas, y era muy difícil desnudarlas, por lo que no se cambiaban de ropa durante los cinco días de la peregrinación.
En medio de aquella penumbra parecía mayor el hacinamiento; había quince camas alineadas a lo largo de las paredes, siete colchones obstruyendo el pasillo central y otros más agregados después, y, entre todos ellos, una montaña de equipajes, de pingajos increíbles, de cestas viejas, de maletas… No se sabía dónde poner el pie. Dos faroles humeantes alumbraban débilmente aquel campamento de moribundos; pero lo que se hacía insoportable eran los olores, a pesar de que las dos ventanas estaban entreabiertas, pues sólo entraba por ellas el pesado calor de aquella noche de agosto. Sombras y alaridos de pesadilla poblaban aquel infierno, entre la agonía nocturna de tantos seres dolientes.
Pedro reconoció en la sala a Raimunda, que había ido, una vez terminado su servicio, a dar un beso a su madre, antes de subir a acostarse en una de las buhardillas destinadas a las monjas. La señora de Jonquière, tomando a pecho su función de directora, no cerraba los ojos en las tres noches. Es cierto que disponía de un sillón para descansar; pero no podía sentarse en él un instante sin que la llamasen al punto. Por lo demás, la menuda señora de Désagneaux la secundaba con un fervor tan apasionado que dio motivo a que sor Jacinta le dijese con una sonrisa:
—¿Por qué no se hace usted religiosa?
A lo que ella contestó con sorprendida y azorada expresión:
—Muy sencillo: porque estoy casada y adoro a mi marido.
La señora de Volmar no se había dejado ver hacía rato. Se decía que estaba atacada por una jaqueca tan atroz que no había tenido más remedio que acostarse; esto hizo decir a la señora de Désagneaux que, para venir a cuidar enfermos, había que empezar por ser fuerte una misma. Sin embargo, ella también sentía que sus brazos y piernas flaqueaban, si bien no lo confesaba y continuaba acudiendo al más leve lamento, siempre dispuesta a dar una mano. Ella, que en su residencia de París hacía venir a sus habitaciones a un criado para cambiar de sitio un candelabro, llevaba y traía orinales, vaciaba las jofainas y levantaba a las enfermas, mientras la señora de Jonquière les acomodaba algún almohadón detrás de la espalda. Pero al dar las once se desplomó como fulminada. Cometió la imprudencia de recostarse un momento en el sillón y se quedó dormida en el acto, con su hermosa cabeza doblada sobre un hombro, entre el desorden de sus adorables cabellos rubios. Y desde ese instante, ni los quejidos, ni las llamadas, ni ruido alguno consiguieron despertarla.
La señora de Jonquière se acercó suavemente al joven sacerdote:
—Tuve la idea de mandar llamar al señor Ferrand; ya lo conoce usted, el interno que nos acompaña. Quizá él hubiese dado a esta señorita algún remedio que la calmase; pero está ocupado abajo, en la sala de los matrimonios, junto al hermano Isidoro. Además, nosotras no hemos venido aquí a cuidar enfermos, sino a ponerlos en manos de la Santa Virgen.
En esto, la hermana Jacinta, que pasaba la noche junto a la directora de la sala, se acercó:
—Vengo de la sala de los matrimonios, adonde fui a llevar unas naranjas que le prometí al señor Sabathier. Allí estaba el señor Ferrand, que había conseguido reanimar al hermano Isidoro. ¿Quiere usted que vuelva en su busca?
Pedro se opuso:
—No, no; María va a ser razonable. Dentro de un momento le leeré algunas páginas hermosas, y eso le hará descansar.
María persistía en su mutismo. Una de las dos lámparas de la sala se hallaba precisamente allí, pegada a la pared. Pedro veía perfectamente su rostro fino e inmóvil. En la cama siguiente, a su derecha, distinguía la cabeza de Elisa Rouquet, profundamente dormida, sin pañoleta, con su cara monstruosa descubierta, en la cual continuaba, sin embargo, palideciendo la horrible llaga. Y vio a su izquierda a la señora de Vêtu, agotada, desahuciada, que no podía pegar los ojos a causa del continuo escalofrío que la sacudía. Pedro le dijo algunas palabras afectuosas, que ella le agradeció, agregando con voz débil:
—Hoy ha habido varias curaciones, y eso me pone muy contenta.
En efecto, la Grivotte, acostada en un colchón tendido a los pies de la cama de la señora de Vêtu, se levantaba a cada instante, poseída por la fiebre de una actividad extraordinaria, repitiendo a todas las personas que llegaban:
—Estoy curada… Estoy curada…
Y contó que había devorado medio pollo, ella que no probaba bocado desde hacía un mes. Y que después había andado por espacio de dos horas con la procesión de las antorchas. Habría bailado, seguramente, hasta el amanecer si la Virgen hubiese organizado un baile aquella noche.
—Estoy curada… Estoy curada…
Entonces agregó la señora de Vêtu, con serenidad infantil y con un sentimiento de abnegación alegre y absoluta:
—La Santa Virgen ha hecho muy bien en devolver la salud a esa mujer, que es pobre. Esto me alegra más que si fuera yo misma, porque yo poseo mi pequeño negocio de relojería y puedo esperar. Cada cual a su tiempo, cada cual a su tiempo.
