Con la nueva serie de novelas que emprende bajo el título de «Las tres ciudades», Zola traza una incuestionable modificación en sus métodos, si no en su totalidad, por lo menos parcialmente. No renuncia desde luego a los procedimientos de la novela naturalista; conserva, siempre en el mismo grado, la preocupación por la exactitud de los fenómenos descritos, por la verdad de los personajes; por la precisión y la minuciosidad de los detalles. Pero en esta obra aporta más de sí mismo, más imaginación, más emoción; ahora no tiene reparos, no en ponerse él mismo en escena, pero por lo menos en hablar por la voz de sus personajes; así es cómo pone en boca del abate Pierre Froment una cantidad de sus propias reflexiones sobre los problemas de la fe, sobre el sentimiento religioso, sobre la posibilidad de sustituir las viejas creencias católicas por una nueva religión, sobre los lazos que ligan el problema religioso con el problema social. Dichos problemas dominan las tres novelas consagradas a las tres ciudades simbólicas: Lourdes, la ciudad de las apariciones y de los milagros; Roma, la ciudad eterna, desde donde el catolicismo tradicional se proyecta sobre el universo entero, y París, la capital de las revoluciones, la ciudad que derriba tronos e imperios.
Sin embargo, al comienzo Zola no tiene una visión de conjunto de esta trilogía. Contrariamente a lo que ha ocurrido con la elaboración de los Rougon-Macquart, serie de la cual trazó un plan total en 1868, en este caso llega progresivamente a la concepción de las tres ciudades, de una obra en tres partes, y en esta concepción la casualidad desempeña un papel importante.
Durante el verano de 1891, cuando acaba de terminar los laboriosos estudios preliminares de «El desastre», buscando el descanso, Zola emprende un viaje al Sudoeste. Mientras recorre la región pirenaica, pasa cerca de Lourdes y decide visitar la ciudad, que desde hace treinta años viene siendo el más famoso lugar de peregrinaciones y que cada año ve fluir hacia él a centenares de miles de católicos fervientes. La vista de Lourdes, las montañas en la lejanía, el Pico del Mediodía, el Pico de Viscos, masas brillantes y sombrías, según el color del tiempo; la gruta, llameante en su gloria, como un faro de esperanza e ilusión; la basílica, suntuosa y moderna, la frescura del Gave y, dentro de este cuadro pintoresco, el confuso rumor de las multitudes, la fe que las anima, su fe de consuelo y esperanza: todo este espectáculo, tan profundamente emocionante, impresiona a Zola. ¿Cómo no iba a nacer así la idea de una novela donde estarían pintados la historia y la vida de Lourdes, el origen de las peregrinaciones, las ceremonias religiosas, las escenas del estanque, las súplicas desesperadas de los enfermos, y donde se analizaría también la cuestión del milagro? ¿Se producen milagros o no son éstos sino una leyenda mentirosa? Y si se producen, ¿existe una explicación racional de ellos?
La idea de una novela sobre Lourdes se fija en su espíritu, y Zola se decide a escribirla. Desde entonces trabaja fuerte: acumula notas, datos, descripciones; en una palabra: toda la documentación que precede a la preparación de cada uno de sus libros. Y luego el tema es tan vasto, tan amplio, los problemas que suscita tan numerosos, los materiales recogidos tan abundantes, que el volumen no bastará; entonces toma cuerpo la idea de una segunda obra, cuyo centro será Roma:
«Tuve —escribe Zola en sus notas de trabajo— una idea repentina: hacer dos volúmenes, uno que se llamaría “Lourdes” y el otro “Roma”. En el primero incluiría el ingenuo sueño del viejo catolicismo, el de la leyenda dorada, la necesidad de fe y de ilusión; y en el segundo, el neocatolicismo, o más bien el neocatolicismo de este fin de siglo, de Vogu y los otros. El alto clero, el Papa, Roma, en fin, y Roma tratando de adaptarse a las ideas modernas. Esto, en efecto, sería difícil ponerlo en “Lourdes”; aparte que el material es importante y desbordaría de la obra, la verdad es que el alto clero no está por Lourdes. Por esto, mientras hago el plan de “Lourdes” tendré que decidir si haré luego “Roma” o no, para preparar esta última. Mi temor es no encontrar un tema que me convenga, un cuadro donde esté lo mío, multitudes, grandes masas en movimiento, efectos grandes, y que después de “Lourdes” el interés no crezca y el segundo libro no tenga el valor del primero».
Así, poco a poco, Zola piensa en una segunda obra destinada a completar y continuar «Lourdes». Luego le viene la idea de una tercera, y en una de sus notas de trabajo, muy posterior a la ya mencionada y que se titula «Las tres ciudades: Lourdes, Roma, París», anuncia ahora el plan que persigue y lo define en estos términos:
«En “Lourdes” mostraré la necesidad de ilusiones y de creencias que tiene la humanidad. La necesidad de felicidad y el amor a la vida, pues Lourdes no es otra cosa.
