I
En el hospital de Nuestra Señora de los Dolores, María se había quedado aquella mañana sentada en su cama, con la espalda apoyada en almohadas. Como había pasado toda la noche en la gruta, no quiso que la llevasen otra vez. La señora de Jonquière se acercó para levantar una de las almohadas, que se iba deslizando, y entonces María le preguntó:
—¿Qué día es hoy, señora?
—Lunes, hija mía.
—¡Ah, tiene usted razón! ¡No sabe ya una en qué día vive! ¡Y, además, soy tan feliz! La Santa Virgen me va a curar hoy.
Y sonrió, con expresión de quien está soñando despierta, con la mirada ausente, perdida, tan absorta en su idea fija que no veía en la lejanía sino la certidumbre de su esperanza.
La sala de Santa Honorina acababa de desocuparse en torno suyo; todas las enfermas habían salido para la gruta; sólo quedaba, en la cama contigua, la señora de Vêtu, agonizante. Pero María no la veía siquiera, y estaba encantada de aquella tranquilidad que se había producido de pronto. Una de las ventanas que daban al patio estaba abierta, y el sol de aquella radiante mañana penetraba a raudales en la sala, formando un polvillo de oro que iba a danzar precisamente sobre las ropas de su cama y bañaba sus pálidas manos. ¡Qué agradable era estar ahora en aquella sala, tan lúgubre de noche, entre el amontonamiento de aquellos lechos de dolor y la hediondez y los gemidos de pesadilla! El sol había penetrado en ella, y el aire mañanero la había refrescado, quedando sumida de pronto en la dulzura del silencio.
—¿Por qué no trata usted de dormir un poco? —le dijo maternalmente la señora de Jonquière—. Debe usted estar rendida después de una noche entera pasada en vela.
María se quedó sorprendida, porque se sentía tan despejada, tan ágil, que ni siquiera se daba cuenta de que tenía miembros.
—¡Pero si no estoy cansada, ni mucho menos, y no tengo sueño! ¿Dormir? Eso sería demasiado triste, porque entonces me habría olvidado de que hoy seré curada.
La directora no pudo menos que sonreírse.
—Entonces, ¿por qué no ha querido que la llevasen a la gruta? Va usted a aburrirse en esa cama, solita.
—No crea que estoy sola, señora; estoy en compañía de Ella.
Al decir esto, unió las manos, con expresión de éxtasis, y brotó en sus ojos la visión.
—¿Sabía usted que anoche la vi y que me hizo una inclinación con su cabeza, sonriéndome? Yo he comprendido lo que me decía, y oía perfectamente sus palabras, aunque ella no despegó los labios. A las cuatro, cuando pase el Santísimo Sacramento, quedaré curada.
La señora de Jonquière quiso calmarla, algo alarmada por aquella especie de sonambulismo en que la veía, pero la enferma repetía:
—No, no he empeorado, sino que espero. Pero ya comprenderá usted, señora, que no necesito ir esta mañana a la gruta, desde el momento que ella misma me ha fijado la hora de las cuatro de la tarde.
Y añadió, bajando la voz:
—A las tres y media vendrá Pedro a buscarme. Y a las cuatro estaré curada.
El sol iba ascendiendo lentamente a lo largo de sus brazos desnudos y transparentes, de una delicadeza enfermiza; sus admirables cabellos rubios, desparramados sobre sus hombros, parecían como un chorro del astro mismo que la envolvía por completo. El canto de un pájaro, que pareció alegrar el silencio escalofriante de la sala, llegó desde el patio. Por allí debía estar jugando algún niño, aunque no se le veía, porque, por momentos, resonaban también risas ligeras en la atmósfera tibia, de una tranquilidad deliciosa.
—Perfectamente —dijo la señora de Jonquière para terminar—; ya que no tiene usted sueño, no duerma. Pero sea usted razonable; eso le servirá de descanso.
En la cama contigua, mientras tanto, la señora de Vêtu se moría. No se habían atrevido a llevarla a la gruta por temor de que falleciese en el camino. Hacía un instante que tenía cerrados los ojos, y sor Jacinta, que no la perdía de vista, llamó con un gesto a la señora de Désagneaux para comunicarle su mala impresión. Las dos se inclinaron enseguida sobre la moribunda, espiándola con creciente inquietud. El semblante se había vuelto todavía más amarillo, del color del barro; los ojos más hundidos; los labios parecían irse adelgazando, y, sobre todo, empezaba el estertor, una respiración lenta y pestilente, infestada por el cáncer que estaba acabando de devorarle el estómago.
Bruscamente alzó los párpados, y quedó asustada al ver aquellas dos caras inclinadas sobre la suya. ¿Era que estaba próxima a morir, puesto que la contemplaban de aquella manera? Una tristeza inmensa se dibujó en sus ojos, un pesar desesperado de abandonar la vida. No llegaba a la rebeldía violenta, porque ya no tenía fuerzas para luchar; pero ¡qué horroroso destino el suyo: abandonar su negocio, abandonar sus costumbres habituales, abandonar a su marido, para venir a morir tan lejos! ¡Haber soportado el terrible suplicio de semejante viaje, rezar de día, rezar de noche, no ser escuchada, y morir viendo que los demás curaban!
