III

El buen abate Judaine era el que debía llevar el Santísimo Sacramento en la procesión de las cuatro. Desde que la Santa Virgen lo había curado de una enfermedad de la vista, milagro que pregonaban todavía los periódicos católicos, era una de las glorias de Lourdes; por eso lo ponían en primer lugar y se le honraba con toda clase de homenajes.

A las tres y media se levantó con intención de dejar la gruta. Pero la afluencia extraordinaria de la muchedumbre le asustó, y temió que llegaría demasiado tarde si no conseguía abrirse paso. Por suerte, alguien vino en su ayuda.

—Señor cura —le dijo Berthaud—, no intente usted pasar por el Rosario, porque se quedaría en el camino. Lo mejor que puede hacer es subir por el sendero. Mas… espere. ¡Sígame a mí! Yo iré delante.

A fuerza de codazos consiguió abrir una brecha en aquella ola apretada, dando paso al sacerdote, que se deshacía en agradecimientos.

—Es usted demasiado amable. Yo tengo la culpa, porque me había olvidado… ¡Dios del cielo! ¿Y cómo nos vamos a arreglar para poder pasar con la procesión?

Aquella procesión seguía siendo la preocupación de Berthaud. Por lo común, desataba a su paso una crisis de loca exaltación, que obligaba a tomar medidas especiales. ¿Qué iba a suceder cuando tuviesen que atravesar por entre aquella muchedumbre apiñada de treinta mil personas, espoleada por una fiebre tan ardiente que parecía ya el comienzo del divino frenesí? Procediendo muy razonablemente, Berthaud aprovechó el momento para hacer algunas prudentes recomendaciones.

—Hágame usted el favor, señor cura, de decir a esos señores clérigos que caminen sin dejar espacio entre sí y sin prisa, bien juntos. Y, sobre todo, que sostengan los estandartes con fuerza, para que no se les caigan. En cuanto a usted, señor cura, trate de que los portadores del palio sean hombres vigorosos, y no tenga miedo de apretar bien el paño alrededor de la custodia, con las dos manos, con toda su fuerza.

Un poco asustado por aquellas recomendaciones, el cura seguía dándole las gracias.

—Así lo haré, así lo haré; es usted muy amable. No sé cómo expresarle mi agradecimiento por el favor que me ha hecho ayudándome a salir de entre toda esta gente.

Al verse ya libre, echó a andar apresuradamente por el estrecho sendero tortuoso que sube a la basílica salvando la ladera del monte. Su compañero volvía entre tanto a sumergirse entre el gentío para colocarse otra vez en su puesto de vigilancia.

En el mismo instante, Pedro, que conducía a María en su cochecito, se estrellaba del lado opuesto de la plaza del Rosario contra el muro impenetrable de la multitud. La camarera del hotel le había despertado a las tres para que fuese al hospital en busca de la joven. No había prisa alguna, pues tenían tiempo de sobra para llegar a la gruta antes de que diese comienzo la procesión. Pero aquella muchedumbre inmensa, aquel muro resistente, inabordable por ningún lado, empezaba a causarle inquietud. Si la gente no se mostraba un poco complaciente, no conseguiría nunca pasar.

—¡Por favor, señores; por favor, señoras! ¡Un poco de espacio, ábranse, déjenme pasar; se trata de una enferma! ¡Por favor!

Pedro desesperaba ya de salir de allí y sus fuerzas se agotaban; en aquel momento acudieron en su ayuda unos camilleros encargados de abrir un espacio para que pasase la procesión, a la que iban a proteger, por orden de Berthaud, valiéndose de cuerdas sostenidas por hombres que se colocaban cada dos metros. Pedro pudo seguir adelante con facilidad, llevando a María hasta el recinto reservado y deteniéndose a mano izquierda, frente a la gruta. No era posible moverse de allí, porque la aglomeración crecía de minuto en minuto. De toda aquella penosa travesía que acababa de hacer, y que le había dejado los miembros molidos de fatiga, sólo le quedó a Pedro la sensación de una reunión prodigiosa de gentes, de haberse encontrado en algo así como en medio de un océano, sintiendo el estrépito de las olas que bramaban a su alrededor.

María no había abierto los labios desde que salieron del hospital. Pedro comprendió que deseaba decirle algo, y se inclinó.

—¿Está por ahí mi padre? —preguntó María—. ¿No ha regresado todavía de su excursión?

Tuvo que contestarle que el señor de Guersaint no había vuelto aún, y que, seguramente, se habría demorado contra su voluntad. María, entonces, se limitó a contestar sonriente:

—¡Pobre papá! ¡Qué contento se pondrá cuando me vea sana!

Pedro la contemplaba lleno de admiración conmovida. No recordaba haberla visto nunca tan encantadora desde que la enfermedad empezó a arruinarla lentamente. Su cabellera, única parte del cuerpo que había sido respetada, la cubría de oro. Su cabeza empequeñecida, afinada, tenía una expresión de ensueño; la mirada traducía la obsesión de su enfermedad, las facciones estaban inmovilizadas, y toda ella dormía como envuelta en una idea fija, esperando que la despertara el sacudimiento de la dicha anhelada. Estaba ausente de sí misma, y volvería en sí cuando Dios lo quisiera. Aquella niña deliciosa, verdadera niña todavía a los veintitrés años, que se había quedado detenida en el momento mismo del accidente que había sufrido y que embotó sus órganos sexuales, haciendo de ella una retardada e impidiéndole hacerse mujer; aquella niña se hallaba, por fin, en condiciones de recibir la visita del ángel, la conmoción milagrosa que había de sacarla del sopor y la pondría de pie. Su éxtasis de aquella mañana no cesaba; sus manos se juntaban, y todo su ser, impulsado por el ímpetu de arrobamiento que lo tenía dominado, parecía como suspendido sobre la tierra, en actitud de vuelo, desde que apareció ante su vista la imagen de la Santísima Virgen.

