V
El tren partió de Burdeos después de breves minutos de parada, durante la cual los que aún no habían comido se apresuraron a comprar provisiones, en tanto que los enfermos no cesaban de beber un poco de leche y de pedir algún bizcocho, como chiquillos. En cuanto se reanudó la marcha, sor Jacinta dio la consabida palmada y gritó:
—¡Vamos, démonos prisa! ¡La oración de la noche!
Entonces, durante cerca de un cuarto de hora hubo un zumbido confuso de padrenuestros y avemarías, un examen de conciencia, un acto de contrición, un abandono de cada uno en Dios, en la Virgen y en los santos, toda una acción de gracias por la jornada feliz, que terminó con una oración en favor de los vivos y en sufragio de los fieles difuntos.
—En nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Eran las ocho y diez. El crepúsculo inundaba ya la campiña, una llanura inmensa, prolongada por las brumas de la tarde y donde parpadeaban a lo lejos, en las casas diseminadas, luces titilantes. Las lámparas del vagón vacilaban, alumbrando con una luz amarillenta el hacinamiento de peregrinos y equipajes sacudidos por un continuo vaivén.
—Ya saben, hijos míos —prosiguió sor Jacinta, puesta en pie—, que ordenaré el silencio en Lamothe, a una hora de aquí. Tienen, pues, una hora para divertirse; pero sean prudentes y no se exciten demasiado. Pasado Lamothe, óiganlo bien, ni una palabra, ni un suspiro; quiero que todo el mundo duerma.
Esto les hizo reír.
—Así que ya lo saben. Tal es la regla; y, como ustedes son razonables, obedecerán.
Durante el día, en efecto, desde la salida de París, todos habían cumplido al pie de la letra el programa de los ejercicios religiosos indicados hora por hora. Y ya que habían sido dichas todas las oraciones, rezados todos los rosarios y entonados todos los cánticos, había terminado la jornada y se podía conceder un breve recreo antes del descanso. Pero no sabían qué hacer.
—Hermana —propuso María—, ¿quiere usted autorizar al señor cura a que nos lea algo? Lee muy bien, y precisamente yo traigo una historia de Bernadette que es tan bonita…
No la dejaron terminar, pues todos empezaron a gritar, como niños cuya pasión se despierta ante la promesa de un lindo cuento:
—¡Sí, sí, hermana! ¡Sí, sí!
—¡Y cómo no he de permitirlo —respondió la monja— desde el momento que se trata de una buena lectura!
Pedro hubo de acceder; pero, queriendo colocarse debajo de la lámpara, tuvo que cambiar de sitio con el señor de Guersaint, a quien el anuncio de aquella historia había alegrado tanto como a los enfermos. Cuando el joven sacerdote, acomodado al fin, abrió el libro y dijo que veía bastante, corrió un estremecimiento de curiosidad de un extremo a otro del vagón y todos irguieron la cabeza, anhelantes, con el oído atento. Afortunadamente, como tenía la voz clara y potente, pudo dominar el chirrido de las ruedas y el traqueteo ensordecedor del tren a través de aquella inmensa llanura sin accidentes.
Pero, antes de empezar la lectura, Pedro examinó el libro. Era una de esas ediciones de bolsillo salidas de las imprentas católicas y esparcidas profusamente por toda la cristiandad. Mal impreso en papel ordinario, llevaba en su cubierta azul una imagen de Nuestra Señora de Lourdes, simple, atiesada y torpe. Sería suficiente, desde luego, media hora para leerlo sin prisa.
Pedro comenzó, con voz clara y rotunda, de suave y penetrante timbre:
—«Era en Lourdes, pueblecito de los Pirineos, el jueves 11 de febrero de 1858. Hacía frío y el cielo estaba ligeramente nublado. Faltaba leña para preparar la comida en casa del pobre pero honrado molinero Francisco Soubirous. Luisa, su mujer, dijo a María, su segunda hija: “Anda a recoger leña a las orillas del Gave o en las tierras comunales”. El Gave es el nombre de un torrente que atraviesa a Lourdes.
»María tenía una hermana mayor, Bernadette, recién llegada del campo, donde unos buenos labradores la habían empleado para guardar ganado. Era una niña feliz y delicada, inocente, sin más ciencia que la de saber rezar el rosario. Luisa Soubirous dudaba en enviarla al bosque con su hermana, a causa del frío; sin embargo, a instancias de María y de una vecinita llamada Juana Abadie, la dejó partir.
»Las tres compañeras, bajando a lo largo del torrente para juntar ramas y troncos, dieron de manos a boca con una gruta abierta en una enorme roca que los lugareños llamaban la Massabielle…».
Al llegar a este punto de la lectura, mientras volvía la página, Pedro hizo una pausa, dejando caer el libro. La puerilidad del relato, las frases hechas y vacías de sentido, le impacientaban. Él, que poseía el legajo completo de aquella historia extraordinaria y había puesto empeño en estudiar sus menores detalles, guardaba en el fondo del corazón una ternura deliciosa y una infinita piedad por Bernadette. Acababa de pensar que la investigación que tiempo atrás tuvo la intención de llevar a efecto, una vez en Lourdes, podría empezarla a la mañana siguiente de su llegada. Era precisamente uno de los motivos que le habían decidido a hacer el viaje. Y despertaba en él toda la curiosidad que sentía por la vidente, que le encantaba por lo cándida, por lo verídica y por lo infeliz, pero cuyo caso hubiera querido analizar y explicar. Era indudable que Bernadette no mentía; había tenido una visión y oído voces, como Juana de Arco, y como Juana de Arco salvaba a Francia, al decir de los católicos. ¿Cuál era, pues, la fuerza que la había producido, junto con su obra? ¿Cómo había podido engrandecerse la visión en aquella mísera muchacha y trastornar todas las almas creyentes, hasta renovar los milagros de los tiempos primitivos y fundar casi una nueva religión, en medio de una ciudad santa edificada a golpes de millones e invadida por muchedumbres tan exaltadas y numerosas como no se habían visto desde la Cruzadas?