»En “Roma” podré pintar la quiebra del viejo catolicismo y el esfuerzo del neocatolicismo por volver a tomar la dirección del mundo: balance del siglo, la ciencia puesta en duda y reacciones espiritualistas; pero fracaso, sin duda.
»En “París”, finalmente, el socialismo triunfante, el himno a la aurora, la aparición de una religión humana, la realización de la felicidad, y esto en el marco del París actual. Pero no sujetarse demasiado a la realidad del sueño[2]».
El primer paso de Zola por Lourdes le sugiere la idea del libro. Vuelve al año siguiente (agosto de 1892), esta vez no ya como un turista que visita una ciudad y admira el paisaje, sino como un observador atento que desea instruirse y documentarse en los lugares mismos. Acompañado de Mme. Zola, arrienda un departamento en casa del señor Delabat, escribano del juzgado de Paz.
Hace el viaje de París a Lourdes en un tren de peregrinos, tres días antes de la llegada del «Tren Blanco», pues quiere estar presente cuando desembarquen los mil enfermos para quien ese tren se reserva. La presencia de Zola es conocida inmediatamente por el público, y se murmura que está a punto de convertirse. Se presenta a las autoridades locales, civiles y religiosas, las que le dispensan la más cortés acogida. Hace muchas visitas a la Oficina Médica de Lourdes, y conversa muchas veces con el doctor Boissarie, director del servicio médico, que tiene por misión explicar, comentar y valorizar los milagros, y que aparece en la novela bajo el nombre de «doctor Bonamy». Igualmente conversa con Henri Lasserre, autor del libro «Nuestra Señora de Lourdes» del que se han vendido centenares de miles de ejemplares y que ha contribuido poderosamente a estimular las peregrinaciones. Estudia en los archivos municipales las diversas medidas administrativas que se han tomado, desde 1858, con ocasión de las apariciones contadas por Bernadette y con respecto de la organización de las peregrinaciones. Asiste a los oficios, sigue la procesión, está presente en el estanque. Un dibujo de Steinlen publicado en el «Gil Blas» ilustrado lo muestra caminando junto a la procesión. En él aparece vestido con un macfarlán a cuadros; lleva colgado del hombro un anteojo de larga vista y tiene en la mano la libreta de la que no se separa jamás. Mezclado en la larga fila de los creyentes, no parece mirar a los más próximos que lo rodean; se destaca en primer plano de la multitud anónima, a la que vuelve la espalda. Observa, analiza, fija en su memoria el espectáculo en su conjunto y detalles al mismo tiempo[3].
Se apasiona por la figura de Bernadette Souvirous, cuya infancia estudia en la pequeña comuna de Bartrès, donde ella nació. Se inclina sobre la vidente, a la que en el fondo ama, porque la sabe una niña cándida, verídica y desgraciada, cuyo caso quiere analizar y explicar. Por cierto que ella no ha mentido en absoluto; ella tuvo la visión; como Juana de Arco, ella ha escuchado voces. ¿Cuál es la fuerza que ha producido a Bernadette y su obra? ¿Cómo la visión ha podido crecer por encima de esa niña miserable y sacudir a todas las almas creyentes, hasta el punto de renovar los milagros de los tiempos primitivos y casi fundar un culto nuevo, en medio de una ciudad santa, construida a fuerza de millones, y hacia la cual convergen cada año multitudes tan exaltadas y tan numerosas como no se las vela desde las Cruzadas? Y toda la vida de Bernadette, desde sus primeros años en que llevaba a pastar los corderos, hasta su muerte, cuando es ya sor María Bernarda, del convento de las Hermanas de la Caridad de Nevers, es reconstruida con ternura por Zola.
Dos vastos cuadros, dos frescos llenan casi el volumen.
Primero es el «Tren Blanco» bramando entre los gritos de dolor y la fuga de los cánticos. Luego viene el movimiento, la marcha hacia la gruta de esas multitudes que esperan el milagro, que lo imploran, que lo ansían.
Y junto a estos enormes frescos, escenas y personajes episódicos. Al mismo tiempo que los aspectos grandiosos de la peregrinación, Zola muestra los lados pequeños y penosos: el acaparamiento y la explotación del culto de Bernadette por los Padres de la Gruta, el comercio de objetos piadosos y el mercantilismo triunfante en Lourdes, la venta de agua milagrosa y de las seudoreliquias, la simonía y el relajamiento de las costumbres.
Esta novela es una de las más poderosas salidas de la pluma de Zola; es una obra de su madurez plena, sólida, vigorosa, ardiente. El escritor comprueba en ella sus mejores dones, principalmente el arte de pintar y de animar a las masas. La crítica literaria le rinde homenaje.