Casi todas exteriorizaban el mismo sentimiento, una misma increíble dicha por la curación de los demás. Muy rara vez se manifestaban envidiosas; se dejaban llevar por una especie de epidemia de felicidad, por la esperanza contagiosa de que curarían al día siguiente, con tal de que la Santa Virgen lo quisiese. Era preciso no disgustarla mostrándose demasiado impaciente; ella sabía, seguramente, lo que se hacía curando a una antes que a otra. Por eso las enfermas más graves rezaban por sus vecinas en una fraternidad de sufrimientos y esperanzas. Cada nuevo milagro era una garantía del milagro siguiente. Su fe renacía inquebrantable. Referían el caso de una joven labradora, paralítica, que había andado en la gruta, con una fuerza de voluntad extraordinaria; luego, ya en el hospital, había pedido que la dejasen volver a los pies de la Virgen de Lourdes; pero, a mitad de camino, se había tambaleado, jadeante, lívida; la volvieron al hospital en una camilla y allí había fallecido, curada de su mal, aseguraban las enfermas que estaban a su lado. A cada cual le llegaba su turno; la Santa Virgen no olvidaba a ninguna de sus bien amadas hijas, a menos que no entrase en sus impenetrables designios el otorgar el paraíso inmediatamente a alguna de sus elegidas.
En el instante en que Pedro se inclinaba hacia María para ofrecerle nuevamente una lectura, estalló ésta bruscamente en furioso llanto. Había reclinado la cabeza sobre el hombro de su amigo, y le confesaba toda su indignación hablándole en voz baja, terrible, en medio de aquellas sombras vagas de la espantosa sala. Advertíase en ella —cosa que ocurría raramente— una pérdida de la fe, una repentina falta de valor, una rebelión de todo su ser dolorido, cansado de esperar. Y llegaba hasta la blasfemia.
—No, no; la Virgen es mala e injusta. ¡Estaba tan segura de que me escucharía hoy, y le había rogado tanto! Y, ahora que está llegando a su término este primer día, veo que no me curaré jamás. Yo estaba segurísima de que me curaría un sábado, y hoy era sábado… ¡Oh, Pedro, no me deje usted hablar; no quisiera abrir la boca, porque mi corazón está demasiado resentido y temo que se me vaya la lengua!
Pedro le había tomado vivamente la cabeza y, oprimiéndosela con emoción fraternal, procuraba sofocar el grito de su rebelión.
—¡Cállese!, María, por favor, que la van a oír. ¡Expresarse así usted, tan piadosa siempre! ¿Es que se ha propuesto escandalizar a todas estas almas?
Pero, por más que se esforzaba, María no podía callarse.
—¡No puedo más! Si no hablo, me ahogo. Ya no la amo, ya no creo en ella. Todo lo que cuentan aquí es pura mentira; todo es falso; ni siquiera es verdad que la Virgen existe, porque no escucha a los que la llaman entre lágrimas. ¡Si usted supiera todo lo que le he dicho! Se acabó todo, Pedro. Quiero que me lleven de aquí ahora mismo. Lléveme, sáqueme de aquí, para que acabe de morirme en la calle, donde al menos los transeúntes se apiadarán de mis sufrimientos.
Estaba extenuada; había vuelto a caer de espaldas, balbuceando puerilmente.
—Y, además, nadie me quiere. Ni siquiera mi padre estaba allí. Y usted mismo, pobre amigo mío, me abandonó también. Cuando vi que no era usted el que me conducía a la piscina, sentí un gran escalofrío en el corazón. Sí, era el escalofrío de la duda, que tantas veces sentí en París. Y, claro está, si no me ha curado ha sido porque dudé. Quizá no recé bien, tal vez no me hallaba en suficiente estado de gracia…
Ya no blasfemaba, ya empezaba a encontrar excusas a la actitud del cielo. Pero su rostro seguía teniendo una expresión de violencia, por efecto de la lucha interior que se libraba en su alma contra aquel poder supremo al que tanto había amado y tanto había suplicado, y que, sin embargo, no le había obedecido. Cuando, a veces, ocurrían estos accesos de irritación y alguna enferma se rebelaba, revolcándose de rabia en su lecho, entre sollozos desesperados y, en ocasiones, hasta maldiciones, las señoras hospitalarias y las monjas, un poco azoradas, se contentaban con correr las cortinas. La gracia se había retirado y era preciso esperar a que volviese. Y al cabo de unas horas se apaciguaba todo, se extinguía todo, en medio de un gran silencio.
—Cálmese, cálmese, se lo ruego —repetía Pedro muy afectuosamente, viendo que recaía en su crisis, en la duda de sí misma, en el temor de no ser digna.
Sor Jacinta se acercó de nuevo.
—Si usted sigue en semejante estado, no podrá comulgar luego. Veamos, ¿por qué no acepta usted la lectura que propuso hacerle el señor abate, a quien le hemos autorizado para ello?
María, con un gesto displicente, dijo que aceptaba, y Pedro se apresuró a sacar de la valija colocada al pie de la cama el librito de tapas azules en que se relataba ingenuamente la historia de Bernadette. Pero, igual que la noche anterior, en el tren en marcha, no se atuvo al texto compendiado en el folleto, sino que improvisó, porque el razonador, el analizador que había dentro de él no podía resignarse a no restablecer la verdad, y reconstruía con sentido humano aquella leyenda, cuyo constante prodigio ayudaba a curar a los enfermos. Las mujeres que ocupaban los colchones próximos se incorporaron impulsadas por el deseo de conocer cómo continuaba aquella historia, porque la espera anhelante de la comunión les impedía conciliar el sueño.
Entonces, bajo el pálido resplandor de la linterna suspendida de la pared, sobre su cabeza, fue Pedro levantando gradualmente la voz, a fin de ser oído en toda la sala.