Interrumpiendo entonces la lectura, Pedro contó lo que sabía, lo que había adivinado en aquella historia de Bernadette, historia aún oscura a pesar de los raudales de tinta que ha hecho correr. Conocía el país, las costumbres y los trajes por las largas conversaciones sostenidas con su amigo el doctor Chassaigne. Se expresaba con encantadora facilidad de palabra, emoción exquisita y notables dotes de orador sagrado, conocidas en él desde el seminario, pero de las que no hacía uso jamás. En el vagón, cuando vieron que conocía la historia minuciosamente, y que la contaba de modo tan suave y vehemente, redoblaron su atención aquellas almas dolientes, sedientas de dicha, que se entregaban a él.
Empezó refiriendo la infancia de Bernadette en Bartrès. Allí crecía en casa de su nodriza, una mujer de nombre Lagûes, la que, habiendo perdido a un hijo recién nacido, hizo a los Soubirous, gente muy pobre, el favor de nutrir y guardar a la niña. Aquella aldea de 400 almas, a seis kilómetros aproximadamente de Lourdes, se hallaba como en un desierto, lejos de todo camino transitado, oculta entre bosques. El camino serpentea entre vericuetos; las contadas casas se hallan desparramadas entre praderas de bosques de nogales y castaños; los arroyos cristalinos, que no enmudecen jamás, siguen las pendientes a lo largo de los senderos. Lo único que se destaca es la pequeña iglesia románica, que domina un cerro, rodeada por las tumbas del cementerio. Por todas partes ondulan colinas cubiertas de bosques; aquello parece un hoyo en medio de un prado de deliciosa frescura e intenso verdor, humedecido por las eternas corrientes subterráneas que bajan de las montañas.
Bernadette, que desde que era mayorcita se ganaba el pan apacentando rebaños, los guiaba durante temporadas enteras a través de aquellos frondosos parajes, perdida entre las florestas, por donde no encontraba un alma. A veces, desde lo alto de alguna eminencia, contemplaba a lo lejos las montañas: el pico del Mediodía, el de Viscos, masas deslumbrantes o sombrías, según el estado del tiempo, y que otros picos descoloridos prolongaban; en fin, apariciones confusas de visionaria, como se tienen en los sueños.
Luego describió Pedro la casa de los Lagûes, donde se conservaba aún la cuna en que fue mecida la niña; casa aislada y silenciosa, la última de la aldea. Extendíase ante ella un prado plantado de manzanos y perales, separado únicamente de la campiña por un arroyo que se podía cruzar de un salto. En la casa, muy baja, sólo había, a derecha e izquierda de la escalera de mano que conducía al granero, dos vastas habitaciones enlosadas que contenían cuatro o cinco camas cada una. Las niñas se acostaban juntas y se dormían contemplando por la noche bonitas estampas pegadas en la pared, mientras el gran reloj, en su caja de pino, marcaba gravemente la hora en medio del imponente silencio.
¡Oh, qué años de indescriptible dulzura fueron aquellos vividos en Bartrès! Crecía endeble, siempre enferma, padeciendo un asma nerviosa que la ahogaba al menor cambio de tiempo. A los doce años no sabía leer ni escribir; sólo hablaba el dialecto del país, y tanto en lo físico como en lo moral era una retardada. Muchacha cariñosa y discreta, hablaba poco; le gustaba más escuchar que hablar. A pesar de no ser muy inteligente, daba frecuentes testimonios de estar dotada de mucha razón natural, y a veces replicaba con ingenio y prontitud y hasta con franqueza ingenua que hacía reír.
Había costado infinito trabajo enseñarle el rosario. Y, cuando lo supo, parecía querer limitar a él sus conocimientos. Lo recitaba todo el día, al punto de que no se le encontraba nunca entre sus ovejas sin el rosario en la mano, musitando padrenuestros y avemarías. ¡Y cuán largas horas pasaba así en la falda de las colinas, sumergida y como absorta en el misterio del bosque, no viendo a veces del mundo más que las cimas de las montañas, envueltas en fugaces reflejos de luz!
Transcurrían los días, y Bernadette continuaba absorta en su estrecho pensamiento de fe, en la única oración que repetía, y que no le daba más compañera y amiga que la Santísima Virgen, en medio de aquella soledad de su infancia, tan fresca y cándida. ¡Qué deliciosas veladas de invierno pasó en la sala de la izquierda, junto al fuego encendido! Su nodriza tenía un hermano sacerdote, que leía de vez en cuando cosas admirables, historias de santos, aventuras prodigiosas, que tan pronto hacían temblar de miedo como de gozo; apariciones del paraíso en la tierra, mientras el cielo entreabierto dejaba adivinar el resplandor de los ángeles.
Los libros que llevaba solían estar repletos de estampas: Dios en medio de su gloria; Jesús, delicado y hermoso, con su rostro de luz; la Santísima Virgen, sobre todo, repetida a cada momento, resplandeciente, vestida de blanco, de azul y de oro, tan seductora que la niña soñaba a veces con ella. Pero el libro que leía más a menudo era la Biblia, una vieja Biblia, amarillenta por el uso, que llevaba más de cien años en la familia. Cada velada, el marido de la nodriza, el único de la casa que sabía leer, clavaba al azar un alfiler entre las hojas y empezaba la lectura por la página de la derecha, en medio de la profunda atención de las mujeres y de los niños, que acababan por aprenderse aquello de memoria y de manera tal que hubieran podido continuar sin equivocarse en una palabra.
Bernadette prefería los libros piadosos, en los cuales se mostraba la Virgen con su bondadosa sonrisa. Sin embargo, hubo una lectura que la entretuvo también: la de la maravillosa historia de los cuatro hijos de Aymon. En la cubierta amarilla del librito, caído sin duda del paquete de algún vendedor ambulante, un grabado ingenuo representaba a los cuatro héroes, Renato y sus hermanos, montados en «Bayardo», su famoso caballo de batalla, que magnánimamente el hada Orlanda les había regalado. Eran sangrientos combates, destrucciones y sitios de fortalezas; estocadas terribles entre Roldán y Renato, que iban, por fin, a rescatar la Tierra Santa, sin olvidar al mago Maugis, el de los maravillosos encantamientos; ni a la princesa Clarisa, hermana del rey de Aquitania, más hermosa que la luz.
