III

Así que el tren se detuvo en Poitiers, sor Jacinta se apresuró a apearse, abriéndose paso entre la muchedumbre de mozos de cordel que abrían las portezuelas y de peregrinos que bajaban atropellándose.

—¡Un momento, por favor, esperen! —repetía—. Déjenme pasar primero, que quiero ver si todo ha terminado.

Cuando hubo subido al otro compartimiento levantó la cabeza de aquel hombre, creyendo al principio que, en efecto, había expirado, pues le vio lívido y con los ojos extraviados. Pero notó, sin embargo, que aún respiraba.

—¡No está muerto, respira! ¡Pronto, hay que darse prisa!

Y dirigiéndose a la otra monja, a la que estaba en el extremo del vagón, exclamó:

—Por favor, sor Clara, corra usted a buscar al padre Massias, que debe de estar en el tercero o cuarto coche. Dígale que tenemos un enfermo en grave peligro y que traiga enseguida los santos óleos.

La monja, sin contestar, desapareció entre la multitud. Era menuda, fina y suave, de aire recatado y ojos misteriosos, pero muy activa.

Pedro, que de pie seguía la escena desde el otro compartimiento, se permitió observar:

—¿Y si se llamara también a un médico?

—Eso mismo estaba pensando —contestó sor Jacinta—. ¿Sería tan bondadoso, señor abate, que lo buscara usted mismo?

Precisamente Pedro se disponía a ir al furgón de la cantina con objeto de pedir caldo para María. Un tanto aliviada desde que no experimentaba sacudidas, la enferma había vuelto a abrir los ojos y hecho que su padre la sentara. En su ardiente anhelo de aire puro, hubiera querido que la bajaran un instante al andén. Pero comprendió que esto sería mucho pedir, pues habría resultado muy penoso subirla enseguida. El señor de Guersaint, que había almorzado en el tren como la mayoría de los peregrinos y de los enfermos, permaneció en la plataforma, junto a la portezuela abierta, fumando un cigarro, mientras Pedro corría al furgón de la cantina, donde se encontraba el médico de servicio con un botiquín.

En el vagón se quedaron también otros enfermos a los que no era posible mover. La Grivotte se ahogaba y deliraba, y obligó a permanecer a su lado a la señora de Jonquière, que había citado en el bar de la estación a su hija Raimunda, a la señora de Volmar y a la señora de Désagneaux para almorzar las cuatro juntas. ¿Cómo dejar sola, sobre el duro asiento, a aquella desgraciada que parecía agonizar? Tampoco Marta se había movido, pues continuaba junto a su hermano, el misionero, cuyos débiles gemidos no cesaban. Clavado en su asiento, el señor Sabathier esperaba a su esposa, que había ido a buscarle un racimo de uvas. Los demás, los que podían andar, se apeaban apresuradamente en su deseo de huir siquiera por algunos momentos de aquel vagón de pesadilla, donde sus miembros se entumecían durante las siete horas largas que llevaban ya de viaje.

La señora de Maze se apartó enseguida y se fue a uno de los extremos desiertos de la estación para ocultar allí su melancolía. La señora de Vêtu, anonadada por los sufrimientos, después de haber tenido fuerzas para dar unos pasos, se desplomó sobre un banco, a pleno sol, cuyos ardores no sentía. En cuanto a Elisa Rouquet, que se había ocultado nuevamente el rostro con su mantilla negra, buscaba por todas partes una fuente, devorada por el deseo de beber agua fresca. La señora de Vincent, a pasos mesurados, paseaba en brazos a su hija, tratando de sonreírle y de distraerla con estampas de colores llamativos que la niña miraba gravemente sin ver.

Mientras tanto, Pedro tropezaba con grandes dificultades para abrirse camino entre el gentío que inundaba el andén. Era increíble la cantidad de lisiados y de personas válidas que el tren había vaciado allí; eran más de ochocientos individuos que corrían, se agitaban y se ahogaban. Cada coche había volcado su miseria, como una sala de hospital cuando es evacuada. Era aterradora la suma de miserias y males que transportaba aquel terrible tren blanco, que acababa por dejar a su paso una leyenda de espanto. Algunos enfermos se arrastraban, otros eran conducidos y muchos permanecían apelotonados en el andén. Había bruscos empujones, violentas llamadas, una prisa desenfrenada por llegar al restaurante y la cantina. Cada cual se apresuraba, no preocupándose sino de sí mismo. ¡Era tan corta aquella parada de media hora, única antes de llegar a Lourdes! Y la única alegría, en medio de las negras sotanas y de la ropa usada, sin color definido, de aquella pobre gente, era la sonriente blancura de las hermanitas de la Asunción, blancas y activas, con sus tocas y su delantal de nieve.

Cuando Pedro llegó, por fin, al furgón de la cantina, situado hacia la mitad del tren, lo encontró ya lleno. Había allí un hornillo de petróleo y una escasa batería de cocina. El caldo, hecho con jugos concentrados, se calentaba en ollas de hierro, y la leche condensada, conservada en latas de a litro, sólo era desleída y utilizada a medida de las necesidades. Algunas otras provisiones —bizcochos, frutas, chocolate— ocupaban una especie de armario. Pero, ante las ávidas manos que se tendían hacia ella, la encargada del servicio, que era la hermana San Francisco, mujer de cuarenta y cinco años, baja y gruesa, de cara simpática y fresca, perdía la cabeza. Hubo de continuar su reparto oyendo a Pedro que llamaba al médico, instalado con su botiquín en otro compartimiento del furgón; y como el joven sacerdote diera explicaciones hablando del desgraciado que se moría, la monja hizo que la sustituyeran, pues también ella quería verle.

