II

El Hospital de Nuestra Señora de los Dolores, edificado por un canónigo caritativo, aunque sin terminar todavía por falta de fondos, es una vasta Construcción de cuatro pisos, excesivamente alta, debido a lo cual resulta tarea difícil subir a los enfermos. Por lo común, está ocupado por un centenar de ancianos pobres y enclenques. Pero cuando tiene lugar la peregrinación nacional, los ancianos se alojan durante tres días en otro albergue. Los padres de la Asunción alquilan el hospital, y en ocasiones llegan a alojar en él quinientos y hasta seiscientos enfermos. Pero, por mucho que se les amontone, las salas resultan insuficientes. Los trescientos o cuatrocientos enfermos que todavía quedan son enviados al Hospital de la Salud, los varones, y al Hospicio Municipal, las mujeres.

En el patio enarenado, frente a la puerta guardada por dos sacerdotes, aquella mañana, iluminada por el sol naciente, era grande la confusión. Desde la víspera estaba instalado en las oficinas el personal de la dirección provisional con gran profusión de registros, tarjetas y formularios impresos. Se quería hacer las cosas mejor que el año anterior: las salas de la planta baja se habían reservado para los enfermos imposibilitados; además, se ejercería un control cuidadoso en la distribución de las tarjetas, que llevaban el nombre de la sala y el número de la cama, porque se habían cometido equivocaciones en la identificación de los pacientes. Pero, ante aquella oleada de enfermos graves que había transportado el tren blanco, todas las buenas intenciones quedaron en agua de borrajas; las nuevas formalidades complicaban de tal manera las cosas, que no hubo más remedio que resolverse a depositar a aquellos desgraciados en el patio, a medida que llegaban, a fin de irlos acomodando con un poco de orden. Se reproducía la escena de la descarga, lo mismo que en la estación; se formaba el lamentable campamento a la intemperie, en tanto que los camilleros y los empleados de secretaría, jóvenes seminaristas todos ellos, corrían de un lado para otro desorientados.

—¡Esto pasa por haber querido hacer las cosas demasiado bien! —exclamaba desesperado el barón Suire.

La frase era exacta. Nunca se habían tomado tantas precauciones inútiles; y se advirtió que, por efecto de una serie de errores inexplicables, habían sido destinados a los pisos superiores los enfermos de más difícil traslado. Como era imposible hacer una nueva distribución, no hubo más remedio que improvisarlo todo con la mejor buena voluntad, dándose entonces principio a la distribución de las tarjetas, mientras un sacerdote joven escribía en un registro los nombres y las direcciones. Cada enfermo estaba obligado a exhibir su tarjeta de hospitalidad del mismo color del tren, con sus datos y su número de orden, para que se inscribiese en ella el nombre de la sala y el número de la cama. Este procedimiento eternizaba el trámite de las admisiones.

Entonces, de abajo arriba del vasto edificio, a través de sus cuatro pisos, empezó a oírse un pataleo incesante. El señor Sabathier fue uno de los primeros en ser alojado en una sala del entresuelo, llamada sala de los matrimonios, ya que los hombres enfermos tenían autorización para conservar a su lado a sus esposas. Porque en el Hospital de Nuestra Señora de los Dolores sólo se admitían mujeres. Y aunque el hermano Isidoro estaba con su hermana, se consintió en considerarlos como matrimonio, siendo colocado en la cama contigua a la del señor Sabathier.

La capilla, recién revocada y con las ventanas cerradas con tableros de madera, estaba al lado. Había asimismo salas sin acabar, sin más moblaje que los colchones, pero se llenaban rápidamente de enfermas. Las que podían andar solas asaltaron enseguida el refectorio, instalado en una larga galería cuyas ventanas daban a un patio interior. Las hermanas de Saint Frai, adscritas habitualmente al servicio del hospital, habían quedado allí para atender la cocina, y distribuían tazas de café con leche y de chocolate entre todas aquellas pobres mujeres, rendidas por el terrible viaje.

—Descansen ustedes, repongan sus energías —les decía el barón Suire, que se multiplicaba y se dejaba ver en todas partes—. Tienen todavía tres horas largas. No han dado aún las cinco, y los reverendos padres han ordenado que nadie vaya a la gruta antes de las ocho, para evitar un exceso de fatiga.

Arriba, en el segundo piso, la señora de Jonquière había sido de las primeras en tomar posesión de la sala de Santa Honorina, de la que era directora. Había tenido que dejar abajo a su hija Raimunda, que estaba agregada al servicio del refectorio, porque el reglamento prohibía que las jóvenes entrasen en las salas para que no presenciasen cosas impropias y demasiado horribles. Pero la menuda señora de Désagneaux, simple dama hospitalaria, no se había apartado de la directora y le pedía órdenes, encantada de que hubiese llegado la hora de poder dedicarse a su misión.

—¿Están bien así estas camas, señora? ¿Qué le parecería si sor Jacinta y yo las hiciésemos de nuevo?

En la sala, pintada de amarillo claro y en la que penetraba escasa luz por el patio interior, había quince camas, alineadas en dos filas a lo largo de las paredes.

—Ya lo veremos dentro de un momento —contestó la señora de Jonquière con aire abstraído.

Contaba las camas y examinaba la larga y estrecha sala. Luego musitó a media voz:

—Haga lo que haga, no tendré nunca espacio bastante. He anunciado la llegada de veintitrés enfermos, y no habrá más remedio que poner colchones en el suelo.