Con la imaginación exaltada, costábale a veces mucho trabajo a Bernadette conciliar el sueño, sobre todo las noches en que, dejando a un lado los libros, alguno de los de la rueda contaba una historia de brujas. Era muy supersticiosa, pues por nada del mundo la hubieran hecho pasar, después de la puesta del sol, cerca de una torre de la vecindad frecuentada por el diablo. Por lo demás, toda la comarca, habitada por gentes devotas y sencillas, parecía poblada de misterios, de árboles que cantaban, de piedras que sudaban sangre, de encrucijadas donde había que decir tres padrenuestros y tres avemarías si no quería uno encontrarse con el animal de siete cuernos que arrastraba a las jóvenes a la perdición.
¡Y qué exuberancia de cuentos terroríficos! Los había a centenares, y cuando de noche empezaban a contarlos, era cosa de nunca acabar. Se referían las aventuras de los duendes, de aquellos míseros hombres obligados por el demonio a meterse en la piel de los grandes perros blancos de las montañas; si se disparaba sobre ellos y se les alcanzaba aunque sólo fuese con un tiro, el hombre quedaba libre; pero si no se daba más que a la sombra, el hombre moría inmediatamente.
Luego desfilaban los brujos y las brujas. Una de estas historias impresionaba particularmente a Bernadette: la de un escribano de Lourdes que quiso ver al diablo y fue conducido por una bruja a un campo desierto, un viernes santo, a medianoche. El diablo llegaba, magníficamente vestido de rojo, y enseguida proponía al notario que le vendiese el alma, a lo cual éste fingía aceptar. Precisamente el diablo llevaba debajo del brazo el registro en que habían firmado las gentes del pueblo que ya se habían vendido. Pero el notario, muy astuto, sacaba del bolsillo un supuesto frasco de tinta, que no era sino una botella de agua bendita, y rociaba al diablo, que profería espantosos gritos, mientras el escribano huía con el registro. Entonces empezaba una loca persecución, que podía durar toda la noche, por montes y valles, a través de selvas y torrentes.
¡Devuélveme el registro!
¡No lo volverás a ver!
Y vuelta a empezar:
¡Devuélveme el registro!
¡No lo volverás a ver!
Finalmente, el escribano, que tenía su plan, extenuado ya de fatiga, casi a punto de sucumbir, se metía en el cementerio y, una vez en aquel lugar sagrado, se burlaba del diablo agitando el registro y salvando así las almas de todos los infelices que habían firmado. Las noches en que Bernadette oía referir tales cuentos, antes de entregarse al sueño rezaba mentalmente el rosario, contenta de ver al infierno burlado, aunque temblando a la sola idea de que el diablo acudiera a rondar su cama tan pronto como hubiesen apagado la lámpara.
Todo un invierno las veladas tuvieron lugar en la iglesia. El cura Ader lo había autorizado, y muchas familias acudían allí para economizar luz, sin contar con que, reunidos, estarían también más abrigados que en casa. Se leía la Biblia y se rezaban las oraciones en común. Los niños acababan por dormirse. Bernadette era la única que resistía hasta el último momento, muy contenta de verse allí, en aquella nave estrecha, cuyas delgadas cornisas estaban pintadas de rojo y azul. En el fondo, el altar, igualmente pintado y dorado, con sus columnas salomónicas y sus retablos de la Virgen María en casa de Santa Ana y la Degollación de San Juan, se elevaba con una riqueza deslumbrante y un poco bárbara. La muchacha, en la somnolencia que la invadía, debía de ver surgir la visión mística de aquellas imágenes de vivos colores, brotar sangre de las llagas, flamear las aureolas, aparecérsele la Virgen y mirarla con sus ojos de color de cielo, realmente vivos, al mismo tiempo que parecía a punto de abrir sus rojos labios para dirigirle la palabra.
Durante meses enteros transcurrieron esas veladas de la misma manera, frente al altar vago y suntuoso, donde comenzaba el sueño divino que llevaba dentro de sí para terminarlo en la cama, durmiendo apaciblemente, bajo la guardia de su ángel bueno.
Y fue en aquella misma iglesia, tan humilde y llena de ardiente fe, donde Bernadette empezó a aprender el catecismo. Iba a cumplir entonces catorce años, y era tiempo ya de que tomase su primera comunión. Su nodriza, que pasaba por avara, no la mandaba a la escuela, para que la ayudara en casa todo el día. Nunca el maestro, el señor Barbet, la había visto en la escuela. Pero un día que daba lección de catecismo, por indisposición del abate Ader, le llamó la atención por su piedad y su modestia. El sacerdote quería mucho a Bernadette, y con frecuencia le hablaba de ella al preceptor, diciéndole que no podía mirarla sin pensar en los niños de la Salette, porque aquellos niños debieron ser sencillos, buenos y devotos como ella, para que la Virgen se les apareciese.
Una mañana, paseando los dos hombres por las afueras de la aldea, la vieron perderse entre los grandes árboles con su reducido rebaño. El cura, volviendo hacia ella varias veces la cabeza, dijo nuevamente: «Ignoro lo que pasa en mí; pero, cada vez que encuentro a esa niña, me parece ver a Melania, la pastorcilla compañera del pequeño Maximino».
Efectivamente, estaba obsesionado por aquella idea singular, que resultó una profecía.
Y un día, después de la doctrina, y hasta una noche quizá, en la velada de la iglesia, ¿no contó el abate Ader la maravillosa historia, que ya tenía catorce años, de la Dama de vestido deslumbrante que caminaba sobre la hierba sin hollarla, y que no era otra que la Virgen, que se apareció a Melania y a Maximino en la montaña, al borde de un arroyo, para confiarles un gran secreto y anunciarles la cólera de su Hijo? Desde aquel día, un manantial formado por las lágrimas de la Virgen curaba todos los males, mientras el secreto, confiado a un pergamino con tres sellos de cera, dormía en Roma.
Con toda seguridad, Bernadette escuchó religiosamente, con su aire silencioso de sonámbula despierta, aquella maravillosa historia y se la llevó al desierto de hojas en que pasaba los días, para revivirla andando detrás de sus ovejas, mientras las cuentas de su rosario se deslizaban una a una entre sus frágiles dedos.