—Yo venía, hermana, a pedirle, además, caldo para una enferma.

—Bien, señor abate. Yo misma lo llevaré. Vaya usted delante.

Partieron los dos hombres, cambiando preguntas y respuestas rápidas, seguidos de la hermana San Francisco, que llevaba la taza de caldo con gran prudencia entre la marejada de la multitud. El médico era un joven moreno, de unos veintiocho años, robusto y con una hermosa cabeza de joven emperador romano, tal como suele encontrarse todavía en los ardorosos campos de Provenza. En cuanto sor Jacinta le vio, exclamó sorprendida:

—¡Cómo! ¿Es usted, señor Ferrand?

Ambos quedaron sorprendidos del encuentro. Las monjas de la Asunción tienen la abnegada misión de asistir a los enfermos, pero únicamente a los enfermos pobres, a los que no pueden pagar, a los que agonizan en las buhardillas. Y así pasan su vida con los indigentes, junto a los camastros, en exiguas habitaciones, prodigando los cuidados más íntimos, atendiendo la cocina y la limpieza, viviendo con ellos, como criadas y parientes, hasta la curación o hasta la muerte. Fue así como sor Jacinta, tan joven, con su rostro lácteo, iluminado por unos ojos azules siempre risueños, se instaló un día en casa de aquel muchacho, a la sazón estudiante, presa de fiebre tifoidea, y tan pobre que vivía en la calle del Horno, en una especie de granero, al término de una escalera, bajo el tejado. La monja no lo abandonó y le salvó con su pasión de vivir únicamente para los demás, como criatura encontrada en la puerta de una iglesia y sin más familia que la de los que sufrían, a quienes se consagraba con toda su ardiente necesidad de amar. Tras un mes adorable, ¡qué exquisita camaradería la que surgió en aquella pura fraternidad del dolor! Cuando él la llamaba «hermana», realmente era como una hermana con quien charlaba. Ella era también una madre, pues le levantaba y le acostaba como a su hijo, sin que entre ambos creciera más que una suprema comprensión, la divina ternura de la caridad. Se mostraba siempre alegre, sin sexo, y sin más instinto que el de socorrer y aliviar. Él la adoraba, la veneraba, y conservaba de ella el más casto y apasionado de los recuerdos.

—¡Oh, sor Jacinta, sor Jacinta! —murmuró encantado.

Solamente el azar los reunía, porque Ferrand no era creyente, y si se encontraba allí se debía a que a última hora había querido reemplazar a un amigo repentinamente imposibilitado de partir. Hacía cerca de un año que trabaja como interno en el hospital de la Piedad. Le interesaba aquel viaje a Lourdes, llevado a efecto en condiciones tan singulares.

La alegría de volverse a ver hizo que se olvidaran del enfermo. Pero la monja reaccionó:

—Le llamábamos, señor Ferrand, para que viera a este pobre hombre. Hubo un momento en que le creíamos muerto. Desde Amboise nos trae alarmados. He mandado a buscar ya los santos óleos. ¿Le encuentra usted muy mal? ¿No podría reanimarle un poco?

El joven médico le examinaba ya, y los enfermos que iban en el coche seguían sus movimientos con apasionado interés. María, a quien la hermana San Francisco había entregado la taza de caldo, la sostenía con mano tan vacilante que Pedro tuvo que tomarla y acercársela a los labios, pero ella no pudo tragar, pues tenía los ojos fijos en aquel hombre, esperando como si se hubiera tratado de su propia existencia.

—Dígame, ¿cómo lo encuentra? —inquirió de nuevo sor Jacinta—. ¿Qué enfermedad tiene?

—¿Qué enfermedad? —repuso Ferrand—. Las tiene todas.

Luego sacó un frasquito del bolsillo e intentó introducir algunas gotas a través de los apretados dientes del enfermo. Este lanzó un suspiro, levantó los párpados y los dejó caer; esto fue todo, pues no dio otra señal de vida.

Sor Jacinta, habitualmente tan calmosa y que no desesperaba nunca, se impacientó:

—¡Pero esto es terrible! ¡Y sor Clara de los Ángeles que no vuelve, a pesar de que le indiqué bien el coche del padre Massias! ¿Qué va a pasar aquí, Dios mío?

Viendo que no podía ser útil, la hermana San Francisco se dispuso a volver al furgón. Antes de irse preguntó si acaso aquel hombre no se moriría sencillamente de hambre, como solía suceder a veces. Precisamente ella había acudido allí para ofrecer sus provisiones. Al marcharse prometió que si encontraba a sor Clara de los Ángeles le diría que se diera prisa. No bien había andado veinte metros cuando, volviéndose, mostró con un ademán a la hermana, que volvía sola, con pasos discretos y menudos.