Los medios católicos, por el contrario, se desencadenan contra él con una violencia que recuerda la que, treinta años antes, había acogido la «Vida de Jesús». Muchos folletos y libros se publican contra «Lourdes», como el del doctor Boissarie, el doctor Moncoq, el abate Joseph Crestey, el abate Domenech, el padre Ballerini, monseñor Richard y el abate Ch. Delfour. ¿Hubo en el mundo católico una decepción a la lectura de este libro? En el curso de sus investigaciones, Zola había conversado largamente con los sacerdotes, con los médicos encargados de las peregrinaciones, con Henri Lasserre. Había registrado cuidadosamente sus palabras, sus razonamientos; y porque no había discutido con ellos —por cortesía o porque tenía conciencia de que sería tiempo perdido—, quizá sacaron la conclusión precipitada de que iba a escribir una novela impregnada de fe católica y favorable a la causa de los milagros. En todo caso, los espíritus más religiosos no podrían reprocharle el tono del libro, que no recurre ni a la ironía de Voltaire ni a las vulgaridades de Homais; no hace obra anticlerical o irreligiosa en absoluto; habla de la religión del modo más serio, grave y digno, y un sentimiento profundo de piedad humana parece desprenderse de las páginas del libro.
El Consejo Municipal de Bartrès demanda a Zola en una querella asaz singular como imprevista, tan curiosa que vale la pena mencionarla. Los ediles del pequeño municipio envían al novelista esta carta, que hacen publicar en «Le Figaro»:
«Señor:
En nombre de la verdad, audazmente desfigurada, nosotros, miembros del Consejo Municipal de Bartrès, venimos a protestar contra las falsedades contenidas en su nueva novela, «Lourdes», en lo que se refiere a la vida de Bernadette Soubirous en nuestro municipio.
Declaramos, primero, contra lo que usted afirma, que el bienhechor de Bernadette, Basile Lagües, jamás hizo en el seno de la familia las lecturas de que usted habla: este hecho ha sido comprobado por su propio hijo. Usted afirma luego que durante un invierno entero se hicieron vigilias en nuestra iglesia, con autorización del señor abate Ader. Lo negamos en absoluto.
Y, sin embargo, habría sido ahí, según usted, donde Bernadette concibió sus ideas de apariciones.
Declara usted que nuestras familias acudían en aquel tiempo a la iglesia con el fin de economizar luz y de calentarse así todos juntos. Se trata de una afirmación grotesca, puesto que en nuestras casas había de sobra leña para la calefacción. Por otra parte, no había ninguna familia tan pobre que no pudiera tener luz de noche.
Usted presenta nuestra modesta iglesia como un lugar donde la imaginación de la piadosa niña se exaltaba a la vista de altares suntuosos, de ricos dorados, de vírgenes con ojos azules y labios rojos. ¡Es increíble que después de haber visto con sus propios ojos los lugares, hable usted así!
Ante esas fantásticas afirmaciones, en honor de la verdad y como prueba de nuestra fe en la realidad de las apariciones, hemos creído de nuestro deber, como representantes del municipio, establecer la exactitud de los hechos indignamente desfigurados.
Somos de usted, etc.
Laurens, alcalde; Capdevielle, adjunto; Lagües, Dubarry, Pasquine, Dupas, Lamothe, Pontico, Hourtané, consejeros municipales. —Bartrès, 31 de julio de 1894».
Hay que conocer los consejos municipales de nuestros campos para apreciar todo lo inesperado que existe en esta carta, cuyo alumbramiento debe de haber sido muy laborioso. El Consejo de un pueblo de trescientos habitantes que se reúne para leer un folletín, para entregarse a ejercicios de crítica literaria, deliberar sobre un problema histórico y polemizar con un novelista, es algo muy divertido. Este Consejo que celebra una sesión para afirmar en bloque y solemnemente su fe en las apariciones de la Virgen, parece entender de un modo nuevo el ejercicio de sus funciones municipales. Que el cura de Bartrès hubiese protestado de ciertas afirmaciones del escritor que le parecieron inexactas, pase. Pero la protesta de la asamblea municipal es, cuando menos, sorprendente.
Esta protesta tiene una historia, que una breve investigación permitió reconstruir. La novela comenzó a aparecer en folletín, en el «Gil Blas», a comienzos de julio de 1894. Los Padres de la Gruta lo seguían muy atentamente. Las páginas sobre la infancia de Bernadette en Bartrès debieron de impresionarlos, pues hicieron venir al vicario de Bartrès para mostrarle los dos números del «Gil Blas» que contenían el episodio, encargándole que los llevara a su vez al señor Laurens, el alcalde, y que pidiera a éste lo desmintiera. Y durante una sesión consagrada a la discusión del presupuesto, aquél dio lectura ante los consejeros a los dos folletines y les propuso que se designara a un edil para preparar la respuesta. Todos rehusaron, pues apenas si sabían firmar su nombre. Se dirigieron entonces al preceptor, que se negó categóricamente. Finalmente, el vicario redactó la carta, que el señor Zéphirin Lagües, consejero municipal, copió con su mejor letra, y que su hija, Catalina Lagües, se encargó de llevar a la casa de cada consejero pidiendo su firma. Finalmente, la carta es enviada al Padre superior de la Gruta, de parte del alcalde, por intermedio del joven Pierre Barbet, escribiente del procurador de Lourdes y sobrino del señor Jean Barbet, antiguo preceptor en Bartrès.