Así transcurrió su infancia en Bartrès. Lo que encantaba en aquella criatura endeble y frágil eran sus ojos de éxtasis, unos hermosos ojos de visionaria por los cuales cruzaba, como aves por un cielo purísimo, el vuelo de los ensueños. Su boca, grande y fuerte, denotaba bondad; su cabeza, cuadrada, de frente recta y tupidos cabellos, negros, hubiera parecido vulgar sin su encanto de dulce obstinación. Pero el que no se fijaba en su mirada no se daba cuenta de ella: la consideraba como una niña cualquiera, como una pobre que mendiga en los caminos, criada penosamente y de una tímida humildad.
Seguramente fue en su mirada donde el padre Ader leyó asombrado todo lo que iba a florecer en ella, el mal que torturaba su triste carne de chiquilla desventurada, la soledad campestre en que había crecido, los dulces balidos de sus ovejas, la salutación angélica paseada bajo el cielo y repetida hasta la alucinación, las prodigiosas historias referidas en casa de su nodriza, las veladas pasadas ante los vivos retablos de la iglesia y todo el aire de primitiva e ingenua fe que había respirado en aquella lejana región erizada de montañas.
El 7 de enero, Bernadette acababa de cumplir los catorce años. Sus padres, los Soubirous, viendo que no progresaba nada en Bartrès, resolvieron llevársela de una vez por todas con ellos a Lourdes, para que aprendiese el catecismo con asiduidad, a fin de prepararse en serio para la primera comunión. Hacía ya una quincena que se hallaba en Lourdes, cuando, un día frío y de cielo algo encapotado, el 11 de febrero, un jueves…
Pedro viose obligado a interrumpir su relato, pues sor Jacinta, levantándose y dando fuertes palmadas, dijo:
—Hijos míos, son más de las nueve. ¡Silencio! ¡Silencio!
Acababan de pasar por Lamothe, y el tren rodaba con sordo ronquido en un mar de tinieblas, a través de las llanuras interminables de las Landas, sumergidas en la noche. Hacía diez minutos que todo el mundo debía estar callado, durmiendo o sufriendo, sin pronunciar una sola palabra. Hubo, sin embargo, un movimiento de rebelión.
—¡Oh, hermana! —exclamó María, cuyos ojos centelleaban—. ¡Un cuartito de hora, nada más! Estamos en el punto más interesante.
Se elevaron diez voces, veinte:
—¡Por favor, hermana! ¡Un cuartito de hora, nada más!
Todos querían oír la continuación, ardiendo de curiosidad, como si no conocieran la historia: de tal modo estaban subyugados por los detalles de tierna humanidad que daba el narrador.
Todas las miradas estaban clavadas en él y hacia él se volvían todas las cabezas, extrañamente iluminadas por las humeantes lámparas. No eran sólo los enfermos, pues las diez mujeres del compartimiento del fondo también escuchaban con avidez, volviendo hacia Pedro la fealdad de sus pobres rostros, embellecidos por la cándida fe y procurando no perder una sola palabra.
—¡No, no puedo! —declaró de pronto sor Jacinta—. El reglamento es muy riguroso. Hay que guardar ahora silencio.
Sin embargo, pareció reflexionar, ya que ella misma sentía gran curiosidad y se hallaba tan impresionada que el corazón le latía fuertemente bajo el griñón.
María, suplicante, insistió nuevamente, mientras su padre, el señor de Guersaint, que escuchaba con fruición, declaraba que era como para enfermarse si Pedro no continuaba. Y como la señora de Jonquière sonreía con aire de indulgencia, la monja acabó por ceder.
—¡Está bien, está bien! Tienen un cuarto de hora más, pero nada más que un cuarto de hora, ¿entienden? Si no, caería yo en falta.
Pedro, que había aguardado tranquilamente sin intervenir para nada, continuó con la misma voz penetrante, en la que la duda se mezclaba a la piedad por los que sufren y esperan.
La narración se reanudaba en Lourdes, en la calle de los Petits Fossés, una calleja sombría y tortuosa que desciende entre casas pobres y muros groseramente revocados. En la planta baja de una de aquellas miserables viviendas, al extremo de un pasillo oscuro, ocupaban los Soubirous una sola habitación, donde se hacinaban siete personas: el padre, la madre y los cinco hijos. Apenas se veía un claro en el cuarto, donde penetraba una luz verdosa por un patio interior, pequeño y húmedo. Allí se dormía; y allí se comía, cuando había pan en la casa.
Hacía algún tiempo que el padre, molinero de oficio, encontraba con grandes dificultades trabajo fuera de su casa. De aquel lóbrego rincón, de aquella espantosa miseria, un frío jueves de febrero había salido Bernadette a recoger leña con María, su hermana menor, y con Juana, una amiguita de la vecindad.
Entonces llegó la historia a su punto culminante. Las tres niñas descendieron hasta la orilla del Gave, al otro lado del castillo, y se encaminaron luego a la isla del Chalet, frente a la roca de Massabielle, de la cual sólo las separaba el estrecho canal del molino de Sâvy. Era aquél un lugar agreste, adonde el pastor comunal conducía frecuentemente los cerdos de la comarca, que se resguardaban de los chubascos bajo la roca de Massabielle, la cual formaba en su base una especie de gruta poco profunda, obstruida por rosales silvestres y zarzales.
En vista de que la leña seca escaseaba, María y Juana atravesaron el canal, pues al otro lado vieron una porción de ramas que el torrente había arrastrado y dejado allí. Mientras tanto, Bernadette, más delicada, más señorita, permanecía afligida en la orilla, sin atreverse a cruzar la corriente. Como tenía muermo, su madre le había recomendado que se abrigase bien con su capuchón, una gran capucha blanca que contrastaba con su viejo vestido de lana negra. Cuando vio que sus compañeras se negaban a ayudarla, se resignó a quitarse los zapatos y las medias.