Sor Jacinta, que había seguido a aquellas dos señoras después de haber dejado a sor San Francisco y a sor Clara de los Ángeles instaladas en una pequeña habitación contigua, transformada en depósito de ropas de cama, levantaba las colchas y examinaba las sábanas. Procuraba tranquilizar a la señora de Désagneaux, diciéndole:

—Las camas están bien hechas y todo está limpio. Se ve que han pasado por aquí las hermanas de Saint Frai. El depósito de colchones está aquí al lado, y, si usted quiere darme una mano, podremos colocar ahora mismo una hilera aquí, entre las camas.

—¡Con el mayor placer! —exclamó la joven señora, exaltada ante el pensamiento de acarrear los colchones entre sus débiles brazos de linda rubia.

La señora de Jonquière tuvo que calmarla.

—Dentro de un momento; no corre prisa. Esperemos que lleguen los enfermos. No me gusta mucho esta sala, porque es difícil de ventilar. El año pasado tuve la sala de Santa Rosalía, en el primer piso. En fin, de cualquier modo nos arreglaremos.

Iban llegando otras damas hospitalarias, y parecía aquello una colmena desbordante de abejitas laboriosas, impacientes por empezar su labor. Era un motivo más de confusión aquel excesivo número de enfermeras procedentes de la aristocracia y de la burguesía, y poseídas de un celo fervoroso, en el que andaba mezclado un poco de vanidad. Pasaban de doscientas. Como al ingresar en la Congregación de Nuestra Señora de la Salud debía hacerse un donativo, no se rechazaba a ninguna por temor de que se agotase la fuente de las limosnas, y así se explica que el número de afiliadas creciese de año en año. Felizmente, había entre ellas algunas que se contentaban con llevar en la solapa o en el corpiño la cruz de paño rojo, y que, no bien llegaban a Lourdes, se iban de excursión. Pero las que se contraían a sus deberes eran verdaderamente meritorias, porque pasaban cinco días de espantosa fatiga, durmiendo apenas un par de horas y viviendo en medio de los espectáculos más terribles y repugnantes. Presenciaban agonías, vendaban llagas inmundas, vaciaban las aguas servidas y los orinales, mudaban de ropa interior a las impedidas, cambiaban de postura a las enfermas; desempeñaban, en fin, una labor horrible, abrumadora, a la que no estaban acostumbradas. Y se retiraban dobladas, agotadas, con mirada febril, abrasadas por la alegría de la caridad que les exaltaba.

—¿Y la señora de Volmar? —preguntó la señora de Désagneaux—. Creí que la encontraría aquí.

Pero la señora de Jonquière le salió al paso diciendo bondadosamente, como si estuviera al tanto de todo y quisiese acallar las habladurías con una indulgencia y una discreción de mujer sensible a las miserias humanas:

—Como es mujer de complexión delicada, se ha quedado en el hotel a descansar. Hay que dejarla dormir unas horas.

Seguidamente distribuyó entre aquellas señoras el trabajo, confiando a cada una la atención de dos camas. Todas ellas concluyeron de tomar posesión del local, yendo y viniendo, subiendo y bajando, para darse cuenta de dónde estaban la administración, la guardarropía y las cocinas.

—¿Dónde está la farmacia? —preguntó la señora de Désagneaux.

No había farmacia. Ni siquiera personal médico. ¿Para qué? Aquellos enfermos habían sido ya desahuciados por la ciencia; eran gentes desesperanzadas que habían venido a pedir a Dios la curación que los hombres impotentes no podían prometerles. Lógicamente, todo tratamiento quedaba interrumpido mientras duraba la peregrinación. Si una enferma entraba en agonía, se le administraban los Sacramentos. No había allí más que el joven médico que acompañaba de ordinario al tren blanco, con su pequeño botiquín de urgencia, y que se limitaba a procurar alivio al enfermo que reclamaba su asistencia durante alguna crisis.

Precisamente sor Jacinta llegaba acompañando a Ferrand, a quien sor San Francisco había retenido a su lado en un despacho contiguo a la ropería, donde se proponía estar de guardia permanente.

—Señora —dijo dirigiéndose a la señora de Jonquière—, estoy completamente a sus órdenes. En caso de necesidad, no tiene usted más que hacerme buscar.

Pero ella le escuchaba apenas, porque estaba discutiendo con un joven sacerdote del personal administrativo, a quien decía que sólo disponía de siete orinales para toda la sala.

—De acuerdo, señor; si llegáramos a necesitar algún calmante…

Pero no concluyó la frase, porque siguió en su disputa.

—Y bien, señor abate; trate usted de procurarse cuatro o cinco más, por favor. ¿Cómo quiere usted que nos arreglemos? ¡Ya sin eso la tarea es penosa!

Ferrand, mientras tanto, escuchaba y lo observaba todo, sin salir del asombro que le inspiraba aquel mundo extraordinario, donde se hallaba por azar desde el día anterior. Él no era creyente; estaba allí por pura abnegación, y se asombraba al ver aquella inaudita aglomeración de prójimos miserables y dolientes a los que empujaba la esperanza de la felicidad. Sobre todo se sentía atropellado en sus ideas de médico moderno por aquella despreocupación de las más elementales precauciones, por aquel desprecio de las más sencillas indicaciones de la ciencia, por aquella certidumbre de que, queriéndolo el cielo, la cura se realizaría con toda la fuerza de un mentís a las leyes de la naturaleza. Entonces, si tal era el caso, ¿qué objeto tenía aquella última concesión al respeto humano? ¿Para qué traer un médico, sin tan mal se empleaban sus servicios? Volvió a su gabinete, con una vaga sensación de vergüenza; se sentía inútil y se encontraba algo ridículo.

—Tenga usted preparadas, por si acaso, algunas píldoras de opio —le dijo sor Jacinta, que le había acompañado hasta la ropería—. Vendrán a pedírselas, porque traemos algunos enfermos que me tienen preocupada.