¿Para qué alarmar al Consejo municipal y mezclarlo en esta inesperada gresca? Los Padres de la Gruta tenía un apremiante interés por discutir y negar los hechos revelados por Zola sobre la infancia de Bernadette en Bartrès, ya que estos hechos ponían en duda toda la historia de la vidente.
Conviene recordar que, tal como lo narra Zola, cuando Bernadette tiene su primera aparición, el 11 de febrero de 1858, hace apenas quince días que ha llegado a Lourdes. Hasta entonces ha vivido siempre en Bartrès. Así, cuando habla de una posible presión ejercida sobre ella, de una exaltación religiosa largamente preparada, el abate Peyramale exclama: «¡Pero si yo no la conocía en absoluto, nunca la he visto!». De hecho, Bernadette ha aprendido el catecismo en Bartrès. Y, por tanto, ¿no es acaso en su pueblo natal, en el que ella ha vivido hasta los catorce años, donde Zola ha de buscar sus orígenes, su estado de cuerpo y espíritu? Es ahí, donde ha crecido, de donde debe tomarla.
Pero hay algo que llama con más fuerza todavía la atención de Zola, y es en la página siguiente, sacada de una guía que Jean Barbet ha publicado con el título de «Guía de Lourdes y de la Gruta»:
«En el último tiempo que Bernadette pasó en Bartrès, donde yo era preceptor, ella asistió a la iglesia, a las lecciones de catecismo.
Un día el vicario de la parroquia, el señor abate Ader, sacerdote muy piadoso, se sintió indispuesto y me rogó que lo reemplazara en la lección de catecismo. Después de la lección me pidió mi opinión sobre Bernadette. Yo le respondí:
“A Bernadette le cuesta retener el catecismo palabra por palabra, pero reemplaza su falta de memoria con el cuidado que pone en comprender el sentido íntimo de las explicaciones. Esta niña es muy piadosa y muy modesta”.
“Sí —dijo el abate—, su opinión coincide con la mía. Me parece que fuera una flor de los campos, embalsada con un perfume divino. Le aseguro que muchas veces, cuando la miro, pienso en los niños de La Salette. Si la Santa Virgen se ha aparecido a esos niños, seguramente debían ser sencillos, buenos y piadosos como Bernadette”.
Algunas semanas después nos paseábamos el abate Ader y yo por un camino fuera del pueblo. Bernadette pasó conduciendo su pequeño rebaño. El abate Ader se volvió varias veces para mirarla; luego, volviendo a la conversación, me dijo: “Ignoro lo que pasa en mí, pero cada vez que encuentro a esta niña me parece ver a los pastores de La Salette”[4].
Poco después Bernadette venía a Lourdes y se ponía en contacto con la Reina del Cielo».
¡Ah! Por lo visto, había en Bartrès un abate Ader, que fue el primer guía espiritual de Bernadette; pacientemente le enseñó el catecismo, y en esta tarea no ha cesado de evocar a Maximino y Melania, de La Salette; que profetizó sus visiones, y este abate Ader no ha sido mencionado en ninguna de las historias de Bernadette. Ni aún es citado en el libro de Henri Lasserre, que, sin embargo, es tan completo, pero que tiene el defecto de haber sido escrito exclusivamente con la ayuda de documentos proporcionados por el Obispado de Tarbes y con absoluto desprecio de los archivos administrativos. El hecho es muy singular y existe en él una laguna, que autoriza toda clase de suposiciones:
«No puedo, sin embargo —escribe Zola—, quedarme con el golpe del mentís violento de los buenos consejeros municipales de Bartrès. Por otra parte, creo que el hombre que me contó todo obró evidentemente con una simplicidad de alma tan grande, que no es difícil perdonarlo. Y me decido a nombrarlo: obtuve mis detalles sobre Bartrès del señor Jean Barbet, el antiguo preceptor, el autor de la “Guía”, en que cuenta tan ingenuamente la anécdota del abate Ader y de Bernadette. Me han dicho que los Padres de la Gruta costearon esa “Guía”, lo que demuestra que nadie ha creído que había malicia alguna en ella.
Cuando estuve en Lourdes, tuve el placer de recibir muchas veces la visita del señor Jean Barbet. Me acompañó incluso una tarde entera de paseo por la ciudad. Conversamos extensamente. Le interrogué de preferencia sobre Bartrès, cuyas costumbres, de la época en que era preceptor allí, me contó detalladamente. Las lecturas nocturnas en las casas, la Biblia leída al azar, en la página que un alfiler indicaba, las veladas en la iglesia durante el invierno. Todos esos detalles me los dio pensando seguramente que me ayudaba. Se comprenderá que yo no he inventado las cosas típicas y que si las he empleado ha sido principalmente para recrear el ambiente, para poner a Bernadette en ese medio de la credulidad y simplicidad en que se crió. Poco me importaban esos detalles u otros semejantes.