Serían las doce. Las campanadas de la salutación angélica debían de sonar en la parroquia, bajo aquel plácido cielo de invierno, sólo velado por un fino plumón de nubes. Y entonces se sintió Bernadette presa de una gran turbación, como si en sus oídos zumbaran vientos de tempestad y sintiera pasar un huracán, procedente de las montañas, bajo sus pies. Miró los árboles, y quedó estupefacta: no se movía ni una hoja.
Pensó que se había equivocado, y se dirigía a recoger sus zuecos, cuando sintió que idéntico fragor la azotaba de nuevo y con tal vigor que esta vez la turbación se extendió de los oídos a los ojos, pues ya no veía los árboles y estaba deslumbrada por una blancura, una especie de viva claridad que le pareció salir de la peña, encima de la gruta, de una grieta estrecha y alta semejante a una ojiva de catedral. Aterrorizada, cayó de rodillas. ¿Qué era aquello, Dios mío? A veces, cuando hacía mal tiempo, cuando su asma la martirizaba más que de ordinario, pasaba malas noches, teniendo constantemente sueños penosos, de los cuales conservaba un recuerdo angustioso, aun cuando no se acordaba de nada.
Parecíale verse rodeada de llamas, y que el sol pasaba por delante de su rostro. ¿Había soñado aquello la noche anterior? ¿Era quizá la continuación de algún sueño ya olvidado?
Poco a poco se precisó una forma en la que creyó reconocer una figura que el vivo resplandor hacía aparecer completamente blanca. Temiendo que fuera el diablo, cosa que se le ocurrió al recordar las historias de brujas que había oído referir, se puso a rezar el rosario. Y cuando gradualmente se hubo extinguido la luz, fue a reunirse con María y Juana, quedando muy sorprendida de que ni una ni otra hubiesen visto nada mientras juntaban leña frente a la gruta.
Al regresar a Lourdes, las tres niñas conversaron de lo ocurrido. ¿Conque Bernadette había visto algo? Pero ésta no quería contestar, inquieta y un poco avergonzada. Por fin, confesó que había visto algo vestido de blanco.
Así surgió el rumor y fue creciendo. Los Soubirous, al enterarse, se incomodaron mucho ante aquellas niñerías y prohibieron a su hija que volviera a la gruta de Massabielle. Pero todos los niños del barrio referían ya aquel suceso, y los padres de Bernadette tuvieron que ceder y consentir que la niña fuese el domingo a la gruta con una botella de agua bendita, para saber definitivamente si no se trataba de un asunto del diablo. Ésta volvió, acompañada por otras personas. Y fue únicamente entonces cuando la Señora del vivo resplandor se encarnó, hasta el extremo de dirigirle la palabra: «Hazme la gracia de venir aquí durante quince días». Poco a poco la Señora había adquirido forma definitiva; aquella figura vestida de blanco se convertía en una dama más hermosa que una reina, como no se ve sino en las imágenes.
Al principio, ante las continuas preguntas con que la abrumaban todos los vecinos, Bernadette se manifestaba vacilante y atormentada por los escrúpulos. Luego pareció que, bajo la sugestión de aquellos mismos interrogatorios, la figura se hacía cada vez más precisa y tomaba una vida definitiva, con líneas y colores que la niña ya no había de olvidar jamás en sus descripciones de la visión. Los ojos eran azules y muy suaves; la boca, sonrosada y risueña; el óvalo tenía a la vez el encanto de la juventud y de la maternidad. Bajo el borde del velo que cubría la cabeza y le llegaba hasta los talones, se veía apenas la ondulación discreta de una admirable cabellera rubia. El vestido, completamente blanco y deslumbrante, debía de ser de una tela desconocida en la tierra, tejida con rayos de sol. El chal, ligeramente anudado, dejaba caer flotando sus dos extremos, leves como la brisa matinal. El rosario, que le colgaba del brazo derecho, tenía unas cuentas blancas como la leche, en tanto que la cadena y la cruz eran de oro, y sobre sus pies desnudos, sobre sus divinos pies de nieve virginal, florecían dos rosas de oro, las rosas místicas de aquella carne inmaculada de madre divina.
¿Dónde había visto Bernadette aquella Virgen, tan tradicional en su sencillo atavío, sin una joya, de una gracia primitiva de pueblo niño? ¿En aquel libro ilustrado del hermano de la nodriza, de aquel buen cura que les leía cosas tan bonitas? ¿En alguna estatua, en algún cuadro, en alguna vidriera de aquella iglesia pintada y dorada, donde ella había crecido? Sobre todo, aquellas rosas de oro sobre los pies desnudos, aquella deliciosa imaginación de amor, aquella floración devota de la carne de la mujer, ¿de qué novela caballeresca procedía? ¿De cuál de las historias referidas en el catecismo por el abate Ader? ¿De qué sueño inconsciente paseado por las arboledas de Bartrès al repetir sin cesar las sugestivas decenas de la salutación angélica?
La voz de Pedro vibró más emocionadamente, porque, si bien no decía todas estas cosas a los pobres de espíritu que le escuchaban, en cambio la explicación humana que sin duda, en el fondo de su alma, trataba de dar a tales prodigios comunicaba a su relato la emoción de una simpática fraternidad. Amaba a Bernadette por el hechizo de su alucinación, por aquella Señora de una presencia tan graciosa, perfectamente amable, llena de cortesía para aparecer y desaparecer. El gran resplandor aparecía primero, luego se formaba la visión, que iba, venía, se inclinaba y se movía insensible y leve. Y cuando se desvanecía, la luz aún persistía un instante, y luego se apagaba como un astro que muere. Ninguna señora de este mundo podía tener un rostro tan blanco y sonrosado, ni tan hermoso, con la hermosura infantil de las imágenes de primera comunión. El rosal de la gruta no hería sus adorables pies desnudos, florecidos de oro.