Asomada a la portezuela, sor Jacinta multiplicaba las llamadas.

—¡Oiga, oiga! ¿Y el padre Massias?

—No está allí.

—¿Cómo no está allí?

—No. Hice cuanto me fue posible para abrirme paso rápidamente entre tanta gente. Cuando llegué al vagón, el padre Massias había bajado ya y salido de la estación, sin duda.

Luego explicó que el padre, según decían, debía de estar citado con el cura de Santa Radegunda. Otros años la peregrinación nacional se detenía veinticuatro horas; los enfermos eran llevados al hospital de la ciudad, y los peregrinos se dirigían a Santa Radegunda en procesión. Pero aquel año había surgido un obstáculo, y el tren iba directamente a Lourdes. El padre Massias estaría seguramente en Santa Radegunda hablando con el cura sobre algún asunto de interés común.

—Me han prometido darle el encargo y enviarle aquí con los santos óleos en cuanto lo encuentren.

Aquello era un verdadero desastre para sor Jacinta. Ya que la ciencia nada podía, quizá la extremaunción hubiera aliviado al enfermo. Había visto esto más de una vez.

Ferrand continuaba revisando a aquel hombre, afligido por no poder dar a sor Jacinta el gusto de reanimarle. Y como hiciera un ademán de impotencia, ella volvió a suplicarle:

—¡Por favor, quédese aquí, señor Ferrand, hasta que venga el padre Massias! Así estaré más tranquila.

Se quedó y le ayudó a acomodar al enfermo, que se resbalaba del banco. Luego la monja enjugó con un paño la cara del paciente, que se cubría continuamente de un espeso sudor. La espera se prolongó en medio del malestar de los enfermos que seguían en el vagón y la curiosidad de la gente de fuera, que comenzaba a agolparse:

Una joven se abrió paso vivamente entre el gentío y, subiendo al estribo, se dirigió a la señora de Jonquière:

—Pero, mamá… Esas señoras te esperan en el restaurante.

Era Raimunda de Jonquière, un poco madura para sus veinticinco años cumplidos y que se parecía asombrosamente a su madre, pues era muy morena, de nariz enérgica, boca grande y cara ancha y agradable.

—¿No ves, hija mía, que no puedo abandonar a esta pobre mujer? —y señalaba a la Grivotte, presa en aquel instante de un ataque de tos que la sacudía horriblemente.

—¡Qué lástima, mamá! La señora de Désagneaux y la señora de Volmar se prometían una fiesta con ese almuerzo de nosotras cuatro.

—¡Qué le vamos a hacer, hija mía! Empezad sin mí, y di a esas señoras que en cuanto pueda iré a reunirme con ellas.

Rápidamente, como asaltada por una idea, añadió:

—Espera… Aquí está el médico; voy a ver si le confío mi enferma. Vete, que te sigo.

Raimunda volvió prestamente al restaurante, mientras la señora de Jonquière rogaba a Ferrand que subiera a su compartimiento para ver si podía aliviar a la Grivotte. Con anterioridad, a petición de Marta, había examinado al hermano Isidoro, cuyas quejas no cesaban. Y otra vez, con un gesto desesperado, manifestó su impotencia. A pesar de ello, accedió al ruego; incorporó a la tísica, procurando sentarla con la esperanza de atajar la tos, que, en efecto, cesó poco a poco. Seguidamente ayudó a la señora hospitalaria a dar una bebida calmante a la enferma. En el vagón, la presencia del médico continuaba preocupando a los enfermos. El señor Sabathier, que se comía lentamente el racimo de uvas que le había traído su mujer, no le preguntó nada, pues de antemano sabía lo que le diría, cansado como estaba de consultar, como él decía, a todos los príncipes de la ciencia; pero no por eso dejaba de experimentar cierto bienestar al verle enderezar a aquella pobre joven, cuya vecindad resultábale molesta. Y la misma María le miraba proceder con creciente interés, pero sin atreverse a llamarle para sí misma, segura también de que él no podría hacer nada en su caso.

En el andén aumentaba el desorden. Sólo faltaba un cuarto de hora. La señora de Vêtu, como si fuera insensible, con los ojos abiertos y sin ver nada, adormecía su mal bajo los fuertes ardores del sol, mientras ante ella la señora de Vincent seguía paseando a su Rosita, de un peso tan leve de pájaro enfermo que no la sentía en los brazos. Muchas personas corrían a la fuente para llenar jarros, cantimploras y botellas. La señora de Maze, muy prolija y delicada, tuvo la idea de ir a lavarse las manos; pero cuando llegó a la fuente se encontró allí a Elisa Rouquet bebiendo, y retrocedió ante el monstruo, ante aquella cabeza perruna de hocico roído, que abría la abertura oblicua de su llaga, sacando y metiendo la lengua en el agua como hacen los perros al beber. Todos sintieron el mismo estremecimiento y la misma vacilación para llenar botellas, cantimploras y jarros en aquella fuente donde la enferma había bebido.