Fue aquél un momento de honda perturbación para Pedro. Tuvo conciencia de que iba a desenvolverse el drama de su vida sacerdotal; que si no recobraba la fe durante aquella crisis, no la recobraría ya nunca. No había repliegues en su pensamiento, ni había resistencias; también él ansiaba fervorosamente la curación de ambos al mismo tiempo. ¡Recuperar la fe al curarse María; creer juntos, salvarse juntos! Quiso orar, como oraba ella, ardientemente. Pero, no obstante los esfuerzos que hacía, le distraía la multitud, aquella muchedumbre innumerable, de la que a duras penas había logrado zafarse, evitando quedar sumergido, desaparecer entre tanta gente, como la hoja de un árbol en medio de la selva, perdida entre el común estremecimiento de todas las demás. No podía menos que analizarla y juzgarla. Se hacía cargo de que aquellas gentes estaban desde hacía unos cuatro días sugestionadas y arrastradas: la fiebre del largo viaje, la excitación de aquellos paisajes nuevos para ellas, las jornadas pasadas entre las magnificencias de la gruta, las noches en vela, el dolor exasperado, el hambre de ilusión. Y luego la obsesión de las plegarias, de los cánticos, de las letanías, que las hacían vibrar sin descanso.

Otro sacerdote había sucedido al padre Massias; era un curita moreno y flaco que lanzaba sus invocaciones a la Virgen y a Jesús con una voz que parecía el chasquido de un látigo. El padre Massias y el padre Fourcade, que permanecían al pie de la sagrada cátedra, dirigían los clamores de la multitud, que brotaban cada vez con más ímpetu, bajo aquel cielo purísimo. La exaltación había llegado a su punto culminante; era el momento en que el cielo, forzado por aquellas invocaciones, decretaba los milagros.

Un paralítico se levantó de pronto y se puso a andar en dirección a la gruta, agitando en el aire su muleta, que, como una bandera enarbolada sobre aquellas cabezas alucinadas, arrancaba exclamaciones a los fieles. Las gentes estaban al acecho de los prodigios; los esperaban con la certeza de que se producirían innumerables, deslumbradores. Había ojos que creían verlos, voces febriles que los señalaban. ¡Otra enferma curada! ¡Otra más! ¡Otra más! ¡Una sorda que oye, una muda que habla, una tísica que resucita! ¿Una tísica? Así es; y eso ocurre todos los días. Nada causaba ya sorpresa, y nadie hubiera mostrado asombro al comprobar que una pierna cortada volvía a crecer.

El milagro era allí cosa natural, corriente, vulgar a fuerza de ser común. Para aquellas imaginaciones calenturientas, dentro de la lógica de las esperanzas que ponían en la Virgen, las historias más increíbles parecían cosa sencilla. Había que oír los relatos que circulaban, las aseveraciones tranquilas, las certidumbres absolutas, en cuanto una enferma delirante gritaba que se había curado. ¡Otra más! ¡Otra más! A veces, sin embargo, sobresalía una voz que exclamaba con pesadumbre: «¡Ah, ésa se ha curado! ¡Qué suerte tiene!».

A Pedro le había disgustado ya la credulidad que observó en el ambiente de la oficina de comprobaciones. Pero aquí las cosas llegaban a límites insospechados, y las extravagancias que escuchaba le exasperaban más aún, porque las decían con toda naturalidad, con ingenuas sonrisas infantiles. Por eso hacía esfuerzos por concentrarse, por no escuchar nada. «¡Dios mío, aniquila mi razón, haz que no sienta ya el deseo de comprender, haz que acepte lo irreal y lo imposible!». Y durante breves momentos llegaba a convencerse de que había muerto en él el espíritu crítico, y se dejaba arrastrar por el clamor suplicante: «¡Señor, sana a nuestros enfermos! ¡Señor, sana a nuestros enfermos!». Lo repetía con toda la fuerza de su caridad, juntaba las manos, miraba fijamente la estatua de la Virgen, hasta sentir el vértigo, hasta que le parecía que se movía. ¿Por qué no podría convertirse él también en niño, ya que la felicidad se encontraba en la ignorancia y en el engaño? Acabaría por obrar el contagio, y no sería más que un grano de arena entre incontables granos de arena, humilde entre los humildes, bajo la muela del molino, sin preocuparse de saber en qué consistían las fuerzas que lo trituraban.