¿Es necesario que responda a los buenos consejeros municipales de Bartrès que nuestros campesinos del Norte tienen también leña y medios con que alumbrarse, lo que no les impide hacer las veladas en común, porque no hay economías chicas en los campos? ¿Y será necesario que afirme que la iglesia de Bartrès era como yo la he descrito, la antigua iglesia de la cual sólo queda el ábside, pintado de azul, con un altar adornado de columnas y dos retablos pintados y sobredorados? Se puede ir a verlo allá…
Pero insisto en esto: en Bartrès es donde hay que estudiar el caso de Bernadette. El abate Ader ha muerto; sin embargo, quedan aún testigos».
Y Zola concluye: «Conozco a excelentes católicos que no creen en los milagros de Lourdes. Lourdes no es un dogma y, por tanto, se puede perfectamente no creer en él sin arriesgar la salvación»[5].
Esta respuesta es la única que da Zola a los diversos ataques católicos de que es objeto. Rehúsa discutir con monseñor Ricard, vicario general de Aix, o con Henri Lasserre, estimando que ellos proceden sólo por afirmaciones, así como todos los que comparten sus convicciones y que, si se respetan las creencias, vengan ellas de donde vinieren, cuando son sinceras, sería inútil discutirlas[6].
El lazo que une las tres ciudades, las tres novelas, es la presencia del abate Pierre Froment. Como sacerdote, éste observa una conducta irreprochable, pero progresivamente se aparta de la fe católica. En su juventud ha hecho a la piedad la ofrenda de su razón; pero la duda lo asalta y vive ahora en una constante angustia moral. Ha ido a Lourdes, y si es verdad que lo ha ganado la figura severa y dulce de la vidente, vuelve de la peregrinación con el alma desamparada, el corazón sangrante, indignado contra todo lo que ha podido atestiguar: una idolatría grosera, supersticiones pueriles, la simonía insolente y victoriosa. Sueña con un cristianismo depurado, remozado, regenerado, libre de sus escorias, de ese cuento azul, emocionante, pero infantil. Concibe una especie de socialismo católico y lo desarrolla en un libro que ha meditado largamente, y cuyo título vio iluminarse en medio de las tinieblas de una noche insomne: «La nueva Roma». ¿No es, en efecto, de Roma, eterna y santa, de donde debe partir el rescate de los pueblos? Pero la Congregación del Indice prohibe este libro, y para defenderlo, el joven sacerdote va a Roma, lleno de esperanza y fervor, inflamado de deseos de hacer triunfar su fe, resuelto a defender por sí mismo su causa ante el Santo Padre, cuyas ideas cree, ingenuamente, que expresa en su obra.
De este modo Zola tiene que describir a Roma y el mundo religioso. Para conocer la histórica ciudad que nunca ha visitado y penetrar en el ambiente del Vaticano, tan hermético y que él desconoce, Zola emprende un viaje a Italia, acompañado de su esposa. Parte el 30 de octubre de 1894 y permanece allí hasta fines de diciembre. Se propone entrar en relaciones con la sociedad romana, conversar con distintas personalidades literarias, políticas y religiosas; pero desea al mismo tiempo disfrutar de algunos días de visita incógnita. Así se explica que se sienta sorprendido y casi contrariado cuando a su llegada a Roma, el 31 de octubre, a las seis y media de la mañana, es recibido en el andén de la estación por numerosas delegaciones, por el señor Luzzato y el conde Bertorelli, director y administrador de «La Tribuna», y por representantes de toda la prensa.
El 10 de noviembre se realiza en el Hotel de Roma el banquete organizado en honor del escritor francés por la Asociación de la Prensa italiana. Más de cien comensales están presentes, entre los cuales se cuentan los señores Ferraris, ministro de Correos y Telégrafos; Monteverde, senador; los diputados Bonghi, Antonelli Arbib, Barzilai Luzzato; el asesor de Angelis, que representa al alcalde de Roma; numerosos artistas, escritores y periodistas italianos y extranjeros. A los postres, el señor Bonghi, presidente de la Asociación, brinda «por el ilustre representante de la Francia intelectual y moral»; luego, aludiendo a la próxima novela sobre Roma, pide a Zola que observe a la Roma moderna, a la que ha enarbolado la bandera de la civilización y del progreso. Saludado con una prolongada ovación, Zola da las gracias en estos términos:
«Primero, gracias, señores y queridos colegas; gracias por la fraternal acogida que me hacéis, y que me emociona infinitamente. Gracias al presidente de este banquete, señor Bonghi, al amplio espíritu del cual os enorgullecéis y cuya incesante actividad y maravillosa inteligencia enciclopédica se prodiga para todas las causas nobles. Gracias al señor Ferraris, el distinguido ministro, uno de los vuestros, uno de los buenos soldados de la pluma que no por estar en el poder ha desertado de vuestras filas y del honor y la potencia de la idea. Gracias a mis colegas, a los que comienzan y a los otros; gracias a los periodistas, a los escritores que me dan el gran placer de recibirme hoy día en esta mesa, en la comunión de la literatura universal.