Gran número de peregrinos se había puesto a comer a lo largo del andén. Oíanse las acompasadas muletas de una mujer, que iba y venía sin cesar entre los grupos. Penosamente se arrastraba por el suelo un parapléjico en busca de no se sabía qué. Otros, sentados en montón, no se movían. Aquel cuadro de equipajes desembalados apresuradamente, aquel hospital ambulante que se había vaciado allí media hora, ofrecía el aspecto, ante la pasmada agitación de las personas válidas, de una pobreza y de una tristeza horribles a la plena luz del mediodía.

Como el señor de Guersaint había desaparecido, atraído por el verde paisaje que se divisaba desde el extremo de la estación, Pedro no se separaba de María. El joven sacerdote, inquieto al ver que la enferma no había podido concluir la taza de caldo, se esforzaba con aire sonriente en provocar el apetito de María, prometiéndole ir a comprar un melocotón; pero ella lo rechazaba. Sufría intensamente y nada le daba gusto. Al mismo tiempo le miraba con ojos tristones, fastidiada, por una parte, a causa de aquella parada, que retrasaba la posible curación, y aterrada, por otra, al pensar en las nuevas sacudidas a lo largo de del duro camino interminable.

Un caballero grueso se acercó y tocó en el brazo a Pedro. Tenía los cabellos grises, la barba poblada y la cara ancha y paternal.

—Perdón, señor abate, ¿no es en este coche donde hay un enfermo en agonía?

Y como el sacerdote respondiera afirmativamente, el otro siguió diciendo, afable y familiarmente:

—Soy el señor Vigneron, subjefe del Ministerio de Hacienda, y acompaño a Lourdes, con mi mujer, a nuestro hijo Gustavo. El pobre niño tiene puesta toda su esperanza en la Santísima Virgen, a quien imploramos por él noche y día. Viajamos en el vagón que va delante de éste, donde ocupamos un compartimiento de segunda clase.

Luego diose vuelta para llamar a los suyos en un ademán.

—Acercaos, acercaos. Es aquí. El desgraciado enfermo está, en efecto, muy mal.

La señora de Vigneron era una buena burguesa, pequeña, de cara alargada y pálida, de una anemia de sangre que reapareció terriblemente en su hijo Gustavo. Este, de quince años de edad, apenas parecía tener diez. Encorvado, flaco como un esqueleto, tenía la pierna derecha anémica, lo cual le obligaba a valerse de una muleta. En su cara, pequeña y un poco ladeada, sólo tenía ojos, unos ojos claros, chispeantes de inteligencia, afinados por el dolor, y que veían seguramente con claridad hasta el fondo de las almas.

Le seguía una señora vieja, de rostro sombrío, que arrastraba difícilmente las piernas. El señor Vigneron volvióse hacia Pedro para acabar la presentación:

—La señora de Chaise, hermana mayor de mi mujer, que también ha querido acompañar a Gustavo, a quien quiere mucho.

E inclinándose, con aire confidencial, añadió con voz queda:

—Es la viuda de un comerciante en sedas inmensamente rico. Está enferma del corazón, y eso la tiene muy preocupada.

Entonces, toda la familia, agrupada, miró con viva curiosidad lo que pasaba en el vagón. Como iba congregándose mucha gente, el padre, para que el hijo pudiera ver, lo levantó entre sus brazos, mientras la tía tenía la muleta y la madre se ponía de puntillas.

En el coche proseguía el mismo espectáculo: aquel hombre seguía arrinconado, rígido y con la cabeza contra el duro respaldo de madera. Estaba lívido, con los párpados cerrados, la boca desencajada por la agonía y bañado por un sudor helado, que sor Jacinta enjugaba de vez en cuando con un paño. Esta ya no hablaba ni se impacientaba; había recobrado la serenidad y contaba con el cielo. Así es que se limitaba a dar a veces un vistazo al andén para ver si llegaba el padre Massias.

—Fíjate bien, Gustavo —dijo el señor Vigneron a su hijo—. Ese hombre debe ser un tísico.

El niño, escrofuloso declarado, con la cadera devorada por un absceso frío y con un comienzo de necrosis de las vértebras, parecía interesarse apasionadamente por acuella agonía. Sin miedo, sonreía con una sonrisa infinitamente triste.

—¡Oh, es terrible! —murmuró la viuda de Chaise, pálida por miedo a la muerte y constantemente aterrada ante el peligro de que un ataque repentino acabara con ella.

—¡Al fin y al cabo, a cada cual le llega su hora! —acotó filosóficamente el señor Vigneron—. Todos somos mortales.

La sonrisa de Gustavo se convirtió entonces en una burla dolorosa, como si hubiera percibido tras esas palabras de su padre un anhelo inconsciente, la esperanza de que su vieja tía muriese antes que él, de que él heredara quinientos mil francos prometidos y de que no molestara mucho tiempo a su familia.

—Déjalo en el suelo —dijo la señora de Vigneron a su marido—. Le fatigas sujetándole por las piernas.

Enseguida tomó medidas, lo mismo que la viuda de Chaise, para evitar toda sacudida al niño. ¡Necesitaba tantos cuidados aquella criatura! A cada momento temían perderlo. El padre opinó que lo mejor que podían hacer era subirle inmediatamente al compartimiento. Y cuando las dos mujeres lo llevaban, dijo a Pedro:

—¡Ah, señor abate, si Dios nos lo arrebatara, nuestra vida se iría con él! Y no es que tenga en cuenta la fortuna de su tía, que pasaría a otros sobrinos… Pero ¿no sería acaso antinatural que el chico muriese antes que ella, sobre todo teniendo presente el estado de salud de mi cuñada? En fin, todos estamos en manos de la Providencia y esperamos que la Virgen hará lo más conveniente.