Al decir esto le miraba con sus ojazos azules, llenos de dulzura y de bondad y animados constantemente por una sonrisa divina. La actividad que desplegaba yendo y viniendo para atender a los enfermos había teñido sus mejillas, radiantes de juventud, de un rojo vivo de sangre. Luego agregó, como buena camarada que no tiene inconveniente en compartir las tareas más gustosas:

—Y si necesito levantar o acostar a algún enfermo, ¿sería usted tan bondadoso que me echara una mano?

Entonces se alegró de haber venido, se alegró de estar allí, pensando en que iba a poder serle útil a ella. Le pareció volver a verla a la cabecera de su cama, cuando estaba al borde de la muerte; veía cómo le cuidaba con sus manos fraternales, con su gracia alegre de ángel sin sexo, mezcla de camarada y de mujer.

—¡Lo que usted quiera, hermana! Ya sabe que le pertenezco, y que es para mí una gran felicidad el servirla. ¿Ha olvidado usted la deuda de gratitud que tengo contraída?

Sor Jacinta le puso con toda gentileza un dedo en los labios para hacerle callar. Nadie le debía nada a ella. No era más que la sirvienta de los que sufrían y de todos los pobres.

En aquel mismo momento penetraba la primera de las enfermas en la sala de Santa Honorina. Era María, y la habían subido entre Pedro y Gerardo, acostada en el fondo de su caja de madera. Llegaba antes que todas las demás, a pesar de haber sido la última en dejar la estación, gracias a aquellas infinitas complicaciones que, después de hacer esperar a todas, las exponían ahora al azar de la distribución de tarjetas. El señor de Guersaint había tenido que separarse de su hija, a petición de ésta, en la puerta del hospital; sabiendo María que los hoteles no tardarían en llenarse, quiso que su padre se asegurase inmediatamente dos habitaciones, una para él y otra para Pedro. Y estaba tan rendida que, después de desesperarse porque no la conducían enseguida a la gruta, consintió en que la acostaran un rato.

—Tenga presente, hija mía —le decía la señora de Jonquière—, que aún hay tres horas por delante. Vamos a acomodarla a usted en su cama. Cuando ya no esté en esa caja, descansará.

La levantó por los hombros, mientras sor Jacinta la sostenía por los pies. La cama se hallaba en un sitio céntrico de la sala, cerca de una ventana. La enferma permaneció unos instantes con los ojos cerrados, como si aquel zamarreo la hubiese dejado extenuada. Luego fue necesario hacer entrar de nuevo a Pedro, porque María se sentía nerviosa y aseguraba que tenía que darle ciertas explicaciones.

—No se vaya usted, amigo mío; se lo ruego encarecidamente. Llévese esa caja al rellano de la escalera, pero no se aleje, porque quiero que me bajen en cuanto me den permiso para ello.

—¿Se siente usted mejor así acostada? —le preguntó el joven clérigo.

—Sí, sí, desde luego. Es decir, no lo sé… No sé lo que me pasa… ¡Pero tengo tanta prisa, Dios mío, tanta prisa de verme allá, a los pies de la Santísima Virgen!

Sin embargo, después que Pedro se llevó la caja, María se distrajo viendo llegar sucesivamente a las enfermas. La señora de Vêtu, a quien subieron dos camilleros sosteniéndola por debajo de los brazos, fue acostada por ellos mismos, con toda la ropa puesta, en el lecho contiguo, quedando allí inmóvil, sin respiración, con su cara amarilla y tumefacta de cancerosa. No desnudaban a ninguna enferma; limitábanse a tenderlas sobre las camas, aconsejándoles que durmieran si podían. Las que no tenían que guardar cama se sentaban en el borde de su correspondiente colchón, charlaban entre ellas y arreglaban sus petates. Elisa Rouquet, que estaba también cerca de María, al lado izquierdo, desató enseguida su bolso de mano y extrajo de él una pañoleta limpia; mostrábase muy contrariada por no disponer de un espejo. En menos de diez minutos todas las camas estuvieron ocupadas, de suerte que cuando llegó la Grivotte, llevada medio en vilo por sor Jacinta y sor Clara de los Ángeles, se hizo necesario empezar a colocar colchones en el suelo.

—¡Miren! ¡Aquí traigo uno! —gritaba la señora de Désagneaux—. Estará muy bien aquí, en este mismo sitio, al abrigo de las corrientes de aire de la puerta.

Pronto se agregaron siete colchones más a la fila, que ocupaba todo el pasadizo central. No había ya manera de circular; era preciso pasar con muchas precauciones por el angosto espacio libre que se había dejado entre enferma y enferma. Cada una conservaba su paquete, su caja de cartón, su maleta; y a los pies de aquellos lechos improvisados se veían sendos montones de pobres adminículos pertenecientes a las enfermas, que parecían pingajos confundidos entre las sábanas y las mantas. Se diría que aquello era una lamentable ambulancia organizada a toda prisa, después de alguna gran catástrofe, de un incendio, de un terremoto que hubiese dejado en medio de la calle a centenares de heridos y de desamparados.

La señora de Jonquière iba y venía por la sala, repitiendo constantemente:

—Vamos, vamos, hijas mías, no se exciten ustedes; traten de dormir un poco.