Sólo pudo balbucear:
—¡Cuánto sufro, cuánto sufro! Por favor, hagan ustedes algo por mí; procuren, por lo menos, ahorrarme sufrimientos.
La menuda señora de Désagneaux, con su bonito rostro de tez láctea perdido entre la maraña de sus cabellos rubios, se hallaba trastornada. No estaba acostumbrada a ver agonizar; hubiera dado la mitad de su corazón —como ella decía— para ver curada a aquella pobre enferma. Se irguió, llamando aparte a sor Jacinta, que también estaba conmovida hasta el llanto, pero que se resignaba a la salvación de aquella mujer, gracias a una buena muerte. ¿Es que realmente no había ya nada que hacer? ¿No podía intentarse algo en el sentido que pedía la enferma? El abate Judaine había estado aquella misma mañana, hacía dos horas, para darle la comunión y administrarle la extremaunción. Había, pues, recibido la ayuda del cielo, la única con que podía contar, ya que de los hombres no esperaba nada desde hacía mucho tiempo.
—Hay que hacer algo por ella —exclamó la señora de Désagneaux.
Y se dirigió en busca de la señora de Jonquière, que se encontraba junto a la cama de María.
—¿No oye usted, señora, cómo sufre esa desgraciada mujer? Sor Jacinta cree que no le quedan sino algunas horas. Pero no es posible que la dejemos sufrir de ese modo. Existen analgésicos. ¿Por qué no hacemos venir a ese médico que nos acompaña?
—Creo que sí, que debemos hacerlo venir sin pérdida de tiempo —contestó la directora.
Nunca se pensaba en el médico en aquellas salas. La idea de recurrir a sus servicios no les venía a las mientes a aquellas señoras sino en los instantes de alguna crisis terrible.
La misma sor Jacinta, sorprendida de no haberse acordado de Ferrand, que se hallaba en una habitación contigua, según ella sabía, dijo:
—¿Quiere usted, señora, que vaya yo misma a llamar al doctor Ferrand?
—¡Claro que sí! Y tráigalo inmediatamente.
Cuando la hermana salió, la señora de Jonquière se hizo ayudar por la señora de Désagneaux para levantar un poco la cabeza de la moribunda, en la creencia de que eso la aliviaría. Precisamente estaban las dos solas, porque todas las restantes señoras hospitalarias se habían marchado aquella mañana a sus ocupaciones o sus devociones. En el fondo de aquella gran sala vacía, en la que reinaba una paz tan dulce y en la que ponía el sol su tibia vibración, se oían únicamente, de cuando en cuando, risas ligeras de aquel niño invisible.
—¿Será Sofía la que hace todo ese barullo? —preguntó de pronto la directora, muy preocupada ante aquella catástrofe que preveía.
Caminó rápidamente hasta un extremo de la sala. Era, en efecto, Sofía Couteau, la niña curada milagrosamente el año anterior, a quien encontró sentada en el suelo, detrás de una cama, entretenida en hacer, a pesar de sus catorce años, una muñeca con unos trapos. Le hablaba a su muñeca y se sentía tan feliz y estaba tan absorta en su juego, que se reía a sus anchas.
—¡A ver, señorita, póngase tiesa! ¡Baile una polca, demuestre que lo sabe! ¡Una, dos! ¡Baile, gire, dele un beso a la persona que quiera!
Pero ya llegaba la señora de Jonquière.
—Hija, tenemos ahí una enferma que sufre mucho y que se encuentra muy mal. No hay que reírse tan fuerte.
—¡Ah, señora, no lo sabía!
Se había puesto de pie, con la muñeca en la mano, y se quedó muy seriecita.
—¿Cree usted, señora, que se morirá?
—Mucho lo temo, hija mía.
Sofía ya no chistó. Siguió a la directora y se sentó en una cama próxima, contemplando con sus grandes ojos, en actitud de intensa curiosidad, sin miedo alguno, la agonía de la señora de Vêtu. La señora de Désagneaux se impacientaba al ver que no llegaba el médico. María, entre tanto, extática, aureolada por el sol, parecía extraña a cuanto pasaba a su alrededor y vivía en la gozosa espera del milagro.