Pero precisamente en aquel momento en que creía haber aniquilado al hombre viejo que había dentro de él; cuando se había anonadado juntamente con su voluntad y su inteligencia, recomenzaba en el fondo de su mente la sorda actividad del pensamiento, infatigable, invencible. Poco a poco, a pesar de sus esfuerzos, volvía a analizar, dudaba, buscaba. Y se preguntaba qué fuerza desconocida era la que se desprendía de aquella muchedumbre, qué especie de fluido vital tenía poder bastante para determinar las curaciones que realmente se producían allí. Ocurría un fenómeno no estudiado aún por ningún sabio fisiológico. ¿Habría que creer que una multitud no forma sino un solo individuo, capaz de multiplicar sobre sí mismo la fuerza de la autosugestión? ¿Se podría admitir la suposición de que una muchedumbre llega a convertirse, en ciertos casos de extrema exaltación, en agente de una voluntad soberana, capaz de forzar a la materia a obedecerle? Esta hipótesis explicaría los casos de curación instantánea que se producían entre aquella misma muchedumbre, en los sujetos más sinceramente exaltados. Todos los anhelos se fundían en un solo anhelo, y la fuerza que actuaba era una fuerza consoladora, de esperanza y de vida.

Aquella idea de la caridad conmovió a Pedro. Dominándose un instante más, rogó por la curación de todos, conmovido por la creencia de que de ese modo contribuía a la curación de María. Pero bruscamente, sin que supiera en virtud de qué entrelazamiento de ideas, surgió en su memoria el recuerdo de la consulta que exigió para estudiar el caso de aquella joven, antes de emprender el viaje a Lourdes. La escena reaparecía con una nitidez extraordinaria; volvía a ver la habitación, empapelada de gris con flores azules, y escuchaba las discusiones y las conclusiones de los tres médicos. Los dos que habían expedido certificados diagnosticando una parálisis de la medula hablaban con la prudente lentitud de médicos con larga experiencia en la profesión, acreditados, estimados, hombres de una honorabilidad intachable; pero también resonaba en los oídos de Pedro la voz viva y cálida de su primo segundo, Beauclair, que era el tercer médico, joven de vasta cultura y atrevida inteligencia, al que sus colegas trataban fríamente, como a un espíritu aventurero.

Se sorprendía Pedro de hallar en la memoria cosas insospechadas y que en aquel instante se agolpaban en su mente pot efecto de ese fenómeno singular que hace que ciertas palabras, apenas escuchadas, imperfectamente entendidas, archivadas como a pesar nuestro, renacen, estallan, se imponen, después de prolongados olvidos. Le parecía que, a medida que se acercaba la hora del milagro, se iban cumpliendo las condiciones en que Beauclair había anunciado que tendría lugar.

Fue inútil que Pedro se esforzara para alejar de su memoria aquel pensamiento, redoblando el fervor de sus oraciones. Las imágenes revivían, las palabras antiguas resonaban y le llenaban los oídos con la fuerza de un toque de clarín. Volvía a verse con su primo Beauclair en el comedor, donde, después que se marcharon los otros médicos, se habían encerrado. Beauclair le explicaba entonces el proceso de la enfermedad: la caída del caballo a los catorce años; la luxación del órgano sexual, dislocado y vuelto de costado; los ligamentos, sin duda, desgarrados, provocando la sensación de peso en el hipogastrio y en los riñones, al igual que la debilidad de las piernas, que llegó hasta la parálisis. Luego, la lenta reparación de los desordenes; el aparato sexual volvió a su lugar propio, los ligamentos se cicatrizaron; pero no cesaron los fenómenos dolorosos, porque aquella niña era nerviosa, y su cerebro, aturdido por el accidente, no conseguía distraerse, habiendo quedada localizada la atención en el sitio del dolor, inmovilizándose, sin capacidad para adquirir nuevas nociones. Eso explicaba por qué los dolores continuaron, aun después de tener lugar la curación, como producto que eran de un estado neuropático, de un agotamiento nervioso consecutivo, agravado, sin duda, por accidentes de nutrición, mal estudiados todavía. De ese modo explicaba Beauclair fácilmente los diagnósticos contrarios y equivocados de los numerosos médicos que la habían asistido, sin permitirse el reconocimiento indispensable, y actuando por esa razón a tientas, creyendo unos en la existencia de un tumor y los otros, los más, convencidos de que se trataba de una lesión de la medula. Únicamente él, después de haber inquirido los antecedentes hereditarios de la enferma, acababa de sospechar que se trataba simplemente de un estado de autosugestión, producido por el sacudimiento y la violencia del dolor primero; y exponía sus razones: el estrechamiento del campo visual, la fijeza de la mirada, la expresión ensimismada, distraída, y, sobre todo, la naturaleza de aquel sufrimiento que se había desplazado del órgano hacia el ovario izquierdo, en donde se manifestaba en forma de peso aplastante, intolerable, que en ocasiones le subía hasta la boca, produciéndole terribles crisis de ahogo. Únicamente la voluntad brusca, la determinación de librarse de la falsa idea de la enfermedad, el empeño de levantarse, de respirar libremente, de no sufrir más, hubiera sido capaz de ponerla de pie, curada, transfigurada, por efecto del latigazo de una gran exaltación.