Señores, en esta grandiosa Roma, la antigua y la papal; en esta Roma sagrada de donde brota toda la civilización latina; en esta Roma donde recomienza la Historia, yo no soy sino un peregrino del pensamiento y del arte, el último que ha llegado, un solitario, quiero decir un ignorado que no tiene otra ambición que buscar aquí la verdad de hoy y la de mañana. Yo no quiero pertenecer a ningún partido ni tener ninguna opinión. No traigo encargo alguno. Vengo por mi cuenta, por mi arte y por mi fe, con la sola esperanza de aclarar mi mente en lo que respecta a los grandes problemas de creencias y de paz que agitan al mundo moderno. Mi único deseo es conocerlo todo y no hablar de nada que no haya visto y comprendido. Y muy modestamente siento que habéis querido honrar en mí al buen obrero que soy, al escritor independiente que se encuentra entre vosotros para trabajar.
Al pasar la frontera, señores, me juré no hablar de política; pero no es hablar de política hablar de humanidad y formular entre vecinos, entre hermanos, el deseo de paz en el mundo, en nombre del género humano. Si nosotros, los poetas, los profetas tal vez, somos soñadores que provocamos sonrisas cuando soñamos con la belleza universal, este sueño, en todo caso, consuela a los pueblos y mitiga sus sufrimientos. Es un buen sueño.
Hace un año, en Londres, tuve el honor de formar parte de un Congreso de periodistas, y allí expresé la idea de que la prensa todopoderosa debería ponerse de acuerdo, de pueblo a pueblo, formar la Liga internacional de pensamiento humano, para ayudar a suavizar las querellas en nombre de la justicia y de la verdad. Y puesto que me encuentro hoy en el otro extremo de Europa, entre la prensa italiana, permitidme, señores y queridos colegas, que brinde de nuevo por el triunfo de la inteligencia y de la fraternidad, por las artes y las letras».
Las visitas oficiales, las recepciones y banquetes no impiden en absoluto a Zola aislarse para su búsqueda, explorar y recorrer en todo sentido Roma y sus alrededores. Visita las iglesias. El Campo-Verano, el Capitolio, el Coliseo, el Foro, el Palacio de Venecia, los viejos palacios romanos; las Termas de Caracalla le llenan de encanto; las proporciones gigantescas de las Termas le impresionan y —dice— casi rehabilitan en su espíritu al emperador siniestro. Por la Vía Sixtina llega a las alturas de Pincio y se emociona con la grandeza de un espectáculo que abarca el Vaticano y San Pedro en toda su majestad, el Janículo, el Monte Mario, los Montes Latinos. En Guyano, desde lo alto de la terraza del castillo Sforza Cesarini, contempla la puesta de sol. En el lago de Neni, tan melancólicamente poético, y donde Renán situó el cuadro de una de sus últimas meditaciones, Zola se siente sacudido por una emoción profunda al ver la noche, que cae lentamente sobre la inmensidad del campo romano. Por el contrario, los llamados embellecimientos de la capital, las construcciones recientes, que datan de un cuarto de siglo —cubos de albañilería amontonados, todavía gredosos y que no han sido dotados del color púrpura del sol y de la Historia—, le dejan completamente frío; sobre todo los techos del colosal Ministerio de Finanzas se le figuran desastrosas estepas, infinitas y descoloridas, de una fealdad cruel[7].
François Coppée no pudo ocultar su admiración ante la riqueza de las descripciones de Roma:
«Como todo el mundo —escribe—, acabo de leer “Roma”, de Emilio Zola, y como todos aquellos que la han leído o la leerán, me he quedado deslumbrado ante tanto talento, tanta abundancia y tanta fuerza. Pero este hermoso libro no sólo me ha dado el vivo regocijo que producen la literatura y el arte, sino que le debo aún otra gratitud: por un momento me ha rejuvenecido, recordándome el tiempo que pasé en la Ciudad Eterna.
»Estuve alrededor de quince días, en la época de las fiestas de Pascua. Era poco, demasiado poco, y vi Roma rápidamente y mal. Emilio Zola me deja estupefacto, al asimilarse en pocas semanas todos los aspectos de la prodigiosa ciudad y al absorber y digerir tan fácilmente tantos paisajes, monumentos, ruinas y museos, para hacer un libro que, desde el punto de vista descriptivo, es tal vez su obra maestra»[8].