Pero no conseguía calmarlas, y ella misma, al par de las damas hospitalarias que tenía a sus órdenes, aumentaba el febril desasosiego con su azoramiento. Había que cambiar de ropa interior a muchas enfermas; otras querían satisfacer sus necesidades. Una enferma que tenía una úlcera en la pierna se quejaba de tal manera que la señora de Désagneaux se puso a renovarle el vendaje; pero era poco diestra, y, a pesar de todo su valor de enfermera entusiasta, estuvo a punto de desmayarse, porque no podía con aquel olor inaguantable. Las enfermas en mejor estado pedían caldo, y circulaban de cama en cama los tazones, entre llamadas, contestaciones y órdenes contradictorias, que no había medio de ejecutar. La pequeña Sofía Couteau, que se hallaba con las monjas, se imaginaba estar en el recreo, y corría, bailaba, saltaba a la pata coja, encantada de verse entre aquella confusión; todas la llamaban, todas la festejaban y la mimaban, movidas por la esperanza en el milagro que infundía a cada una.

Mientras tanto, iban transcurriendo las horas en medio de aquella agitación. Acababan de dar las siete, cuando entró el abate Judaine. Era limosnero de la sala de Santa Honorina, y se había retrasado debido exclusivamente a la dificultad de hallar un altar desocupado para decir la misa. Así que lo vieron, partió de todas las camas un grito de impaciencia:

—¡Señor cura, señor cura! ¡Vámonos, vámonos inmediatamente!

Todas se sentían agitadas por un ardiente deseo, que crecía y se exaltaba de minuto en minuto, como si estuviesen abrasadas por una sed cada vez más viva, que sólo podía calmarse en la fuente milagrosa. La Grivotte, sobre todo, sentada en su colchón, suplicaba con las manos juntas que la llevasen a la gruta. ¿No era ya un principio de milagro aquel despertar de su voluntad, aquella ansia febril de curación que le hacía enderezarse? Había llegado desvanecida, inerte, y ahora estaba erguida, volvía a todas direcciones sus negros ojos, espiando el instante feliz en que vendrían en su busca; su rostro, lívido, se coloreaba; creía que estaba ya resucitando.

—¡Por piedad, señor cura! ¡Mande usted que me lleven! Tengo la seguridad de que me voy a curar.

El abate Judaine las oía con expresión bondadosa, con sonrisa de padre cariñoso, y entretenía su impaciencia con palabras amables. Un momento más, y debían partir. Pero era necesario ser razonable y dar tiempo a que las cosas se organizaran; además, tampoco a la Santa Virgen le agradaba que la zarandeasen, y esperaba su hora distribuyendo sus favores divinos a los que sabían ser más juiciosos.

Al pasar por delante de la cama de María, la vio, con las manos juntas, balbuceando ruegos, y se detuvo de nuevo.

—¡También usted, hija mía, tiene mucha prisa! Tranquilícese; habrá mercedes para todas.

—Padre mío —murmuró ella—, yo me muero de amor. Mi corazón está lleno de plegarias, y me ahoga.

El abate Judaine sin sintió profundamente conmovido por la pasión que consumía a aquella pobre niña, tan duramente herida en su belleza y en su juventud. Quiso apaciguarla, y le señaló a su vecina, la señora de Vêtu, que permanecía inmóvil, pero con los ojos abiertos de par en par, fijos en las gentes que pasaban.

—¡Fíjese en lo tranquila que está la señora! Se refrena, y hace bien en abandonarse, como un niño, entre las manos de Dios.

Pero la señora de Vêtu balbuceaba con voz imperceptible, con un soplo apenas:

—¡Oh, cómo sufro, cómo sufro!

Por fin, a las ocho menos cuarto, la señora de Jonquière advirtió a las enfermas que harían bien en prepararse. Ella misma, ayudada por sor Jacinta y por la señora de Désagneaux, les abrochó de nuevo las ropas y calzó otra vez los pies inútiles. Era un verdadero arreglo de tocador, pues todas deseaban presentarse ante la Santa Virgen de la mejor manera posible. Hubo muchas que tuvieron la delicadeza de lavarse las manos. Otras sacaban vestidos de sus maletas y se mudaban. Elisa Rouquet acabó por descubrir un espejo de bolsillo que tenía una de sus vecinas, mujer enorme, hidrópica, pero muy cuidadosa de su persona, logrando que se lo prestase; lo apoyó en la almohada y, absorta por completo en su tarea, con esmero infinito se anudó elegantemente la pañoleta alrededor de la cabeza, para ocultar la llaga sangrienta de su cara monstruosa. De pie delante de ella, la pequeña Sofía contemplaba su arreglo con expresión de profundo interés.

Fue el abate Judaine el que dio la señal de partida para la gruta. Quería ser él quien acompañase a sus queridas hijas de sufrimiento en Dios, como él decía; las damas hospitalarias y las monjas se quedarían allí, para poner un poco de orden en la sala. Esta se vació inmediatamente; las enfermas fueron bajadas en medio de una nueva batahola. Pedro, que había vuelto a colocar sobre sus ruedas la caja en que estaba María, se puso a la cabeza del cortejo, formado por una veintena de cochecitos y camillas. Las otras salas se desocupaban igualmente; el patio estaba lleno, y el desfile se organizó en medio de una gran confusión. Pronto se formó una cola interminable que descendía la pendiente bastante brusca de la avenida de la gruta, de modo que Pedro llegaba ya a la meseta de la Merlasse cuando las últimas angarillas acababan de salir del patio del hospital.

Eran la ocho; el sol estaba ya alto en el cielo, un sol espléndido de agosto, que resplandecía en un fondo de pureza admirable. Lavado por la tormenta de la noche, el azul del aire parecía enteramente nuevo, de una frescura de infancia. Envuelta en el esplendor de aquella mañana radiante, rodaba por la carretera en declive aquella larga caravana, aquella verdadera corte de los milagros del sufrimiento humano. La cola de horrores no terminaba nunca; se alargaba, desenrollándose siempre.