Pedro intentó por última vez no ver ni oír nada, porque comprendía que llevaba dentro de sí la causa que hacía la ruina irreparable del milagro. Y a pesar de sus esfuerzos, a pesar del ardor con que gritaba: «¡Jesús, hijo de David, cura a nuestros enfermos!», seguía viendo y oyendo a Beauclair, que le decía, tranquilo y sonriente, cómo se produciría el milagro, de una manera fulminante, en el segundo de la emoción suprema, circunstancia decisiva que acabaría de romper las ligaduras de los músculos. La enferma, en un transporte desatinado de gozo, se levantaría y caminaría, sintiéndose bruscamente libre del peso de sus piernas, de aquel peso que le parecía desde hacía mucho tiempo como de plomo, como si se hubiese fundido de pronto, vertiéndose al suelo. Pero, sobre todo, el peso que le aplastaba el vientre y que subía, destrozándole el pecho, apretándole la garganta, se iría, daría un salto prodigioso, como una ráfaga de tempestad que arrastra consigo toda la enfermedad. ¿No era así como, en la Edad Media, los poseídos echaban por la boca el diablo, que durante largo tiempo había torturado su carne virgen? Beauclair había agregado que entonces María se haría mujer, que la sangre de la maternidad brotaría en aquel despertar del cuerpo estancado en la niñez, retrasado y quebrantado por aquella pesadilla tan larga, y que de pronto recuperaría su salud rebosante, la vivacidad de la mirada, el esplendor de las facciones.

Pedro miró a María, y su turbación fue creciendo al verla en un estado tan lamentable. ¡Que se salvase María, al precio de su perdición, si ello era necesario! Pero estaba demasiado enferma; la ciencia mentía, lo mismo que mentía la fe, y no era posible esperar que aquella niña, cuyas piernas llevaban ya tanto tiempo muertas, pudiese revivir. En la duda desordenada en que cayo, su corazón lacerado aumentó sus clamores, repitiendo indefinidamente al unísono de la multitud delirante:

—¡Señor, hijo de David, sana a nuestros enfermos! ¡Señor, hijo de David, sana a nuestros enfermos!

En aquel momento se produjo un tumulto, y todas las cabezas se agitaron. Las gentes se estremecían, las cabezas se movían hacia un sitio, se alzaban para ver mejor. Era la procesión de las cuatro, que aquel día empezaba con un poco de retraso; la cruz desembocaba en aquel momento debajo de uno de los arcos de la rampa monumental. Estalló una aclamación tal, y se produjo un empuje instintivo tan violento hacia aquel lugar, que Berthaud, manoteando con energía, ordenó a los camilleros que echasen atrás a la gente, tirando con toda su fuerza de las cuerdas. Los camilleros empujaron hacia atrás, haciéndose daño en las manos, y consiguieron al fin ensanchar un poco el espacio reservado, pudiendo así la procesión avanzar lentamente. A la cabeza marchaba un suizo gigantesco, vestido de azul y plata, y seguía la cruz procesional, una cruz alta que rutilaba como una estrella. Luego venían los delegados de las distintas peregrinaciones con sus banderas y estandartes de terciopelo y de raso, bordados con oro y sedas de vivos colores y decoradas con imágenes pintadas, llevando nombres de ciudades: Versalles, Reims, Orleans, Poitiers, Tolosa. Había una, toda blanca, que exhibía en letras rojas esta inscripción: «Obra de los Círculos Católicos Obreros». Seguía a continuación el clero, doscientos o trescientos sacerdotes vestidos simplemente de sotana, un centenar con sobrepellices y cincuenta revestidos con casullas de oro, que parecían astros. Todos llevaban cirios encendidos y cantaban el Laudate Sion Salvatorem, a plena voz.

El palio, de seda púrpura galoneada de oro, avanzaba sostenido por cuatro sacerdotes que habían sido elegidos, sin duda alguna, entre los más vigorosos. Bajo el palio, entre otros dos sacerdotes que le ayudaban, el abate Judaine llevaba el Santísimo Sacramento sujetándolo con sus diez dedos firmemente apretados, como se lo había recomendado Berthaud. Las miradas algo inquietas que echaba a derecha e izquierda sobre aquella muchedumbre invasora demostraban la preocupación que le causaba la tarea de llegar a buen puerto con aquella valiosa y divina custodia, cuyo peso le tenía ya rotas las muñecas. Cuando el sol daba sus rayos en ella, se la habría tomado por otro sol. Algunos monaguillos balanceaban los incensarios, envueltos en el enceguecedor polvo de claridad, que daba un extraordinario esplendor a toda la procesión. Finalmente, a la cola, venía la masa confusa de los peregrinos, el pataleo del rebaño, los creyentes y los curiosos que se precipitaban llenos de fervor, cerrando la estela que dejaban como ola rodante.