Pero la obra de Zola no es solamente el panorama de la capital italiana, sino que nos muestra Poma en los aspectos más diversos: político, religioso, económico, social, arqueológico, étnico.
Nos introduce en el Vaticano y en los círculos eclesiásticos, con los camareros, cardenales y monseñores; nos inicia en sus intrigas, en sus celos, en sus querellas, en el desarrollo y en la formación de las congregaciones que pululan en torno de la Santa Sede. Nos hace penetrar en los salones y en las antecámaras de la aristocracia romana.
En relación con la Roma moderna, Zola describe las nuevas horadaciones, los viejos barrios destruidos, los terrenos vendidos, las carreteras proyectadas, los altos edificios recargados de esculturas, las construcciones que se levantan por doquiera, formando un cinturón blanco en torno de los antiguos techos rojos, y al mismo tiempo las operaciones financieras que preceden a esta transformación: la especulación con los terrenos, la destreza y la locura de los jugadores, la celeridad con que obran los piratas de la Bolsa, algo que recuerda los despojos del Segundo Imperio.
Y, finalmente, hay que referirse a la idea central, la idea filosófica del libro. «Roma» presenta el problema del remozamiento de la Iglesia, de las relaciones de la religión y de la ciencia, de la religión y de la democracia. Prisionera de su pasado, ¿acaso la Iglesia no se ha transformado en una máquina administrativa demasiado pesada, incapaz de resolver los problemas sociales, impotente para salvar al mundo? ¿No corresponde este papel de liberar a nuestra pobre y gloriosa humanidad a la ciencia y al amor?
En «París», el lector vuelve a encontrar al abate Pierre Froment. Desilusionado por Lourdes, cruelmente desengañado de su viaje a Roma, el sacerdote ha perdido la fe, no cree ya en la divinidad de Cristo, y sólo encara la hipótesis de un catolicismo nuevo, la posibilidad de una vuelta al cristianismo primitivo, tan generoso y tan sincero. Comprueba la insuficiencia de la caridad y termina por evadirse de la Iglesia. Vuelve a la vida y al amor: la sociedad contemporánea, que se debate entre la corrupción y el vicio, entre el dolor y la injusticia, sólo se regenerará por el amor, por el hijo, por la ciencia. Esta es la idea fundamental de la tercera novela, tan abundante, tan compacta, que excede las seiscientas páginas.
«París» es la vida de la capital entera: es el París de la política, el París de las finanzas y del periodismo, el París de la alegría y del libertinaje triunfantes, el París de la injusticia y del sufrimiento humillado; es la gran ciudad, con sus esplendores, sus terrores y sus taras, ya deslumbrante, ya tenebrosa, ya estallando junto al rumor del oro y el resplandor de la carne desnuda, ya llorando en los arrabales, rodando entre la miseria y el fango, o alzándose contra la injusticia del destino. Y, por encima de todo, es la Ciudad-Luz, la que proyecta sobre Francia y sobre el mundo la claridad de sus ideas emancipadoras y sus aspiraciones de bienestar material y moral para todos.
La mayor parte de los veinticuatro personajes que aparecen en «París» puede fácilmente ser reconocida. Bertheroy, el ilustre químico que ha consagrado su vida a la investigación científica y que ve en la ciencia el factor más decisivo para el progreso moral, no es otro que Berthelot. Mege, que es proclamado jefe del partido colectivista «por su ardiente fe, por la extraordinaria actividad de su temperamento de luchador», es Jules Guesde. El libelista Sagnier, redactor de «L’Ami du Peuple», que cada mañana denuncia un nuevo escándalo y publica las listas de los malversadores, es Edouard Dumont, director de «La Libre Parole. —Fonsegue, director del periódico austero y grave—, Le Globe», es Adrien Hébrard, en la realidad director de «Le Temps». Monferrand, político, ministro asaltado por los apetitos más furiosos, es una mezcla de Rouvier y de Constans. Barroux, jacobino de majestad ligeramente teatral, romántico, estruendoso y un poco tonto, es Charles Floquet. El anarquista Salvat es Auguste Vaillant, el autor del atentado contra el Palais Bourbon, y el joven Víctor Mathis, que venga a Salvat, es Emile Henry. Finalmente, el cantante arrabalero Legras, autor de canciones en que el sufrimiento de los de abajo grita y se rompe en ritmos de fuego y sangre, es Aristide Bruant, autor de «En la calle».
Los nombres de estos personajes son testimonio de que muchas escenas de la novela han sido tomadas directamente de la realidad.
Termina por aquellos días el tremendo escándalo de Panamá, que prueba las relaciones turbias que existen entre la Cámara y la Bolsa, entre la política y el negocio. Y la novela evoca los compromisos parlamentarios, los chantajes periodísticos, las repercusiones múltiples del escándalo, los debates que éste ha generado.