No había orden alguno; era una mezcolanza de todos los males imaginables, el desbordamiento de un infierno en el que se hubiesen amontonado todas las enfermedades monstruosas, los casos más raros y atroces, que daban escalofríos. Cabezas roídas por la eccema, frentes coronadas de roséolas, narices y bocas convertidas en hocicos de cerdo informes por la elefancía. Males extinguidos ya reaparecían en aquel desfile repulsivo: una vieja leprosa; otra cubierta de hongos como un árbol que se hubiese podrido en la sombra. Pasaron también mujeres hidrópicas, semejantes a odres hinchados de agua, ocultando bajo mantas sus vientres inverosímilmente abombados; se veían colgar de las parihuelas manos retorcidas por el reumatismo, y pasaban los pies hinchados, desfigurados por el edema, tal como si fueran bolsas rellenas de trapos. Una hidrocéfala, sentada en un carricoche, balanceaba su enorme y pesado cráneo a cada sacudida del vehículo. Otra joven muy alta, atacada del mal de San Vito, bailoteaba con todos sus miembros, sin detenerse un instante, haciendo continuas muecas con el lado izquierdo de la cara. Otra, más joven, que iba detrás de ella, lanzaba ladridos, una especie de grito lastimero de animal, cada vez que el tic doloroso que la torturaba le hacía retorcer la boca.

Venían luego las tísicas, tiritando de fiebre, extenuadas por la disentería, flacas como esqueletos, con la piel lívida, del color de la tierra en cuyo seno iban a dormir en breve; una de ellas tenía la cara blanquísima y los dos ojos llameantes, como calavera dentro de la cual se hubiese encendido una antorcha. Sucedíanse después todas las deformaciones posibles en la conformación del cuerpo: talles contrahechos, brazos del revés, cuellos torcidos; seres infelices, quebrados y tronchados, inmovilizados en posturas de peleles trágicos. Atraía la curiosidad, sobre todo, una mujer que tenía el puño derecho pegado a los riñones, y el cuello inclinado hacia la izquierda, con la mejilla adherida al hombro.

A continuación seguían pobres muchachas raquíticas que mostraban sus cutis de cera, sus nucas frágiles, carcomidas por fríos tumores. Algunas mujeres de tez amarillenta mostraban la expresión de doloroso estupor de las desdichadas a quienes el cáncer roe los senos; otras, tumbadas y con las miradas tristes clavadas en el cielo, parecían estar escuchando dentro de sí el golpear de los tumores, gruesos como cabezas de niño, que obstruían sus órganos. Las que venían detrás producían espanto y escalofríos, igual que las que les precedían.

A una muchacha de veinte años, de cabeza aplastada como la de un sapo, le colgaba un bocio, tan enorme que le llegaba hasta la cintura, como el peto de un delantal. Avanzaba una mujer ciega; su cara tenía la palidez del mármol, y en ella se veían las cuencas vacías de sus ojos, inflamadas y sanguinolentas, como dos llagas vivas que chorreaban pus. Una vieja loca, atacada de imbecilidad, con la nariz completamente comida por una úlcera, reía con una risa aterradora, mostrando la boca vacía y negra. De pronto, una epiléptica cayó en convulsiones, echando espumarajos sobre su camilla; pero no por eso detuvo su marcha el cortejo, que avanzaba como acicateado por el ímpetu de su propia carrera, por la pasión febril que lo arrastraba hacia la gruta. Los camilleros, los sacerdotes y hasta los enfermos acababan de entonar un cántico, la elegía de Bernadette, y el Ave se repetía como una obsesión, envolviéndolo todo, mientras los cochecitos, las camillas, los peatones, descendían por la pendiente del camino, como arroyo crecido y salido de madre que arrastra sus ondas fragorosamente.

En la esquina de la calle de San José, cerca ya de la explanada de la Merlasse, se había detenido una familia de excursionistas, llegada probablemente de Cauterets o de Bagnères; estaban de pie en el borde de la acera, dominados por un profundo asombro. Debían de ser burgueses ricos: el padre y la madre, de una corrección impecable, y dos hijas mozas con vestidos claros y la expresión sonriente de personas que se divierten. Pero si la primera impresión del grupo fue de sorpresa, sucedióle un terror creciente, como si se hubiese abierto ante sus ojos una enfermería de los tiempos antiguos, uno de aquellos hospitales de leyenda que se estuviese desocupando después de una gran epidemia. Y en tanto que las dos jóvenes palidecían, sus padres quedaban helados ante aquel desfile ininterrumpido de tantos horrores, cuyo vaho pestífero recibían en pleno rostro. ¡Gran Dios! ¡Cuánta fealdad, cuánta inmundicia, cuánto sufrimiento! ¿Era posible aquello, bajo un sol tan hermoso y radiante, bajo tan inmenso cielo de luz y de alegría, en una atmósfera que tenía la frescura del Gave y estaba llena de la pura fragancia de las montañas traída por el viento de la mañana?

Cuando Pedro desembocó en la meseta de la Merlasse, al frente del cortejo, se sintió bañado por aquel sol tan límpido, por aquel aire tan vivo y tan embalsamado. Se volvió y sonrió a María dulcemente. Cuando llegaban al centro de la plaza del Rosario, ambos quedaron encantados por el admirable horizonte que, en el esplendor de aquella mañana, se desarrollaba a su alrededor.