Sor Jacinta no había encontrado a Ferrand en la pieza donde éste solía estar, junto al cuarto de la ropa, y se puso a buscarle por toda la casa. El joven médico llevaba dos días en aquel hospital, y estaba cada vez más asombrado de ver que sólo acudían a él en el momento de las agonías. Resultaba inútil el botiquín que había traído consigo; tampoco se prescribía tratamiento alguno a los enfermos, porque éstos no habían ido allí a cuidarse, sino a curarse de repente, sin medicamento alguno; por eso el médico se limitaba casi exclusivamente a distribuir píldoras para adormecer con ellas los dolores demasiado agudos. Tuvo ocasión de asistir, con gran sorpresa, a una visita que el doctor Bonamy hizo a las salas. Aquello fue un simple paseo; el médico paseaba por allí como cualquier curioso, y no se interesaba por ningún enfermo, ni se molestó en examinarlos, ni les interrogó para nada. Su única preocupación eran las presuntas curaciones; así es que se detenía delante de las mujeres que ya conocía por haberlas visto en su oficina de comprobación de los milagros. Entre ellas había una que tenía tres enfermedades distintas, de las cuales la Virgen no se había dignado curarla, hasta entonces, sino de una, aunque esperaba que haría lo mismo con las otras. Sucedía a veces que se encontraba con alguna desgraciada que había sido curada el día anterior y que ahora le hacía saber que le habían vuelto los dolores; pero no por eso el doctor perdía su serenidad; mostrábase siempre conciliador, seguro de que el cielo terminaría lo que el cielo había empezado. ¿No era ya satisfactorio que hubiera un comienzo de curación? Por eso repetía siempre su frase habitual: «Ha empezado a curarse; tenga paciencia y confianza en el cielo». Pero lo que él temía sobre todo era la manía de las señoras directoras, que se empeñaban en hacerle quedar a toda costa en la sala para mostrarle algunos casos extraordinarios. Todas ellas tenían la costumbre de jactarse de contar en su sección las enfermedades más graves, los casos excepcionales, espantosos; por eso deseaban vivamente hacerlos comprobar, para poder hacer mérito luego de su curación. Esta le detenía por un brazo, afirmándole que creía que en su sección había una leprosa; aquélla le suplicaba que la siguiese, y le hablaba de una joven que tenía la cintura cubierta de escamas de pescado. La de más allá le cuchicheaba al oído ciertos detalles horrendos de una señora casada, perteneciente al gran mundo. El doctor se escapaba, negándose a visitar a ninguna y acabando por prometer que vendría después, cuando tuviera tiempo. Escuchando a las señoras, como él mismo decía, el día transcurría en consultas inútiles. Repentinamente se detenía delante de alguna mujer curada milagrosamente, llamaba a Ferrand con un ademán y exclamaba: «¡Aquí tiene usted una curación interesante!». Y Ferrand, estupefacto, tenía que aguantar la reconstitución de la enfermedad que había desaparecido por completo a la primera inmersión en la piscina.
Por fin sor Jacinta se encontró con el abate Judaine, que le informó de que acababan de llamar al joven doctor para que fuese a la sala de los matrimonios. Era la cuarta vez que bajaba para atender al hermano Isidoro, cuyos dolores no cesaban un instante. Lo único que Ferrand podía hacer era atiborrarle de opio. En medio de su martirio, el hermano pedía solamente que le calmasen un poco, a fin de tener la fuerza necesaria para hacerse llevar a la gruta por la tarde, ya que no habían podido conducirlo por la mañana. Pero el dolor subía de punto, y llegó a perder el conocimiento. Cuando entró la hermana, encontró al médico sentado a la cabecera del misionero.
—Señor Ferrand, venga usted pronto conmigo a la sala de Santa Honorina, donde tenemos una enferma que se nos muere.
Ferrand la acogió con una sonrisa; no podía verla sin sentirse alegre y reconfortado.
—Voy con usted hermana. Pero tenga la bondad de esperarme un minuto. Quiero ver si consigo reanimar a este desgraciado.
Sor Jacinta se armó de paciencia y trató de ser útil. También la sala de los matrimonios, situada en la planta baja, estaba inundada de sol y oreada por tres grandes ventanas que daban a un estrecho jardín. Sólo había quedado allí aquella mañana con el hermano Isidoro el señor Sabathier, porque deseaba descansar un poco; la señora Sabathier aprovechó la ocasión para salir a realizar algunas compras, consistentes en medallas e imágenes para obsequios. Beatíficamente sentado en su lecho, con la espalda apoyada en los almohadones, hacía correr entre sus dedos las gruesas cuentas de su rosario; pero no rezaba, sino que seguía haciéndolo por una especie de distracción maquinal, con los ojos fijos en su vecino, cuya crisis seguía con doloroso interés.
—¡Ay, hermana! —dijo a sor Jacinta, que se había acercado—. Este pobre hombre me llena de admiración. Ayer tuve un momento en que dudé de la Virgen, viendo que no se dignaba escucharme al cabo de siete años que vengo; pero el ejemplo de ese mártir, tan resignado en medio de sus torturas, me ha hecho avergonzarme de mi poca fe. Con ser tanto lo que sufre, hay que verle delante de la gruta, con los ojos encandilados por una esperanza sublime. Es una cosa verdaderamente hermosa. Sólo en el Louvre, que yo sepa, hay un cuadro, de un pintor italiano desconocido, en el que puede verse una cabeza de monje divinizada por una fe semejante.