Pedro contó enseguida las demás apariciones. La cuarta y la quinta acaecieron el viernes y el sábado; pero la Señora de vivo fulgor, que hasta entonces no había dicho su nombre, se limitó a sonreír y saludar, sin pronunciar palabra. El domingo lloró y dijo a Bernadette: «Rogad por los pecadores». El lunes le dio la gran contrariedad de no aparecérsele, seguramente para ponerla a prueba. Pero el martes le confió un secreto personal que no debía jamás ser divulgado, y luego le indicó por fin la misión que le encargaba: «Id y decir a los sacerdotes que aquí hay que construir una capilla. —El miércoles murmuró varias veces la palabra—: ¡Penitencia! ¡Penitencia! ¡Penitencia!», que repitió la niña besando la tierra. El jueves santo dijo: «Id a la fuente a beber y a lavaros, y comed de la hierba que crece a su orilla», palabras que Bernadette comprendió al fin cuando brotó un manantial bajo sus dedos, en el fondo de la gruta: éste fue el milagro de la fuente encantada.
Transcurrió la segunda semana. No hubo aparición el viernes, pero sí los cinco días siguientes, en cada una de las cuales repetía sus órdenes y miraba sonriente a la humilde hija de su predilección, la cual, a cada aparición rezaba el rosario, besaba el suelo y subía de rodillas hasta la fuente para beber y lavarse. Finalmente, el 4 de marzo, último día de las místicas citas, pidió más insistentemente la construcción de una capilla para que los pueblos acudieran a ella, en procesión, desde todos los puntos de la tierra. Mientras tanto, a todas las preguntas se había negado a contestar quién era. Sólo el jueves 25 de marzo, tres semanas más tarde, la Señora, cruzando las manos y alzando los ojos al cielo, dijo: «Yo soy la Inmaculada Concepción». Aún apareció dos veces más, con tres meses de intervalo, el 7 de abril y el 16 de julio: la primera vez, para el milagro del cirio, aquel cirio sobre el cual la niña por descuido dejó un rato la mano sin quemarse, y la segunda vez, para la despedida, la última sonrisa y el último saludo de gentil cortesanía. Resultaban así dieciocho apariciones. Nunca más volvió a mostrarse.
Pedro sintió como un desdoblamiento de su alma. Mientras, por una parte, proseguía su cuento de color de rosa, tan grato a los desgraciados, evocaba para sí a la Bernadette lastimosa y amada, en quien tan amablemente había florecido la flor del sufrimiento. Según la expresión brutal de un médico, aquella niña de catorce años, atormentada en su tardía pubertad, minada ya por el asma, no era, en suma, sino una irregular de la histeria, una degenerada, una retardada. Si faltaban las crisis violentas y no había sufrido en aquellos excesos rígidos de los músculos, si conservaba el recuerdo preciso de sus ensueños, debíase ello sencillamente a que aportaba el curiosísimo documento de su caso especial. Y sólo lo inexplicado constituye el milagro, pues la ciencia sabe todavía muy poca cosa de la infinita variedad de fenómenos humanos, que cambian según los seres.
¿Cuántas pastoras no habían visto a la Virgen, antes que Bernadette, con idéntica ilusión pueril? ¿No era siempre la misma historia de la Señora vestida de luz, el secreto confiado, el manantial que brotaba, la misión que cumplir y los milagros cuyo encanto va a convertir a las multitudes? Y siempre era el sueño, de una niña pobre, el deslumbramiento del feligrés, el ideal hecho de belleza tradicional, de dulzura y de cortesía, la candidez de los medios y la identidad del fin: liberación de pueblos, construcción de iglesias, procesiones de fieles. Además, todas las palabras emanadas del cielo se parecían, pues había apelaciones a la penitencia y promesas de auxilio divino. Sin embargo, había en este caso un elemento nuevo: aquella declaración extraordinaria: «Yo soy la Inmaculada Concepción», que se manifestaba allí como un oportuno y provechoso reconocimiento por la misma Virgen del dogma promulgado por la corte de Roma tres años antes.
La que aparecía no era la Virgen Inmaculada, sino la Inmaculada Concepción, la abstracción misma, la cosa, el dogma, de manera que cabría preguntarse si la Virgen había hablado así. Las demás palabras es posible que Bernadette las hubiese oído y conservado en un rincón inconsciente de su memoria. Pero ¿de dónde venía esta frase para suministrar al dogma, todavía discutido, el portentoso apoyo del testimonio de la Madre que concibió sin pecado?
En Lourdes la emoción era inmensa; acudían multitudes y comenzaban a darse milagros, mientras, por otra parte, se declaraban las inevitables persecuciones que aseguran el triunfo de las religiones nuevas. El abate Peyramale, cura de Lourdes, hombre muy honrado, de espíritu recto y vigoroso, podía decir, con razón, que él no conocía a la niña, que no la había visto aún en el catecismo. ¿Dónde estaba, pues, la presión, la lección enseñada?
No había otra cosa sino la infancia en Bartrès, las primeras enseñanzas del cura Ader, quizá las conversaciones, las ceremonias religiosas en honor del dogma reciente o simplemente el regalo de una de aquellas medallas que se habían distribuido profusamente. Nunca más había de aparecer el abate Ader, que había profetizado la misión de Bernadette. Iba a permanecer ausente de esta historia, no obstante haber sido el primero que sintió el despertar del alma de la niña entre sus manos piadosas. Y todas las fuerzas ignoradas de la aldea perdida en aquel limitado rincón verde y supersticioso continuaban, sin embargo, actuando, perturbando los cerebros y extendiendo el contagio del misterio.
Recordábase que un pastor de Argelès, hablando de la roca de Massabielle, había predicho que allí ocurrirían grandes cosas. Otros niños caían en éxtasis, con los ojos muy abiertos y los miembros en convulsión; pero lo que ellos veían era el diablo.
Parecía soplar por la comarca un viento de locura. Una vieja declaraba en la plaza de Porche, en Lourdes, que Bernadette no era más que una bruja, pues había visto en su ojo una pata de sapo. Para los demás, para los miles de peregrinos que allí acudían, era una santa, cuyos vestidos besaban. Y cuando ella caía de rodillas ante la gruta, con un cirio encendido en la mano derecha y desgranando el rosario con la izquierda, estallaban sollozos y un frenesí exaltaba las almas. Bernadette se ponía muy pálida, muy bella, transfigurada. Sus rasgos se destacaban suavemente en una expresión de extraordinaria beatitud, mientras sus ojos se llenaban de claridad y su entreabierta boca se movía como si pronunciara palabras que nadie entendiera. Era evidente que no disponía de su voluntad, invadida por su sueño y poseída completamente por él en el estrecho y especial ambiente en que vivía, que lo continuaba aun estando despierta y lo aceptaba como la única realidad indiscutible, dispuesta a confesarlo a costa de su sangre, repitiéndolo incesantemente y obstinándose en él con detalles invariables. No mentía, porque no sabía ni podía querer otra cosa.