«Desde que hubo milagros, empezaron las persecuciones. Bernadette fue tratada de mentirosa y de loca, y la amenazaron con recluirla en la cárcel. El abate Peyramale, cura de Lourdes, y monseñor Laurence, obispo de Tarbes, así como todo el clero, se abstenían de toda intervención y esperaban con la mayor prudencia; pero las autoridades civiles, el prefecto, el procurador imperial, el alcalde, el comisario de policía, se entregaban a los más deplorables excesos de celo contra la religión…».
Mientras continuaba el relato de esta suerte, Pedro veía surgir ante su vista, con fuerza invencible, la verdadera historia. Remontando un poco hacia atrás, volvía a hallar a la Bernadette de las primeras apariciones, tan cándida, tan encantadora en su ignorancia, en su buena fe y en sus sufrimientos. Era la vidente, la santa, cuyo rostro tomaba una expresión de belleza sobrenatural durante las crisis de sus éxtasis: la frente irradiaba, las facciones parecían tendidas hacia lo alto, los ojos se bañaban de luz, en tanto que la boca entreabierta ardía de amor. Toda su persona respiraba majestad, y hacía la señal de la cruz con ademanes tan nobles y pausados que parecía cubrir todo el horizonte. En los valles cercanos, en las ciudades y pueblos vecinos no se hablaba más que de Bernadette. Aunque la Virgen no había dado a conocer aún su nombre, todos la reconocían, diciéndose unos a otros: «Es ella, es la Santa Virgen».
En el primer día de mercado hubo tanta gente que Lourdes resultaba chico, ansiosa de ver a la niña bendita, a la elegida de la Reina de los Ángeles, que aparecía tan hermosa cuando los cielos se abrían ante sus ojos maravillados. Todas las mañanas aumentaba la concurrencia a orillas del Gave; millares de personas terminaron por instalarse allí, apretujándose para no perder nada del espectáculo. En cuanto aparecía Bernadette, corría por el gentío un murmullo fervoroso; «¡Ahí está la santa, la santa, la santa!». Todos acudían a su encuentro y le besaban los vestidos. Era el Mesías, el eterno Mesías que esperaban los pueblos, y cuya necesidad se renueva constantemente a través de las generaciones.
Era la misma aventura que volvía a empezar; la Virgen que se aparecía a una pastora, una voz que exhortaba al mundo a que hiciese penitencia, un manantial que brotaba súbitamente, y los milagros que asombran y seducen a las multitudes, que acuden en número cada vez más grande.
¡Qué floración primaveral de consuelos en el corazón de los infelices abatidos por la pobreza y la enfermedad cuando empezó a esparcirse la noticia de los primeros milagros de Lourdes! El viejo Bouriette, curado de una enfermedad de la vista; el pequeño Bouhohorts, resucitado en el agua helada; sordos que volvían a oír; cojos que echaban a andar sin muletas, y tantos otros; Blas Maumus, Bernarda Soubies, Augusto Bordes, Blasita Soupenne, Benita Cazeaux, salvados de los más crueles padecimientos, daban motivo a conversaciones interminables, exaltando la ilusión de cuantos sufrían en el alma y en el cuerpo.
El jueves 4 de marzo, último día de las quince visitas pedidas por la Virgen, había delante de la gruta más de veinte mil personas congregadas; toda la montaña había bajado. Aquella muchedumbre inmensa encontraba allí lo que anhelaba: el alimento divino, el festín de lo maravilloso, una dosis suficiente de imposible para satisfacer su fe en un poder sobrenatural que se dignaba preocuparse de los desgraciados, que intervenía de una manera resonante en los lamentables asuntos de este bajo mundo, para restablecer en él un poco de justicia y de bondad. Era un grito de caridad celeste que estallaba, la mano invisible y compasiva que se extendía por fin para curar la eterna llaga humana. ¡Con qué fuerza indestructible retoña en el corazón de los desheredados este sueño, que cada generación rehace a su modo en cuanto encuentra un terreno propicio y preparado por las circunstancias! Hacía muchos siglos, probablemente, que no se habían dado en ninguna otra parte todas aquellas circunstancias que hacían de Lourdes el lugar predestinado para el hogar místico de la fe.
Iba a fundarse una religión nueva, e inmediatamente se declararon las persecuciones, porque las religiones no se forman sino en medio de tormentos y de rebeliones. Como en tiempos pasados en Jerusalén, cuando se corrió la voz de que florecían los milagros al paso del Salvador esperado, las autoridades civiles se alarmaron; el procurador imperial, el juez de paz, el alcalde y, sobre todo, el prefecto de Tarbes. Este era, precisamente, un católico sincero, practicante, de una absoluta honorabilidad, pero también un prudente administrador, apasionado defensor del orden, adversario declarado del fanatismo, fuente de disturbios y perversiones religiosas. Había en Lourdes un comisario, a las órdenes de aquél, que veía en el asunto de las apariciones una ocasión de probar su sagacidad y su destreza. La lucha comenzó. En cuanto empezaron las visiones, el primer domingo de cuaresma, el comisario de policía hizo que condujeran a Bernadette a su presencia para interrogarla. En vano fue que se mostrara sucesivamente afable, violento y, por fin, amenazador: siempre obtuvo de la jovencita las mismas respuestas. La historia que ella contaba, con detalles que iba añadiendo poco a poco, se había quedado grabada en su cerebro infantil de una manera irrevocable. Y en una histérica de ataques irregulares no constituía esto, de ningún modo, una falta a la verdad, sino que era la obsesión inconsciente, la carencia absoluta de voluntad para desprenderse de la primera alucinación. ¡Pobre y amable niña, tan simpática, perdida ya para la vida, crucificada por una idea fija, a la que no era posible sustraerla sino cambiándola de medio, haciendo que viviese libremente en alguna región de mucho sol y se sintiese rodeada de afectos humanos! Pero era la elegida, la que había visto a la Virgen, y eso haría que toda su vida fuese un continuo sufrimiento hasta su muerte.