Las malversaciones y los cheques «panameños» traen gestos de revuelta y de violencia por parte de los soñadores irritados, de los exasperados por la miseria; la anarquía de los de arriba engendra la anarquía de los de abajo. El relato del atentado de Salvat, la información sobre su proceso, el cuadro de su ejecución, estremecen por su veracidad. Y, como observa un doctrinario del anarquismo, Juan Grave, Zola supo discernir entre los diversos elementos que se mezclaban en el seno de esa agitación libertaria, hirviente, pero a veces confusa y turbia. «Casi todo el mundo —escribe— estaba allí, desde los estafadores hasta los soplones y ladrones, que hacen sus negocios de acuerdo con la Policía; también los snobs separados de los círculos cursis y de la aristocracia, que entran en el anarquismo por darse tono, porque es la moda, y que salen de él con la misma rapidez con que entraron».
El socialismo ha tomado en el mundo político una importancia cada vez más considerable. Por ello Zola da un lugar tan importante a Mege. Pero la interpretación que hace el escritor sobre el pensamiento y la acción socialista provocan reservas y objeciones de muchos socialistas, principalmente de Eugenio Fournière y de Jaurès (15). Dicen que Zola ha hecho del socialismo una obra insuficiente e incompleta: lo ve bajo la forma de un grupo parlamentario que se fuerza en derribar gabinetes, a la espera de que al cabo de dos o tres crisis será llamado al poder y podrá entonces realizar dictatorialmente la felicidad humana. No, si el socialismo recurre a la acción parlamentaria, como a la acción sindical y a la acción política, en general, no limita su actividad al Parlamento, como no cuenta tampoco con la caída sucesiva de ministerios, sino con la organización y la acción de la clase obrera para realizar su programa.
También hay otra objeción socialista a propósito de la concepción de Zola sobre la ciencia y su papel en la evolución social. El sabio Bertheroy, que expresa en el libro las ideas de Zola, declara: «¡Cuántas veces os lo he dicho! La ciencia, por sí sola, es revolucionaria. Si queréis cambiar el mundo y tratar de darle un poco de felicidad, todo lo que tenéis que hacer es permanecer en vuestro laboratorio, pues la felicidad humana sólo puede nacer en vuestros hornillos de sabio». Es verdad que la ciencia es una potencia formidable en las manos del hombre; la ciencia extiende su imperio sobre la Naturaleza; ella libera al hombre de muchos trabajos serviles y, acrecentando los medias de producción y de riqueza, permite universalizar un tipo mejor. Pero no basta que la ciencia progrese para que la justicia se realice; sola, la ciencia sería vana e impotente, y es necesario agregar a su desarrollo la acción militante de los hombres, sus voluntades y sus esfuerzos coordinados.
Estas pequeñas reservas no impiden que «París» sea un libro fuerte y hermoso, y que la mayor parte de los episodios que contiene sean funcionalmente exactos.
Al día siguiente de su aparición, un escritor que no pertenece a la escuela naturalista y que políticamente está muy alejado de Zola, pero que es uno de los maestros de la novela de fines del siglo XIX, Paul Bourget, no vacila en rendir este elocuente homenaje al autor de los Rougon-Macquart y de «Las tres ciudades»:
«Las novelas de Emilio Zola son producto de esta concepción que Taine definía maravillosamente cuando la llamaba “psicología viviente”. El autor de los Rougon-Macquart ha considerado la novela como una especie de experiencia hipotética abordada sobre antecedentes positivos y cuya primera condición es que los antecedentes sean verdaderos y la hipótesis lógica. Cuando la hora de la justicia suene para este infatigable obrero se podrá apreciar la labor asombrosa de documentos previos que supone cada uno de sus libros. Se discernirá también la intención constantes del escritor: hacer sobre la Francia contemporánea una pesquisa, llevada lo más adelante posible, destinada a plantear el problema de sus verdaderas condiciones.
»Entonces no se le discutirá ese derecho a tomar la realidad total, que es derecho de todo sociólogo y de todo historiador. Si el ardor de la convicción, el valor de sus propios principios, la intransigencia de la doctrina, la perseverancia en el trabajo son las más altas cualidades profesionales del artista literario, hay que decir que Emilio Zola es en la hora presente una de las figuras en las cuales estas grandes virtudes son más evidentes. Toda su obra tiene la huella de esta lealtad intelectual que constituye, por sí misma, la más eficaz y la más viril de las enseñanzas. He aquí por qué tenía razón el otro día para protestar contra el reproche de inmoralidad, tan ligeramente o tan pérfidamente prodigado al resultado de esta inmensa labor. La libertad de su colorido ha podido herir a ciertas sensibilidades. Pero yo desafío a que un lector de buena fe, que haya llegado al término de los Rougon-Macquart y de “Las tres ciudades”, no salude —en el autor de este vasto monumento— a un grande y honesto hombre de letras y al más recio talento de nuestra época».
ALEXANDRE ZÉVAÈS