Pedro se entretuvo haciendo una descripción encantadora del antiguo Lourdes, de aquel pueblo piadoso dormido al pie de los Pirineos. Antaño, su castillo, construido sobre una roca en la encrucijada de los siete valles de Lavedán, era la llave de las montañas. Pero actualmente, ya desmantelado, no era sino un edificio ruinoso en el arranque de un camino que no conducía a ninguna parte. La vida moderna iba a estrellarse allí contra el formidable baluarte de los altos picos nevados; sólo el ferrocarril transpirenaico, de haberse construido, habría podido establecer una activa circulación de la vida social en aquel rincón perdido. Así olvidado, Lourdes dormitaba, feliz, en medio de su paz secular, con sus calles angostas y pavimentadas de guijarros, con sus casas negras adornadas de mármoles.
Las viejas techumbres se apiñaban al este del castillo; la calle de la Gruta, que se llamaba del Bosque, no era sino un camino desierto, intransitable; ninguna casa descendía hasta el Gave, que arrastraba entonces sus espumosas aguas a través de la absoluta soledad de los sauces y los altos matorrales. En la plaza del Marcadal, durante los días de trabajo, se veía algún que otro transeúnte: mujeres que iban de prisa, pequeños rentistas que paseaban sus ocios; y era necesario esperar el domingo o los días de feria para encontrar en la plaza pública la población endomingada, la multitud de vendedores que bajaban con sus ganados desde las apartadas mesetas.
Durante la temporada de baños, el tránsito de los bañistas de Cauterets y de Bagnères prestaba también alguna animación, pues las diligencias atravesaban el pueblo dos veces por día. Llegaban de Pau por un camino detestable y había que pasar vadeando el Lapaca, que se desbordaba con frecuencia; luego se subía la empinada cuesta de la calle Baja y se pasaba junto al arriate de la iglesia, sombreada por frondosos olmos. ¡Qué paz había alrededor de aquella antigua iglesia y en su interior, de estilo español, lleno de esculturas antiguas, de columnas, de retablos, de estatuas, poblado de visiones de oro y de carne pintadas, con su pátina de tiempo, entrevistas al resplandor de luces místicas!
Toda la población iba allí para cumplir con sus deberes religiosos y llenarse los ojos con aquel sueño de misterio. No había incrédulos, pues se trataba de un pueblo de fe primitiva, en el que cada corporación marchaba tras el pendón de su santo y en el que cofradías de toda clase congregaban a la población entera en las mañanas de fiesta, como una sola familia cristiana. Por eso, como flor exquisita nacida en un vaso de privilegio, reinaba allí una gran pureza de costumbres. Ni siquiera los mozos encontraban para perderse un sitio de disipación; todas las doncellas crecían en perfume y en belleza de inocencia bajo las miradas de la Santísima Virgen, Torre de marfil y Trono de sabiduría.
Bien comprensible era que Bernadette, nacida en aquella tierra de santidad, hubiera florecido como rosa natural abierta en los rosales rústicos del camino. Era la floración misma de aquel antiguo país de fe y de honestidad. No habría brotado en otra parte; no podía producirse y desarrollarse sino allí, en aquella raza atrasada, entre la dormida paz de un pueblo niño, bajo la disciplina moral de la religión.
¡Cuánto amor había suscitado súbitamente en torno de sí! ¡Qué ciega fe en su misión, qué inmenso consuelo y cuánta esperanza, desde los primeros milagros! Una prolongada exclamación de alivio acogió las curaciones del viejo Bouriette, que recobró la vista, y del pequeño Justino Bouhohorts, que resucitó en la fría agua de la fuente. Por fin la Virgen intervenía en favor de los desesperados, obligando a la naturaleza, madrastra despiadada, a ser justa y caritativa. Era el nuevo reinado de la omnipotencia divina, que trastrocaba las leyes del mundo para felicidad de los que sufrían y de los pobres.
Multiplicábanse los milagros y eran cada día más extraordinarios, como demostraciones irrecusables de la veracidad de Bernadette. Esta era la rosa del divino vergel que perfuma y que ve nacer a su alrededor todas las demás flores de la gracia y de la salvación.
A esta altura de su narración, Pedro refería nuevamente los milagros, dispuesto a continuar con el prodigioso triunfo de la gruta, cuando sor Jacinta, despertándose sobresaltada de la fascinación en que el relato la tenía inmersa, se puso vivamente de pie.
—En verdad, parece que hubieran perdido el juicio. ¡Van a dar las once!
Así era. Habían pasado por Morcenx y llegaban a Mont de Marsan. La monja dio una palmada.
—¡Silencio, hijos míos, silencio!
Esta vez nadie se atrevió a rebelarse, porque tenía razón: ya no era prudente continuar. Pero ¡qué lástima no oír el final y quedarse a mitad de la historia!
Las diez mujeres que iban en el compartimiento del fondo dejaron escapar un murmullo de decepción, mientras los enfermos, alargando el rostro y con los ojos dilatados por la esperanza, parecían escuchar aún. Aquellos milagros interminables acabaron por llenarlos de un gozo enorme y sobrenatural.
—Y que no oiga respirar a nadie —añadió la religiosa en tono jovial—, porque lo pongo en penitencia.
La señora de Jonquière sonrió bondadosamente para decir:
—Obedezcan, hijos míos, y duerman, duerman bien para disponer mañana de fuerzas con que rogar de todo corazón en la gruta.
Entonces se hizo el silencio, y ya no habló nadie; sólo se oían el estrépito de las ruedas y el traqueteo del tren, que avanzaba a toda máquina entre las tinieblas de la noche.