Enfrente, hacia el este, veíase el viejo Lourdes recostado en un amplio repliegue del terreno, del otro lado de la roca. Asomaba él sol por detrás de las montañas lejanas, y sus oblicuos rayos destacaban del fondo color lila oscuro aquel peñasco solitario, coronado por la torre y los muros ruinosos del antiguo castillo, que fue en otros tiempos la llave temible de los siete valles. A través de aquella atmósfera de polvo de oro flotante no se veían sino las altivas aristas, algunos paredones de ciclópeas construcciones, y más allá, confusamente, unos tejados que no eran otra cosa que las techumbres descoloridas y esfumadas de la ciudad antigua. Del lado de acá del castillo, desbordándolo por la derecha y por la izquierda, se alzaba sonriente, entre la vegetación, la ciudad nueva, con las blancas fachadas de sus hoteles, sus casas amuebladas, sus lujosas tiendas; en una palabra, toda una urbe rica y bulliciosa, que había surgido allí en pocos años, como por arte de magia. Al pie de la roca corría el Gave con el murmullo de sus aguas claras, verdes y azules, profundas bajo el puente viejo, retozonas al pasar por debajo del puente nuevo, que habían construido los padres para unir la gruta con la estación y con el bulevar, inaugurado hacía poco. Y como fondo de aquel cuadro deleitoso, de aquella frescura de las aguas, de aquella verde vegetación, de aquella ciudad rejuvenecida, extensa y alegre, se erguían el Pequeño Gers y el Gran Gers, dos penachos enormes de roca desnuda que, en la oscura extensión donde se hallaban sumergidos, tomaban tonos delicados de color verde pálido que se extinguían en rosa.

Hacia el norte, sobre la margen derecha del Gave, del otro lado de las colinas que sigue la línea del ferrocarril, se alzaban las alturas de Buala, pendientes boscosas inundadas de claridades matinales. En esta dirección se hallaba Bartrès. Más hacia la izquierda se elevaba la sierra de Julos, dominada por el pico de Miramont. Mucho más lejos surgían otras cimas que se esfumaban en el éter. En el primer plano, escalonados entre los collados herbosos, al otro lado del Gave, se alzaban, alegrando aquel trozo de paisaje, numerosos conventos edificados últimamente. Parecía que hubieran crecido como vegetación natural y pronta en aquella tierra de prodigios. En primer término, un orfanato, fundado por das hermanas de Nevers, y cuyas vastas construcciones resplandecían a la luz del sol; después, los carmelitas, frente a la gruta, sobre la carretera de Pau; más arriba, los asuncionistas, junto al camino de Poueyferré; de los dominicos, perdidos en el valle, sólo se distinguía una esquina del tejado; finalmente, las hermanas de la Inmaculada Concepción, conocidas con el nombre de «hermanas azules», que habían fundado en el extremo del valle una casa de retiro en la que daban pensión a señoras solas, peregrinas ricas ansiosas de soledad.

Como era la hora de los oficios divinos, las campanas de todos aquellos conventos sonaban alegremente, echadas a vuelo en aquella atmósfera de cristal; y al otro confín del horizonte, hacia el mediodía, les hacían eco las campanas de otros conventos con el mismo bullicio de júbilo argentino. Cerca del puente viejo, sobre todo, la campana de las clarisas desgranaba una escala de notas tan límpidas que se hubiera dicho el gorjeo de un pájaro. Y de este lado de la ciudad se abrían hondonadas y los montes elevaban sus faldas desnudas; era una naturaleza accidentada y sonriente, una ondulación interminable de alcores, entre los que se destacaban las colinas de Visens, maravillosamente jaspeadas de carmín y de azul suave.

Al volver María y Pedro las miradas hacia el oeste, se quedaron deslumbrados. El sol daba de lleno en el Gran Bêout y en el Pequeño Bêout, con sus crestas de altura desigual. Era como un fondo de púrpura y oro, un monte deslumbrador, en el que no se distinguía más que el camino que serpentea y asciende, entre arboledas, hasta el Calvario. Allí, sobre aquel telón de fondo soleado, resplandeciente de gloria, se destacaban las tres iglesias superpuestas que la vocecita de Bernadette había hecho surgir de la roca en honor de la Santa Virgen. En primer lugar, abajo, estaba la iglesia del Rosario, achatada y redonda, tallada a medias en la roca en el fondo de la explanada, ceñida, como por brazos inmensos, por colosales rampas que llegaban en suave declive hasta la cripta.

Aquello había costado un enorme trabajo, toda una cantera de piedras removidas y talladas: veíanse arcos altos como naves y dos avenidas de amplitud gigantesca, para que se desplegara la pompa de las procesiones y para que pudiese llegar hasta Dios, sin trabajo alguno, el cochecito de cualquier niño enfermo. Venía luego la cripta, la iglesia subterránea, de la que no se veía más que la puerta baja, por encima de la iglesia del Rosario, cuyo techo embaldosado, con amplias galerías, servía de prolongación a las rampas. Y, por fin, la basílica, de construcción algo endeble y frágil, demasiado nueva, demasiado blanca, de estilo de joya fina, que surgía de las rocas de Massabielle como una plegaria, como blanca paloma que alza el vuelo. La flecha, afiladísima, emergiendo por encima de las rampas gigantescas, aparecía como la llamita recta de un cirio en medio del inmenso horizonte y entre la interminable ondulación de valles y de montañas. Comparada con la tupida vegetación de la colina del Calvario, tenía la fragilidad y el sencillo candor de la fe infantil; hacía pensar también en el bracito blanco, en la manecita blanca de la endeble criatura que señalaba al cielo, en medio de una de las crisis de la miseria humana. No se divisaba desde allí la gruta, debido a que la entrada de ésta se encontraba a la izquierda, al pie de la roca. Sólo se distinguía detrás de la basílica la morada de los padres, pesado edificio de forma cuadrada; y, ya mucho más lejos, el palacio episcopal, en el centro de una sombría cañada, que empezaba a ensancharse. Las tres iglesias parecían llamear bajo el sol de la mañana, y la lluvia de oro de sus rayos bañaba toda la campiña, mientras el enjambre sonoro de las campanas producía el efecto de ser la vibración misma de la claridad, el despertar musical de aquel magnífico día naciente.