Por otro lado, la señora de Jonquière, tranquilizada por el doctor Ferrand, pudo dejar a la Grivotte, no sin antes decir a Pedro:

—Me muero de hambre; voy un momento al restaurante. Le ruego que si mi enferma vuelve a toser, haga el favor de avisarme.

Cuando, luego de cruzar el andén, llegó a la fonda, se encontró con otro tumulto. Los peregrinos pudientes habían tomado por asalto las mesas; había, sobre todo, muchos sacerdotes comiendo apresuradamente, entre el estrépito de los tenedores, los cuchillos y la vajilla. Los tres o cuatro camareros no bastaban para el servicio, tanto más cuanto que la aglomeración les estorbaba, al agolparse la gente ante el mostrador para comprar frutas, panecillos y fiambres. En el fondo de la sala almorzaba Raimunda, sentada a una mesita con la señora de Désagneaux y la señora de Volmar.

—¡Por fin, mamá! —gritó—. Iba a volver en tu busca. Me parece que tú también tienes derecho a comer.

Todas reían, muy animadas y contentas por las aventuras del viaje, por aquella comida improvisada sobre la marcha.

—Mira, te he guardado tu ración de trucha en salsa verde. Aquí tienes una chuleta, que te espera. Nosotras ya estamos en las alcachofas.

Aquello fue realmente delicioso. Era un rincón alegre que daba gusto mirar.

Sobre todo, la joven señora de Désagneaux era adorable. Rubia delicada, de cabellos dorados y alborotados, tenía una carita redonda, blanca como la leche, sembrada de hoyuelos, muy risueña y agraciada. Casada con un hombre riquísimo, hacía tres años que dejaba a su marido en Trouville, a mediados de agosto, para acompañar a la peregrinación nacional como dama hospitalaria. Su gran pasión la constituía una piedad frenética, una necesidad de entregarse por completo a los enfermos durante cinco días, un verdadero de derroche de abnegación total, de la que volvía desecha y encantada a la vez. Su único pesar era no tener todavía hijos y a veces lamentaba, con cómicos transportes, no haberse dado cuenta de su vocación de hermana de caridad.

—No compadezca a su madre, querida, porque la acaparen los enfermos —le dijo vivamente a Raimunda—. Al menos, eso la ocupa en algo serio.

Y, dirigiéndose a la señora de Jonquière, agregó:

—¡Si supiera usted qué largas se nos hacen las horas en nuestro cómodo camarote de primera! Ni tan siquiera se puede hacer labor, porque está prohibido. Yo había rogado que me metieran con los enfermos; pero como están distribuidos todos los puestos, esta noche me veré obligada a dormir en mi rincón.

Añadió luego, riendo:

—¿No es así, señora de Volmar?

Y enseguida:

—Dormiremos, ya que la conversación parece fatigarla.

La nombrada debía de haber pasado la treintena. Era muy morena, de cara alargada y rasgos finos, con dos ojos grandes y magníficos, dos ojos chispeantes sobre los cuales pasaba a veces una sombra, una nube, que parecía apagarlos. A primera vista no producía una impresión de belleza; pero, a medida que se la contempla, resultaba turbadora, hechizante, deseable hasta la pasión y la inquietud. Por lo demás, se esforzaba en pasar inadvertida, borrándose y apagándose modestamente, siempre de negro y sin una alhaja, a pesar de ser la esposa de un comerciante en diamantes y perlas.

—¡Oh! —murmuró—. Por mí, con tal de que no me incomoden mucho, estoy contenta.

En efecto, había ido ya dos veces a Lourdes como dama auxiliar, y, sin embargo, rara vez se la veía en el hospital de Nuestra Señora de los Dolores, debido a que, en cuanto llegaba, sentíase tan fatigada que, según decía, se veía obligada a quedarse en su habitación.

La señora de Jonquière, directora de la sala, usaba con ella, sin embargo, de una amable tolerancia.

—¡Ay, Dios mío! Ya tendrán ustedes tiempo de prodigarse. Ahora, duerman, si pueden, amigas mías, que ya les tocará el otro turno cuando yo no pueda tenerme en pie.

Y, dirigiéndose a su hija, añadió:

—Tú, tesoro, harás bien en no excitarte demasiado, si quieres conservar la serenidad.

Raimunda la miró sonriente, pero con aire de reproche.

—¿Por qué me dices eso, mamá? ¿No me conduzco acaso juiciosamente?

No debía de haber exageración en estas palabras, porque se descubría en sus ojos grises, en su aspecto de juventud despreocupada y simplemente satisfecha de vivir, una firme voluntad y una resolución de bastarse a sí misma.

—Es verdad —confesó la madre con cierta confusión—. Esta chiquilla tiene a veces más razón que yo. Mira, pásame la chuleta, que me vendrá muy bien. ¡Qué apetito tenía, Señor!