Pedro, que conocía bien a Bernadette, y que profesaba a su memoria una piedad fraternal, el fervor que sólo se siente ante una santa de carne y hueso, ante una criatura sencilla, recta y encantadora, mártir de su fe, dejó ver su emoción en las lágrimas que asomaron a sus ojos y en el temblor de su voz. Hubo una pausa. María, que hasta ese instante había permanecido rígida, con su dura faz de rebelde, desenlazo las manos para dibujar en el aire un vago gesto de compasión, al mismo tiempo que exclamaba:
—¡Pobre chiquilla, enteramente sola frente a esas autoridades, y tan inocente, tan altiva, tan convencida!
De todas las camas partía la misma simpatía dolorosa. Parecía como si un relámpago de divina caridad iluminase el infierno de aquella sala, de atmósfera pestilente, con su amontonamiento de camaranchones miserables y el ir y venir fantasmal de las hospitalarias y de las hermanas, rendidas de fatiga. ¡Pobre Bernadette! ¡Pobre Bernadette! Todas las enfermas se indignaban al oír el relato de aquellas persecuciones que había tenido que sufrir para defender la realidad de su visión.
Reanudando su narración, Pedro contó todo lo que Bernadette tuvo que sufrir. Después del interrogatorio llevado a cabo por el comisario de policía, tuvo que comparecer ante el tribunal reunido. La magistratura toda, obstinada contra ella, se empeñaba en arrancarle una retractación. Pero su terquedad en afirmar sus visiones era más fuerte que la razón de todas las autoridades civiles reunidas. Dos médicos enviados por el prefecto para examinarla dictaminaron honradamente, como lo habría hecho cualquier otro, que Bernadette padecía trastornos nerviosos, de los que el asma era indicio seguro, perturbaciones que en determinadas circunstancias podían provocar las alucinaciones. Con lo que poco faltó para que la internaran en un hospital de Tarbes. Pero no se atrevieron a llevársela, temerosos de la exasperación popular.
Un obispo había venido y se había arrodillado ante ella. Varias damas pretendían comprarle mercedes a precio de oro. Multitudes cada ve2 mayores de creyentes la abrumaban con sus visitas. Tuvo que buscar un refugio en la casa de las hermanas de Nevers, que administraban el hospicio de la ciudad; allí había hecho su primera comunión y aprendido penosamente a leer y a escribir. Como la Santa Virgen parecía no haberla escogido sino para hacer la felicidad de los demás, y no se cuidaba ella de curarse del ahogo crónico, resolvieron llevarla a tomar las aguas de Cauterets, que estaban muy cerca y que no la mejoraron absolutamente nada. Y apenas regresó a Lourdes, empezó de nuevo el tormento de los interrogatorios, la adoración de todo un pueblo, lo que hizo que aumentase el horror que le inspiraba el mundo.
Para ella todo había concluido: ya no podía ser nunca más la muchachita alegre, ni la joven que sueña con tener novio, ni la mujer que besa las mejillas de sus hijos robustos. Había visto a la Virgen, era la elegida y la mártir. Decían los fieles que si la Virgen le había confiado tres secretos, lo había hecho para protegerla con triple armadura y para sostenerla en medio de las pruebas que le esperaban.
Durante mucho tiempo, el clero se había abstenido de mezclarse en el asunto, lleno él también de duda y de inquietud. El abate Peyramale, cura de Lourdes, era un hombre tosco, de bondad infinita, de una rectitud y una energía admirables una vez que creía hallarse en el buen camino. La primera vez que recibió la visita de Bernadette, la acogió casi con tanta dureza como el comisario de policía, porque se trataba de una chiquilla que se había criado en Bartrès y a quien aún no había visto en la doctrina; negose a dar crédito a su historia y le ordenó con cierta ironía que pidiese a Nuestra Señora que ante todo hiciese florecer el rosal silvestre que tenía a sus pies, cosa que, por lo demás, no hizo Nuestra Señora; y si más tarde acabó por tomar a la muchacha bajo su protección, como buen pastor que defiende su rebaño, fue porque empezaron las persecuciones y se habló de encerrar en la cárcel a aquella criatura enfermiza, de ojos puros y francos, que insistía en afirmar con bondadosa modestia la verdad de su relato.
Además, ¿por qué iba él a continuar negando el milagro? No lo había creído, es cierto, al principio, como sacerdote prudente que era, pues no deseaba ver mezclada a la religión en una aventura equívoca. Los libros santos están llenos de prodigios, y todo el dogma está basado en el misterio. Nada se oponía, pues, a los ojos del cura a que la Virgen hubiese dado a aquella niña piadosa un mensaje para él, mandándole decir que edificase una iglesia a la que pudiesen ir los fieles en procesión. Así fue como empezó a tomar afecto a Bernadette y a defenderla, por el encanto que emanaba de ella, aunque continuó, como sacerdote correcto, manteniéndose a un lado, en espera de lo que decidiese el obispo.
Pero el obispo, monseñor Laurence, parecía haberse encerrado en su palacio episcopal de Tarbes bajo triple llave, guardando el más absoluto silencio, como si en Lourdes no pasara nada que fuera capaz de interesarle. Había dado órdenes severas al clero de su diócesis, y ni un solo sacerdote se había dejado ver entre las multitudes que pasaban días enteros en la gruta. Esperaba y, entre tanto, hacía decir al prefecto, en las circulares administrativas, que la autoridad civil iba de acuerdo con la autoridad religiosa. En realidad, parece que no creía en las apariciones y sólo veía en ellas, al igual que los médicos, el resultado de las alucinaciones de una chiquilla enfermiza.