Hacía un instante que el padre Massias había vuelto a subir al púlpito; tenía en el caletre planeado esta vez otro ejercicio. Después de los gritos de ardiente fe, de esperanza y de amor que lanzaba, ordenaba de pronto un silencio absoluto para que todos los presentes pudiesen hablar en secreto, a boca cerrada, con Dios, durante dos o tres minutos. Aquel silencio instantáneo, a pesar de la presencia de una muchedumbre tan enorme; aquellos minutos de plegaria muda, durante los cuales abrían todas las almas su propio misterio, resultaban de una grandeza impresionante, extraordinaria. La solemnidad del instante imponía; se oía el vuelo del deseo, de aquel inmenso deseo de vivir. Luego el padre Massias invitaba a los mismos enfermos a que hablasen ellos solos, a que suplicasen a Dios que les concediese lo que pedían a su omnipotencia. Y entonces estallaba una lamentación quejumbrosa, y se dejaban oír centenares de voces temblonas y cascadas, acompañadas de un concierto de lágrimas. «¡Señor, Jesús, si Tú lo quieres, puedes curarme!». «¡Señor, Jesús, apiádate de tu hijo, que se consume de amor!». «¡Señor, Jesús, haz que vea, haz que camine!». Una voz aguda de niña, de una vivacidad y agilidad de flauta, dominaba el sollozo universal y repetía a lo lejos: «¡Señor, Jesús, salva a los demás, salva a los demás!». Manaban lágrimas de todos los ojos; aquellas plegarias hacían que todos los corazones se estremecieran, conmovían a los más insensibles, arrastrándolos al frenesí de la caridad, en un desvarío sublime que les habría impelido a abrirse el pecho con ambas manos para dar al prójimo su salud y su juventud. El padre Massias, sin dejar decaer aquel entusiasmo, reanudaba sus clamores, aguijoneaba con ellos a la muchedumbre delirante, mientras el padre Fourcade, colocado en uno de los escalones del púlpito, sollozaba también, alzando al cielo su cara, que sudaba a mares, para obligar a Dios a que bajase del cielo.

La procesión llegaba; las delegaciones, los sacerdotes, se alineaban a derecha e izquierda; y cuando el palio penetró en el recinto reservado a los enfermos graves, cuando éstos vieron la Hostia Santa, el Santísimo, deslumbrante como un sol, en manos del abate Judaine, ya no hubo manera de dirigir los rezos, pues las voces se confundieron y el vértigo arrebató todas las voluntades. Los gritos, las súplicas, las plegarias, se quebraban en gemidos. Los cuerpos se enderezaban en sus camastros miserables, los brazos se tendían trémulos, las manos crispadas parecían querer detener el milagro a su paso. «¡Señor, Jesús, sálvanos, que perecemos!». «¡Señor, Jesús, a ti te adoramos; cúranos!». «¡Señor, Jesús, tú que eres el Cristo, el hijo de Dios vivo, cúranos!». Tres veces aquellas voces desesperadas, exasperadas, lanzaron el lamento supremo en un clamoreo que traspasaba el cielo; redoblaban las lágrimas, inundando los rostros ardorosos que se transfiguraban a impulso del deseo. Hubo un momento en que el frenesí llegó a un grado tal, en que pareció tan irresistible el instintivo impulso hacia el Santísimo, que Berthaud mandó a los camilleros que se agarrasen unos a otros formando cadena. Era aquélla la maniobra suprema de protección: se formaba a derecha e izquierda una empalizada de camilleros, porque cada uno pasaba un brazo por el cuello de su vecino, formando así un muro viviente. No quedaba una sola rendija; nadie podía pasar. Pero, a pesar de todo, también aquella barrera humana se doblaba ante la presión de los desgraciados hambrientos de vida, que querían tocar, que querían besar a Jesús, y oscilaban hasta tropezar con el palio, y el palio mismo, en constante peligro de ser arrastrado, se tambaleaba en medio de la multitud, como barca santa en trance de naufragar.

Entonces, en lo más recio de aquella locura sagrada, en medio de las súplicas y de los sollozos, como en una tempestad, cuando el cielo se rasga y cae el rayo, estallaron los milagros. Un paralítico se levantó y tiró las muletas. Se oyó un chillido penetrante y apareció una mujer, de pie en su colchón, envuelta en su sábana blanca como en un sudario; se decía que era una tísica moribunda hacía unos instantes y resucitada ahora. La gracia resplandeció dos veces más, una tras otra: una ciega vio de pronto la gruta hecha una llama; una muda cayó de rodillas dando gracias con voz clara y alta a la Santa Virgen. Y todos estaban prosternados a los pies de Nuestra Señora de Lourdes, fuera de sí de alegría y de reconocimiento.

Pedro no apartaba sus ojos de María, y lo que estaba viendo le conmovía profundamente. Los ojos de la enferma, vacíos todavía, se habían dilatado, mientras su pobre rostro lívido, semejante a una pesada mascarilla, se contraía, como si estuviese sufriendo horriblemente. No hablaba, porque, sin duda, se imaginaba, llena de desesperación, que nuevamente se apoderaba de ella la enfermedad. Pero súbitamente, cuando pasaba el Santísimo y vio que centelleaba el astro de la custodia herido por el sol, experimentó una sensación de deslumbramiento y se creyó fulminada por un rayo. Sus ojos se volvieron a iluminar con aquel resplandor, recuperaban finalmente su llama vital y brillaban como dos estrellas. Su rostro se animaba, se coloreaba al impulso de aquella oleada de savia; resplandecía de alegría y de salud. Pedro la vio levantarse bruscamente y mantenerse erguida en su cochecito, vacilante, balbuceando, sin acertar a pronunciar más que estas palabras de ternura:

—¡Oh, amigo mío! ¡Oh, amigo mío!