Prosiguió el almuerzo, alegrado por las continuas carcajadas de la señora de Désagneaux y Raimunda. Esta se animaba, con lo que su rostro, que empezaba a ponerse pálido por la espera del matrimonio, rescobraba el sonrosado esplendor de los veinte años. Comían a dos carrillos, porque no disponían ya sino de diez minutos. En el comedor crecía la algarabía de los comensales, temerosos de no tener tiempo para tomar su café.

En aquel momento se presentó Pedro: otra vez la Grivotte era presa de ahogos.

La señora de Jonquière, después de dar buena cuenta de las alcachofas, volvió al vagón, no sin besar a su hija, que le daba las buenas noches de una manera humorística. Mientras tanto, el sacerdote reprimió un movimiento de sorpresa al ver a la señora de Volmar con la cruz roja de las damas hospitalarias sobre el corpiño negro. La conocía, y aún de tarde en tarde visitaba a la anciana señora de Volmar, madre del comerciante en diamantes, antigua relación de su madre y suya; mujer terrible, exageradamente religiosa, de una dureza y una severidad que llegaban al extremo de cerrar ella misma las persianas para que su nuera no mirase a la calle.

Conocía la historia. La joven quedó prisionera desde el día siguiente de la boda entre su suegra, que la aterrorizaba, y su marido, un monstruo de repelente fealdad, que llegaba a pegarle, loco de celos, aunque él tenía queridas fuera de casa. No la dejaban salir un instante sino para ir a misa. Cierto día, Pedro descubrió su secreto al verla detrás de la iglesia de la Trinidad en momentos en que cambiaba rápidamente unas palabras con un caballero correcto y de porte distinguido: era la caída inevitable y tan perdonable, el pecado cometido en brazos del amigo discreto, que se había presentado oportunamente; era la pasión oculta y devoradora que, al no ser satisfecha, ardía; la cita que ha costado tanto llevar a efecto, que ha habido que esperar durante semanas y de la que se goza glotonamente en una brusca llamarada de deseo.

La señora de Volmar, turbada, le tendió su mano pequeña, larga y tibia.

—¡Qué casualidad, señor abate! ¡Cuánto tiempo sin vernos!

Y le explicó que era el tercer año que iba a Lourdes, pues su suegra la había obligado a formar parte de la Asociación de Nuestra Señora de la Salud.

—Es extraño que no le haya visto a usted en la estación. Me deja en el tren y viene a esperarme al regreso.

Dijo esto sencillamente, pero con tal dejo de sorda ironía que Pedro creyó adivinar. Bien sabía él que la señora de Volmar carecía de devoción, que sólo practicaba para asegurarse una hora de libertad de vez en cuando. Así, tuvo la súbita intuición de que alguien la esperaba en Lourdes. Evidentemente, corría así a satisfacer su pasión con su aire retraído y ardiente a la vez, con sus ojos de fuego, disimulados bajo el velo de la indiferencia.

—Yo —dijo el sacerdote— acompaño a una amiga de la infancia, a una pobre muchacha enferma. Se la recomiendo a usted para que la cuide…

Como la señora de Volmar se sonrojó un poco, él ya no dudó. Por lo demás, Raimunda revisaba la suma, con la seguridad de una persona que entiende de números, y la señora de Désagneaux se llevó a la de Volmar. Los mozos iban de un lado para otro, las mesas se vaciaban, y todo el mundo se precipitó al oír un toque de campana.

El mismo Pedro se daba prisa en volver al vagón, cuando fue detenido de nuevo.

—¡Oh, señor cura! Le vi al salir el tren, pero no pude acercarme para estrecharle la mano.

Y tendía la suya al viejo sacerdote, que le miraba sonriendo con aire de hombre bueno. El abate Judaine era cura de Saligny, un pueblecillo del Oise. Alto, fuerte, de cara amplia y sonrosada, circundada por blancos rizos, adivinábase en él a un santo varón jamás atormentado por la carne ni por la inteligencia. De una tranquila inocencia, creía firme y absolutamente, sin lucha ninguna, con la apacible fe del niño que ignora las pasiones. Desde que la Virgen le curó en Lourdes de una afección de la vista mediante un milagro resonante del que se hablaba siempre, su creencia era todavía más ciega y más dulce, como templada en una divina gratitud.

—Me alegro de verle entre nosotros —dijo suavemente—, porque los sacerdotes jóvenes tienen mucho que ganar en estas peregrinaciones. Me han asegurado que suele manifestarse en ellos cierto espíritu de rebelión. Pues bien, que vayan todos a ver como reza esa pobre gente. Es un espectáculo que los hará llorar. ¡Y cómo no entregarse en manos de Dios ante tanto sufrimiento curado o aliviado!

También él acompañaba a una enferma. Señaló un departamento de primera clase, del que colgaba un cartel que decía: «Señor abate Judaine, reservado». Y, bajando la voz, explicó:

—Es la señora de Dieulafay, la mujer del famoso banquero. Su castillo, que es una regia finca, se halla enclavado en mi parroquia. Cuando supieron que la Santísima Virgen me había concedido una señalada gracia, me suplicaron que intercediera por la pobre enferma. He dicho misas y hecho ardientes votos. Vea, ahí la tiene usted en el suelo. Se ha empeñado en que la bajaran un instante del coche, a pesar de lo que costará subirla.