Aquel suceso, que convulsionaba al país, era de una importancia tal que bien merecía que se le dedicara un estudio cuidadoso, siguiéndolo día por día; el hecho de haberse desinteresado del asunto durante tanto tiempo prueba lo poco que el obispo creía en el pretendido milagro, teniendo únicamente la preocupación de no comprometer a la Iglesia en una historia destinada a acabar mal. Monseñor Laurence era hombre muy piadoso, estaba dotado de una inteligencia fría y práctica y gobernaba su diócesis con mucho tino. Las personas impacientes, las exaltadas, le llamaron en aquel entonces «Santo Tomás», a causa de la persistencia en su duda hasta el día en que los hechos forzaron su mano. Se negaba a oír y a ver, resuelto a no ceder sino en el caso de que la religión no tuviese nada que perder.
Pero las persecuciones tendían a agravarse. Advertido de lo que pasaba, el ministro de Cultos en París exigió que cesase todo aquel desorden; el prefecto acababa de hacer ocupar militarmente los alrededores de la gruta. El fervor de los fieles y la gratitud de las personas que habían sido curadas la habían adornado con tiestos de flores. Echaban también monedas, y los regalos afluían allí para la Santa Virgen.
Se habían llevado a cabo asimismo arreglos rudimentarios: algunos canteros habían tallado una especie de depósito para recoger el agua milagrosa; otros quitaron las piedras y trazaron el camino en la falda de la colina. Y ante la afluencia creciente de devotos, tomó el prefecto la grave determinación de impedir el acceso a la gruta con una sólida empalizada, desistiendo con ello de su propósito de reducir a prisión a Bernadette.
Produjéronse hechos desagradables; hubo niños que afirmaron haber visto al diablo, los unos culpables de simulación, y los otros víctimas de verdaderos ataques, contagiados por aquella racha de neurosis colectiva. Pero ¡qué de complicaciones para desalojar la gruta! Tras mucho andar, sólo por la tarde tropezó el comisario con una muchacha que se avino a alquilarle una carreta; y dos horas después la joven de referencia, al sufrir una caída, se rompía una costilla. De igual modo, a un hombre que había prestado un hacha, al día siguiente le cayó encima una piedra, aplastándole el pie. Finalmente, al anochecer, y entre los gritos y silbidos de la muchedumbre, el comisario se llevó los floreros, los cirios que ardían en la gruta, las monedas y los corazones de plata arrojados al suelo. Las gentes le mostraban los puños y le trataban en voz baja de ladrón y de asesino. Luego se procedió a plantar las estacas de la empalizada y a clavar las tablas, con lo cual quedó cerrado el misterio, cortado el camino al más allá, encadenado el milagro.
Las autoridades civiles incurrieron en la ingenuidad de creer que allí habían terminado las cosas y que las pobres gentes, hambrientas de ilusión y de esperanza, iban a detenerse ante unas cuantas tablas.
Desde el momento en que fue proscrita, prohibida por la ley como un delito, la nueva religión ardió con llama inextinguible en el fondo de todas las almas. Los creyentes llegaban, a pesar de todo, cada día en mayor número, se arrodillaban a cierta distancia y sollozaban en presencia de aquel cielo prohibido. Y los enfermos, sobre todo los pobres enfermos a los cuales un bárbaro decreto vedaba la curación, se abalanzaban a pesar de las prohibiciones, se deslizaban por los agujeros y franqueaban los obstáculos, impulsados por el fervoroso deseo de robar el agua. ¡Cómo! ¡Había allí una fuente prodigiosa que devolvía la vista a los ciegos, que enderezaba a los baldados, que aliviaba instantáneamente todos los males, y, sin embargo, hombres crueles llegaban hasta el punto de cerrar bajo llave aquella agua para que no pudiese sanar la humanidad doliente! ¡Aquello era algo monstruoso! Un grito de execración brotaba del pueblo desamparado, de todos los desheredados que tenían necesidad de lo maravilloso, tanto como del pan, para vivir.
Según las ordenanzas, los que desobedecieran aquellas órdenes serían procesados, y así fue como se pudo ver ante el tribunal un lamentable desfile de ancianas y hombres mutilados, acusados del delito de haber bebido en la fuente de la vida. Y cuando les aplicaban una multa, balbuceaban, suplicaban, sin comprender todo aquello.
La multitud gruñía fuera, mientras tanto; crecía la impopularidad de aquellos magistrados que tan duros se mostraban con la miseria de este mundo, de igual modo que las protestas contra aquellos señores despiadados que, después de acaparar toda la riqueza, no querían permitir siquiera que los pobres soñasen con el más allá, tuviesen fe en un poder superior y bondadoso que cuidaba de ellos maternalmente. Cierta mañana triste, el rebaño de indigentes y enfermos fue en busca del alcalde; se arrodillaron todos en el patio y le suplicaron sollozantes que hiciese reabrir la gruta. Era tan conmovedor el espectáculo, que todos lloraban. Una madre mostraba a su hijo moribundo; ¿le dejarían que exhalase su último aliento, cuando había allí un manantial que había salvado a los hijos de otras madres? Un ciego señalaba sus ojos turbios; un mozo pálido y escrofuloso exhibía las llagas de sus piernas; una mujer paralítica procuraba juntar sus manos, agarrotadas: ¿querían que pereciesen, se les negaría la posibilidad divina de vivir, ya que la ciencia de los hombres los había abandonado? Igualmente grande era la desesperación de los creyentes, de todos los que estaban convencidos de que se había abierto para ellos un rincón del cielo en la noche de su tétrica existencia; y se indignaban al ver que se les privaba de aquella alegría de lo quimérico, de aquel supremo consuelo para sus padecimientos humanos y sociales, de su creencia de que la Santísima Virgen había descendido del cielo para traerles la infinita dulzura de su intercesión. El alcalde no pudo prometer nada, y la multitud se retiró sollozante, dispuesta a la rebelión, como agobiada bajo el peso de una gran injusticia, de una crueldad imbécil hacia las gentes pequeñas y sencillas, injusticia y crueldad de las que el cielo tomaría venganza.