Reaparecía el intelectual, el antiguo universitario nutrido de literatura y de arte en aquel hombre fulminado por la vida, que había querido hacerse hospitalizar y no ser más que un pobre con el objeto de conmover al cielo. Reflexionó acerca de su situación, y agregó, dominado por la tenacidad de su esperanza, que sus siete inútiles viajes no habían sido capaces de abatir:
—En fin, todavía me queda la tarde, puesto que no nos marchamos hasta mañana. El agua está muy fría, pero haré que me sumerjan una vez más. Desde esta mañana no dejo de rezar, pidiendo perdón por mi rebeldía de ayer. ¿No es verdad, hermana, que a la Santa Virgen le basta con un segundo cuando quiere dignarse curar a uno de sus hijos? ¡Que se haga su voluntad y que sea bendito su nombre!
Y reanudó sus avemarías y padrenuestros, pasando las cuentas del rosario muy lentamente, mientras sus párpados se entornaban y su faz blancuzca, al cabo de tantos años de vivir apartado del mundo, tomaba una expresión infantil.
Ferrand había llamado con una señal a María, la hermana de fray Isidoro. Estaba ésta al pie de la cama, con los brazos caídos y la vista fija en aquel moribundo a quien adoraba, pero sin verter una lágrima, resignada como pobre muchacha de corto entendimiento. Ella no era más que un perro cariñoso; había querido acompañar a su hermano, gastando sus escasos ahorros, sin hacer otra cosa que verle sufrir. Así, cuando el médico le dijo que tomara en sus brazos al enfermo y lo levantara un poco, experimentó una verdadera felicidad al ver que servía para algo. Su cara, tosca y triste, llena de pecas, se iluminó.
—Sosténgalo mientras yo procuro hacerle tragar esto.
Ella lo sostuvo y Ferrand consiguió introducirle con una cucharita, por entre sus dientes apretados, algunas gotas de líquido. Casi enseguida el enfermo abrió los ojos y suspiró profundamente. Se calmó algo, porque el opio empezó a hacer su efecto, adormeciendo los dolores que sentía en el costado derecho, como quemaduras de hierro candente. Pero se había quedado tan débil que cuando quiso hablar hubo que aplicar la oreja a su boca para entenderle.
Con un leve ademán, rogó a Ferrand que se inclinase.
—Es usted médico, ¿verdad? Deme usted fuerzas para poder ir todavía esta tarde a la gruta. Estoy seguro de que, si consigo ir, la Santa Virgen me curará.
—Le aseguro que irá —le respondió el joven—. ¿No se siente ya usted mucho mejor?
—¡Tanto como eso, no! Sé perfectamente lo que tengo, porque he visto ya morir a muchos hermanos nuestros, allá en el Senegal. Cuando está afectado el hígado y el absceso sale afuera, la cosa no tiene remedio. Sobrevienen los sudores, la fiebre, el delirio. Pero la Santa Virgen tocará el mal con un dedo y me curará. ¡Yo les suplico a todos ustedes que me lleven a la gruta, aunque haya perdido el conocimiento!
La hermana Jacinta también se había inclinado hacia el enfermo.
—No pase usted cuidado, querido hermano. Irá usted a la gruta después de comer, y todos rezaremos por usted.
Por fin consiguió llevarse con ella a Ferrand.
Cuando entraron en la sala de Santa Honorina, la señora de Vêtu seguía gimiendo, presa de intolerables sufrimientos. Junto a la cama se encontraban la señora de Jonquière y la señora de Désagneaux, pálidas y angustiadas por aquel grito de muerte que no cesaba un instante. A las preguntas que hicieron en voz baja a Ferrand, respondió éste con un ligero encogimiento de hombros: era caso perdido; cuestión de horas, o tal vez de minutos. Lo más que podía hacer él era darle algún estupefaciente, como hizo con el hermano Isidoro, a fin de facilitar la atroz agonía que preveía. La enferma le miraba; conservaba aún todo su conocimiento; era, además, muy obediente y nunca rehusaba el medicamento que se le ofrecía. Sólo tenía un deseo, lo mismo que los demás: volver a la gruta.
Y lo manifestó balbuceando, con voz de niño que tiembla pensando que nadie se ocupa de él.
—A la gruta, ¿no es verdad? A la gruta.
—Le prometo a usted que la llevarán allí dentro de un rato —le dijo sor Jacinta—. Pero hay que ser buena. Trate de dormir un poco para recobrar fuerzas.
Pareció que la enferma jadeaba aletargada, y la señora de Jonquière aprovechó aquella oportunidad para llevarse a la señora de Désagneaux al otro extremo de la sala, donde se pusieron a contar la ropa blanca, enredándose en las cuentas que hacían, porque habían desaparecido algunas toallas. Sofía estaba quietecita, sentada en la cama de enfrente. Había colocado la muñeca sobre las rodillas y esperaba que muriese la señora, porque le habían dicho que moriría.
Sor Jacinta permanecía al lado de la moribunda; y, para no perder tiempo, tomó hilo y aguja y se puso a remendar la blusa de una de sus enfermas, que, con el desgaste del uso, se había abierto en los codos.
—Se quedará usted un rato con nosotros, ¿verdad? —le preguntó a Ferrand.
Éste seguía examinando a la señora de Vêtu.
—Sí, sí. Puede írsenos de un momento a otro. Me temo una hemorragia.