Se acercó vivamente para sostenerla. Pero ella lo apartó con un ademán, y se afirmó, conmovedora, hermosa, vestida con su trajecito de lana negra, calzados sus pies con las zapatillas que llevaba siempre puestas, esbelta y fina, nimbada de oro por su admirable cabellera rubia, cubierta por un simple velo. Todo su cuerpo de virgen era presa de intensas sacudidas, como si la estuviese regenerando una enérgica fermentación. Las piernas fueron las primeras en desembarazarse de las cadenas que las tenían atadas. Finalmente, mientras sentía que brotaba de ella misma el manantial de sangre, la vida de la mujer, de la esposa y de la madre, experimentó una última angustia, sintió que un peso enorme le subía del vientre a la garganta. Sólo que esta vez no se detuvo allí, no la sofocó, sino que salió fuera de su boca abierta y estalló en un grito de júbilo sublime.

—¡Estoy curada! ¡Estoy curada!

Entonces se vio un espectáculo extraordinario. La colcha del carrito yacía a sus pies: ella triunfaba en la expresión de su rostro resplandeciente y magnífico. Su grito de que estaba curada había resonado con tal embriaguez que la multitud entera se sintió subyugada, fuera de sí. Ya no había más que ella, todos los ojos se hallaban fijos en ella, que estaba de pie, radiante, divina.

—¡Estoy curada! ¡Estoy curada!

Pedro, que sintió su corazón como agitado por una violenta conmoción, se echó a llorar. De nuevo corrieron las lágrimas de todos los ojos. Y en medio de exclamaciones y frases de gratitud y de alabanza, se apoderaba de todos un frenético entusiasmo, que hacía palpitar con emoción creciente a los miles de peregrinos que se aplastaban los unos contra los otros para ver. Se desató una tempestad de aplausos, un trueno furioso de aplausos que fue retumbando de un extremo a otro del valle.

El padre Fourcade agitaba los brazos, y el padre Massias, desde lo alto del púlpito, al cabo de un rato, pudo hacerse oír.

—Dios nos ha visitado, amados hermanos míos. Magnificat anima mea Dominum.

Y todas las voces, los millares de voces, al unísono, entonaron el canto de adoración y de reconocimiento. La procesión estaba detenida; el abate Judaine consiguió llegar al fin a la gruta con la custodia; pero se quedó esperando pacientemente antes de dar la bendición. El palio esperaba fuera de la verja, rodeado de sacerdotes vestidos de sobrepellices y casullas, que brillaban como la nieve y como el oro, bajo los rayos del sol poniente.

María, entre tanto, se había arrodillado, sollozante, y en todo el tiempo que duró el canto se desbordó todo su ser en un acto fervoroso de fe y de amor. Pero la muchedumbre quería verla andar; algunas mujeres la llamaban, ebrias de felicidad, y un grupo la rodeó, la levantó casi del suelo, la empujó hacia la oficina de comprobación, a fin de que el milagro resplandeciese como la luz del sol. Su cochecito quedó olvidado, y Pedro la siguió, mientras ella, balbuceando, vacilando con encantadora torpeza, al cabo de siete años de no poder servirse de sus piernas, avanzaba con el aire inquieto y gozoso del niño que da sus primeros pasos. Era un espectáculo tan conmovedor, tan delicioso, que Pedro no pensaba ya sino en la inmensa felicidad de verla renacer con toda su juventud. La amiga querida de la infancia, aquel su amor lejano, sería, al fin, la mujer hermosa y encantadora que se adivinaba en la jovencita de otros tiempos, allá en el jardincillo de Neuilly, cuando se mostraba tan linda y alegre, bajo los frondosos árboles filtrados de sol.

La muchedumbre seguía aclamándola con verdadera furia; afluía hacia ella como una ola enorme y la acompañaba; todos se quedaron esperándola ante la puerta, presas de febril impaciencia, cuando ella penetró en la oficina, a la que no se permitió pasar sino a Pedro.

Había pocas personas aquella tarde en la oficina de comprobación. La pequeña salita cuadrada, cuyos muros de madera humeaban de calor, amueblada de un modo rudimentario, con sillas de paja y dos mesas de altura desigual, estaba poco concurrida; aparte del personal de costumbre, sólo había allí cinco o seis médicos, sentados, en silencio. El jefe del servicio de piscinas y dos sacerdotes jóvenes tenían a su cargo los registros y hojeaban los expedientes; el padre Dargelès, situado en uno de los extremos de la mesa, escribía una nota para su periódico. El doctor Bonamy estaba precisamente examinando el lupus de Elisa Rouquet, que iba por tercera vez a que comprobasen la creciente cicatrización de su llaga.

—En pocas palabras, señores —exclamaba el doctor—, ¿han visto ustedes alguna vez un lupus que se corrigiese de esta manera y con tanta rapidez? Yo bien sé que ha aparecido una obra en que se trata de la fe que cura, y se afirma en ella que ciertas llagas pudieran ser de origen nervioso. Pero esa afirmación está muy lejos de haber sido comprobada en casos de lupus, y propongo que se reúna una comisión de médicos para ver si es capaz de explicar por las vías ordinarias la curación de esta señorita.

Se interrumpió, volviéndose hacia el padre Dargelès para decirle:

—¿Ha notado usted, padre, que la supuración ha desaparecido por completo y que la piel recobra su color natural?