La lucha continuó durante varios meses. Era un espectáculo extraordinario el de aquellos hombres de buen sentido: el ministro, el prefecto, el comisario de policía, animados, sin duda, de las mejores intenciones, afrontando a una multitud de desesperados que aumentaba siempre y que se empecinaba en que no se les cerrase la puerta de los ensueños. Las autoridades procedían en nombre del orden, del respeto debido a una religión prudente y del triunfo de la razón; pero el ansia de felicidad arrastraba al pueblo, haciéndole buscar apasionadamente la salud en este mundo y en el otro. ¡No sufrir ya más, conquistar la igualdad en el bienestar, no vivir sino bajo la protección de una Madre justa y buena, y morir para despertar en el cielo! Este era, precisamente, el anhelo que ardía en las multitudes, y esta santa locura de la felicidad universal tenía que acabar por barrer la rígida y cautelosa concepción de una sociedad bien organizada que condena las crisis epidémicas de las alucinaciones religiosas como atentatorias a la tranquilidad de los espíritus sanos.
Al llegar a este punto se produjo un gran revuelo en la sala de Santa Honorina. Pedro tuvo que suspender otra vez la lectura ante las exclamaciones mal contenidas que se oían calificando al comisario de Satanás y de Herodes. La Grivotte se había alzado sobre su colchón, balbuceando:
—¡Qué monstruos! ¡Hacer eso con la Santa Virgen, que me ha curado a mí!
También la señora de Vêtu, recobrando la esperanza en medio de la sorda certidumbre de que iba a morir, se indignó al pensar en que, a haber salido el prefecto con la suya, la gruta no existiría.
—Entonces no habría peregrinaciones, no estaríamos aquí y no habría todos los años centenares de curaciones.
La acometió un sofoco, y se hizo necesario que sor Jacinta acudiera para sentarla en la cama. La señora de Jonquière aprovechó la ocasión para alcanzar el orinal a una mujer joven enferma de la medula. Otras dos mujeres, que no podían estarse en la cama a causa del calor intolerable, se paseaban calladamente, como manchas blancas en la sombra, y en un extremo de la sala se oía, surgiendo de las tinieblas, una respiración penosa que no se había interrumpido un solo instante, acompañando a la voz del lector con un ronquido. Sola, echada de espaldas, Elisa Rouquet dormía apaciblemente, mostrando su espantosa llaga en vías de secarse.
Eran las doce y cuarto; el abate Judaine iba a llegar de un momento a otro para dar la comunión. La gracia volvía al corazón de María; ahora estaba convencida de que, si la Virgen se había negado a curarla, era, sin duda, por culpa suya, por haber dudado cuando la bajaban a la piscina. Se arrepentía de aquella rebeldía como de un crimen: ¿no podría ser perdonada algún día? Su rostro pálido se había hundido entre las guedejas de sus hermosos cabellos rubios; tenía los ojos arrasados de lágrimas, y miraba a Pedro con expresión de profunda tristeza.
—¡Qué mala he sido yo, amigo mío! Oyendo los crímenes de soberbia de ese prefecto y de esos magistrados es como he llegado a comprender mi pecado. Es preciso creer, amigo mío; fuera del amor y de la fe no hay felicidad posible.
Luego, como Pedro quisiera hacer un alto en la lectura, todas las enfermas protestaron y exigieron la continuación del relato. Y tuvo que prometer que llegaría hasta el triunfo de la gruta.
La gruta seguía cerrada con la empalizada, y era necesario ir de noche, a escondidas, si se quería rezar y traer una botella de agua. Entretanto aumentaban los temores de una insurrección, y se decía que aldeas enteras descendería de la montaña para libertar a Dios. Era aquello el levantamiento en masa de los humildes, un empuje tan irresistible de las gentes hambrientas de milagros que el simple buen sentido y el simple buen orden iban a ser barridos como paja.
El primero que tuvo que rendirse fue monseñor Laurence en su palacio episcopal de Tarbes. Toda su reserva, todas sus dudas, fueron arrastradas por el movimiento popular. Durante cinco largos meses había podido mantenerse apartado del asunto, impidiendo que su clero fuese a remolque de los fieles hasta la gruta y defendiendo a la Iglesia contra aquel huracán de superstición que se había desencadenado. Pero ¿para qué seguir luchando? Comprendía que las miserias que soportaba su pueblo eran enormes, y que no había otra salida, que darle aquel culto idólatra por el que tanta avidez sentía. Sin embargo, conservando un resto de prudencia, se limitó a dictar una resolución disponiendo el nombramiento de una comisión que se encargase de proceder a una investigación: era la aceptación de los milagros en un plazo más o menos largo.