Al atravesar la plaza del Rosario, Pedro y María lanzaron una mirada a la explanada, jardín de larga alfombra de césped en el centro, bordeado por dos avenidas paralelas que llegan hasta el puente nuevo. Allí estaba, de cara hacia la basílica, la gran Virgen coronada. Todos los enfermos, al pasar por delante de ella, se santiguaban.

El aterrador cortejo proseguía siempre, impelido por sus propios cánticos, a través de la naturaleza en fiesta. Bajo el firmamento resplandeciente, entre los montes de púrpura y oro, en la atmósfera impregnada de la vitalidad de los árboles centenarios y del frescor eterno de los manantiales, desfilaba aquella procesión de desgraciados enfermos de la piel con las carnes roídas, de hidrópicos hinchados como pellejos, de gentes reumáticas, paralíticas, retorcidas por el dolor; pasaban las hidrocéfalas, las convulsionarias, las tísicas, las raquíticas, las epilépticas, las cancerosas, las gotosas, las locas, las imbéciles. ¡Ave, Ave, Ave María! La obstinada plegaria crecía en amplitud, arrastrando hacia la gruta el oleaje hediondo de miserias y dolores humanos, entre el espanto y el horror de los transeúntes, que se quedaban como clavados en el suelo, helados ante aquella cabalgata de pesadilla.

Pedro y María fueron los primeros que pasaron bajo el alto arco de una de las rampas. Siguieron luego a lo largo del malecón del Gave, y de pronto surgió ante ellos la gruta. Y María, a quien Pedro procuraba conducir lo más cerca posible de la verja, no pudo menos que incorporarse en su carrito, murmurando:

—¡Oh, Virgen Santísima, Virgen Santísima!

No había visto nada, ni los pabellones de las piscinas, ni la fuente de los doce caños, ante la que acababa de pasar; y tampoco distinguía, a mano izquierda, la tienda de artículos litúrgicos, y a mano derecha, el púlpito de piedra, ocupado ya por un predicador. Sólo la deslumbraba el esplendor de la gruta. Le parecía que ardían allí, detrás de la reja, cien mil cirios, llenando de resplandores de horno la baja abertura y envolviendo con irradiaciones de astro la estatua de la Virgen, situada más arriba, en el borde de una excavación estrecha, en forma de ojiva. Y nada percibió, fuera de esta gloriosa aparición: ni las muletas que cubrían una parte de la bóveda; ni los ramos de flores arrojados allí a montones, marchitándose entre las hiedras y los escaramujos; ni el mismo altar, colocado en el centro, junto al pequeño órgano portátil, recubierto con una funda. Pero al levantar la vista descubrió en lo alto del peñasco, recortada sobre el cielo, la fina basílica blanca, que ahora se le presentaba de perfil, con la delgada aguja de su torre perdiéndose en el azul del infinito, como una plegaria.

—¡Oh, Virgen todopoderosa, Reina de las Vírgenes, Santa Virgen de Vírgenes!

Sin embargo, Pedro había conseguido empujar el cochecito de María hasta la primera fila, delante de los bancos de roble, alineados en gran número, al aire libre, como en la nave de una iglesia. Estos bancos estaban ya completamente ocupados por enfermos que podían sentarse. Los espacios vacíos se llenaban de camillas colocadas en el suelo, de cochecitos cuyas ruedas se trababan entre sí, de colchones y almohadas que formaban pilas, y en los que se mezclaban, en espantoso desorden, todas las enfermedades.

Al llegar, reconoció a los Vigneron, con su lastimoso hijo Gustavo tendido en un banco; también acababa de ver sobre el piso embaldosado la cama, guarnecida de encajes, de la señora de Dieulafay, y a su marido y a su hermana, que rezaban arrodillados, junto a su cabecera. En una palabra, todos los enfermos del vagón estaban congregados allí: el señor Sabathier y el hermano Isidoro, uno al lado del otro; la señora de Vêtu, tumbada en su cochecito; Elisa Rouquet, sentada; la Grivotte, que, excitada, se alzaba apoyándose con los puños. También vio a la señora de Maze, algo aislada por las demás, abstraída en sus rezos; mientras, hincada de rodillas, la señora de Vincent, que conservaba en sus brazos a su pequeña Rosa, la presentaba fervorosamente a la Virgen, con expresión de madre desolada, pidiendo a la Madre de la divina gracia que tuviese compasión.

La muchedumbre de peregrinos crecía por momentos alrededor de aquel recinto reservado; era un gentío que se apretujaba y desbordaba poco a poco hasta llegar al parapeto del Gave.

—¡Oh, Virgen clementísima! —continuaba diciendo María, a media voz—. ¡Oh, Virgen fiel, Virgen concebida sin pecado!

Desfalleciente, con los labios agitados aún por una oración mental, miraba desoladamente a Pedro. Este creyó que María quería expresarle algún deseo, y se inclinó hacia ella.

—¿Quiere usted que me quede aquí, a su disposición, para llevarla dentro de un momento a la piscina?

Cuando ella hubo comprendido la pregunta, contestó negativamente con un movimiento de cabeza. Luego dijo muy excitada:

—¡No, no! No quiero que me bañen esta mañana. Me parece que, antes de intentar el milagro, hay que ser más digna, más pura, más santa. Quiero pasarme toda la mañana pidiéndole con las manos plegadas; quiero rogar con toda mi alma, con toda la fuerza de que soy capaz.

Se sofocaba. Luego añadió:

—No vuelva usted en busca de mí antes de las once, para llevarme otra vez al hospital. No me moveré de aquí.