Luego bajó la voz, porque vio a María en la cama contigua.
—Y ésta, ¿qué tal sigue? ¿Ha experimentado alguna mejoría?
—Todavía no. ¡Pobre criatura! Crea usted que hacemos los votos más sinceros por que sane. ¡Tan joven, tan encantadora y tan desgraciada! Mírela usted en este momento. ¡Qué hermosa está! Se la creería una santa, así nimbada de sol, con sus ojazos en éxtasis y esa cabellera de oro que brilla como una aureola.
Ferrand la examinó un instante, con interés. Le causaba sorpresa aquel ensimismamiento, aquella despreocupación de cuanto la rodeaba, su fe ardiente, la fervorosa alegría interior que la reconcentraba en sí misma.
—Sanará —murmuró, como si estuviese haciendo en voz baja un pronóstico—. Sí, sanará.
Después se acercó a sor Jacinta, que había ido a sentarse en el alféizar de la alta ventana, abierta de par en par al aire tibio del patio. El sol empezaba a girar y sólo dejaba caer una estrecha barra de oro sobre las tocas blancas. Ferrand permaneció de pie delante de ella, contemplándola cómo cosía, recostada sobre la barandilla de apoyo.
—No sé si sabrá usted, hermana, que este viaje a Lourdes, que yo acepté como una penosa obligación nada más que para servir a un amigo, me va a resultar una de las mayores felicidades de mi vida.
Ella no comprendió y exclamó ingenuamente:
—¡Ángela María! ¿Qué quiere decir usted con todo eso?
—Quiero decirle que me siento dichoso de haberla vuelto a encontrar a usted, de encontrarme a su lado, ayudándole un poco en su admirable obra. ¡Si usted supiera el agradecimiento que le guardo y cuánto la amo y cuánta veneración siento por usted!
Alzó ella la cabeza para mirarle a la cara, y echó la cosa a broma, sin embarazo alguno. Estaba deliciosa con su cutis de lirio cándido, su boca pequeña y alegre y sus adorables ojos azules, siempre sonrientes. Se presentía la delicadeza de su cuerpo esbelto, de su pecho de niña, porque toda ella respiraba inocencia y abnegación.
—¡Conque usted me ama apasionadamente! ¿Y por qué?
—¿Qué por qué la quiero? Pues porque es usted la mujer más buena, la más consoladora y la más fraternal. Porque es usted, hasta ahora, el recuerdo más profundo de mi vida, el más dulce, el que evoco siempre cuando tengo necesidad de ser sostenido y alentado. ¿No se acuerda ya usted del mes que pasamos juntos en mi humilde habitación, cuando estuve enfermo y usted me cuidó con tanto afecto?
—¡Ya lo creo que me acuerdo! Y hasta puedo decir que nunca he tenido un enfermo tan obediente como usted. Se tomaba todo lo que yo le daba; y cuando le arreglaba las ropas de la cama, después de cambiárselas, se quedaba usted quietecito como un niño.
Ella continuaba mirándole y se sonreía con su ingenua sonrisa de siempre. Ferrand era un buen mozo, vigoroso, de nariz algo voluminosa, ojos magníficos, boca de grana, enmarcada por negro bigote, y estaba en toda la plenitud de su viril juventud. Pero lo que a ella le hacía feliz era simplemente verlo delante, conmovido hasta las lágrimas.
—¡Ay, hermana! De no haber sido por usted, yo me habría muerto. Es usted quien me curó.
Y entonces, mientras se contemplaban con tierna alegría, surgió en sus recuerdos aquel mes encantador. Ya no escuchaban el estertor de la señora de Vêtu, ya no veían la sala, literalmente cubierta de camas, semejante, por su desorden, a una ambulancia improvisada después de una catástrofe publica. Se volvían a ver en el último piso de una casa lóbrega, en un desván del viejo París, y sólo les llegaba la luz del día por una ventana que daba a un mar de tejados. ¡Qué encanto hallarse solos, él aniquilado por la fiebre en la cama, y ella a su lado, como el ángel de la guarda que había venido tranquilamente de su convento, como un camarada que nada teme! Se dedicaba a asistir de aquel modo a los enfermos, ya fuesen mujeres, niños u hombres, al azar, y era completamente feliz con tal de que tuviese algo que hacer, con tal de poder aliviar algún dolor, sin que siquiera la idea de su sexo pasase por su imaginación. Ni él hubiera visto en ella a una mujer, si no fuera porque tenía las manos muy suaves, la voz acariciadora, y porque su presencia irradiaba sentimientos confortadores; pero la verdad es que emanaba de ella toda la ternura de una madre, todo el afecto de una hermana. Por espacio de tres semanas lo asistió como se asiste a un niño —así decía ella—, levantándolo y acostándolo, sirviéndole en sus necesidades más íntimas, sin molestia, sin repugnancia, protegidos ambos contra todo peligro por la santa pureza del sufrimiento y de la caridad. Vivían por encima de la vida. Y cuando la convalecencia, ¡qué agradable intimidad, qué risas de viejos camaradas! Ella seguía cuidándole, le reprendía y le daba golpecitos en los brazos cuando se obstinaba en tenerlos descubiertos. Y él la contemplaba haciendo espuma en la palangana con alguna camisa suya que lavaba para ahorrarle el gasto de la lavandera. Nunca subía nadie allí. Estaban solos, a mil leguas del mundo, encantados de aquella soledad en que sonreía tan fraternalmente su juventud.