Pero no esperó la contestación, porque en aquel instante entraba María en compañía de Pedro, y adivinó en el acto que allí le llegaba algo extraordinario sólo con ver la cara radiante de la muchacha curada. Estaba admirable, y como pintada para arrastrar y convertir a las muchedumbres. El doctor despidió con vivacidad a Elisa Rouquet, preguntó el nombre de la recién llegada y pidió el correspondiente legajo a uno de los jóvenes sacerdotes. Y al ver que María se tambaleaba, quiso hacerla sentar en el sillón.

—¡No, no, gracias! —exclamó ella—. ¡Me siento tan feliz de poder servirme de mis piernas!

Pedro había buscado con la mirada al doctor Chassaigne y se apenó al no verlo allí. Permaneció apartado y esperó mientras revisaban los cajones en que estaban los legajos sin conseguir dar con el que buscaban.

—Veamos —repetía el doctor Bonamy—, María de Guersaint, María de Guersaint. Estoy seguro de haber visto ese nombre.

Por fin, Raboin descubrió el legajo, que había sido clasificado bajo una letra equivocada; cuando el doctor se cercioró de los certificados que contenía, se entusiasmó.

—He aquí un caso sumamente interesante, señores. Les ruego que escuchen con atención. Esta señorita que ustedes ven aquí se hallaba afectada de una grave lesión en la medula. Y, si alguno tuviese duda de ello, estos dos certificados bastarían para convencer al más incrédulo, porque llevan la firma de dos médicos de la Facultad de París, cuyos nombres son perfectamente conocidos por todos nuestros colegas.

Hizo circular los certificados entre los médicos presentes, quienes los leyeron con significativos movimientos de cabeza. Eran documentos innegables, y sus firmantes tenían bien ganada fama de profesionales honestos y experimentados.

—Pues bien, señores, si nadie impugna el diagnóstico, pasemos a ver ahora las modificaciones que se han producido en el estado de la señorita.

Antes de proceder al interrogatorio se volvió hacia Pedro:

—Tengo entendido, señor abate, que usted ha venido desde París acompañando a la señorita de Guersaint. ¿Hicieron ustedes consulta de médicos antes de emprender el viaje?

El sacerdote sintió un estremecimiento en medio de su gran alegría.

—Yo mismo asistí a la consulta, señor.

Y de nuevo surgió en su imaginación la escena aquella. Vio a los dos doctores, graves y sapientes, y vio también a Beauclair, que se sonreía mientras sus colegas redactaban sus escritos. ¿Iría él a reducir ahora a la nada estos certificados, haciendo conocer el otro diagnóstico, el que permitía explicar científicamente la curación? El milagro estaba predicho y, por tanto, refutado con antelación.

—Tengan ustedes en cuenta, señores —prosiguió el doctor—, que la presencia del señor abate da mayor fuerza a estas pruebas. Y ahora la señorita va a decirnos sinceramente lo que ha sentido.

Se había inclinado sobre el padre Dargelès para decirle al oído que no se olvidara de dar a Pedro un papel de testigo en la narración.

—¡Dios mío! ¿Cómo voy a explicárselo, señores? —exclamó María con voz jadeante, entrecortada por la emoción—. Desde ayer tenía la certidumbre de que sería curada. Sin embargo, hace pocos instantes, cuando empecé a sentir que me hormigueaban las piernas, temí que se tratase de una nueva crisis, y dudé un momento… Entonces, el hormigueo cesó. Pero en cuanto reanudé mi plegaria comenzó de nuevo… ¡Yo rogaba, rogaba con toda mi alma, y acabé abandonándome a la Virgen como una niña! «¡Virgen Santa, Nuestra Señora de Lourdes, haz de mí lo que quieras!. —Los hormigueos no cesaban; me parecía que tenía la sangre hirviendo y que una voz me gritaba—: ¡Levántate! ¡Levántate!». Tuve la sensación del milagro en un crujido de todos mis huesos y de toda mi carne, como si me hubiera herido un rayo.

Pedro, muy pálido, escuchaba. Beauclair le había predicho que la curación sobrevendría como un rayo en el instante en que, bajo la influencia de una poderosa sobreexcitación imaginativa, se produjese un súbito despertar de la voluntad que estaba dormida desde hacía tiempo.

—La Virgen —continuó María— hizo que recuperara primero el dominio de las piernas. Tuve la sensación clarísima de que las férreas ligaduras que tenían inmovilizadas mis piernas iban deslizándose por mi piel como cadenas rotas… Luego, el peso que me atajaba la respiración, aquí, en el costado izquierdo, fue subiendo; creí que me moría, porque me hacía un daño horrible. Pero subió hasta más arriba del pecho, pasó después por la garganta, lo sentí en la boca y lo escupí violentamente. Eso fue todo; ya no tenía nada; todo mi mal había desaparecido.

Había hecho un gesto imitando el pesado aleteo de la lechuza y se calló, dirigiendo una sonrisa a Pedro, que estaba profundamente conmovido. Todo aquello se lo había predicho Beauclair, empleando casi las mismas palabras de María, hasta las mismas imágenes. El pronóstico se realizaba al pie de la letra; todo lo que había ocurrido no eran sino fenómenos naturales y previstos.

Raboin había escuchado el relato con los ojos dilatados por el asombro, con el fervor de un hombre devoto y de pocas luces, a quien le quitaba el sueño la idea del infierno.

—¡El diablo, el diablo es lo que ella escupió! —dijo.