Efectivamente, en el andén y a la sombra se encontraba, en una especie de amplio sofá, una mujer, de hermoso rostro de óvalo perfecto y ojos admirables, que no aparentaba más de veintiséis años.

Estaba atacada de una espantosa enfermedad: la osteomalacia, que produce el reblandecimiento del esqueleto y la lenta destrucción de los huesos por falta de calcio. Hacía dos años que, después de haber dado a luz un hijo muerto, había sentido vagos dolores en la columna vertebral. Después, poco a poco, los huesos habían ido deformándose, se aflojaron las vértebras, se aplastaron los huesos de la pelvis, se encogieron los de las piernas y brazos, y aquella mujer, achicada y como hundida, se había convertido en un guiñapo humano, en una cosa sin vida y sin nombre, que no podía tenerse en pie y a la que trasladaban con mil precauciones por miedo de verla deshacerse entre los dedos. El rostro conservaba su hermosura; era un rostro inmóvil, de apariencia estupefacta e imbécil. Lo que acababa de oprimir el corazón, ante aquellos lamentables restos de mujer, era el gran lujo que la rodeaba: el sillón tapizado de seda azul, los preciosos encajes que la cubrían.

—¡Oh, qué lástima! —murmuró el abate Judaine en voz baja—. ¡Tan joven, tan bonita y con tantos millones! ¡Si supiera usted cómo la quieren y cómo la adoran aún! Ese caballero alto que está a su lado es su esposo; y esa señora tan elegante, su hermana, casada con el señor Jousseur.

Pedro recordó haber leído a menudo en los periódicos el nombre de la señora de Jousseur, esposa de un diplomático y muy relacionada en la alta sociedad católica de París. Había circulado acerca de ella cierta historia de una gran pasión combatida y vencida. Era, por otra parte, muy hermosa, y vestía con maravillosa y artística sencillez, mostrándose muy solícita con su pobre hermana, en una actitud de perfecta abnegación.

En cuanto al marido, que a los treinta y cinco años acababa de heredar la colosal casa de su padre, era un hombre gallardo, de tez clara, muy atildado, vestido de levita negra; pero sus ojos se anegaban en lágrimas, pues adoraba a su mujer. Había querido acompañarla a Lourdes, abandonando sus negocios, porque tenía puesta su última esperanza en aquella súplica a la misericordia divina.

Desde luego, muchos males espantosos veía Pedro desde el amanecer en aquel doloroso tren blanco, pero ninguno le había conmovido tanto el alma como aquel miserable esqueleto de mujer que se fundía en medio de sus encajes y sus millones.

—¡Desgraciada! —murmuró estremeciéndose.

Entonces el abate, haciendo un gesto de serena esperanza, exclamó:

—La Santísima Virgen la curará. ¡Le he rogado tanto!

Sonó otro toque de campana, que era efectivamente la señal de partida. Faltaban sólo dos minutos. Y se produjo el último tumulto de viajeros, que volvían con sus provisiones envueltas en papeles y con las botellas y vasijas que habían llevado a la fuente.

Muchos, completamente aturdidos, corrían atolondradamente, no encontrando su coche, mientras los enfermos se arrastraban en medio de un ruido precipitado de muletas, y otros, los que caminaban con dificultad, procuraban apresurar el paso, apoyados en el brazo de las señoras hospitalarias. Cuatro hombres hacían grandes esfuerzos para levantar y meter a la señora de Dieulafay en su compartimiento de primera clase. Los Vigneron, que se contentaban con viajar en segunda, habían vuelto a ocupar sus asientos, entre una balumba extraordinaria de cestas, cajas y maletas que apenas permitían al joven Gustavo estirar sus pobres miembros de insecto abortado. Después reaparecieron todas: la señora de Maze, deslizándose silenciosamente; la viuda de Vincent, llevando a su hija en brazos, con grandes precauciones por temor de oírla sufrir; la señora de Vêtu, a quien hubo de empujar, después de haberla sacado del embotamiento que le producía su tortura; Elisa Rouquet, toda empapada, por haberse obstinado en beber, y que se secaba todavía su cara de monstruo…

Y mientras cada cual tornaba a ocupar su lugar y se llenaba otra vez el vagón, María escuchaba a su padre, que volvía encantado de su paseo al otro extremo de la estación, hasta la caseta del guardagujas, desde donde se contemplaba un paisaje verdaderamente agradable.

—¿Quiere usted que la acostemos enseguida? —interrogó Pedro, desolado ante el angustioso rostro de la enferma.

—¡Oh, no! —dijo ella—. De sobra hay tiempo para oír el retumbar de esas ruedas en mi cabeza. Es como si me machacaran los huesos.

Sor Jacinta acababa de suplicar a Ferrand que volviese a examinar al hombre de los ataques, antes de retornar al furgón de la cantina. Aún esperaba al padre Massias, sin explicarse aquel retraso incomprensible. No desesperaba del todo, pues sor Clara de los Ángeles no había regresado.

—Señor Ferrand, por favor, dígame usted si este desdichado está realmente en peligro inmediato.