—¿Recuerda usted, hermana, aquella mañana en que empecé a caminar otra vez? Usted me levantó y me sostuvo, porque yo, en mi torpeza, daba traspiés, no sabiendo ya servirme de mis piernas. ¡Cómo nos reímos entonces!
—Así es; yo estaba muy contenta, porque le veía a usted fuera de peligro.
—Y aquel otro día, cuando usted me llevó cerezas. Tengo la escena bien grabada en mi mente: yo estaba recostado en las almohadas, usted sentada al borde de la cama, y las cerezas entre los dos, sobre un pedazo de papel blanco. Recuerdo que yo me negaba a probarlas si usted no me acompañaba y comía también.
Y comimos, una yo, otra usted, hasta que no quedó ninguna. ¡Qué ricas estaban!
—Sí, sí, muy ricas… Igualito que lo que pasó con el jarabe de grosella: no quería usted tomarlo si no lo tomaba yo primero.
Reían cada vez más estrepitosamente, encantados con el placer que les producían aquellos recuerdos. Pero un suspiro doloroso que dejó escapar la señora de Vêtu los volvió a la realidad del momento. Ferrand se inclinó y echó una mirada a la enferma, que no se había movido. La sala conservaba la misma calma tremebunda, turbada únicamente por la voz clara de la señora de Désagneaux, ocupada en contar la ropa.
Ahogado por la emoción, Ferrand siguió diciendo en voz baja:
—¡Se lo juro, hermana! ¡Aunque viva cien años, aunque conozca todas las alegrías y todas las ternuras, no amaré jamás a ninguna mujer como la amo a usted!
Sor Jacinta bajó la cabeza, aunque sin embarazo alguno, y volvió a su costura. Un rubor imperceptible arreboló su tez de lirio.
—Yo también, señor Ferrand, le quiero a usted mucho. Pero no diga cosas que puedan envanecerme. Lo que hice por usted lo he hecho por otros muchos. Ése es mi oficio, ya sabe usted.
Y no hay en todo eso más que una cosa agradable: y es que la bondad divina le curó a usted.
De nuevo fueron interrumpidos. La Grivotte y Elisa Rouquet volvían de la gruta, adelantándose a las demás enfermas. Inmediatamente la Grivotte se acurrucó en el colchón, al pie de la cama de la señora de Vêtu, sacó del bolsillo un pedazo de pan y se puso a devorarlo.
Ferrand se había interesado desde el día anterior por aquella tísica, que atravesaba por una curiosa fase de agitación, dominada por un apetito exagerado y por una necesidad febril de movimiento. Pero aún le sorprendió más en aquel instante el caso de Elisa Rouquet, porque era ya evidente que el lupus que le comía la cara se había corregido. Elisa continuaba con sus abluciones en la fuente milagrosa, y venía ahora de la oficina de comprobaciones, donde el doctor Bonamy se había hecho lenguas del caso. Ferrand se adelantó, asombrado, y examinó la llaga, pálida y ya un poco seca; no estaba curada, ni mucho menos, pero era evidente que había un comienzo de curación. Le pareció tan curioso aquel caso que se hizo la promesa de tomar algunas notas para someterlas al examen de uno de sus antiguos profesores de la Facultad que se había especializado en estudios sobre el origen nervioso de ciertas enfermedades de la piel, cuyo efecto es un desarreglo de la nutrición.
—¿No ha sentido usted comezón? —le preguntó.
—Ninguna, señor. Lo único que hago es lavarme y rezar el rosario con toda mi alma.
La Grivotte, llena de celos y de vanidad, porque se sentía mimada desde el día anterior por las muchedumbres, llamó al médico.
—Pues yo, señor, estoy curada, curada, completamente curada.
Rehusó examinarla Ferrand, haciendo un gesto amistoso.
—Ya lo sé, hija mía. Usted ya no tiene nada.
Pero en aquel momento le llamó sor Jacinta. Había dejado su costura, viendo que la señora de Vêtu se incorporaba, movida por un ataque de náuseas atroces. Pero, a pesar de la prisa que se dio, no tuvo tiempo de llegar con la palangana: la enferma había devuelto otra vez una bocanada de residuos negros, que parecían hollín; pero esta vez estaban mezclados con sangre, con filamentos de sangre violácea. Era la hemorragia, el desenlace inminente que temía Ferrand.
—Avise usted a lo señora directora —dijo éste en voz baja, tomando asiento para estar junto a la cama de la moribunda.
Sor Jacinta corrió en busca de la señora de Jonquière. Había hecho ya la cuenta de las ropas y estaba charlando con su hija Raimunda, a solas, mientras la señora de Désagneaux se lavaba las manos.