Pero el doctor Bonamy, más sensato, le hizo callar, y, dirigiéndose hacia los médicos, les dijo:

—Señores, ya saben ustedes que aquí procuramos evitar siempre el pronunciar la palabra milagro. Pero éste es un hecho cuya explicación por las vías naturales me sería grato escuchar de ustedes. Esta señorita se hallaba atacada desde hacía siete años de una grave parálisis, debida evidentemente a una lesión de la medula. Se trata de algo innegable, acreditado por una documentación científica indiscutible. La señorita no caminaba, no podía hacer un solo movimiento sin lanzar un gemido, había llegado a un agotamiento extremo, precursor de un desenlace fatal. Y de pronto se levanta, camina, se ríe, revive. La parálisis ha desaparecido completamente, ya no siente ningún dolor, está tan bien como cualquiera de nosotros. Acérquense, señores, examínenla y tengan la bondad de decirme qué ha pasado aquí.

Estaba ufano. Ninguno de los médicos tomó la palabra. Dos de ellos, católicos militantes sin duda, habían aprobado con una enérgica afirmación de cabeza. Los demás se quedaron inmóviles, cohibidos, demostrando que no deseaban mezclarse en el asunto. Sin embargo, un médico, bajito y flaco, cuyos ojos chispeaban detrás de los cristales de sus lentes, se levantó para ver de cerca a María. Le tomó una mano, le miró las pupilas y pareció preocuparse únicamente de aquella expresión transfigurada que parecía envolver a la joven. Después, con maneras muy corteses, pero sin querer siquiera discutir, volvió a tomar asiento.

—El caso escapa a la ciencia; esa es mi conclusión —concluyó con aire de triunfo el doctor Bonamy—. Y agrego a lo anterior que aquí no ha habido convalecencia, que la salud se ha recuperado de una manera plena y total, de golpe. Vean su mirada brillante, su cutis sonrosado, su fisonomía llena de animación y alegría. Es evidente que la reparación de los tejidos continuará con alguna lentitud, pero se puede decir desde ahora que la señorita acaba de nacer otra vez. ¿No es cierto, señor abate, que usted, que la veía todos los días, no la reconoce ya?

Pedro balbuceó:

—Es cierto, es cierto…

Y, en efecto, la veía fuerte ya, con las mejillas llenas y frescas, con una alegría primaveral. Pero también había previsto su primo Beauclair aquel sobresalto de euforia, aquel entonamiento radiante de todo el organismo quebrantado, así que la vida volviese a entrar en él, en cuanto se despertase su voluntad de curar y de ser feliz.

Nuevamente el doctor Bonamy se había inclinado hacia el oído del padre Dargelès, que daba fin a su nota, una especie de acta completa. Cambiaron entre sí algunas frases a media voz, como si se consultaran, y, al fin, dijo el doctor:

—Señor abate, usted, que ha sido testigo de estas maravillas, no tendrá inconveniente, seguramente, en firmar el relato exacto que acaba de redactar el reverendo padre para el «Diario de la Gruta».

¡Firmar él aquella página errónea y mentirosa! Se sublevó ante aquella idea, y estuvo en un tris de decir a gritos la verdad. Pero sintió sobre sus hombros el peso de la sotana y, sobre todo, la alegría de María que desbordaba en su corazón. ¡Sentíase tan feliz viéndola curada! En cuanto dejaron de interrogarla, fue a su lado y se apoyó en su brazo, sonriéndole con una mirada llena de embriaguez.

—¡Dé usted gracias a la Santa Virgen, amigo mío! —le dijo en voz baja—. ¡Qué buena ha sido, devolviéndome la salud, la belleza y la juventud! ¡Y qué contento se va a poner mi padre, mi buen padre!

Tocado por la emoción de estas palabras, Pedro firmó. Todo se desmoronaba en su interior; pero con que ella se hubiese curado tenía él bastante, y hubiera creído que cometía un sacrilegio si ponía en peligro la fe de aquella niña, la fe inmensa y pura que la había curado.

Cuando María salió de la oficina, estallaron de nuevo las aclamaciones, y la multitud rompió en aplausos. Parecía como si el milagro hubiese tomado ya estado oficial. Entre tanto, algunas personas de bien, temerosas de que María se fatigase, habían traído hasta la oficina de comprobación el carrito que ella había dejado en la gruta, por si volvía a necesitarlo. Cuando María lo vio, experimentó una profunda emoción. ¡Allí estaba el carrito en que ella había vivido tantos años, aquel ataúd rodante que a veces le hacía imaginar que estaba enterrada viva! ¡De cuántas lágrimas, de cuántos desencantos y malos días había sido testigo! Y de pronto le asaltó la idea de que, puesto que durante tanto tiempo había compartido con ella el dolor, debía ser también asociado al triunfo. Fue una inspiración brusca, como un acceso de locura santa, lo que le hizo empuñar el timón del cochecito.

En aquel momento pasaba la procesión de regreso de la gruta, donde el abate Judaine había dado la bendición. María, arrastrando su carrito, se colocó detrás del palio. En zapatillas, con la cabeza cubierta con un velo de encaje, el pecho palpitante de emoción, el rostro erguido, iluminada y magnífica, avanzaba remolcando el cochecito de sus angustias, el féretro con ruedas en que había agonizado. Y la muchedumbre que la aclamaba, la frenética muchedumbre, se puso también en marcha tras ella.