Sin embargo, Pedro no se alejó, sino que permaneció cerca de la joven. Se arrodilló un instante; también él hubiera querido rezar con aquella fe ardiente, pedir a Dios la curación de aquella niña enferma, a quien amaba con ternura tan fraternal. Pero desde que se hallaba delante de la gruta, se sentía invadido por un extraño malestar, por una sorda rebelión, que embarazaba la espontaneidad de sus plegarias. Quería creer; había estado esperando durante toda la noche que la fe florecería de nuevo en su alma, como una flor hermosa de ignorancia y candidez, así que se arrodillara en aquella tierra milagrosa. Pero sólo experimentaba ahora inquietud y disgusto al verse delante de aquella decoración, de aquella estatua rígida e inexpresiva, iluminada por la engañosa luz de los cirios, entre la tienda de rosarios, en la que los clientes se apretujaban, y el gran púlpito de piedra, desde el cual un padre asuncionista lanzaba avemarías a plena voz. ¿Era posible que su alma se hubiese secado hasta tal punto? ¿No habría un rocío divino capaz de infundirle inocencia, de volverla igual que las almas de aquellos niños que se dan por entero a la menor caricia de la leyenda?

Continuó distraído, y reconoció en el religioso que estaba en el púlpito al padre Massias. Lo había visto ya otras veces, y siempre se sentía turbado frente a su fervor, a su rostro descarnado, a sus ojos chispeantes y a su boca grande y elocuente, empeñada en forzar al cielo para obligarlo a bajar a la tierra. Estaba observándolo, cuando advirtió al pie del púlpito al padre Fourcade hablando animadamente con el barón Suire. Este último parecía estar perplejo; sin embargo, concluyó por aprobar con un movimiento complaciente de cabeza. Estaba también allí el cura Judaine, que retuvo un instante más al padre; su cara, alargada y paternal, mostraba también una especie de azoramiento; pero se inclinó a su vez.

Entonces emergió en el púlpito el padre Fourcade, que irguió completamente su enorme cuerpo, algo encorvado de ordinario por efecto de los ataques de gota; pero no quiso que el padre Massias, el amantísimo hermano, el preferido entre todos, acabase de bajar, pues hizo que se quedase en un escalón y se apoyó en su hombro. Habló con voz llena y grave, con una autoridad soberana que hizo que reinase el más profundo silencio.

—Amados hermanos míos; amadas hermanas mías: os pido perdón si interrumpo vuestras oraciones; pero tengo que anunciaros algo, y tengo también que pedir la ayuda de todas vuestras almas fidelísimas. Esta mañana hemos tenido que deplorar un tristísimo accidente: uno de nuestros hermanos ha muerto en el tren cuando llegaba ya a la tierra prometida.

Calló algunos segundos. Parecía que se agigantaba; su hermoso rostro resplandecía, realzado por la ola magnífica de sus largas barbas.

—Pues bien, queridos hermanos, queridas hermanas: se me ha ocurrido que, a pesar de todo, no debemos desesperar. ¿Quién sabe si Dios ha querido esta muerte para probar al mundo, precisamente, su omnipotencia? Oigo dentro de mí una voz que me ha impulsado a subir a este púlpito, para pediros vuestras oraciones en favor de ese hombre, en favor del que ha dejado de existir; pero cuya salvación se encuentra, a pesar de todo, entre las manos de la Virgen Santísima, que puede siempre implorar a su Divino Hijo. ¡Sí!, ese hombre está allí; he hecho traer su cuerpo, y sólo de vosotros depende tal vez el que tenga lugar un milagro resonante que deslumbre al mundo, a condición de que roguéis con un fervor tan intenso que conmueva al cielo. Sumergiremos el cuerpo en la piscina y suplicaremos al Señor, dueño del universo, que lo resucite, que nos dé esta prueba extraordinaria de su bondad soberana.

Un viento helado que brotaba de lo invisible pasó por entre la concurrencia. Todos se habían puesto pálidos; y, sin que nadie hubiese despegado los labios, pareció circular un murmullo escalofriante.

—Pero —prosiguió diciendo el padre Fourcade, arrastrado por un arrebato de sincera fe— ¡con qué fervor será necesario orar! Queridos hermanos; queridas hermanas: os pido que pongáis toda vuestra alma, os pido que pongáis todo vuestro corazón en la plegaria, toda vuestra sangre, toda vuestra fe, con todo lo que tiene de más noble y más querida. Rogad con todas vuestras fuerzas, rogad hasta que perdáis la conciencia de vosotros mismos, hasta olvidaros de donde estáis; rogad como cuando se ama, como cuando se muere, porque lo que vamos a pedir es una gracia tan preciosa, tan extraordinaria, tan sorprendente, que sólo la violencia de nuestra oración es capaz de obligar a Dios a que nos responda. Y para que nuestras plegarias sean eficaces, para que tengan tiempo de expandirse y de subir hasta los pies del Padre Eterno, no bajaremos el cuerpo a la piscina hasta esta tarde, a las tres. Amados hermanos míos; amadas hermanas mías: orad, orad a la Santísima Virgen, a la Reina de los Ángeles, la Consoladora de los Afligidos.

Y, embargado por la emoción, reanudó él mismo el rosario, en tanto que el padre Massias estallaba en sollozos. Rompiose aquel expectante silencio, y el contagio se apoderó de la multitud, arrebatándola en gritos, en lágrimas, en balbuceos desordenados, dando rienda suelta a sus súplicas. Era como un huracán de delirio que abatía las voluntades, que transformaba a todas aquellas almas en una sola, exasperada por el amor, enajenada por el ansia loca del imposible prodigio.

Pedro creyó por un momento que la tierra se hundía bajo sus pies y que iba a desplomarse sin sentido. Pero se levantó penosamente y se alejó.