Pedro no pudo dormir. Junto a él, el señor de Guersaint roncaba ligeramente, con aire de bienaventurado, no obstante lo duro del banco. El sacerdote había visto los ojos de María abiertos durante buen rato, llenos aún del esplendor de las maravillas que él acababa de contar. Los tenía ardientemente clavados en él, y luego los había cerrado, no sabiendo el sacerdote si dormitaba o si revivía en su mente el continuo milagro.
Mientras tanto, los enfermos soñaban en voz alta, con risas entrecortadas por inconscientes lamentos. Tal vez veían a los arcángeles abriéndoles la carne para arrancarles el mal. Otros, acosados por el insomnio, se revolvían, ahogando un sollozo, y miraban fijamente en la sombra.
Pedro, estremeciéndose por todos los misterios evocados, perdido y desconociéndose en aquel ambiente delirante de doliente fraternidad, acabó por abominar de su razón, en íntima comunión con aquellos seres humildes y resuelto a creer como ellos. ¿Para qué aquella investigación fisiológica sobre Bernadette, tan complicada y tan llena de lagunas? ¿Por qué no aceptarla como una mensajera del más allá, como una elegida del divino desconocido? Los médicos no eran sino unos ignorantes, de manos brutales; en cambio, ¡sería tan dulce dormirse con la fe de los niños en los encantados jardines de lo imposible!
Finalmente, tuvo un delicioso momento de renunciamiento, en que no procuraba explicarse nada, en que aceptaba a la vidente con su cortejo suntuoso de milagros y en que se entregaba por completo a Dios para pensar y querer rectamente. Y miraba al exterior a través del cristal, que no se atrevía a bajar a causa de los tísicos, y veía la noche inmensa envolviendo el campo por donde escapaba el tren.
La tempestad debió de haber estallado allí, pues el cielo tenía una admirable pureza nocturna, como si lo hubieran lavado las aguas de lluvia. Grandes estrellas lucían sobre el terciopelo sombrío, iluminando con misterioso resplandor los campos frescos y mudos, que extendían hasta el infinito la negra soledad de su quietud. Por los arenales, por los valles, por las colinas, el tren de miseria y de sufrimiento rodaba, rodaba siempre, caldeado, apestoso, lamentable y quejumbroso, en medio de la serenidad de aquella noche augusta, tan hermosa y tan apacible.
Pasaron a la una de la madrugada por Riscle. A las dos, en Vic de Bigorre, hubo sordas lamentaciones, pues el mal estado de la vía sacudía a los enfermos con una trepidación insoportable. Hasta después de pasar Tarbes, a las dos y media, no rompieron el silencio para recitar las oraciones de la mañana, todavía en plena noche. Eran el padrenuestro, el avemaría, el credo y la invocación al Señor para pedirle la dicha de una jornada gloriosa. ¡Oh, Dios mío! ¡Dadme fuerza suficiente para evitar todo mal, para practicar todo bien, para sufrir todas las penas!
Ya no tenían que parar hasta Lourdes. Apenas tres cuartos de hora más, y Lourdes brillaría como una inmensa esperanza en el fondo de aquella noche tan cruel y tan larga. El penoso despertar era febril, y entre el malestar matutino y el horrible sufrimiento que comenzaba otra vez, se producía una postrera agitación.
Sor Jacinta, sobre todo, no cesaba de preocuparse por aquel hombre, al que no había dejado de enjugarle el rostro cubierto de sudor. Había vivido hasta entonces, y ella le había velado, sin cerrar los ojos un instante, escuchando su débil respiración con el obstinado deseo de llevarle cuando menos hasta la gruta.
De pronto la monja sintió miedo, y, dirigiéndose a la señora de Jonquière, le dijo:
—¿Quiere hacer el favor de pasarme enseguida la botella de vinagre? Ya no le oigo respirar.
En efecto, hacía un momento que aquel hombre no respiraba. Sus ojos continuaban cerrados, su boca entreabierta. Estaba frío. Su palidez no había podido aumentar, pero tenía un color de ceniza. Y el vagón rodaba con su ruido de hierros sacudidos, pareciendo cada vez mayor la velocidad del tren.
—Voy a frotarle las sienes —añadió sor Jacinta—. Ayúdeme.
Súbitamente, el hombre, por efecto de un fuerte vaivén, cayó de bruces.
—¡Ay, Dios mío! ¡Ayúdeme a recogerlo!
Lo levantaron. Estaba muerto. Hubo que acomodarlo en su rincón, de espaldas contra el tabique. Se quedó enhiesto, con el torso rígido, sin más que un pequeño balanceo de la cabeza a cada sacudida del tren, que continuaba transportándolo con el mismo ruido atronador, mientras la locomotora, feliz de llegar, sin duda, lanzaba silbidos de júbilo, a través de la noche plácida.
La media hora que quedaba del viaje fue interminable con aquel muerto. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de sor Jacinta; luego, cruzando las manos, se puso a rezar. Todo el vagón se estremecía horrorizado ante el compañero a quien llevaban demasiado tarde ante la Santísima Virgen. Pero la esperanza era más fuerte que el dolor, y aunque todos los males allí amontonados se despertaban, aumentaban y se exasperaban bajo la aplastante fatiga, no por ello dejaba de saludarse con un canto de alegría la entrada triunfal en la tierra del milagro.
Los enfermos acababan de entonar el Ave Maris Stella, en medio del llanto que el sufrimiento les arrancaba, en un clamor creciente en que los lamentos terminaban en exclamaciones de esperanza.
María volvió a tomar la mano de Pedro entre sus dedos pequeños y febriles.
—¡Oh, Dios mío! Ese hombre ha muerto. ¡Y yo, que temía también morir antes de llegar! ¡Pero ya llegamos, ya llegamos, por fin!
El sacerdote temblaba con infinita emoción.
—Es que usted sanará, María, y yo también, si usted ruega por mí.
La locomotora silbaba con más violencia en el seno de las tinieblas azules. Llegaban ya; las luces de Lourdes parpadeaban en el horizonte. Todo el tren entonaba otro cántico, la historia de Bernadette, la inacabable letanía de sesenta estrofas, en que la salutación angélica se reitera sin cesar, como estribillo, bajo la obsesión enloquecedora del éxtasis celestial.