Si monseñor Laurence era un hombre de sana cultura y de serena razón, puede uno imaginarse su pena al firmar la resolución la mañana de aquel día. Debió arrodillarse en su oratorio y suplicar al Dios soberano que le iluminase en aquel trance. No creía en las apariciones, y tenía una idea mucho más alta y mucho más intelectual acerca de las manifestaciones de la divinidad. Pero ¿no era por compasión y por piedad por lo que hizo callar los escrúpulos de la inteligencia y su noble manera de comprender el culto, ante la necesidad de aquel pan del engaño que ha menester la mísera humanidad para vivir feliz? «¡Perdonadme, Dios mío, si os hago descender del poderío eterno en que os halláis, si os rebajo a ese juego infantil de los milagros inútiles! No se me escapa que es una ofensa el mezclaros en esta lamentable aventura, donde sólo hay enfermedad y desvarío. Pero ¡oh, Señor!, son tan grandes sus padecimientos, tienen un hambre tan grande de lo maravilloso, de los cuentos de hadas, para distraerse del dolor de vivir… ¡Vos mismo, si fueran vuestra grey, ayudaríais al engaño! ¡Qué importa que pierda con ello la idea de la divinidad, si los hombres tienen un consuelo más en esta vida!». Así debió de ser cómo el obispo, deshecho en lágrimas, haría el sacrificio de su concepto de Dios en aras de su ardiente caridad de pastor por el lamentable rebaño humano.
También se rindió, a su vez, el emperador, el amo. Se hallaba a la sazón en Biarritz, y diariamente se hacía informar de aquel asunto de las apariciones, del que se ocupaban todos los periódicos de París, porque la persecución no habría sido completa si no se hubiese mezclado también la pluma de los periodistas volterianos. Y mientras su ministro, su prefecto, y su comisario de policía proseguían la lucha por la causa del buen sentido y del orden, el emperador conservaba aquel silencio suyo de soñador despierto en el cual nadie pensó jamás. Todos los días llegaban a sus manos peticiones; pero él callaba. Algunos obispos intentaron tratar con él del asunto; grandes personajes y damas de su corte se había puesto al acecho de una ocasión para hablarle a solas; pero él callaba. En su interior se libraba sin tregua un verdadero combate: por un lado, las gentes piadosas, o simplemente las cabezas quiméricas que sentían la pasión de todo lo misterioso; por otro lado, los incrédulos, los hombres de gobierno, que desconfiaban de las perturbaciones de la imaginación.
Pero un buen día, bruscamente, como hombre tímido que adopta una determinación, habló. Se dijo que lo había decidido cediendo a las súplicas de la emperatriz. Esta intervino, sin duda; pero la decisión del emperador obedeció, sobre todo, a un despertar de sus antiguos sueños humanitarios, a un retoñar de la verdadera piedad que siempre sintió por los desvalidos. Como el obispo, no quiso cerrar a los miserables la puerta de la ilusión manteniendo en vigencia el edicto del prefecto que prohibía ir a beber a la fuente sagrada: envió un despacho, que era una orden lacónica de echar abajo la empalizada y dejar libre el acceso a la gruta.
Aquélla fue el hosanna, el himno de triunfo. El nuevo decreto fue pregonado en la plaza de Lourdes entre redobles de tambor y toques de clarines. El comisario de policía, en persona, tuvo que proceder a quitar la empalizada. Después lo trasladaron a otro distrito, lo mismo que al prefecto. Las gentes llegaban de todas partes, y el culto se iba organizando en la gruta. Resonaba un grito de alegría divina: Dios había vencido. ¿Dios? ¡Ay, no! Lo que había triunfado era la miseria humana, la eterna necesidad de mentira, la esperanza del condenado que confía su salvación a las manos de un poder omnipotente e invisible, más fuerte que la naturaleza, único capaz de quebrantar las leyes inexorables. Y había triunfado también la soberana compasión del obispo y del emperador misericordiosos, conductores del rebaño, que resolvieron dejar a tantos hombres-niños enfermos el fetiche que consolaba a unos y, a veces, curaba a otros.
La comisión episcopal empezó sus investigaciones hacia mediados del mes de noviembre. Procedió a interrogar una vez más a Bernadette y estudió un gran número de milagros. Sin embargo, para que la evidencia fuera absoluta, sólo dio por auténticos una treintena. El señor Laurence se declaró convencido. Con todo, quiso adoptar todavía una última medida de prudencia, y esperó tres años antes de declarar en una pastoral que la Virgen se había aparecido realmente en la gruta de Massabielle, y que habían tenido lugar en ésta un gran número de milagros. Compró a la ciudad de Lourdes, en nombre del episcopado, la gruta con todo el extenso terreno que le rodeaba, y en ella ejecutáronse diversas obras, modestas en un principio, pero que fueron haciéndose cada vez más importantes a medida que afluía el dinero de toda la cristiandad.
Se arregló la gruta y se la cerró con una verja. Se desvió el curso del Gave un gran trecho por un cauce nuevo, a fin de formar accesos espaciosos, paseos, prados, arboledas, y por fin comenzó a elevarse la iglesia que había pedido la Santa Virgen, la basílica, en la cúspide misma de la roca. Desde el primer golpe de pico, el abate Peyramale, cura de Lourdes, dirigió todos los trabajos, y lo hacía con gran celo, porque la lucha lo había convertido en el creyente más exaltado y sincero de aquella empresa. Dotado de sentimientos paternales un poco rudos, llegó a adorar a Bernadette, y se entregó en cuerpo y alma a la realización de las órdenes que había recibido del cielo por boca de aquella criatura inocente. Se agotaba en esfuerzos imperiosos, queriendo que todo fuese muy bello y grandioso, digno de la Reina de los Ángeles, que se había dignado visitar aquel rincón de la montaña.
La primera ceremonia religiosa no pudo tener lugar sino pasados seis años de la aparición, y consistió en la instalación de una estatua de la Virgen, con gran pompa, en el mismo sitio en que ésta se había aparecido.