De nuevo el joven médico miró, auscultó y palpó al enfermo. Hizo un gesto de desaliento, al mismo tiempo que contestaba en voz baja:

—Mi convicción es que no lo llevará usted vivo a Lourdes.

Todas las cabezas se alargaban con ansiedad. ¡Si al menos se supiera cómo se llamaba aquel hombre, de dónde venía, quién era! Pero aquel desgraciado desconocido, a quien no conseguían sacarle una palabra, iba a morirse allí, en el vagón, sin que nadie pudiese poner su nombre sobre su cadáver.

A sor Jacinta se le ocurrió la idea de registrarlo. Dadas las circunstancias, verdaderamente no había ningún inconveniente en ello.

—Señor Ferrand, véale usted los bolsillos.

El médico registró al enfermo con precaución, y no encontró en sus bolsillos más que un rosario, un cuchillo y tres monedas de cinco céntimos. Nunca se supo nada más.

En aquel momento una voz anunció la llegada de sor Clara de los Ángeles y del padre Massias. Este último se había entretenido hablando con el cura de Santa Radegunda en la sala de espera. Una viva emoción se apoderó de todos, pareciendo por un instante que aún había salvación. Pero el tren iba a partir y los empleados cerraban ya las portezuelas. Era, pues, necesario aplicar la extremaunción a toda prisa si no se quería causar un retraso considerable.

—¡Por aquí, reverendo padre! —gritaba sor Jacinta—. ¡Sí, suba usted! Aquí está nuestro infeliz enfermo.

El padre Massias, cinco años mayor que Pedro, que lo había tenido, sin embargo, de condiscípulo en el seminario, era alto, delgado, con cara de asceta, barba clara y ojos brillantes. No era el cura consumido por la duda, ni el sacerdote de fe de niño, sino un apóstol apasionado y dispuesto siempre a luchar y a vencer por la pura gloria de la Virgen. Bajo su esclavina, con una gran capucha y su afelpado sombrero de anchas alas, resplandecía con el continuo ardor del combate.

Inmediatamente sacó del bolsillo la caja de plata de los santos óleos, empezando la ceremonia, en medio de los últimos golpes de las portezuelas y el correr de los peregrinos rezagados, mientras el jefe de la estación, muy inquieto, consultaba el reloj, comprendiendo que le sería forzoso conceder algunos minutos de gracia.

Credo in unum Deum… —murmuró con energía el cura.

Amén —contestaron sor Jacinta y todo el vagón.

Los que podían se arrodillaban en los bancos. Los demás unían las manos y multiplicaban los signos de la cruz. Y cuando, al balbuceo de las oraciones, sucedieron las letanías del ritual, se elevaron las voces y con los Kyrie eleison ascendió un ardiente deseo por la remisión de los pecados y por la curación física y espiritual de aquel hombre; para que toda su vida, ignorada por todos, le fuese perdonada y para que entrase triunfante en el reino de Dios.

—Christi, exaudí nos.

—Ora pro nobis, sancta Dei Genitrix.

El padre Massias había sacado la aguja de plata en cuya punta temblaba una gota del santo óleo. No podía pensar de ningún modo, en medio de aquel tumulto y ante la expectativa de todo el tren detenido, en el que las gentes, sorprendidas, asomaban la cabeza por las portezuelas, en hacer las unciones de costumbre en los diversos órganos de los sentidos, puertas por donde penetra el mal. Como la regla le autorizaba, en caso de urgencia, contentose con una sola unción; y la hizo en la boca, en aquella boca lívida y entreabierta de la que se exhalaba apenas un imperceptible soplo de vida, mientras la cara, con los ojos cerrados, parecía ya borrosa y vuelta al polvo de la tierra.

—Per istam sanctam unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per visum, auditum, odoratum, gustum, tactum, deliquisti.

El resto de la ceremonia se perdió en medio de la confusión y el aturdimiento de la partida. El cura apenas si tuvo tiempo de secar la gotita con la muñequilla de algodón en rama que sor Jacinta tenía preparada, pues debió salir del vagón y volver precipitadamente al suyo, arreglando la caja de los santos óleos mientras los presentes terminaban la oración postrera.

—¡No podemos prolongar la demora! ¡No es posible! —exclamaba el jefe de estación, fuera de sí—. ¡Vamos, vamos, dense prisa!

Por fin iban a ponerse de nuevo en marcha. Todo el mundo volvió a sentarse, acomodándose lo mejor posible en su rincón. La señora de Jonquière, a quien seguía preocupando el estado de la Grivotte, había cambiado de sitio y aproximádose a ella, frente al señor Sabathier, que esperaba resignado y silencioso. Sor Jacinta no había vuelto a su compartimiento, resuelta como estaba a permanecer junto a aquel hombre para velarle y asistirle; tanto más cuanto que allí tenía también a su alcance al hermano Isidoro, cuya crisis no sabía Marta cómo aliviar. María, palideciendo, sentía ya en todo su cuerpo las sacudidas del tren, aun antes de que éste reanudase su carrera bajo el sol de plomo, remolcando su carga de enfermos, en la sofocación y el enrarecimiento de los vagones recalentados.

Sonó un enérgico silbato y la locomotora dio un resoplido. Sor Jacinta se levantó para decir:

—¡Hijos míos, el Magníficat!