Raimunda se había escapado unos momentos del refectorio donde estaba de servicio. Era para ella la tarea más penosa: aquella sala larga y estrecha, con sus dos filas de mesas grasientas y su olor nauseabundo a restos de cocina y miseria le revolvían el estómago. Había subido corriendo, para aprovechar la media hora que le quedaba libre, antes de que volviesen los enfermos. Llegó sin aliento, muy encendida y con los ojos brillantes, y se arrojó al cuello de su madre.
—¡Qué contenta estoy, mamá! ¡Ya todo está arreglado!
Asombrada y con la cabeza mareada por las preocupaciones que le daba la dirección de la sala a su cargo, la señora de Jonquière no comprendió lo que quería decirle su hija.
—¿Qué cosa, hija mía?
Entonces Raimunda, bajando la voz y ruborizándose un poco, habló:
—¡Mi boda!
Esta vez le tocó a la madre alegrarse. Una satisfacción vivísima asomó de pronto en su cara regordeta de mujer madura, aunque hermosa y de buen aspecto todavía. Inmediatamente se acordó de su pequeño departamento de la calle Vaneau, donde había educado, en medio de mil dificultades, a su hija desde la muerte de su marido, con los pocos miles de francos que éste le había dejado. Aquella boda equivalía a empezar de nuevo la vida, a tener abiertos los salones, a reconquistar la magnífica posición de otro tiempo.
—¡Qué alegría, hija mía!
Pero una contrariedad repentina la detuvo. Dios era testigo de que si venía a Lourdes desde hacía tres años, lo hacía por impulso de caridad, por la única satisfacción de asistir a aquellos enfermos. A pesar de aquella abnegación, es posible que, si se hubiese puesto a hacer un examen de conciencia, se hubiera encontrado que también entraba un poco en ello su temperamento autoritario, que hacía que encontrase un gran placer en el ejercicio del mando. Sinceramente, sólo en último lugar podría haber alimentado la esperanza de que su hija encontrase un marido en alguno de los jóvenes de su rango que pululaban por la gruta. Había pensado en eso, pero nada más que como una de las tantas posibilidades, sin que, por lo demás, hubiese hablado del asunto.
Sin embargo, la alegría le arrancó una confesión.
—No me sorprendes que lo hayas conseguido, hija, porque se lo pedí esta mañana a la Santa Virgen.
Luego, deseando estar bien segura de lo que su hija le decía, hizo que ésta le diera más detalles. Raimunda no le había contado todavía su largo paseo por la ciudad, del brazo de Gerardo, porque no había querido hablar de aquella cuestión hasta haber triunfado, hasta tener la seguridad de haber conquistado, por fin, un marido. Pero ahora sí que era cosa hecha, y así lo decía alegremente: aquella misma mañana se había vuelto a encontrar en la gruta con el joven, y éste se había comprometido formalmente. Berthaud haría seguramente la petición de mano en nombre de su primo, antes de partir de Lourdes.
—Pues bien, hija mía —declaró la señora de Jonquière, tranquilizada ya en sus escrúpulos, sonriente y contentísima en el fondo—, espero que seas feliz, ya que eres juiciosa y te sabes arreglar admirablemente sin mi ayuda para llevar a buen término tus asuntos. ¡Dame un beso!
En aquel momento llegó sor Jacinta, anunciando la muerte inminente de la señora de Vêtu. Pero ya Raimunda había desaparecido a todo correr. La señora de Désagneaux, que se lavaba las manos, protestaba contra las damas auxiliares, todas las cuales habían desaparecido, precisamente aquella mañana en que más se las necesitaba.
—Ahí está, por ejemplo —decía—, esa señora de Volmar… ¿Quiere decirme usted dónde ha podido meterse? Desde que estamos aquí no se ha dejado ver ni una sola vez siquiera.
—Deje usted en paz a la señora de Volmar —contestó la señora de Jonquière, con cierta impaciencia—. Ya le dije que está enferma.
Pero las dos acudieron presurosas al lado de las señora de Vêtu. Ferrand esperaba, de pie; sor Jacinta le preguntó si no había nada que hacer, y él contestó que no, con la cabeza. La moribunda, aliviada por aquel primer vómito, se había quedado inerte, con los ojos cerrados. Por segunda vez volvieron las náuseas espantosas, y de nuevo arrojó una bocanada de negras deyecciones, mezcladas con sangre violácea. Tuvo seguidamente un momento de calma; abrió los ojos y vio a la Grivotte, que comía glotonamente su mendrugo de pan, arrebujada sobre su colchón, tendido en el suelo. Y sintiendo próximo su fin, preguntó:
—Se ha curado, ¿verdad?
La Grivotte la oyó y se exaltó.
—¡Sí, señora; curada, curada, curada completamente!
Pareció por un instante que la señora de Vêtu era presa de una tristeza odiosa, que todo su ser se rebelaba, no queriendo concluir mientras los demás seguían viviendo. Pero ya estaba resignada. Se le oyó murmurar muy quedo:
—Son las jóvenes las que deben quedarse.