Aquella mañana fue magnífica; Lourdes estaba empavesada y repicaban todas las campanas. Cinco años más tarde, en 1869, se celebró la primera misa en la cripta de la basílica, cuya torre no estaba concluida aún. Las ofrendas aumentaban constantemente; afluía a Lourdes un verdadero río de oro, una nueva ciudad emergía de la tierra. Era también la nueva religión que surgía.
El deseo de ser curado, curaba; la sed del milagro hacía nacer el milagro. Un Dios de compasión y de esperanza brotaba del sufrimiento humano, de esa necesidad de una ilusión consoladora que en todas las épocas han dado vida a los maravillosos paraísos del más allá, donde un poder omnipotente hace justicia y distribuye la eterna felicidad.
Por eso las enfermas de la sala de Santa Honorina no veían en la victoria de la gruta sino la esperanza de las curaciones resonantes. Hubo un estremecimiento de alegría a lo largo de las camas cuando Pedro, conmovido el corazón por la expresión de todos aquellos rostros lamentables que se tendían hacia él, ávidos de certidumbre, repitió:
—Dios había triunfado, y desde aquel día no han cesado los milagros, y son los seres humildes los preferidos.
Dejó el librito. En aquel momento entraba el abate Judaine; la comunión iba a empezar. María, dominada por la fiebre de la fe, con las manos ardorosas, se inclinó hacia Pedro y le dijo:
—Amigo mío, escuche usted, por favor, la confesión de mi falta y absuélvame. He blasfemado y estoy en pecado mortal. Si usted no acude en mi ayuda, yo no podré recibir la santa hostia, y necesito tanto ser consolada y reconfortada…
El joven sacerdote hizo un gesto como rehusando acceder. Jamás había querido confesar a aquella amiga, a la única mujer que había amado y deseado en los años felices de su juventud alegre y sana. Pero ella insistía.
—Se lo suplico; ayudará usted de esa manera al milagro de mi curación.
Accedió y recibió la confesión de su pecado, de aquella rebelión impía contra la Virgen, que había permanecido sorda a sus plegarias; luego le dio la absolución con las palabras sacramentales.
El abate Judaine había colocado ya el copón sobre una mesita, entre dos cirios encendidos, dos estrellas mortecinas en la semioscuridad de la sala. Se habían decidido por fin a abrir las ventanas de par en par, porque aquella atmósfera cargada de los olores que despedían las enfermas y los harapos amontonados resultaba insoportable; pero no entraba un soplo de aire, y el patio estrecho, lleno de sombras de la noche, parecía un pozo de fuego.
Pedro se ofreció para ayudar a la misa, y recitó el Confíteor. Seguidamente, el limosnero, revestido del alba, después de recitar el Miserateur y el Indulgentiam, levantó el copón: «He aquí el cordero de Dios, que borra los pecados del mundo». Y todas las mujeres que esperaban impacientemente la comunión, retorcidas por la enfermedad, como espera el moribundo revivir con una poción nueva que tarda en llegar, repitieron por tres veces, sin abrir la boca, este acto de humildad: «Señor, yo no soy digna de que entréis en mí; pero decid sólo una palabra, y mi alma sanará». El abate Judaine empezó a recorrer aquellas camas dolorosas, seguido de Pedro; la señora de Jonquière y sor Jacinta les acompañaban, cada una de ellas con un cirio en la mano. La hermana indicaba las enfermas que querían comulgar, y el sacerdote, inclinándose, depositaba la hostia sobre la lengua un poco al azar, murmurando frases en latín. Todas se incorporaban con los ojos muy abiertos y la mirada brillante, en medio de aquella instalación improvisada a toda prisa. Hubo necesidad, sin embargo, de despertar a dos que se habían dormido profundamente. Muchas gemían sin tener conciencia de ello, y volvían a gemir después de haber recibido a Dios. En el fondo de la sala continuaba el ronquido de la mujer invisible. Y nada más melancólico que ver aquella procesión que circulaba por la penumbra, seguida por las dos manchas amarillas de los cirios.
Pero la verdadera revelación divina fue el rostro de María, radiante de éxtasis. Se había negado la comunión a la Grivotte, hambrienta de pan divino, porque tenía que comulgar durante el rosario de la aurora; la señora de Vêtu, hermética, acababa de recibir la hostia en su lengua negra, dejando escapar un hipo. Ya no quedaba más que María, que estaba tan bella, bajo la pálida luz de los cirios, con sus cabellos rubios, sus ojos abiertos de par en par y la expresión de su rostro transfigurado por la fe, que despertó la admiración de todos. Comulgó con exaltado fervor; el cielo bajaba visiblemente sobre ella, penetraba en aquel pobre cuerpo juvenil, reducido a completa ruina física. Retuvo a Pedro un instante de la mano.
—¡Oh, amigo mío! La Virgen me curará; acaba de decírmelo. Descanse usted ahora. ¡Yo voy a dormirme tan feliz!
Al retirarse Pedro con el abate Judaine, vio a la menuda señora de Désagneaux durmiendo en el sillón en que se había desplomado, fulminada por la fatiga. Nada había sido capaz de despertarla. Era la una y media de la mañana. La señora de Jonquière, ayudada por sor Jacinta, andaba de un lado para otro, cambiando de posición a las enfermas, limpiándolas, vendándolas. Entre tanto, la sala se iba sosegando, consumiéndose en una pesadez oscura, más tranquila desde que había pasado por ella Bernadette con su encanto. La pequeña sombra de la vidente vagaba ahora por entre las camas, triunfadora, después de cumplir su obra y de traer un trozo de cielo a cada una de aquellas mujeres desvalidas que al caer adormecidas la veían inclinarse hacia ellas, débil, también enferma, para besarlas siempre sonriente.