Sus ojos, que permanecían desmesuradamente abiertos, se fijaban en torno, pareciendo decir adiós a toda aquella gente, sorprendidos de verla a su alrededor. Al tropezar con la mirada de ávida curiosidad que la pequeña Sofía Couteau seguía fijando en ella, la señora de Vêtu se esforzó por sonreírle: quería agradecer de esa manera a aquella niña tan encantadora que se había acercado esa mañana a su lecho para darle un beso. Elisa Rouquet no se ocupaba ya de nadie; había tomado su espejo y estaba absorta en la contemplación de su rostro, convencida de que iba embelleciéndose a ojos vistas desde que habían empezado a secarse las llagas. Pero lo que pareció cautivar sobre todo a la moribunda fue la vista de María, que estaba realmente encantadora en su éxtasis. La contempló largamente, atraída por ella, como por una visión de luz y de alegría.
Bruscamente reaparecieron los vómitos; pero lo que ahora lanzaba no era más que sangre, sangre pútrida, de un color de vino. Las bocanadas eran tan violentas que salpicaban las sábanas y manchaban toda la cama. En vano la señora de Jonquière y la señora de Désagneaux, muy pálidas las dos y con las piernas flaqueantes, acudieron con toallas. Ferrand, impotente, se había retirado hasta la ventana, hasta el sitio mismo en que acababa de experimentar una emoción tan dulce; también sor Jacinta, por un movimiento instintivo y, seguramente, inconsciente, se acercó a aquella ventana feliz, como para buscar un refugio al lado del joven doctor.
—¡Dios mío! —repetía—. ¿No puede usted hacer nada?
—¡Absolutamente nada! Se va a apagar así, como una lámpara que se extingue.
Agotada, con un hilo rojo que le colgaba aún de la boca, se quedó la señora de Vêtu mirando fijamente a la señora de Jonquière, al mismo tiempo que movía los labios. La directora se inclinó y logró oír unas frases dichas lentamente.
—Es un encargo para mi marido, señora. El negocio está en la calle de Mouffetard; un pequeño negocio, no muy lejos de los Gobelinos. Es relojero, y no ha podido acompañarme por no dejar de atender a la clientela, como es natural. Se verá en un gran apuro cuando vea que no regreso. Sí, yo limpiaba las alhajas, hacía los encargos…
La voz se debilitaba, las palabras se extinguían en el estertor.
—Por eso le ruego a usted, señora, que le escriba, porque no lo he hecho, y esto se acaba. Dígale que mi cadáver queda en Lourdes, para evitar mayores gastos. Que se case otra vez, porque es necesario para el negocio. Y a la prima, dígale a la prima…
Ya no se oyó sino un murmullo confuso. Era demasiado grande la debilidad, y la respiración se le cortaba. Pero sus ojos permanecían muy abiertos y llenos de vida, en medio del rostro amarillo, de una palidez de cera. Sus ojos parecían aferrarse desesperadamente al pasado, a todo lo que iba a dejar de existir, a la tiendecita de relojería de aquel barrio populoso, a la vida uniforme y plácida del hogar con un marido trabajador, siempre inclinado sobre sus relojes, a los grandes placeres dominicales, que consistían en salir a pasear por las fortificaciones y ver ascender las cometas. Después los ojos agrandados hicieron un esfuerzo como para penetrar en la noche espantosa que se acercaba.
La señora de Jonquière se inclinó por última vez, viendo que la moribunda movía nuevamente los labios. Fue un leve temblor de aire, una voz del más allá, que balbuceaba, muy lejana, con desolación inmensa.
—¡No me ha curado!
La señora de Vêtu expiró.
Como si no estuviese esperando otra cosa, la pequeña Sofía Couteau saltó satisfecha de la cama y volvió a jugar con su muñeca al extremo de la sala. Ni la Grivotte, ocupada en devorar su pedazo de pan, ni Elisa Rouquet, enfrascada en el espejo, se dieron cuenta de la tragedia. Pero en aquel soplo frío que pasaba, en aquellos cuchicheos incoherentes de la señora de Jonquière V de la señora de Désagneaux, que no estaban acostumbradas al espectáculo de la muerte, María pareció despertar, sustraída al arrobamiento en que la tenía sumida aquel continuo rezar de todo su ser. Cuando comprendió lo que había ocurrido, rompió a llorar, fraternalmente apiadada de aquella compañera de dolor, segura como estaba de curarse.
—¡Pobre mujer; morirse tan lejos, tan sola, y en el momento de renacer!
Ferrand, a pesar de su indiferencia profesional, estaba profundamente conmovido; se adelantó para comprobar la defunción, y a una señal suya sor Jacinta levantó la sábana, cubriendo con ella el rostro de la muerta, porque no había que pensar en sacar el cuerpo en aquel momento. Las enfermas regresaban en grupos de la gruta, y aquella sala tan tranquila, tan soleada, se llenaba con el tumulto habitual de su miseria y de sus dolores: toses broncas, piernas que se arrastraban, olores ingratos, toda la lamentable colección de las dolencias humanas.